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CORE » REFLEJO DEL MUNDO QUE LLEVAMOS DENTRO

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Un día vino a nuestra clínica un estudiante de matemáticas de Varsovia y nos contó la siguiente historia: era verano, él iba en un tren regional que avanzaba lentamente a través de una llanura y a lo lejos veía un caballo pastando cerca de un bosque. En el momento en el que el tren entró en la pradera, nuestro estudiante sintió un picor en la nariz, empezó a estornudar, le empezaron a llorar los ojos y antes de que dejaran atrás la pradera ya tenía síntomas de asfixia. No era la primera vez que oía un relato así de increíble: personas que entraban a la habitación donde el día anterior había estado jugando un gato (poco tiempo y por primera vez) y les entraba un violento ataque de asma; gente que se mareaba, o incluso llegaba a desmayarse con sólo oler por casualidad la penicilina preparada en una jeringuilla; incluso había leído casos de quienes, ante la simple visión de una flor pintada en un cuadro, se cubrían de sarpullido. Todos ellos eran alérgicos, personas con hipersensibilidad a algún agente externo. Pero ninguna de esas historias igualaba las dimensiones de la anécdota del caballo.

Llevamos a cabo la prueba que suele realizarse en estos casos, que consiste en inyectar en la piel del brazo un extracto de pelo de caballo. Por precaución, utilizamos una concentración diez mil veces inferior a la recomendada. Unos minutos después, el brazo empezó a inflamarse violentamente y, antes de que nos pudiéramos dar cuenta, la hinchazón había alcanzado la axila. Le colocamos rápidamente un torniquete para evitar (como diría un profano) un desenlace fatal causado porque le «llegara la inflamación al corazón». Nos costó Dios y ayuda aliviar los efectos de la reacción para poner a salvo al paciente.

Tiempo después citamos al paciente para desensibilizarlo, es decir, inmunizarlo. Durante varias semanas le estuvimos inyectando por vía subcutánea dosis de extracto de pelo de caballo cada vez mayores. Está de más aclarar con qué dosis comenzamos y con qué medidas de precaución. Fuimos repitiendo ese tratamiento en los años siguientes con el resultado de una reducción muy considerable de los síntomas ante la exposición a los caballos, a pesar de lo cual nuestro estudiante, como se puede imaginar, no se dedicó precisamente a montar.

Con ese tratamiento no hicimos sino imitar a Mitrídates VI, rey del Ponto. Aquel tirano, famoso por su crueldad, encerró a su madre, asesinó a su hermano y se casó con su hermana. Cumpliendo una orden que había dado desde Éfeso, en un solo día se acabó con la vida de todos los itálicos de Asia Menor; en total, cerca de cien mil personas. No obstante, Mitrídates era un mecenas de las artes y la ciencia, amigo de artistas y políglota—se dice que hablaba hasta veintidós lenguas—. Como todos los tiranos, tenía miedo de que lo envenenaran. En un intento por protegerse frente a esa posibilidad, llevó a cabo experimentos empíricos con venenos y antídotos entre sus esclavos y familiares, tras lo cual, durante largos años bebió a diario en dosis crecientes una mezcla de los cincuenta y cuatro venenos más temibles. Se pasó la vida luchando contra Roma hasta el punto de que, vencido por Antonio en el año 66 antes de Cristo, no se doblegó. Sin embargo, cuando su hijo preferido se levantó en su contra, el rey se sumió en la pena y decidió poner fin a su vida ingiriendo una considerable dosis de veneno, pero no funcionó: su organismo se había ido inmunizando con los años. Decidido como estaba, le ordenó a un esclavo que lo atravesara con la espada, con lo que murió en el acto.

 

Siguiendo el ejemplo de Mitrídates, hoy vacunamos a los pacientes hipersensibles al polen, al polvo doméstico, a los insectos o a los animales. Son alérgicos, es decir, se caracterizan por presentar una reacción inusitada y peligrosa ante la presencia de sustancias del mundo exterior que para el resto de la gente son inocuas. La vacunación se introdujo en la medicina en los primeros años del siglo XX; el primero en utilizarla en el continente americano fue Robert A. Cooke. Tenía razones para ello, y no sólo profesionales. Cooke se crió en una granja de New Jersey y sufrió desde la infancia un asma aguda. Años después narraría cómo realizaba interminables vahos de «volcanes humeantes de polvo de Dover y vomitaba a diario tras tomar jarabe de ipecacuana».[113] La adrenalina por entonces era desconocida, como tampoco existía la palabra

