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CORE » ARCANOS DEL ARTE Y LA DISCIPLINA CIENTÍFICA

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En

El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, hay una escena en la que Jesucristo, Ga-Nozri, se encuentra ante Pilatos. El procurador de Judea sufre desde la mañana un insoportable dolor de cabeza; se trata de hemicráneas o migrañas, que el duro jinete del Ponto no confiesa a nadie. Pilatos se oye a sí mismo formular la célebre pregunta: «¿Qué es la verdad?».

«“La verdad está, en primer lugar, en que te duele la cabeza y te duele tanto que cobardemente piensas en la muerte […]. Pero tu tormento se acabará pronto, se te pasará el dolor de cabeza”, dijo Ga-Nozri».

«Confiesa—dijo Pilatos en griego, bajando la voz—, ¿eres un gran médico?».[127]

He aquí un diagnóstico formulado en un abrir y cerrar de ojos a partir del análisis de la cara del enfermo. Verdaderamente, un don divino, pero no es menos cierto que encarna también el ideal al que debería aspirar todo médico. ¿O acaso ese apunte no raya en la soberbia, o incluso en la blasfemia? No creo. En varias religiones del mundo, los dioses tienen el poder de penetrar en la persona, de inspeccionar sus más profundos secretos, tras los cuales se encuentra el don de la curación y, ya en el ámbito de los milagros, el de la reanimación. La Biblia nos proporciona numerosos ejemplos. ¿O es que Asclepio no poseía el arte de resucitar a los muertos? ¿Quién, si no Isis, la más poderosa divinidad del antiguo Egipto, resucitó a Osiris, pese a que estaba hecho trizas? Los ecos de aquellos fabulosos diagnósticos y curaciones perviven en la vocación médica.

La búsqueda del milagro, el intento de romper las rejas de la cotidianidad y liberarse de las reglas a las que estamos subordinados, eran elementos que ya estaban presentes en los primeros albores de la medicina. Para eso precisamente servía la magia, tronco común a partir del que se desarrollaron tanto la medicina como el arte. La magia, un sistema que se sustenta en la omnipotencia de la palabra: «Una fórmula mágica, debidamente pronunciada, trae la salud o la muerte, la lluvia o la sequía, evoca los espíritus y revela el porvenir».[128] Al arte de la palabra que se servía de la experiencia, se unió posteriormente un segundo elemento: el pensamiento, el intento de comprender. Desde ese momento, la razón comenzó a acompañar al arte de la medicina y caminó a su lado a lo largo de milenios, hasta construir una ciencia, lo que llevó al florecimiento de la biología y la medicina. Por descontado, influyó en el arte médico, aunque ni lo hizo desaparecer ni lo sustituyó, a pesar de que hoy en día, en la era de la revolución tecnológica, estemos inclinados más de una vez a creerlo así.

 

Los intentos de comprender la naturaleza de las cosas venían de antes. En los comienzos del siglo VI antes de Cristo, en las colonias griegas de la orilla de Asia Menor, ciertos saberes se transformaron en teoría científica gracias a uno de los siete sabios: Tales de Mileto. Por más que los filósofos griegos miraran atrás y buscaran el tronco fundador de su filosofía, siempre acababan en el mismo punto, no eran capaces de llegar más atrás. Tales fue el primero que concibió la idea de la unidad del Universo, dedicándose a investigar la naturaleza, interesado especialmente por su origen. Se preguntó a partir de qué cuerpos, a los que hoy llamaríamos

materia, se había originado y desarrollado. La respuesta era de una dificultad insoportable: cómo podía saber Tales qué hubo al principio del mundo. Su mérito, pues, no fue proporcionar respuestas, sino formular preguntas, preguntas que hasta el día de hoy son altamente apreciadas en la ciencia. Se dedicó también a aclarar ciertos fenómenos que la mitología ya había explicado antes, pero la clave fue que el método empleado para explicarlos era diferente.

Se cuenta que una noche, ensimismado mientras contemplaba las estrellas en su jardín, absorto en la observación y sumido en sus pensamientos, cayó en un pozo. A lo lejos, oyó una sonora carcajada: quien reía era una muchacha tracia, una criada, divertida porque alguien que buscaba el camino del cielo no supiera andar en la tierra.

