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CORE » REFLEJO DEL MUNDO QUE LLEVAMOS DENTRO

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Esta teoría alcanzó su apogeo en los años cincuenta del siglo XX. Se convirtió en un paradigma sostenido, entre otros, por el gran Linus Pauling, que ya entonces había sido galardonado dos veces con el Premio Nobel. La teoría se derrumbó cual castillo de naipes gracias a un danés, Niels Jerne, que trabajaba en Copenhague en una fábrica de vacunas y sueros, más concretamente creando sueros contra la difteria. Allí se vacunaba a los caballos con grandes cargas virales de difteria, de manera que su organismo producía enormes cantidades de anticuerpos que se podían administrar como suero a los pacientes. Se trata, si recordamos, del mismo suero que le habían administrado a Cooke con un resultado que… estuvo muy cerca de ser fatal. La tarea de Jerne era estandarizar los sueros inmunológicos, pero se topó con un obstáculo enorme para su objetivo: la falta de proporcionalidad entre las diluciones de suero y su nivel de efectividad; en cada intento la dilución resultante era ligeramente distinta. Fue entonces cuando formuló la hipótesis de que los sueros equinos que eran su objeto de estudio contenían sus propios anticuerpos ya antes de la vacunación del caballo; lo que ésta provocaría sería una multiplicación exponencial de los anticuerpos. Jerne demostraría poco después que su hipótesis era cierta. El fenómeno que había descubierto tenía dos explicaciones posibles. La primera era la más evidente y también la más convincente: el caballo había estado antes en contacto con la bacteria de la que resultaría luego vacunado, de modo que su sangre habría conservado la huella de ese encuentro en forma de un número pequeño de anticuerpos presentes en ella. Esa explicación parecía ser tanto más evidente si se tenía en cuenta que los caballos y otros animales utilizados para los experimentos estaban especialmente expuestos al contacto con bacterias de los laboratorios. ¿Acaso no llevamos en nuestro interior cada uno de nosotros ese tipo de recordatorios de inadvertidos encuentros con bacterias o virus?

Pero a Jerne se le ocurrió otra explicación. ¿No sería posible—escribió—que el organismo del hombre o del animal vinieran al mundo equipados con los anticuerpos de todos los microorganismos posibles y que los tenga preparados antes de encontrarse con un posible invasor? Ésa resultó ser la explicación verdadera, avalada posteriormente con el Premio Nobel. Y es que, en realidad, el sistema inmunitario es capaz de reaccionar de manera específica ante casi cualquier microorganismo, o más: ante todos los antígenos presentes en nuestro entorno, puesto que en el útero materno ha sido equipado para ello. Cientos de millones de linfocitos B, cada uno de ellos con un anticuerpo distinto en la superficie, espera a encontrarse con los antígenos. La especificidad de estos anticuerpos no debe ser muy alta—le basta con un acople superficial con el antígeno—; además, crece rápidamente con la proliferación de esos primeros linfocitos. En los últimos años se ha conseguido explicar el mecanismo molecular de este fenómeno aparentemente tan paradójico, según el cual con una cantidad de genes limitada, por grande que sea, somos capaces de crear billones de anticuerpos distintos.

¿Cómo nace esa teoría tan original? ¿En qué se inspiró? Diez años después del descubrimiento, Jerne describió con detalle qué pasó aquella noche en Copenhague mientras iba de camino a casa desde el laboratorio. Se puso a pensar de qué manera 1017 partículas de gamma-globulina son capaces de garantizar la especificidad de los anticuerpos. Antes de llegar, todas las piezas de la teoría que acabamos de describir habían encajado. ¿Sería por la influencia de Søren Kierkegaard, su filósofo danés predilecto y al que leía a menudo? Jerne formuló esa pregunta pero no dio una respuesta definitiva. Lo único que hizo fue llamar la atención sobre el hecho de que si en un texto de Kierkegaard cambiamos la palabra

verdad por las palabras

capacidad de síntesis de los anticuerpos, el texto se convertía en una disquisición sobre su teoría. He aquí el texto: «¿Acaso podemos llegar a conocer la verdad [la capacidad de síntesis de los anticuerpos]? Si es así, entonces hay que admitir que no existía antes en nosotros; para poder adquirirla, tiene que ser adquirible. Estamos ante un problema sobre el que llamó la atención Sócrates en el