alergia. Cuando empezó a ir a la escuela y a vivir en un internado, el asma remitió, pero volvía con cada visita a la casa familiar, una granja. Aunque se dio cuenta de que lo que la provocaba era el contacto con los caballos del establo, en aquellos tiempos no era tarea fácil huir de los caballos. Para obtener su diploma, al final de los estudios, estaba obligado a trabajar seis meses de médico ambulante en los servicios de emergencia, y, a principios del siglo XX, las ambulancias de Nueva York eran carros tirados por caballos, con lo que cada salida para atender a un enfermo terminaba para Cooke en un ataque de asfixia. Antes de salvar al paciente tenía que salvarse a sí mismo con la ayuda de las recién introducidas inyecciones de adrenalina. «No creo que exista otra persona en el mundo que se haya metido bajo la piel en sólo medio año los barriles de adrenalina que me he metido yo»,[114] escribió Cooke. Pero el destino le tenía reservada una prueba aún más dura. En 1907 estaba de ayudante en una traqueotomía. Se trataba de una operación de urgencia para salvarle la vida a un enfermo de difteria, una enfermedad que en aquella época era mortal y muy común. A los miembros del equipo médico se les administró con carácter profiláctico, antes de la operación, una antitoxina contra la difteria equina. Cooke se desmayó y pasó diez horas inconsciente. En esas circunstancias y después de tales experiencias, a nadie ha de extrañarle que Cooke se sumergiera por completo en una disciplina de cuyo nacimiento fue testigo: la alergología. Fue él quien abrió en Nueva York la primera gran unidad de tratamiento de enfermos de asma, él realizó importantes observaciones y pasó a la historia como uno de los padres de la anestesiología norteamericana. Su máxima favorita, «antes de nada sé médico, y luego alergólogo»,[115] podría aplicarse a todas las especialidades médicas.

En el tratamiento de las alergias, como en el caso de otras muchas enfermedades tras las que subyace una inflamación (y hoy en día se considera inflamación incluso una esclerosis de las arterias), las armas más efectivas son las hormonas producidas por la cubierta exterior (corteza) de unas pequeñas glándulas endocrinas suprarrenales. Las llamamos corticosteroides. El origen de su descubrimiento está en una pregunta que le hizo en 1936 Philip Showalter Hench, un internista de la Mayo Clinic, al químico Edward Calvin Kendall. La pregunta hacía referencia a las observaciones de Hench según las cuales, en determinadas circunstancias, algunos estadios reumatoides graves se aliviaban por sí solos, sin la administración de fármacos. La pregunta era la siguiente: «¿Qué sustancia es aquella cuya concentración es mayor en mujeres embarazadas y en enfermos de hepatitis y lleva a una remisión clara de los síntomas de inflamación de las articulaciones, y a veces también del asma?».[116] Kendall aceptó el reto. El resto es historia. Tras más de diez años de pruebas consiguió aislar la sustancia y señaló que se trataba de hormonas de las glándulas endocrinas suprarrenales. Al inyectar en los enfermos esas hormonas aisladas tuvo lugar uno de los milagros más grandes que ha conocido la medicina. Personas que tenían todas las articulaciones retorcidas y que estaban atadas a la cama con terribles dolores se ponían de pie con una sonrisa; enfermos de asma que se asfixiaban noche y día pudieron respirar libremente por una vez. En Estocolmo no se hicieron de rogar: dos años después, tanto el que hizo la pregunta como el que la respondió recibieron el Premio Nobel.

 

Pero no hay rosa sin espinas. Los corticosteroides, que revolucionaron la medicina en un abrir y cerrar de ojos, llevaban consigo considerables efectos secundarios. Unos pacientes engordaban de repente, a otros les provocaban hemorragias gástricas o se les desarrollaba una diabetes. Tuvieron que pasar varios años antes de que se aprendiera a prevenir o a neutralizar esas complicaciones. Así que no es de extrañar que no se cejara en la búsqueda de fármacos contra el asma. El más original resultó ser el joven médico Roger Altounyan. Trabajaba en una pequeña empresa farmacéutica británica y se dedicó a probar nuevos fármacos consigo mismo. Las pruebas de Altounyan no se prolongaban una semana o un mes, sino miles de veces y durante muchos años. Había enfermado de asma mientras estudiaba medicina, y estaba convencido de que él mismo era mucho mejor campo de pruebas para esta enfermedad que los ratoncitos alérgicos con los que entonces probaban todos los potenciales fármacos.