 

Pocos años después, en la cercana Éfeso, tuvo lugar una escena memorable. De noche, en un templo, se hallaba Heráclito. Había llevado el libro de la sabiduría, fruto del trabajo de toda su vida, ante la diosa, que observaba al forastero. En un museo napolitano se conserva una copia de esa escultura, lo que nos permite imaginar con detalle la escena. Ella, toda de madera negra, con el cuello rodeado de collares y colgantes, arropada por ligeras telas y cubierta de cintura para abajo por un vestido rico en adornos y motivos de fauna y flora. El vestido se ajusta perfectamente a su cuerpo, y sólo deja ver las puntas de los dedos de los pies, mientras extiende las manos abiertas hacia el forastero en un gesto de bienvenida, parecería querer enseñarle o revelarle algo. Su torso está desnudo, cubierto por varias filas de exuberantes pechos. Se trata de Artemisa, identificada con la egipcia Isis, la diosa de la naturaleza, una poderosa divinidad del mundo mediterráneo y origen de la fuerza creadora, la Madre Naturaleza, como la llama Apuleyo.[129] Apareció en las tinieblas de la prehistoria, misteriosa, extraña, impenetrable, y la seguimos viendo, siglos después, en cuadros, frescos y esculturas. Por ejemplo, en el medallón de la bóveda de la Stanza della Segnatura del Vaticano, sobre la obra de Rafael, la

Escuela de Atenas, se desdobla y sostiene por dos lados el trono de la Filosofía. Llega a las portadas de los famosos libros de Anton van Leeuwenhoek, cuyo tratado sobre el microscopio describe el

interiora rerum, el interior de las cosas. Su imagen abre la traducción francesa del siglo XVIII de

La Nature des choses de Lucrecio, editada en la Sorbona. En un dibujo de Bertel Thorvaldsen ocupa la primera página de la obra que Alexander von Humboldt le obsequió a Goethe. Y por último, nos mira desde la portada del largo poema de Erasmus Darwin, abuelo de Charles, «El templo de la naturaleza o el origen de la sociedad». En estos y en muchos otros cuadros, el velo que la cubre está semicaído o directamente se lo han quitado, ya sea Apolo, el espíritu de Epícteto o, con el paso de los siglos, cada vez más, la Ciencia, que se presenta como su sacerdotisa. Es así como se

descubren los secretos de la naturaleza; ante nosotros queda la verdad

desnuda.

 

Desconocemos si Artemisa-Isis entreabrió las cortinas del templo ante Heráclito, como tampoco sabemos el título de la obra que él depositó a sus pies. No obstante, tenemos razones para considerar que contenía los poderosos conceptos que éste introdujera en la filosofía: la idea de la razón divina que penetra un mundo en continua transformación y lleno de contradicciones.

Los labios del filósofo pronunciaron en el templo unas palabras que han llegado hasta nosotros: «A la naturaleza le gusta esconderse» (Φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ [

fysis kryptesthai filei]). Esa lacónica sentencia, llena de sentido, ha sido objeto de innumerables interpretaciones. ¿Qué era la naturaleza para Heráclito? No parece que fuera un conjunto de fenómenos naturales sujetos a unas leyes, puesto que esa concepción se configuró más tarde. Quizá tuviera en mente la naturaleza en cuanto ser de las cosas, su esencia, su principal rasgo constitutivo; o también la procedencia de éstas, sus comienzos, su aparición. Los estudiosos de la Antigüedad griega plantean que para Heráclito «la palabra Φύσις [

fysis] podía significar también ‘nacimiento’, mientras que κρύπτεσθαι [

kryptesthai] significaría ‘deceso’, ‘muerte’».[130] En ese aforismo se ocultaba, pues, la conocida admiración de este filósofo por el devenir de cosas y personas, que aparecen y desaparecen, que nacen y después mueren. Se trata de un fuerte convencimiento de que la estructura del mundo está entretejida de elementos contrapuestos que al tiempo se sustentan mutuamente. Los estoicos vieron en estas palabras a los dioses que se ocultaban tras los mitos. Más adelante, sirvieron para aludir a los misterios de las ciencias naturales, justificar la exégesis o interpretación de los textos bíblicos y defender el paganismo, así como para señalar la violencia que la tecnificación del mundo infligió a la naturaleza. A medida que se fue avanzando hacia la época contemporánea, los secretos escondidos tras los velos de Isis se fueron relacionando cada vez más con el secreto de la existencia.

