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CORE » EN BUSCA DEL ALMA

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Pero el sueño atrae también temores, los miedos más profundos. Algo así me ocurrió cuando mi sueño me devolvió el pánico escénico. Tuve este sueño mucho después de dejar de actuar en público y dedicarme «en serio» a la medicina, y se repitió muchas veces. Me despertaba asustado, empapado en sudor. Soñaba que salía al escenario, me sentaba al piano y la sala enmudecía, pero yo no conseguía recordar la primera nota. En mi corta y poco exitosa carrera musical nunca tuvo lugar una escena así. Por supuesto que me equivoqué, me perdí (o, como decíamos en el colegio, «metí la pata») más de una vez en pasajes completos, pero no tanto como para no ser capaz de empezar, eso no ocurrió nunca. Ni a mí, ni a ninguno de los músicos que he conocido. De hecho, años después, una vez le conté el sueño a Janusz Olejniczak, el conocido pianista ganador del concurso Chopin, y éste me respondió: «¿Sabe usted? Yo también he tenido ese mismo sueño: salgo al escenario, me siento al piano y en ese momento me doy cuenta de que no estoy tocando las notas que son, que toco otra partitura. No consigo comenzar y me despierto empapado en sudor». Me sentí menos solo en ese miedo que me había deprimido durante años en sueños.

El dios del sueño llegaba volando a la tierra con el anochecer. ¿Cómo sabía cuándo acababa? «¿Cuándo se acaba la noche y empieza el día?—preguntó el

tzadik judío a los numerosos jasídicos allí reunidos, para responderse él mismo—: En el momento en que en los ojos de otro hombre veas a un hermano».

 

Heráclito consideraba que el alma era uno de los fundamentos del mundo. Consideraba que lo real era su

logos, un ente superior a ella que se identificaba con el logos cósmico. El

logos era el entendimiento, la fuerza cósmica, la ley divina que une entre sí a todos los objetos cambiantes y los domina. A él se refirió recientemente Imre Kertész. Para él, la palabra escrita, la escritura, es el «invisible hilo de la araña, el logos que sostiene nuestras vidas, lo ha creado [el mundo] y no cesa de crearlo».[80] Heráclito advirtió: «Aunque recorras todos los caminos, no llegarás al confín del alma», y en una nota precisaba: «Tanta es su profundidad, tan profundo es su logos».[81] ¿Será entonces que la búsqueda del alma está condenada desde el principio al fracaso? ¿Se trata de una quimera? ¿Una búsqueda del yeti? ¿Queremos acaso lo imposible?

No fue leyendo a Heráclito como los chamanes siberianos desarrollaron sus técnicas para alcanzar el alma. La preparación se alargaba años en los que el aprendiz, cuidadosamente elegido por el profesor, comenzaba un período de aislamiento y ejercicios (calamitosos, humillantes, destructivos) con el objetivo de eliminar el impulso de huida frente a lo terrible y amenazador. Llevar ese agotamiento hasta el límite conducía a la desintegración de la personalidad como se había entendido hasta entonces. Porque «el chamán tiene que morir para volver a nacer».[82] El principal signo de esta iniciación era la descomposición del cuerpo; así, en el caso de los esquimales, un terrible oso blanco engullía durante el sueño el cuerpo del aspirante hasta dejarlo en los huesos, «de los que, seguidamente, volvía a crecer el cuerpo». Y únicamente con el transcurrir de los años, cuando el aprendiz ha superado ya su «enfermedad iniciática» y se ha curado a sí mismo, es cuando puede practicar el arte adquirido sobre otros. Tenía la capacidad de atravesar la materia con la mirada y descubrir el alma que contenía. No sólo veía «el otro mundo», además se comunicaba con él. Nadie como el chamán, «diestro conocedor de la topografía de los ultramundos»,[83] para seguir la pista de un alma raptada o perdida, dominar a sus raptores y recuperarla para el enfermo. Todo esto lo ejecutaba en estado de éxtasis, el mismo que había aprendido a alcanzar en el largo proceso iniciático. Le servían de ayuda los más diversos medios psicoactivos, y aun alucinógenos, como una decocción de amanita muscaria, de arándano palustre, y en especial, algunas variedades de hongos políporos. Del mismo modo, Ötzi, el antepasado cuyo cadáver se encontró congelado no hace mucho en un glaciar de los Alpes, y que había vivido tres mil trescientos años antes de Cristo, había ensartado en una cuerda setas estimulantes, de la especie

Piptoporus betulinus (yesquero del abedul) y las llevaba consigo. No le dio tiempo a utilizarlas antes de que el alma abandonara el cuerpo.