Padecía alergia a muchas sustancias, entre ellas, el pelaje de la cobaya. Éste se convirtió en el ingrediente principal de su famosa «sopa de pelos»:[117] ponía en remojo cuatro días seguidos el pelaje de la cobaya, luego filtraba el líquido, lo emulsionaba y aspiraba sus vapores con ayuda de un vaporizador. Esta «sopa de pelos», una vez aplicada, le provocaba indefectiblemente ataques de asma durante los cuales realizaba observaciones detalladas y efectuaba delicadas mediciones espirométricas. Llevaba a cabo los experimentos de manera regular, tres veces a la semana: empezaba a primera hora de la tarde, después de haber cumplido con su jornada laboral como médico, y terminaba por la noche. A fuerza de repetirlos, llevó su método a una estandarización perfecta, a pesar de que los efectos que provocaba eran más de una vez extremadamente peligrosos y se prolongaban durante gran parte de la noche. Antes de aplicarse su «sopa», inhalaba principios químicos de los que se sospechaba que podían debilitar el ataque o incluso evitarlo. Le llamaba la atención especialmente el extracto de una hierba, la

Ammi visnaga, que contenía kelina y se utilizaba para tratar los cálculos renales, ya que estiraba los músculos del sistema urinario. ¿Por qué era precisamente esa planta, que ya utilizaban como medicina natural los pueblos del Mediterráneo, la que tanto atraía a Altounyan? ¿Acaso le recordaba a la clínica modélica que dirigía su padre, también médico, en la ciudad siria de Alepo, donde llegó a tratarse el mismísimo Lawrence de Arabia? Desde 1957 y durante ocho años, Altounyan se autoprovocó más de mil ataques de asma y probó veintidós componentes químicos diferentes. Por fin, cuando estuvo seguro de haber dado con la fórmula correcta de kelina, se la administró a algunos pacientes, pero fracasó, pues no tuvo efecto alguno. Tardó varias semanas en darse cuenta de que, por causas inexplicables, le habían preparado mal el compuesto químico. Repitió el experimento, esta vez con un éxito arrollador. El fármaco, de nombre Intal, se introdujo en el mercado a finales de la década de los sesenta y fue durante mucho tiempo el más usado en el tratamiento del asma. Altounyan proyectó incluso un práctico inhalador manual para la dosificación del fármaco. Sin duda en esa empresa le fue de mucha ayuda la experiencia que había tenido como piloto de cazas y bombarderos de la RAF, por lo que había sido condecorado con la Cruz de la Fuerza Aérea, y como instructor de vuelo hasta el final de la guerra. La inspiración que lo llevó al mecanismo del inhalador fue la pequeña hélice de un avión, y el propio aparato se acabó llamando no Spitfire, sino… Spinhaler.

Durante una agradable velada de verano tuve una amable charla con Altounyan y su mujer en mi casa de Cracovia. Yo tenía la sensación de que frente a mí se encontraba alguien familiar, alguien conocido desde los juegos de la infancia, y es que el protagonista de mi novela infantil favorita,

Golondrinas y amazonas, era un niño que también se llamaba Roger. Contenía el aliento mientras seguía los pasos de su pequeño velero en el que emprendía, con otros niños de su edad, escapadas misteriosas en busca de aventuras y nuevos territorios. Esos juegos en los que, gracias al libro, le había acompañado tenían lugar en el Lake District, más concretamente en el lago Coniston, situado en el centro de Inglaterra, donde vivían los padres de Roger Altounyan. Su vecino y amigo había observado atentamente sus juegos infantiles en el agua, y los describió luego en su novela

Golondrinas y amazonas.

Roger rio de buena gana recordando las remotas aventuras «compartidas» que le conté, pero al final era obligado volver al asma. Me propuse ir directo al grano y le pregunté cómo funcionaba el fármaco que había descubierto: «¿Por qué funciona en el caso del asma?». Su respuesta fue: «Te lo cuento si tú me explicas antes qué es el asma».