Las palabras de Heráclito, al igual que la «naturaleza» de la que hablaban, se ocultaban en sí mismas: componían un enigmático aforismo, una adivinanza, esa arcaica sabiduría griega que recordaba a la profecía del oráculo de Delfos. La poderosa metáfora que contenían esas palabras se conservó en la lengua, y gracias a esas mismas palabras se fue dando forma al concepto de «naturaleza», de la que por cierto formamos parte. Estas palabras hablaban del descubrimiento de sus leyes, de la búsqueda de la verdad, del carácter de la ciencia. Hubo sabios como Immanuel Kant y, en particular, Francis Bacon, que llevaron a la naturaleza ante los tribunales, aduciendo que es necesario extraer de ella la verdad «sometiéndola a la tortura de la experimentación».[131] En el otro extremo estaba Goethe, que advertía de la amenaza que se escondía tras el velo de la «naturaleza-esfinge».[132] Por su parte, Nietzsche volvió su atención irónicamente sobre el hecho de que la decencia exige no querer verlo todo desnudo; escribió: «Se debiera tener en mayor honor la vergüenza con que la naturaleza se ha ocultado tras enigmas y complicadas incertidumbres».[133] Y añadió: «¿Acaso la verdad es una mujer que tiene razones para no dejar ver sus razones?».[134]

En el

Tratado hipocrático del siglo V antes de Cristo, leemos que «sólo a partir de la medicina es posible conocer algo cierto sobre la naturaleza […]. Me refiero a esa investigación que consiste en conocer con exactitud qué es el hombre, por qué causas llega a existir y todo lo demás».[135] Sin embargo, el autor estaba convencido de que mediante el arte se podían extraer señales de la naturaleza, síntomas clínicos, «sin causarle daño».[136] En esas palabras resuena la moderación griega y el mandato hipocrático que afirma: «Lo primero, no causar daño» (

Primum non nocere). «Porque moderación significa—como dijo Pitágoras—no perjudicar».[137]

 

En el Museo Real de las Bellas Artes de Bruselas se puede contemplar el cuadro

Paisaje con la caída de Ícaro, de Pieter Brueghel el Viejo, donde predominan tonalidades verdes. Se trata de un verde luminoso, como el del mar, que recoge los reflejos del sol poniéndose en el horizonte. Observamos el mar desde la cómoda orilla de una pequeña bahía. En primer plano aparece un labrador tras su arado; un poco más allá, un pastor que contempla su rebaño y, justo en la orilla, un pescador se inclina sobre el agua. En el silencio, un elegante galeón atraviesa la bahía, y la caídade Ícaro no perturba esa tranquilidad. Hundiéndose cerca de la orilla, entre el barco y el pescador, aún se ven dos piernas y una mano del muchacho que acaba de caer al mar. En el aire todavía revolotean algunas plumas. Nadie se asombra ni reacciona, ni presta atención alguna, nadie, salvo quizá la perdiz que, posada sobre una rama a espaldas del pescador, puede estar dirigiendo su mirada inmóvil al muchacho que está a punto de desaparecer. Esa indiferencia, esa falta de comprensión asombra al poeta:

En el

Ícaro de Brueghel, por ejemplo: cómo se inhibe todo

tranquilamente del desastre: puede que el labrador

oyese la caída del agua, el grito no atendido,

y para él no fuese una tragedia: daba el sol

como tenía que ser en las piernas blancas que las verdes

aguas se tragaban; y el costoso, delicado navío que sin duda

vio algo extraño, un muchacho que caía del cielo,

iba a un lugar y, en paz, siguió su travesía.[138]

Ícaro no muere solo, sino rodeado de gente. El maestro Brueghel expresó la verdad del ser humano, del «fenómeno de la indiferencia del mundo», que pertenece a las experiencias fundamentales.[139] No queremos ver el sufrimiento, damos la espalda al infortunio, que siempre llega a destiempo. Y molesta. Duele como una espina, aunque no nos atraviese la piel. Siempre nos encuentra desprevenidos, y tan sólo el médico, la enfermera o el capellán del hospital salen con presteza a su encuentro. Deben conservar la sensibilidad para no volverse partícipes de una escena como la que nos ofrece Brueghel.