 

Los chamanes eran capaces de acercarse a una experiencia esencial que acompaña al ser humano en los momentos de éxtasis. En esos momentos excepcionales, algunos privilegiados trataban de ir más allá de lo accesible y evidente, penetrar lo que está oculto, rasgar las cortinas tras las que se esconde lo más fundamental. Ya lo sabía Plotino cuando identificaba el éxtasis, el más alto entusiasmo, la revelación, como la única vía de conexión con el absoluto. No se trataba de una actividad simplemente cognitiva, y «no requería de estudios, sino del ejercicio del alma (

askesis) y purificación (

katharsis)».[84] Como vemos, Plotino no albergaba dudas sobre la existencia de un ser de ideas más perfectas: el sumum de la belleza, la verdad, el bien y la unidad, el absoluto, es decir, el Uno (τὸ ἔν). Un ser, podríamos decir, divino. El «yo» humano, conservado en el alma, no se puede separar de forma indisoluble del antiguo «yo» presente en el espíritu divino. Ese verdadero «yo», el «yo» en Dios, también está dentro de mí. Y cuando se intensifica la pasión interior (como decía Plotino) hasta que nos alcanza el éxtasis, nos identificamos con él, nos convertimos en una misma unidad, su belleza innombrable nos eleva y nos unimos con el espíritu divino que nos contiene. Nuestra participación se convierte en un preocupante conocimiento de la paz, la felicidad y la suerte, y de alcanzar el sentido definitivo. Y todo alrededor adquiere una belleza inexplicable, donde la perfección resulta ser precisamente lo que tiene que ser.

Diecisiete siglos nos separan de Plotino. La historia nos ha llevado lejos del sabio anciano, que murió solitario en una villa de la Campania. De hecho, algunas páginas de sus

Enéadas, leídas hoy en día, nos despiertan un eco. Sobre este poder de influencia de los místicos escribió Henri Bergson: «No piden nada, y, sin embargo, obtienen. No tienen necesidad de exhortar; les basta con existir; su misma existencia es una llamada».[85] Plotino sabía bien que la vida interior del hombre nunca se salvaría: «La vida interior del hombre nunca será ni puro éxtasis ni pura razón ni pura animalidad. Esto es algo que Plotino ya sabía».[86] Nos anima a que nos abramos a la trascendencia. A él, al Único, al que creó nuestro mundo, se dirige el alma de Plotino en los escasos momentos de inspiración y elevación, a los que llamaba «la huida de un solitario hacia el Solitario». «Así pues, volvámonos todos divinos y todos bellos, si es que se quiere atisbar a dios y la belleza», escribió.[87] «Nos llevamos la impresión de que ese imperativo suyo estaría unido con hilos invisibles al misterio definitivo del universo», respondió Lew Szestow.[88] Plotino experimentó cuatro éxtasis. Después del primero de ellos tan sólo quería ser una persona a la espera de una voz, de la única voz. Quizá fuera un estado comparable al que experimentamos no pocas veces al escuchar un concierto sinfónico. Aparece por primera vez un tema deslumbrante. Tras un instante, desaparece, dejándonos extasiados. Ya sólo podemos, exhaustos, esperar su retorno.

