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CORE » ARCANOS DEL ARTE Y LA DISCIPLINA CIENTÍFICA

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theatrum anatomicum. La autopsia, sustentada por el examen microscópico, dictaba el ineludible veredicto. Confirmaba, o no, el diagnóstico clínico, descubriendo nuevas esferas de conocimiento del ser humano. Así era aún en los tiempos de nuestros padres y abuelos, pero cuando yo estudié ya era la bioquímica la que predominaba. Se buscaban las causas de la enfermedad en los cambios y alteraciones de los enlaces químicos en el metabolismo. Cada vez más a menudo se iban desvelando los secretos del interior del cuerpo humano sin necesidad de abrirlo. Florecieron métodos de representación de los órganos, se empezó también a tomar, en vida y de forma generalizada, muestras de tejidos de personas enfermas, para reproducir con esos fragmentos una imagen de la enfermedad. Hoy en día, algunas décadas después, buscamos la explicación de los fenómenos relativos al organismo humano en el nivel molecular; investigamos las partículas que componen las proteínas, el ADN… De esta manera, con el examen del cuerpo en su conjunto, vamos penetrando cada vez más y más adentro, aproximándonos a elementos cada vez más pequeños que nos construyen a todos nosotros. ¿Qué nos esperará en el nivel más profundo? Algunos responden que cada vez será más parecido a las matemáticas, que describen el mundo físico del ser humano.

No es la primera vez que los médicos dirigen la mirada a las matemáticas. En el siglo XVII la relación entre estas dos disciplinas era tan estrecha que muchos médicos, en los prefacios de sus obras y en sus sepulturas, escribían junto a su apellido el honorable título de

medicus mathematicus. En la iglesia de San Adalberto de Cracovia, por ejemplo, podemos leer en una lápida del Renacimiento tardío: «

Valentino Fontano medico math(e-matico)». Shakespeare llama

Doctor of Physics al médico que examina a Lady Macbeth, que en medio de un trance sonámbulo trata de lavarse las manos de sangre; y en mis años de infancia en la región de Podkarpackie, las personas mayores en lugar de

médico decían

físico.

¿De dónde surgió? De la fascinación por los avances de las matemáticas, la física, la mecánica, de la admiración por Newton, Descartes o Harvey. El símbolo de la gran revolución científica fue Galileo. Hasta ese momento había que remitirse a las autoridades científicas para buscar la explicación a los fenómenos de la naturaleza; a partir de Galileo, la búsqueda comienza a basarse en la observación y la experiencia. La admiración por este científico se extendió de tal manera que en el año 1737, durante el traslado de sus restos mortales a la nave izquierda de la iglesia de la Santa Cruz de Florencia, le cortaron el dedo corazón de la mano derecha como si fuera una reliquia, y actualmente se conserva en el Museo de Historia de la Ciencia. En la base de alabastro que sostiene el cáliz en el que se encuentra, se puede leer la siguiente inscripción:

No desprecies esta reliquia de diestra mano, dedo

que trazando sendas en los cielos

señaló a los mortales cuerpos celestes nuevos.

A decir verdad, «las huellas del dedo de Galileo se imprimieron en todas las ramas contemporáneas de la ciencia».[144] Nuestro científico fue también el padre espiritual de todas las escuelas de yatromecánica, que en los siglos XVI y XVII se esforzaron por hacer de la medicina una ciencia exacta.

En esa época el médico y profesor de Padua y Venecia Santorio Santoro construyó no sólo termómetros, higrómetros y pulsómetros, sino también balanzas tan grandes que «él mismo se sentaba y aun habitaba en ellas (con la cama, el escritorio, etcétera), pesando y midiéndolo todo, como Galileo».[145] Sus cálculos e ideas, con el tiempo, encontraron aplicación en el estudio del metabolismo. Los discípulos de Santoro, los yatrofísicos, se ocupaban de la mecánica del cuerpo, comparaban el sistema sanguíneo con una máquina hidráulica, considerando los nervios como tubos por los que circulaban fluidos.

 

Sin embargo, ¿hay en la biología—y con ella, en la medicina—leyes universales? ¿Se trata de un dominio exclusivo de los físicos? Los biólogos y los físicos han observado estas leyes con miradas diferentes. Pensemos en las leyes de Mendel, en el llamado dogma central de la genética, o en la «ley» de selección natural. Las excepciones a estas leyes no han provocado alarma, no han hecho que se llame a capítulo a los biólogos para que formulen nuevas leyes que incluyan esos casos; más bien han sido un recordatorio de cuán complicada es en realidad la biología.