La sensibilidad ocupa un lugar muy concreto dentro de la medicina. Por un lado nosotros, los médicos, tenemos el deber de ponernos una coraza, pues de otro modo no soportaríamos tanta miseria y sufrimiento a nuestro alrededor. De otro modo, el médico se echaría a llorar con su paciente y una hora después de empezar su jornada ya estaría desarmado, el cirujano se vendría abajo en la mesa de operaciones. Esa coraza la llevamos puesta todos los días, tanto médicos como enfermeras.

Por otra parte, eso entraña un peligro, ya que a la larga puede conducir a la falta de empatía, a la insensibilidad. De hecho, lo que empuja al médico a actuar es el primer impulso, la conmoción. Me imagino, querido lector, que en caso de que fuéramos caminando juntos y una persona se cayera al suelo, nos inclinaríamos ambos al mismo tiempo a ofrecerle la mano para que se levantara; yo, como mucho, puedo saber algo mejor cómo ayudarla. Pero eso es un instinto humano, común, ¿no es cierto? Debe haber algo que estremezca a la persona, algo que funcione como una especie de automatismo. Pero la vida no depende solamente de reacciones instintivas, y de hecho los seres humanos no somos máquinas. Es necesario cuidar esa sensibilidad que hay en nosotros, la sensibilidad del corazón. Se habla poco de ello, puesto que se espera que sobre todo los artistas sean sensibles; quizá los vínculos entre la medicina y el arte queden claros también en ese plano.

 

Esa sensibilidad nos permite abrirnos al otro, nos predispone para acogerlo. Los enfermos «abren el horizonte a la compasión. Con su enfermedad y con su sufrimiento inducen a las obras de misericordia y crean oportunidades para ponerlas en práctica».[140] Pero en más de una ocasión ¡es tan difícil! De noche una ambulancia trae a otro enfermo más, balbuceante y borracho. Una multitud de personas con los abrigos mojados se arremolina en el pasillo del ambulatorio esperando durante horas para ser atendidas. Están verdaderamente hartos, pero ¿son los únicos? Y sin embargo, ¡cuánto puede aportar cada uno de ellos a nuestra vida! ¡Qué agradable sorpresa cuando ese hombre tímido al que desde nuestra arrogancia hemos mirado por encima del hombro nos sorprende y resulta ser una magnífica persona! Fui testigo de una experiencia así, una experiencia relacionada con la medicina.

 

Ocurrió durante el período de la ley marcial. En el sindicato Solidaridad estábamos preparando una contramanifestación el Primero de Mayo en contra del WRON (Consejo Militar de Salvación Nacional).[141] Por la calle se oían canciones sobre la «corneja verde», haciendo referencia al color de los uniformes militares con los que aparecían tanto los dirigentes, responsables de la ley marcial, como sus voceros, los presentadores de televisión.

Era el Primero de Mayo del año 1983, el poder había organizado un mitin de apoyo a la ley marcial en la plaza mayor de Cracovia, junto a la Torre del Ayuntamiento. En la tribuna ya se encontraban el cónsul soviético y otros gobernantes. Las campanas del reloj dieron las nueve. Por los numerosos altavoces distribuidos alrededor de la plaza se anunció solemnemente que el encargado de pronunciar el discurso sería el general Jaruzelski, Primer Secretario General del Comité Central del PZPR (Partido Obrero Unificado de Polonia), presidente del Consejo de Ministros y dirigente del WRON. Tras un instante de silencio y espera, en lugar de la voz del general, a través de los altavoces resonó… el estridente y continuado graznar de una corneja. ¡Conseguido! El graznido llenó la plaza y llegó hasta las calles vecinas y aun más allá, como si sólo fuera a detenerse ante la tan odiada sede del WRON, que se encontraba en Varsovia. La muchedumbre que salía en ese momento de la basílica de Santa María estalló de júbilo. Una marea de gente nos movimos en dirección a la tribuna del partido, que los dignatarios habían empezado a abandonar sumidos en el pánico. No teníamos malas intenciones: nos guiaba una alegre embriaguez. Sin embargo, no sabíamos que la cabeza de la marcha estaba siendo filmada por una cámara oculta. Algunos días más tarde, en Varsovia, fui destituido del cargo de vicerrector de la Academia de Medicina y apartado de la docencia. «Y ahora—me dijo el ministro de Sanidad—le espera a usted un proceso por instigación de acciones contra el poder popular». Al proceso acudió una multitud de cracovianos. Tratábamos de ganar tiempo, ya que se hablaba de una hipotética amnistía con motivo del cercano aniversario del Manifiesto del Comité Polaco de Salvación Nacional PKWN, el 22 de julio.