 

La experiencia mística es un fenómeno universal. «Incluso aunque este fenómeno únicamente alcance su plenitud con el cristianismo, no por ello existe en menor medida, de un modo muy auténtico, en toda la humanidad; y la experiencia de Plotino constituye uno de los ejemplos más destacables».[89] Plotino es uno de los primeros místicos que nos han legado testimonio de su iluminación, grupo en el que se encuentran, por nombrar a algunos santos, Juan de la Cruz, Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena o Teresa de Ávila. Fueron ellos los que nos legaron «la experiencia más fundamental, que ofrece la verdad sobre sí misma y sobre el mundo, y tiene su origen en las profundidades del alma humana».[90] Por no hablar de las grandes místicas, entusiasmadas o sufriendo en sus abismos, hundidas en su iluminación, entre la llamarada y la agonía, enloquecidas y sin embargo plenas, no dejaron de alimentar a lo largo de los siglos la imaginación de pintores, escultores, «a menudo menos devotos que sus heroínas».[91] El

Éxtasis de santa Teresa, conjunto esculpido por Bernini, se puede contemplar en la capilla de la pequeña iglesia romana de Santa María de la Victoria. Construida con la forma de un teatro, su audiencia la componen las figuras de los fundadores sentadas en poltronas, observando la escena que se desarrolla ante sus ojos, y que por otro lado describe la misma santa. Teresa descansa en una nube, tiene la boca semiabierta, los párpados entrecerrados. Sobre ella, con una sonrisilla sensible o terrorífica, en función del ángulo desde el que se mire, y en cualquier caso con una sonrisa traviesa, se encuentra un ángel jovencito sosteniendo una flecha en la mano justo antes de clavarla en su corazón. Consideramos que el delirio de la santa le ocasiona alegría. Por encima de todo, sin embargo, es el rostro de santa Teresa el que atrae desde siglos la mirada. El rostro de una mujer en un arrebato, una mujer en espera, deseosa, una mujer en delirio celestial.

 

Hasta nuestros días se ha conservado también registro de la revelación que experimentó Blaise Pascal. Tenía treinta y un años, era lunes, 23de noviembre del año 1654, en París. Hora: entre las diez y media y las doce y media de la noche. Esa noche pudo ver una gran luz, un fuego que lo cegó y le hizo perder el conocimiento durante un rato. Cuando recupera la conciencia, escribe en un papel, sin demora y con mano segura, sus sentimientos. Como mente estricta, comienza consignando el lugar y la hora que hemos apuntado más arriba. Después, tras un apóstrofe al Dios bíblico del Antiguo Testamento, el estilo se torna telegráfico. Golpea la repetición abundante de la palabra «seguridad», así como «alegría» o «paz». El deseo de olvidarse de todo excepto de Dios. Llevó la nota escrita durante aquella revelación cosida al forro de su capa hasta el día de su muerte. Se le acusó repetidas veces de fundamentalismo (palabra mucho más peyorativa ahora, en la época de la globalización), de burlarse de la razón (razón, por cierto, gracias a la cual realizó descubrimientos geniales en matemáticas y física), de intransigencia y de haberse despojado de todo. Blaise Pascal recordó ese momento que le elevó el alma y cambió su mundo y no le permitió hundirse en el olvido. ¿Estaba loco? Por supuesto que sí. En el sentido de que era diferente, que había renunciado al mundo, que a partir de ese momento dejó de existir para él. Sólo contaba ese amor que había conocido durante la revelación.

 

Pascal tuvo más suerte con los brujos que con los médicos. Su hermana Gilberta dijo de él tras su muerte que no había conocido un día sin dolor, sin sufrimiento. Ya en su primer año de vida empezaron las convulsiones. Los médicos no salían de su impotencia y finalmente su padre, que lo adoró toda su vida, desesperado, llegó a la conclusión de que se trataba de una maldición que les habría echado una viejecita a la que su mujer se había negado a dar limosna. Ésta, bajo la amenaza de la hoguera, confiesa y propone redirigir el encantamiento del niño a un gato negro. Prepara un brebaje, reza a satán y el gato muere, pero el niño no mejora. En ese momento, sintiendo aún más cerca las llamaradas de la hoguera, prepara «una cataplasma con nueve hojas de tres hierbas diferentes, recogidas en luna llena por un niño de siete años».[92] Cuando le aplica la cataplasma, el cuerpo del muchachito empieza a agitarse bajo terribles convulsiones y cae en un estado de catalepsia. Enloquecido, el padre se abalanza con los puños cerrados sobre la bruja. En ese momento el niño se despierta del coma y sonríe. La hechicera anuncia la recuperación, y el ataque desaparece para no volver.