Hoy, sin embargo, cuando biólogos y médicos se disputan a físicos, matemáticos, informáticos e ingenieros, cuando proliferan cátedras universitarias de biología de sistemas, las preguntas sobre las bases y las leyes adquieren un significado práctico. ¿Se puede hablar efectivamente de que se estén aclarando los principios, o incluso las leyes de funcionamiento de redes? Estas redes incluirían sistemas extraordinariamente complejos, como por ejemplo las reacciones metabólicas o la trayectoria de las señales en el interior de la célula. ¿Existe realmente «una arquitectura universal, que sienta las bases de una de las incontables leyes de las matemáticas de la vida»?[146]

Puede ser que los físicos, al adentrarse en estos terrenos aún vírgenes, desarrollen nuevas herramientas de análisis que se adapten mejor al dinamismo de los sistemas biológicos. O al revés: el hecho de que se concentren en la biología quizá conlleve un cambio en los objetivos epistemológicos y la renuncia a buscar leyes universales.

 

Descendemos a niveles cada vez más profundos de conocimiento, conseguimos describir al ser humano cada vez con mayor precisión y acierto, y nos vamos acercando al nivel más profundo, a sus cimientos. Pero ¿existe realmente ese nivel mínimo absoluto? ¿No sucederá como con los números? Si por ejemplo echamos un vistazo al conjunto de números positivos reales, veremos que no existe una unidad mínima: que a un número que parece infinitamente pequeño le sigue siempre otro aún menor. De igual manera podría suceder con las jerarquías del conocimiento. Estamos condenados a descender a las profundidades, pero nunca estaremos completamente seguros de haber llegado al límite, quizá sencillamente porque tal límite no existe.

Cuando era estudiante se consideraba que las partículas elementales eran los protones; después se descubrieron los quarks, concibiendo así el protón como una estructura compleja. Algunos sospechan que incluso los electrones no son homogéneos. Por lo tanto, ¿se podrá dividir la materia infinitamente? ¿Encontraremos sin cesar partículas cada vez más y más pequeñas, cada vez más elementales porque no existe un límite de división? A no ser que el universo no esté formado por partículas puntuales, sino por elementos comparables a cuerdas. El espacio multidimensional en su nivel más profundo no contendría entonces sino tensas membranas que constituyen campos cuánticos. La vibración y la oscilación continuas de estas cuerdas emitirían partículas y energía. Cada campo tendría su propia vibración y el universo sería una riquísima polifonía. Esa resonancia, si no «la armonía de las esferas celestes» de Platón, sí constituiría un «cántico cuántico».[147]

Tras estos conceptos (sublimes, inalcanzables para la intuición del común de los mortales) asoma el pensamiento griego, fascinado por el orden y la armonía que rigen la naturaleza. Los griegos consolidaron la extensión del significado del concepto

kósmos, que sirvió para denominar a todo el universo, pues esa palabra originariamente significaba ‘bello’, ‘decorativo’, como aún se puede verificar en palabras como

cosmética. Los griegos percibieron la increíble armonía implícita en la estructura de los organismos vivos, y en su percepción «el mundo era un organismo más que cualquier otra cosa».[148] ¿Cuál es la

arjé del mundo?, se preguntaban los griegos. De esa manera inocularon en las investigaciones sobre la naturaleza esa búsqueda instintiva de las fuentes, de los orígenes, de las reglas primigenias. El anhelo de los médicos de conseguir una teoría total que tenga reflejo, siquiera oculto, en lo más profundo del ser humano no es sino el eco de aquellos sueños. De manera similar, los físicos contemporáneos fantasean con una teoría del todo, es decir, una teoría basada en la comparación de la totalidad de las leyes fundamentales que rigen los fenómenos naturales; sueño aún vivo, aunque asumido mayoritariamente como una utopía. Ese sueño sobre la teoría definitiva vuelve a nosotros como un eco de las palabras de John Donne:

Si alguna vez belleza vi

que yo deseé y logré, era sólo sueño de ti.[149]

En el ámbito musical, el concepto de

Gesamtkunstwerk de Richard Wagner se acercaba a una teoría integral. En su caso, la música surgía a partir de la poesía, para encontrarse en el teatro; se construía así un espacio en el que los intérpretes se unían a sus receptores. Y la consumación de esa

Gesamtkunstwerk fue Bayreuth, un lugar impregnado de melodías sin fin, de la gravitación de sonidos cautivadores, de una armonía cromática desconocida hasta ese momento.