Y finalmente llegó el momento decisivo: la identificación del acusado sobre la base de una fotografía, probablemente no de la mejor calidad. Llamaron a un testigo a la sala de vistas, tras lo que hizo su entrada el capitán Mieczysław Dec, de la Sección Militar de la Academia de Medicina,[142] cuyo director en ese momento era el comisario militar de la escuela. «El capitán—pensé—; no podía ser peor». Y me vino a la memoria una lejana mañana, cuando nos había sorprendido a mí y otros dos estudiantes de medicina jugando a las cartas en la última fila de un aula llena hasta la bandera, durante una clase magistral de la Sección Militar. Una hora después estábamos los tres de pie ante toda la compañía. «¿Qué tenéis que decir?», había preguntado el teniente Dec. «Que me falta el as de corazones, mi teniente», respondió mi colega Janek sosteniendo la baraja en la mano de manera que pudiéramos verla.

¿Es necesario contar lo que pasó después? ¿Es preciso decir que en los años siguientes no había conseguido olvidarse de nosotros ni de nuestra arrogancia? En el Estudio Militar tuvimos clase una vez a la semana durante toda la carrera de medicina.

Era precisamente él quien, con uniforme de capitán pasados los años, estaba en la sala de vistas como testigo ante el tribunal. Uno de los tres jueces le acercó una fotografía y le preguntó: «¿A quién reconoce aquí?». Tras un momento que se hizo eterno, respondió: «No veo, no he cogido las gafas, no sabía que serían necesarias». «¡Coja las mías!», respondió agitado el juez, quitándose sus propias gafas. El capitán las tomó con calma, se las probó y dijo: «No es suficiente». Hubo que suspender la vista y, a pesar de que finalmente fui condenado, todo el proceso se retrasó y la condena llegó tres días antes de la amnistía, con lo que evité la cárcel. Ninguno de nosotros esperaba tanto ingenio y valentía por parte del capitán, que puso mucho en riesgo. Hasta el día de hoy conservo una gran admiración por él.

Esta historia tuvo aún un tercer y último acto. Fue en el año 1990, cuando comenzaba a ejercer el cargo de rector de la Academia de Medicina, para el que había sido elegido en unas elecciones libres tras la caída del comunismo. Me pasaron una instancia en la que el firmante, próximo a la jubilación, solicitaba un pequeño aumento de sueldo. La instancia la firmaba el teniente coronel Dec. ¿Dec? No lo había visto desde el día del juicio. Había pensado ponerme en contacto con él, agradecerle el gesto que había tenido conmigo, pero en aquel momento sabía que podía ser comprometedor para él y después… me olvidé. «Por favor, dígale al teniente coronel que pase», le dije a la gestora del rectorado, que me miró por encima del montón de correspondencia, sin ocultar su asombro. El asunto estaba claro, era una nadería, el aumento era merecido…

Nos sentamos cara a cara. «Señor teniente coronel—le dije—, ahora, después de todos estos años, quiero agradecerle y expresarle mi admiración por el valor que demostró». Guardó silencio por un momento, me miró a los ojos y después me preguntó en voz baja: «Ciudadano rector, ¿me puedo retirar?». «Teniente coronel—di un puñetazo en la mesa—, ¡puede retirarse!». Se cuadró como un palo, dio un golpe de tacón, se dio media vuelta y el teniente-capitán-teniente coronel Dec salió del último acto del relato que nos unía.