Altounyan vino a saber en qué consistía el asma cuando, como estudiante de medicina de Cambridge, acudió al médico con su primera crisis de asfixia. El médico le exploró y le recetó fenobarbital, un medicamento calmante, y efedrina, un relajante muscular, tras lo cual, señalando la cabeza, le dijo: «Toda tu enfermedad está aquí».[118] Ése era el convencimiento de entonces, el paradigma, diríamos hoy. Se creía que el asma era una enfermedad del sistema nervioso central. Cuando, años después, hablábamos sobre el tema Altounyan y yo, él les enseñaba a sus alumnos de Londres, y yo a los míos de Cracovia, que la causa del asma era una contracción de los músculos de los bronquios, su hipersensibilidad a los estímulos más variopintos. Del sistema nervioso central no hablaba ya nadie. Hoy, treinta años después de aquel encuentro, lo que explicamos desde las cátedras es algo completamente distinto: el asma es un estado inflamatorio crónico de los bronquios. Tres visiones diametralmente distintas de una de las enfermedades más comunes. ¿Camina la medicina sobre arenas movedizas? Un pragmático respondería que, si bien es cierto que no somos capaces de asir la naturaleza de la enfermedad en una red conceptual, no es menos verdad que, mientras tanto, se han dado enormes pasos en el tratamiento del asma. Y tiene razón. Quien quisiera justificar la dificultad conceptual y los problemas que surgen a la hora de entender el asma y lo cambiante de las teorías enunciadas

ex cathedra pondría de manifiesto seguramente la heterogeneidad de una enfermedad que se ha comparado con el amor, porque, aunque es difícil de describir, todo el mundo la puede reconocer por sus síntomas.

Así que estamos ante una enfermedad por completo heterogénea que encuentra su reflejo en lo variado de su tipología. En medicina se habla de asma alérgica y no alérgica, estacional y anual, de esfuerzo, de descanso, nocturna, profesional y resistente a los corticosteroides, entre otras. Estos nombres por sí solos ya ponen de manifiesto que carecemos de un criterio homogéneo para su clasificación. La enfermedad es cambiante, caprichosa: en unos pacientes puede estar aletargada y permanecer asintomática, sin mostrarse siquiera en los exámenes clínicos más detallados, mientras que en otros pacientes puede provocar durante meses una asfixia tal que impida al médico incluso buscar la causa. Además, los síntomas del asma a los que hemos hecho alusión aquí suelen cambiar de forma como las nubes en el cielo, presentan elementos comunes que de repente se transfiguran. Entre los elementos que suelen ser indicadores de asma se encuentra la atopía. Atención, querido lector, porque esto puede ser que te afecte también a ti. Uno de cada cinco polacos, al igual que otros europeos y americanos, presenta atopía. Por suerte, ésta no se asocia directamente con la enfermedad: tener características genéticas que predisponen a padecer enfermedades por atopía es algo muy habitual.

 

La palabra

atopía se empezó a usar en Nueva York a principios de los años veinte del siglo pasado para definir la tendencia familiar a sufrir reacciones alérgicas imprevistas e incomprensibles que en muchas ocasiones tenían efectos dramáticos, para mayor temor del enfermo y su entorno. Tanto esas reacciones como las enfermedades a ellas asociadas suponían un misterio incluso para los médicos, acostumbrados como están desde hace siglos a lidiar con las anomalías de la Naturaleza.

Atopos. Una palabra muy bien elegida. Significa ‘diferente’, ‘desubicado’, ‘alejado del resto’, ‘poco común’. Con estas palabras Alcibíades, en el