 

La posibilidad de comprender el mundo dividiéndolo en sus partes elementales fue objeto de encendidos debates desde los albores de la filosofía. Tuvieron lugar muy diferentes respuestas, pero es difícil negar que el avance de las ciencias naturales está estrechamente relacionado con el reduccionismo. Ese rápido desarrollo científico, que dio comienzo cuando Galileo introdujo su concepto de sistema aislado, llega hasta nuestros días. De manera análoga, en el campo de la física y la química, el reduccionismo contribuyó a un enorme desarrollo de la biología y la medicina, lo que se reflejó en la cantidad de especialidades clínicas que surgieron. Hace aproximadamente cien años, la reina de las ciencias médicas, la medicina interna, alumbró la neurología, la dermatología y, en los últimos cincuenta años, surgieron también la cardiología, la gastroenterología, la nefrología y otras tantas disciplinas. Cuando estaba en la universidad, los profesores decían con orgullo: «Soy internista» o «Soy cirujano», y no se limitaban a examinar a los pacientes, sino que (tras consultar a colegas, si era necesario) asumían la responsabilidad de su tratamiento. Hoy el proctólogo al que se dirige un paciente con dolor de rodillas no le pedirá siquiera que se descubra la pierna, sino que lo redirigirá al traumatólogo, éste al reumatólogo, y éste a su vez a rehabilitación, etcétera. Si bien es imprescindible una especialización, y más en la universidad, ésta no debería ensombrecer ni tapar una profunda mirada a las dolencias del paciente en su totalidad.

Recientemente la ciencia ha empezado a plantearse si el reduccionismo no se estará aproximando al límite de sus posibilidades. Mientras que, por un lado, el reduccionismo supone un magnífico método de análisis de las reacciones en cadena lineal, por otro son cada vez más los sistemas dinámicos, altamente complejos y autoorganizados a los que la ciencia dirige su atención. Podemos reconocerlos en la teoría de la evolución, la teoría del caos, la mecánica cuántica, en las reacciones sinérgicas (tan frecuentes en medicina) o en la novísima biología de sistemas. Todos estos fenómenos escapan a la red conceptual con la que tratamos de capturarlos, y se resisten a ser encerrados en algoritmos matemáticos cuyos componentes, tan numerosos que resultan difíciles de enumerar, se enlazan de manera no lineal. El reduccionismo protesta cuando tiene que describirlos. Comenzamos a buscar principios que nos lleven desde los niveles de conocimiento que hemos alcanzado hacia uno superior desde donde podamos abarcarlo todo, que es algo más que la suma de sus elementos. El movimiento cambia de dirección, se vuelve en dirección contraria. Hablamos de «emergencia» y tratamos de descubrir los principios de la termodinámica no lineal, llamada «física de procesos creativos».[150] Es cada vez más generalizada la convicción de que sólo las ecuaciones no lineales consiguen describir la aparición de novedades, incluir y divisar la estructura de la totalidad, más rica que la suma de sus partes. Pero ¿es eso posible? No olvidemos la advertencia de Demócrito: «No trates de entenderlo todo, porque te resultará todo incomprensible». Y tampoco la irónica afirmación de que los naturalistas (físicos, químicos o biólogos) durante el día trabajan eficientemente como reduccionistas, mientras que «por la noche se entregan a ensoñaciones sobre una teoría del todo».[151]

 

No cabe duda de que los asombrosos logros de la medicina son el resultado de su metamorfosis en ciencia, lo que implica enfocar la investigación en el campo de la biología según los rigurosos parámetros de investigación de las ciencias exactas. Incluso en obras estrictamente clínicas, donde eso parece constituir una especial dificultad, aparece el concepto de «medicina basada en pruebas» (

evidence-based medicine). En la medicina clínica se han establecido estrictos métodos, que salvaguardan la objetividad e imparcialidad, para la investigación y valoración de la eficacia de fármacos. Se han aplicado a otras formas de terapia, de cirugía, de rehabilitación, etcétera. Los resultados de las investigaciones son sometidos a un análisis crítico y estricto por parte del gremio de especialistas e incluso institutos a los que se recurre con ese objetivo. En última instancia, una vez consensuados, son publicados como estándares o protocolos recomendados, bases de actuación, tratamientos. Cada vez con mayor frecuencia, su nombre incluye el adjetivo