Pascal pasó muchos días de su vida joven y adulta postrado en la cama por migrañas y dolores de estómago. Así ocurrió también en septiembre del año 1647, cuando Descartes, a su vuelta de Suecia, se detuvo tres días en París antes de continuar hacia su destino final, Ámsterdam. Había escuchado muchas cosas del joven genio, de modo que lo invitó a visitarlo. Pascal respondió que se sentía demasiado enfermo como para ir hasta la otra punta de París, lo que Descartes tomó como una impertinencia. Sin embargo, no pudo resistirse y, el día antes de su partida, él, el más grande filósofo de Europa, decidió dirigirse a donde se encontraba el veinteañero. Lo encuentra en la cama, y le pregunta exhaustivamente por los síntomas, no sólo para comprobar que el anfitrión está efectivamente enfermo, sino también porque se considera un médico. Pascal no pronuncia ni una palabra, pues no es de su agrado quejarse delante de desconocidos. Más adelante le muestra su máquina aritmética (precursora de los actuales ordenadores) y unos tubos para crear el vacío. Descartes queda tan fascinado por el joven genio que al día siguiente, antes de emprender su viaje, vuelve a visitarlo.

Los dos, grandes matemáticos, llegaron mediante el escepticismo a posiciones filosóficas radicalmente diferentes. Pascal llegó a una mística en la que el alma prevalecía sobre el cuerpo, un alma en la que el orden más natural se refleja en el amor. Se ha dicho de él que «nunca la filosofía había sido sentida con tanta profundidad, nunca había resultado en tan potentes batallas internas», y por ese motivo ha servido de guía para gente de diferentes épocas. Descartes, como nadie antes que él, separó radicalmente el mundo del pensamiento del mundo material, el alma del cuerpo. Consideraba que esos dos mundos diferenciados se comunicaban entre sí mediante la epífisis, una pequeña formación anatómica ubicada en la base del cerebro, lugar donde tendría su sede el alma. La epífisis o glándula pineal es el tercer ojo. En los peces óseos, los anfibios más antiguos y en los primeros reptiles ésta se encontraba en la frente y permitía mirar hacia arriba, como observamos en los fósiles. Como tercer ojo, este ojo pineal ha perdurado hasta la actualidad tan sólo en una especie de reptil: los tuátaras, un lagarto de espalda espinosa que habita en las islas aledañas de Nueva Zelanda. En el resto de sus antecesores desapareció durante el Triásico y gradualmente se fue alojando en el cerebro. Conservó su conexión con el sistema óptico y segrega, especialmente de noche, melatonina, una hormona que participa en la medición del ritmo de la vigilia y el sueño, empleada en la actualidad para prevenir el

jet lag de los viajeros interoceánicos. Descartes no podía saber que la epífisis es lo que ha quedado del tercer ojo y, sin embargo, como los griegos, situaba en el ojo (en el tercero en este caso) la localización del alma.

Descartes era dualista y defendía la visión cristiana frente al creciente materialismo. Sin embargo, el ulterior desarrollo del pensamiento humano continuó precisamente en esa dirección. Los filósofos de la Ilustración y sus sucesores destruyeron artificialmente, con la ayuda de la epífisis, la concepción indisoluble y dualista de Descartes y comenzaron a explicar todos los asuntos espirituales como fenómenos materiales, lo que subvirtió el orden reinante hasta entonces en el ámbito filosófico. De este modo, la filosofía se convierte en la ciencia del pensamiento puro y de los seres tan sólo se ocupa en tanto en cuanto existen más allá de él. Todo aquel gran drama de los hechos de salvación desapareció en la mentalidad ilustrada. Juan Pablo II escribe: «En la lógica del

cogito, ergo sum, Dios se reducía sólo a un contenido de la conciencia humana; no se le podía considerar como Quien es la razón última del

sum humano […] Quien da la existencia […] Quedaba únicamente la idea de Dios, como tema de una libre elaboración del pensamiento humano».[93]