Banquete de Platón, caracteriza a Sócrates. ¿Estarían pensando en esa historia los neoyorquinos que decidieron introducirla en la medicina? No podemos saberlo. Lo que sí sabemos es que, prácticamente al mismo tiempo, dos médicos de la ciudad de Wrocław, entonces alemana, realizaron unos experimentos que culminaron cincuenta años después en el aislamiento del factor responsable de la atopía. Heinz Küstner, al empezar su trabajo en el Departamento de Higiene de la universidad, le relató a su subordinado Otto Prausnitz que, unos minutos después de comer pescado hervido, su cuerpo se cubría de urticaria. Dado que los mismos síntomas aparecían en varios de sus familiares, nuestros dos médicos empezaron a sospechar que la causa del misterio debía de encontrarse en la sangre. Decidieron administrar a Prausnitz, que comía pescado sin problemas y con gran apetito, una inyección subcutánea con unas gotas de suero de la sangre de Küstner. No sucedió nada. Sin embargo, cuando le inyectaron en el mismo lugar veinticuatro horas después un extracto de pescado hervido, el brazo enrojeció y apareció una erupción. Lo mismo les sucedió a otros voluntarios con los que se repitió el experimento. La alergia se podía transmitir a otras personas, pero no así a las cobayas. Los dos científicos llegaron a la conclusión de que las personas alérgicas al pescado llevan en la sangre un anticuerpo (al que llamaron precipitina) que reacciona a los antígenos del pescado. Las precipitinas, inyectadas a una persona sana, se asientan en la zona subcutánea (hoy sabemos que lo hacen por medio de células «explosivas» especiales: los mastocitos), donde permanecen hasta que hay contacto con el antígeno que constituye el extracto de pescado, tras lo cual se unen y provocan una reacción explosiva. Las precipitinas resultaron ser especialmente difíciles de aislar, tuvieron que pasar cuarenta y cinco años hasta poder aislarlas de la sangre. Una vez conseguido, se concretó que se trataba de proteínas del grupo de las inmunoglobulinas y se las identificó con la letra E. La atopía se define así como la predisposición genética a una producción excesiva de inmunoglobulina E. A menudo, estas inmunoglobulinas se dirigen contra antígenos comunes y, ante la presencia de otros factores, pueden provocar el desarrollo de rinitis alérgica o fiebre del heno, urticaria o asma. Tanto nuestro estudiante de matemáticas como el doctor Cooke, con su fuerte alergia a los caballos, debieron de producir en altísimas concentraciones sus propios anticuerpos al tejido de este animal, mientras que los que padecen fiebre del heno o asma alérgica producen inmunoglobulina E contra el polen, malas hierbas y algunos árboles.

 

Los anticuerpos pueden curar. Ésa fue la conclusión a la que llegó Emil von Behring tras inyectar a animales bacterias de la difteria y obtener de ellos anticuerpos que las inactivaban. Al serles administrados a los enfermos en la fase más aguda de la enfermedad, que solía acabar en la muerte, les salvaban la vida. Fue por esos experimentos por los que a Behring se le concedió en 1901 el primer Premio Nobel de medicina de la historia. El Comité del Nobel escribió en su justificación que «había puesto en manos de los médicos un arma eficaz ante la enfermedad y la muerte».[119] Un célebre continuador de estas investigaciones, Paul Ehrlich, había dicho que «las inmunoglobulinas son como bolitas mágicas: ellas mismas encuentran a su enemigo».[120] Conmovido por estos acontecimientos, George Bernard Shaw escribió la pieza teatral

The Doctor’s Dilema (El dilema del doctor) en la que el protagonista declara que el futuro de la terapia científica se encuentra en la inmunología, mientras que los «medicamentos son una ilusión».

Sin embargo, los anticuerpos que se obtenían vacunando caballos y otros animales no eran homogéneos, por lo que provocaban más de una vez reacciones alérgicas considerables. Los investigadores y los médicos soñaban con la posibilidad de producir inmunoglobulina pura a gran escala. Para poder hacer realidad ese sueño resultó útil la introducción de cultivos

in vitro de células de un neoplasma específico: el mieloma múltiple o plasmocitoma, productor de inmunoglobulina pero privado de propiedades inmunizantes. A mediados de los años setenta del siglo pasado se desarrolló una novedosa técnica de unión de dos células en una. Y así, de una célula de neoplasma y otra del sistema inmune que creaba una inmunoglobulina específica, se obtuvo un híbrido capaz de producir una cantidad ilimitada de anticuerpos limpios, homogéneos. Se llamaron anticuerpos monoclonales y se empezó a buscar aplicaciones para el diagnóstico y el tratamiento. Como suele suceder, los primeros éxitos aceleraron la investigación. Uno de los más espectaculares fue el rubimax, un medicamento para tratar el linfoma, un tumor maligno del sistema linfático; luego vinieron otros. Cada vez más, en lugar de los anticuerpos enteros, que son piezas largas en forma de letra Y, se utilizan fragmentos más pequeños. Así, por ejemplo, a un medicamento antitumoral se le incluye un segmento corto de anticuerpo que reconoce la «firma» del tumor, es decir, los receptores que tiene en su superficie. El anticuerpo se ha convertido pues en el navegador, en la cabeza de un misil relleno de medicamento que se dirige a su objetivo de manera específica. En las pruebas clínicas y preclínicas se identifican cientos de anticuerpos de ese tipo. Aunque están lejos de ser un arma mágica, lo cierto es que George Bernard Shaw, de estar vivo, tendría argumentos para escribir una obra más.