global, que indica la ambición de abarcar todos los países del mundo. Con regularidad se publican enmiendas que, innegablemente, contribuyen a mejorar el nivel de la medicina, pese a que puedan chocar a muchos por su esquematismo, especialmente a clínicos con inclinaciones científicas, a los que, por cierto, no suelen estar dirigidas. Entre ellos podemos encontrar una opinión tan drástica como la siguiente: «El consenso en la ciencia es irrelevante. Si es consenso, no es ciencia. Si es ciencia, no es consenso. Punto».[152] Por supuesto, los estándares, las recomendaciones y el consenso se vienen abajo en el momento en que tiene lugar un descubrimiento decisivo, como no hace mucho sucedió en gastroenterología.

 

Hacia el final de los años setenta, Robin Warren, patólogo de la Universidad de Perth, en Australia, trabajando solo, se dio cuenta de que en el estómago de algunos pacientes fallecidos se encontraban pequeñas bacterias con forma de espiral; donde más se acumulaban, la mucosa mostraba indicios de inflamación. Warren animó al joven médico Barry Marshall a unirse a la investigación y, tras arduos intentos, consiguieron cultivar la bacteria en el laboratorio y la bautizaron:

Helicobacter pylori.

Pero no les creyeron: ¿cómo podían vivir bacterias en el entorno más inhóspito de nuestro cuerpo, un medio repleto de una disolución acuosa de ácidos salinos (pH 1,0-2,0) y enzimas digestivas? Reunieron numerosas pruebas, también del hecho de que la

Helicobacter es la causa de las úlceras pépticas, pero la comunidad médica reaccionó con extraordinario escepticismo.

Lancet y otras revistas médicas no quisieron publicar su trabajo. Paralelamente, Marshall se realizó a sí mismo una gastroscopia y, tras comprobar que tenía un estómago sano, ingirió un vaso que contenía una gran cantidad de las bacterias cultivadas. En poco tiempo comenzó a padecer dolores de estómago, vértigos, vómitos…, hasta el punto de que su mujer le dijo que «apestaba a alcantarilla».[153] Una segunda gastroscopia mostró que sufría inflamación y ulceración del estómago, y tuvo que someterse a un tratamiento con antibióticos. En aquel momento

Lancet admitió la publicación de su trabajo, y en el año 2005 ambos investigadores obtuvieron el Premio Nobel por el descubrimiento de la causa de las úlceras gástricas e intestinales, y de una cura nueva y más eficaz. Merece la pena añadir que la

Helicobacter nos acompaña desde tiempo inmemorial: cuando nuestros antepasados emigraron de África ya llevaban consigo esta bacteria, y ha viajado con nosotros durante al menos sesenta mil años como si de un autoestopista se tratara.

 

La ceguera de

Lancet se puede explicar como un exceso de celo. Pero ¿de verdad es excesivo? De hecho hace muy poco el mundo aún veía con admiración al científico coreano Hwang Woo-Suk.[154] Los resultados de sus investigaciones, publicados en las mejores revistas científicas, mostraban cómo obtener células madre a partir de la clonación de células embrionarias humanas. Resultaron estar manipulados y falseados. Casi simultáneamente apareció en

Lancet un artículo de Oslo que planteaba nuevas posibilidades de curación del cáncer de boca.[155] El estudio describía las observaciones realizadas a novecientos enfermos y resultó que los datos eran completamente inventados. El autor principal reconoció el fraude, pero respecto al grado de participación de los otros trece coautores (entre los que se encontraba su hermano gemelo) sólo podemos hacer especulaciones. Pero seamos compasivos y dejemos ya de enumerar sus errores fatales.

Cuanto más prestigiosa es una revista científica, tanto más fino es el tamiz crítico que debe atravesar un trabajo para ser publicado. Los más estrictos se sienten protegidos tras la seguridad del anonimato, pero eso no evita que cometan increíbles errores. Algo así me sucedió con Jacques Benveniste.[156] Cuando lo conocí, al terminar la carrera, él ya había sufrido un accidente en un

rally, a pesar de lo cual me animó vivamente a que abandonara la medicina y me dedicara a las carreras automovilísticas. Unos quince años después, al ponerse al frente del laboratorio del Instituto Pasteur de París, este hombre brillante y carismático ya tenía en su haber el descubrimiento de una hormona llamada «factor de activación de plaquetas» (

platelet-activating factor). Cierto día leí con gran orgullo un trabajo suyo publicado en

Nature, la más importante revista científica, que versaba sobre la memoria del agua. En él afirmaba que el agua, tras diluir en ella algunas sustancias, conserva en lo que se llamó «memoria del agua» la reacción que provocan dichas sustancias. Ésta perduraba incluso cuando no quedaba rastro de las sustancias; quedaba diluida incluso si conservaba sólo una gota de la sustancia inicial. El Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos envió a París a tres severos inspectores especializados en el seguimiento de fraudes científicos. No consiguieron repetir el experimento en el laboratorio de Jacques, que a pesar de todo mantuvo durante años la polémica en las publicaciones científicas, intentando aportar pruebas de la «memoria del agua».