 

¿Cómo contemplar el alma, aunque sea por un momento? ¿Dónde buscarla? ¿Tratar de ir tras ella cuando abandona el cuerpo, como por cierto dijo Aquiles y escribió Słowacki? La curiosidad de Federico II, hijo del rey Rogelio, protagonista de la ópera de Karol Szymanowski, era legendaria. Desconocemos si sus planes se apoyaban en las palabras de Aquiles, pero seguro que no lo hacía en las del poeta polaco. Se dice que este poderoso dirigente del pueblo de los normandos sicilianos ordenó encerrar a un hombre en un tonel y dejarlo morir de hambre. Quería ver cómo salía el alma. La historia nada dice sobre si tuvo éxito o no. Tras la Ilustración el asunto resultaba mucho más sencillo. De hecho, todo era materia y estaba compuesto de materia, hasta el alma. Por consiguiente, el alma debería tener masa, someterse a las leyes de la gravedad y debería poder pesarse. Así lo entendía en el año 1901 Duncan MacDougall, médico del hospital municipal de Haverhill, en el estado de Massachusetts. Como hombre de acción, dejó de filosofar y pasó a los hechos. Utilizó una balanza de gancho y sobre ella ubicó la cama de un moribundo. Durante cuatro horas realizó exhaustivas mediciones. Observó con atención al enfermo, hasta que exhaló el último suspiro, y en ese momento el indicador de la balanza bajó: ¡el cuerpo había perdido peso! Repitió ese experimento cuatro veces más y siempre con resultados parecidos. Sin embargo, cuando sustituyó a las personas por perros, las mediciones daban sistemáticamente resultados negativos. Tan sólo las personas, y no los perros, en el momento del fallecimiento mostraban una pérdida brusca de peso. Si era verdad que era el alma la que abandonaba el cuerpo, entonces ésta «pesaba tanto como una miga de pan».[94] MacDougall mantuvo los resultados de sus observaciones en secreto, pero los rumores sobre sus asombrosos experimentos se extendieron y lo llevaron finalmente a publicar en una revista médica un trabajo bajo el título de «The Soul: Hypothesis Concerning Soul Substance Together with Experimental Evidence of the Existence of Such Substance» (Hipótesis sobre la sustancia del alma junto a la evidencia experimental dela existencia de dicha sustancia). A pesar de su rimbombante título, el trabajo impresiona por la precisión de sus observaciones, el cuidadoso control de las condiciones experimentales y la cautela en su argumentación. Se ha dicho que aun hoy en día sería capaz de pasar la estricta criba de los reseñadores científicos y ser publicado. Evidentemente, se esperaría una confirmación independiente de los resultados. En ese caso, MacDougall seguramente habría podido recordar los resultados de la observación de cierto profesor de secundaria californiano que treinta años después que él llevó a cabo un experimento similar con ratones. Los desafortunados ratoncitos, al expirar, no perdían peso. Pero es que eran ratones, no personas. También habría recurrido con toda probabilidad a las suposiciones afloradas no hace mucho, que apuntan a que una explicación parcial de sus observaciones pueden ser las corrientes de convección. Ante una eventual acusación de una originalidad exacerbada, MacDougall podría haber respondido que cinco mil años antes que él los antiguos egipcios escribieron sobre el peso del alma, que ellos localizaban en el corazón. Un corazón puro, al ser colocado en el platillo de una balanza durante el juicio que hay que pasar ante Osiris después de la muerte, tenía que pesar menos que la pluma más ligera. «De lo contrario, era devorado por un monstruo que acechaba a su vera y, de este modo ignominioso, la vida del egipcio en el más allá terminaba para siempre».[95]

 