Menón, es decir, que no tiene sentido buscar aquello que sabemos, puesto que ya lo poseemos. De la misma forma, no podemos buscar aquello que no sabemos, ya que no sabemos siquiera qué buscar. Sócrates resolvió esta dificultad afirmando que el conocimiento no es otra cosa que un recuerdo. La verdad [la capacidad de síntesis de los anticuerpos] no puede ser adquirida pues es inherente, innata».[122]

 

¡Qué platónica suena en este contexto la teoría de Jerne! Así pues, el conocimiento nos llega del mundo exterior en apenas una milésima de segundo. El organismo no aprende nada nuevo al encontrarse con el antígeno, ya lo tenemos dentro. Para hablar en los términos de la biología molecular: no se le puede dar al ADN información sobre la síntesis de anticuerpos, ese conocimiento ya está contenido en él.

También se han intentado buscar en la personalidad de Jerne las cualidades que le llevaron a concebir una idea tan inesperada, fantástica y, sin embargo, correcta. Se prestó así atención al hecho de que se veía a sí mismo como una persona que tenía siempre preparadas y a mano gran número de reacciones psíquicas para hacer frente al mundo. Su «yo», como subrayó él mismo, se nutría del interior y no del mundo exterior. Seguramente Nietzsche habría aplaudido ese razonamiento. Pero Jerne escribió: «Estaba cada vez más claro para mí que cualquier gran filosofía se ve influenciada por los retos que se plantea el pensador y ciertos aspectos inconscientes, involuntarios de su biografía».

Cuando pensamos en la teoría del investigador danés (cuyo nombre científico es «teoría de la selección clonal»), nos embarga una mezcla de admiración y sorpresa, una sensación parecida a la que experimentamos al mirar al firmamento. Esta teoría hace evidente nuestra unión tanto con el firmamento como con el mundo más cercano, que tenemos alrededor. Nos dice que somos un reflejo suyo, algo que presintieron los sabios y los grandes poetas, cuyas intuiciones precedieron a la ciencia. Orígenes, el teólogo más célebre de Oriente, que «ligado al mundo griego construyó los cimientos del conocimiento cristiano»,[123] dijo: «Comprende, hombre, que eres otro mundo en pequeño y que en ti se hallan el sol, la luna y también las estrellas».[124] Leibniz creía que cualquier «sustancia individual» debe contener una visión del mundo completa, como un grano que llevara dentro de sí (siquiera como imagen) todo el ser que nacerá de ella. Rainer Maria Rilke pensaba que somos tan parecidos al mundo que si nos quedáramos sentados sin movernos y sin hacer ruido no podrían diferenciarnos de él. Es por eso que no debemos temer nada. No es de descartar—continúa—que suceda como con los dragones de la mitología humana más antigua, que en el momento decisivo se convertían en una princesa. «Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes».[125] Y, por último, Czesław Miłosz, que escribió: «Quizá Dios Padre creó el mundo para que se reflejara infinitamente en el ojo de los vivos o, lo que es más probable, en el interminable número de conciencias humanas».[126]

Me imagino que las moléculas que se convierten en anticuerpos al unirse con el antígeno, según las leyes de la física en algún momento deben ponerse a vibrar, es decir, a causar un sonido dentro de nosotros. Así, como en la música, crean entre todas un canon, un canon de espejos en el que cada voz imita de una manera perfecta a la primera voz. ¿No estamos tocando acaso el canon del universo? Es posible que esa música suene dentro de cada uno de nosotros, pero que, al igual que la armonía de las esferas celestes, no podamos oírla, a excepción de los poetas, en los que ciertos temas, ritmos internos, resuenan desde lo más profundo del cuerpo y cual

daimonion musical les dictan la métrica del verso. Llevamos dentro el mundo desde el momento del nacimiento. Somos su matriz. Y si alguna vez el mundo se perdiera, podría encontrarse en nosotros y volverse a crear de nuevo.

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