Una verificación similar tuvo lugar hace trescientos años, como se puede comprobar en los archivos de la Royal Society de Londres. Éstos muestran una violenta polémica por correspondencia entre uno de los primeros miembros de la Sociedad, el célebre astrónomo polaco de Gdańsk Jan Heweliusz, y un miembro del Consejo de la Sociedad, el eminente experimentador Robert Hooke,[157] que observó por primera vez células al microscopio. Hooke probó que las observaciones astronómicas de Heweliusz no podían ser precisas porque éste no disponía de mira telescópica ni micrómetro astronómico. Con el fin de resolver el litigio, se envió de Londres a Gdańsk a Edmund Halley, uno de los miembros más jóvenes en la historia de la Sociedad, el mismo con cuyo apellido se bautizaría más tarde al famoso cometa. Tras dos meses de comprobar minuciosamente las observaciones de Heweliusz, Halley confirmó su credibilidad, de modo que el atlas del cielo más bello de Europa, del cual el astrónomo obsequió una copia al rey de Polonia Juan III Sobieski y otra al rey de Francia Luis XIV, era verdadero. En la Royal Society no se han conservado documentos que indiquen cuál fue la reacción de Hooke al «veredicto que daba la razón a su adversario».

 

Hoy en día los gastos destinados a investigaciones científicas en biología y medicina alcanzan cifras astronómicas, al tiempo que crecen en progresión aritmética los avances científicos. Más allá de genios excepcionales, ¿cómo podemos orientarnos ante tal cantidad de «trabajadores científicos» en el mundo? ¿Cómo decidir a quién otorgar subvenciones, dotaciones económicas para investigar? ¿Cómo tomar decisiones sobre los avances? En una palabra, ¿cómo se puede medir el reconocimiento en la ciencia? ¿Cómo sopesar el éxito, esa palabra en boca de todos? En la aldea global todos alardeamos, todos buscamos el aplauso: si no oímos vítores, es como si no existiéramos. Norwid escribió lo siguiente al respecto:

El éxito es el ídolo de hoy: con malas artes

ha cubierto cual mapa el globo entero;

al nuevo dios cede el paso incluso la victoria

de griegos y romanos, ¡valor eterno![158]

Hace unos cien años David Hilbert aportó un criterio de excelencia de la labor científica. Ésta sería proporcional al número de trabajos que quedan absolutamente desactualizados o cuyo conocimiento se vuelve prescindible como resultado de la aparición de ese nuevo y excelente trabajo, alcanzando un nivel superior en la observación científica. Los físicos teóricos están esperando ese tipo de trabajo. El célebre físico Andrzej Staruszkiewicz escribe del siguiente modo sobre la interpretación de Copenhague de la física cuántica: «Existe aquí una suerte de atasco intelectual verdadero y cansado para todos que encuentra un reflejo fatal en toda la física teórica, que ha perdido su claridad ontológica de visión del mundo; aquel que contribuya a eliminar dicho atasco, será enormemente digno de la humanidad».[159]

Desde hace algunas décadas, el éxito se viene midiendo por el grado de respuesta, de difusión que alcanza una publicación científica. Este parámetro se puede contabilizar, presentar la cantidad de veces que ha sido citado, lo que nos informa sobre cuántas veces dicha publicación ha sido mencionada en revistas especializadas, especialmente las de gran prestigio. Se desarrolla así una nueva corriente, denominada bibliometría o cienciometría. Equiparar la frecuencia con que se cita a autores de diferentes disciplinas científicas es arriesgado; para perfeccionar el método se introdujo en el año 2005 el llamado «índice h», de Hirsch, que alcanzó una rápida popularidad. Pero incluso dentro de la misma disciplina puede haber dudas. Si no, no veo cómo podríamos entender las palabras del gran matemático contemporáneo Tim Gowers, laureado en 1998 con la medalla Fields (el equivalente del Premio Nobel en matemáticas), cuando afirmaba: «La mayoría de publicaciones matemáticas resulta incomprensible para la mayoría de los matemáticos».