 

En las últimas páginas han aparecido varias veces las palabras

antígeno y

anticuerpo. Ellos son, junto a los linfocitos, los actores principales en el escenario de este capítulo, que cuenta la historia de las alergias y de la ciencia de la inmunidad a la que dan lugar: la inmunología. El antígeno viene del mundo exterior y se encuentra una barrera, creada por los linfocitos, que lo anula, lo desactiva. El subgrupo de antígenos que provocan las alergias se llaman alérgenos y constituyen un fragmento de un enorme contenedor que incluye bacterias, virus y todo lo que nos es ajeno, todo lo que no forma parte de nuestro «yo». Y el «yo» es aquello que el sistema inmunológico considera que es suyo, que pertenece a su cuerpo. Esta diferenciación nos protege de la invasión del mundo y es decisiva para nuestra existencia. A pesar de ello, hay situaciones en las que el médico echa mano de fuertes medicamentos para aturdir al sistema inmunológico, como sucede en la trasplantología. Le ponemos al sistema inmunológico unas gafas a través de las que empieza a ver el órgano trasplantado como si fuera suyo; con ello, en lugar de enviarle millones de células mortíferas al intruso, lo adopta como parte integrada en su organismo. El aumento de trasplantes, tanto de órganos como de tejidos, es constante, y dentro de ellos los más espectaculares son los que conciernen al corazón. Y es que cómo no rendirse de admiración a los pies de la estadounidense de cuarenta años Kelly Parking, que, ocho años después de recibir un trasplante, llegó a la cima del monte Cervino y bajó después sin ningún tipo de asistencia médica. O el caso de aquel canadiense que recibió un corazón a los veintiséis años y veinte años después cubrió la distancia olímpica del triatlón en tres horas y veintiún minutos, con lo que ocupó el puesto setenta y cinco de los ciento veintiséis participantes.

Pero el trasplante, claro está, también supone riesgos. De ellos habla la delirante y magistral comedia de Andrzej Wajda

Przekładaniec.[121] La película, basada en un relato de Stanisław Lem, se rodó en 1968. Bogumił Kobiela encarnó el papel protagonista, un piloto de carreras al que, tras sufrir varios accidentes en las carreras de coches, se le han ido implantando órganos; según avanza la trama, asistimos al proceso de cómo se transforma con ello su psique. En la escena final, al escuchar en una conversación la palabra

hueso, se lanza a morder la mano de su interlocutor, pues lleva también órganos procedentes de un perro. En el prólogo actual de este cuento, Stanisław Lem se defiende diciendo que hace más de un cuarto de siglo nadie podía saber que es imposible realizar trasplantes de un perro a un hombre. Lo que pareció no advertir (¿es posible que a Lem se le pasara algo por alto?) es que previó con increíble perspicacia la transferencia de rasgos del donante al receptor. Hace poco se describió el caso de un enfermo de leucemia al que, junto a la médula, se le trasplantó también una fiebre del heno que nunca había sufrido, pero que sí padecía el donante. Sin embargo, teniendo en cuenta que la médula le había salvado la vida, el paciente no tardó en aceptar que la rinitis lo acompañaría a partir de entonces cada primavera.

Definir el ‘yo’—concepto que en la psicología ha sustituido al de ‘alma’ sin eludir por ello sus mismos problemas semánticos, fisiológicos y existenciales—desde la inmunología es tarea fácil. Recordemos: el ‘yo’ es aquello que el sistema inmunológico reconoce como propio, como perteneciente al propio cuerpo. Si esto es así, ¿qué pasa con el resto del mundo? ¿Cómo lo identificamos? ¿Cómo lo mantenemos a distancia? ¿Cómo mantenemos ese caudal increíble de anticuerpos, cada uno de ellos especializado en un solo antígeno, de entre miles de millones?

Durante décadas se pensó que los anticuerpos que llevamos en nuestro organismo (tanto los libres como los anclados a los linfocitos) conformaban su personalidad al encontrarse con un antígeno extraño cuando éste entraba en nuestro cuerpo. En otras palabras: sus características debían ser la flexibilidad, la plasticidad; serían como trozos de plastilina en los que un agente extraño (un antígeno) hubiera dejado su huella, moldeándolo de manera que finalmente encajara con él como una llave a su cerradura, para luego multiplicarse, fusionarse con él, desactivarlo.

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