La reducción del alma a su sustancia material y el intento de asirla en una pesa son una consecuencia de la duda cartesiana, que nos acompaña desde hace cuatrocientos años. Anteriormente, a lo largo de muchos siglos, el mundo estaba repleto de huellas de Dios. Dios estaba cerca y presente en nuestra alma, pues allí aparecía directamente como una verdad. Por eso san Agustín pudo decir: «No salgas afuera de ti, vuelve a ti, en el interior del hombre habita la verdad».[96] Y añadió: «Ansío conocer a Dios y al alma. ¿Nada más? Nada más que eso». Tras Descartes quedaba tan sólo el Dios de la religión racional, el Dios de la Ilustración, «alto funcionario de la policía de las costumbres»,[97] que no se merecía nada más «que aquel

coup de grâce que más tarde le asestaron Feuerbach, Nietzsche o Freud».[98] La razón humana se emancipó y dejó de necesitar—así se decía—este apoyo, esta hipótesis de trabajo. El nihilismo, que Nietzsche fue el primero en advertir en el umbral de Europa, hizo su entrada por la puerta grande. Por último llegó la utopía marxista (la última versión de la fe ilustrada en el progreso y del cielo en la tierra), preparada con las fuerzas de la razón. Al cuestionarse la certeza de que la realidad entera tenía algún sentido, el mundo se fue volviendo cada vez más vacío y difícil de entender. El pensador francés Pierre Delalande, imaginado por Nabokov, afirma en la novela

La dádiva: «En nuestra casa terrena, las ventanas están reemplazadas por espejos».[99] Eso significa que no podemos mirar más allá de la vida carnal, ni ver qué hay en los ultramundos. También significa que sólo nos podemos ver a nosotros mismos.

 

Incluso suponiendo que eso sea verdad, tenemos que admitir que mucho depende de qué tipo de mirada dirijamos al espejo. Como en la historia del perro que entra en una hilera de salas con las paredes completamente cubiertas de espejos. Tras él se cierra la única puerta. El animal permanece parado, rodeado por todas partes por perros (su reflejo en los espejos). Muestra los colmillos, y el resto también. Sale corriendo, y ellos detrás. La persecución es cada vez más rápida, ladra cada vez más fuerte, le caen babas cada vez más densas del hocico, hasta que cae agotado y muere. Pero ¿qué habría pasado si en lugar de mostrar los dientes hubiera meneado el rabo?

 

Nuestra tierra como una casa en la que estamos rodeados de espejos…, ¡qué limitación de la percepción más radical! Como un paralelismo demasiado histriónico del mundo actual, asfixiado por la ciencia. Como la llamada a la Tierra de Ulro—el triste país imaginario desheredado por la ciencia, donde gobierna la necesidad objetiva y no es posible «dar crédito a los milagros»[100]—. La pérdida de lo milagroso se asocia al avance del racionalismo desde los tiempos de la Ilustración. No se trata evidentemente de condenar la Ilustración, de «volver a la situación supuestamente idílica anterior a la revolución científico-técnica»[101] ni de contraponer la fe a la razón. Esos intentos, que se han llevado a cabo más de una vez, han fracasado. Czesław Miłosz consideraba que no serán las quejas contra la ciencia lo que nos rescate, sino «una imagen del cuerpo y del mundo completamente diferente de la que nos ofrece la ciencia del siglo XVIII y su deriva hasta hoy en día».

Es como si perdiendo aquel «segundo espacio», liberándonos de la tradición, estuviéramos perdiendo al mismo tiempo la sensación de que todo tiene un sentido que de hecho es imposible decretar a nuestra voluntad.

¿Y el alma? ¿Qué le ha ocurrido en un mundo que ha perdido «el segundo espacio» y se parece cada vez más a la Tierra de Ulro? Así responde a esta cuestión Adam Zagajewski en el poema titulado «Alma»:

Sabemos (más bien nos han dicho)

que ya no estás en ningún sitio, en absoluto.