 

Este drama en tres actos recuerda el sindicato Solidaridad, que creamos y para el que vivimos a lo largo de los años ochenta. Éramos una generación más de polacos luchando por la independencia, eso nadie lo ponía en duda. Aunque nos escudáramos en la palabra

sindicato, estaba claro cuál era nuestro objetivo: la liberación. Estábamos entusiasmados con los nuevos aires de libertad que se respiraban desde que había estallado Solidaridad. E incluso en los últimos y más oscuros años ochenta, cuando los gobernantes hacían todo lo que podían por atomizar la sociedad, experimentamos la «unidad de corazón» de la que nos hablaba nuestro papa, sin la cual nada de aquello habría pasado. Y precisamente para verlo a él viajé en el año 1981 desde Cracovia hasta el Vaticano. Me acompañaba un amigo, un extraordinario científico que más tarde, durante la ley marcial, demostró una enorme integridad moral. Pero en aquel momento, cuando en el país no había de nada y las universidades occidentales tenían las puertas abiertas para acogernos si así lo queríamos, le atormentaba la cuestión de si quedarse o no en Occidente. Consultó al papa en busca de la respuesta. Juan Pablo II lanzó una mirada penetrante a los ojos de mi amigo y respondió: «¿No es suficiente que yo haya tenido que quedarme?».

En 1984 me reencontré con un conocido farmacólogo italiano, el profesor Rodolfo Paoletti, que con tono preocupado me aconsejó: «Déjalo estar. No tenéis ninguna oportunidad, os espera el destino de los Balcanes bajo el yugo turco: ocupación soviética durante los próximos tres siglos. Mejor harías en mandar a tus hijos a escuelas rusas». Pese a que tenía las mejores intenciones y se guiaba por una percepción realista de la situación, le respondí con un corte de mangas. Pero ¿es que alguien esperaba que el comunismo caería estando nosotros en vida? Y sin embargo lo conseguimos: vencimos. Aunque resultó que la independencia que conseguimos era complicada, una realidad herida donde esa capacidad de resistencia nacional y esa habilidad para oponerse dejaron de ser útiles. De repente, tras la devastación que trajeron la guerra y las décadas posteriores, sentimos que nos faltaba gente en la política, en la judicatura, en las escuelas…, en todas las facetas de la vida. Comenzó a generalizarse la búsqueda del beneficio propio, el egoísmo desenfrenado. Nos convencimos de que «la victoria sobre las fuerzas del mal no convierte a una persona en una buena persona».[143] Ojalá en los años que tuvimos que dedicar a renovar el país desde dentro nos hubiera ido tan bien como en la lucha por la independencia del régimen soviético.

Para nosotros, los que vivíamos en Polonia, la medicina de los años ochenta era diferente. Más de una vez sucedía que el paciente le robaba medicamentos a su compañero de habitación en el hospital porque sabía que no habría suficientes para él; o desaparecían los grifos de las tuberías, porque en la calle se podían vender a precio de oro. Y qué decir del racionamiento de víveres, organizado en cartillas, o del papel higiénico, que siempre escaseaba en todo el país, y desprendía ese polvo gris como la ceniza que se colaba por todas partes: en las pestañas, entre los dientes, en el hospital, en la calle y en las casas. Organizábamos la distribución de medicinas y ropa que llegaban del extranjero en camiones de organizaciones humanitarias; en Cracovia, enfrentándose a grandes dificultades, la ayuda la organizaban concretamente franceses y alemanes, gentes bravas y valientes. Cuidábamos y escondíamos a los heridos durante las cargas policiales contra las manifestaciones, imprimíamos y repartíamos panfletos y libros prohibidos, construíamos una organización clandestina a nivel local y estatal. Para muchos de nosotros no había nada más importante que Solidaridad.

Pero en el resto del mundo la medicina no se detuvo a esperarnos: se desarrolló de manera admirable, ganando cada vez más terreno a la enfermedad. Se adentró en lo profundo del organismo humano, sirviéndose cada vez más de las ciencias exactas para desentrañar sus propios descubrimientos.

 

Durante los últimos dos siglos, el juicio final sobre la enfermedad había tenido lugar en la escena del

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