Pero, con todo, oímos tu voz cansada

en el eco, en la queja y en las cartas

que nos escribe, desde el desierto griego, Antígona.[102]

Hoy en día es muy raro oír la palabra

alma de labios de biólogos o médicos; en vano la buscaremos en los índices de los gruesos tomos de psiquiatría e incluso de psicología, por no hablar de la medicina interna; la encontraremos, todo lo más, en ocasiones, en notas históricas. Es como si la palabra, consciente de su naturaleza, se hubiera evaporado. Se ha sustituido el

alma por el

yo, el

yo consciente, la

conciencia. Y de esa manera un dominio que antes pertenecía al ámbito de los filósofos se ha ido desplazando hacia el de los biólogos y los médicos. La mayoría considera que la conciencia se ubica en el cerebro, incluso se han realizado ensayos para localizarla en determinadas áreas de este órgano. El misterio de la conciencia atrae las ideas más brillantes, supone un reto incluso para aquellos que, habiendo alcanzado la cumbre en otras disciplinas científicas, han sido galardonados con el Premio Nobel. Como en el caso de Francis Crick (codescubridor de la estructura del ADN) o Gerard Edelman (descubridor de la estructura de la inmunoglobulina), que dejaron de lado los intereses que les habían llevado tan alto para dedicar todo su tiempo a comprender ese «yo». Pero el «yo» permanece impenetrable, imperceptible, aunque de hecho se siguen sucediendo interesantes intentos para interpretarlo. Unos, como Christoph Koch[103] en la neurobiología, buscan la conciencia en la materia del cerebro; otros, como Douglas Hofstadter,[104] rechazan su realidad ontológica y lo toman como una ilusión, «un espejo, un mito»[105] generado por la maquinaria del cerebro en su conjunto, que nos sería accesible tan sólo en el más alto nivel del pensamiento y el símbolo, al igual que sólo comprendemos el concepto de presión y temperatura en un nivel de 10²³moléculas, pero no con una única molécula. Minoritaria es la opinión del gran matemático británico Roger Penrose, quien afirma que esos ensayos son prematuros, puesto que antes de comprender la actividad del cerebro debería darse una revolución en la física, en nuestra manera de comprender las más antiguas estructuras del mundo. Incluso los más optimistas no conciben la posibilidad de observar el «yo» mediante el empleo de las embriagadoras técnicas de representación del cerebro disponibles en la actualidad, a pesar de que éstas muestran que en el oscuro océano del cerebro ciertas aglomeraciones de células grises se encienden como islas de colores cuando empiezan a resolver un ejercicio, cuando oyen algo, cuando hacen cálculos; en una palabra: cuando piensan.

 

¿Tiene algún sentido, por otra parte, reducir todos los fenómenos espirituales a la conciencia? De la misma manera en que los rayos ultravioletas «son una luz despojada de toda claridad»,[106] algunos fenómenos espirituales «carecen del resplandor de la conciencia».[107] El descubrimiento del inconsciente se atribuye no pocas veces a Freud, aunque, mucho antes que él, filósofos como Aristóteles o Schopenhauer se ocuparon de los deseos inconscientes, y escritores como Goethe y Schiller indagaron en las fuentes de la creatividad literaria en el pensamiento inconsciente. Mientras que los médicos, incluidos los polacos, le dedicaron desde la mitad del siglo XIX una atención secundaria y apenas algunos tratados, Freud centró en él su teoría, aportando de su cosecha la concepción de un inconsciente reprimido. El inconsciente se compone de impulsos y deseos de los que el «ego» se deshace para enviarlos al olvido, pues entran en conflicto con la realidad y provocan remordimientos de conciencia. Una vez reprimidos, se vuelven inaccesibles al conocimiento. El inconsciente es «radicalmente indiferente a la realidad»,[108] su lógica le es extraña, así como los fundamentos de la coherencia y la sucesión temporal. La represión afecta principalmente a las vivencias de carácter sexual del período de la primera infancia. A la parte consciente y racional acostumbramos a llamarla

ego, nuestro

yo, nuestra «personalidad». Ésta constituye una superficie relativamente fina sobre las profundidades del inconsciente, que Freud llamó

ello o

id. Entre ellos gobierna la tensión, el conflicto, el

ello presiona al

yo (desde abajo) con sus impulsos ciegos. El conflicto sale a la luz en los sueños, en los

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