Podemos explicar la inmensa popularidad de que goza el índice de citas si pensamos que apela a uno de los elementos más característicos de la naturaleza humana: la vanidad. «La vanidad—escribió Blaise Pascal—está tan anclada en el corazón del hombre que un soldado, un patán, un cocinero, un mozo de cuerda se jactan de lo que son y quieren tener sus admiradores, y los mismos filósofos lo desean, y los que escriben contra esto quieren la gloria de haber escrito bien, y los que leen tener la gloria de haberlos leído, y yo que escribo esto tengo tal vez este deseo y tal vez aquellos que lo lean…».[160] Así pues, Blaise Pascal, con la radicalidad característica de su pensamiento, propuso que la publicación de trabajos científicos fuera anónima, que no se aportara el apellido del autor, es decir, romper con la expectativa del reconocimiento, de la vanidad, de ese

amour propre que todo lo impregnaba. Un contemporáneo de Pascal comentó su propuesta: «Para él es fácil afirmar eso; incluso si comunica sus trabajos de forma anónima, de todas maneras todo el mundo en Europa sabrá quién es el autor de ese trabajo».

 

Las palabras de Zbigniew Herbert resuenan como un eco de Pascal:

Los antiguos maestros

se las arreglaban sin nombres.

 

Su firma eran

los blancos dedos de la Madonna.[161]

Dejemos a un lado el índice de citas que, todo hay que decirlo, en nuestro país constituiría una aportación muy positiva si ministerios, universidades e instituciones científicas se decidieran a aplicarlo con regularidad, aunque tan sólo fuera para conceder subvenciones a la investigación. Planteémonos si no se pueden buscar otros indicadores del valor de la labor científica. Evidentemente, nada mejor en ese sentido que el paso del tiempo para distinguir el grano de la paja, pero nosotros no queremos esperar, sencillamente no podemos, ya que cuando la verdad se aclare ya no estaremos aquí para verlo. Lo queremos

hic et nunc. Sin embargo, no hay receta para los descubrimientos científicos, para el éxito. Max Delbrück, un brillante físico que llevó el pensamiento exacto, analítico y cuantitativo a la biología, consideraba que en la investigación se debería dejar lugar a la libertad, a la flexibilidad, permitiendo así abrir la puerta a lo inesperado, a la sorpresa que nos hará merecedores del reconocimiento más que un resultado previsible. Lo llamó «principio del descuido controlado» (

the principle of limited sloppiness).[162] Los ingleses y estadounidenses usan la palabra

serendipity, que podríamos llamar

serendipia o

carambola, es decir, un descubrimiento inesperado, lo cual no significa casual. Así fue como Ryszard Gryglewski descubrió la prostaciclina: el profesor John Vane le dio una muestra de compuestos químicos inestables (en lenguaje técnico: peróxidos cíclicos prostaglandinas) para que comprobara si daban lugar al tromboxano TXA2, una sustancia que se acababa de descubrir en pequeñas células de la sangre (trombocitos), y en qué órganos tendría lugar. De modo que Ryszard Gryglewski hizo ensayos con homogenatos de varios órganos animales, con diferentes resultados. Cuando añadió los compuestos que investigaba a los homogenatos arteriales (microsomas de la aorta), el tromboxano no aparecía y no sucedía nada. La mayoría de nosotros lo habría interpretado como un resultado negativo y habría continuado con la investigación, pero él advirtió que, pese a los resultados, los compuestos añadidos se habían reducido. ¿Se habrían transformado en algo diferente? Buscó el consejo de químicos, leyó libros, pero no encontraba la respuesta, y en ese momento vio la luz: quizá lo que aparecía era tan volátil que desaparecía inmediatamente a temperatura ambiente. Y le puso una trampa a ese «algo»: repitió el experimento en hielo. En ese momento el sistema de detección mostró la presencia de algo desconocido hasta el momento: la prostaciclina. En el laboratorio británico en el que trabajábamos no quisieron en un principio creer en esa «hormona polaca que parece que está, pero no está», como decían. En una serie de rápidos e ingeniosos experimentos, Ryszard Gryglewski, junto a otros colegas, aportó las pruebas de la existencia de la prostaciclina, una sustancia natural, importante para la defensa y la protección de nuestras arterias. Describió su funcionamiento en el organismo humano una vez de vuelta en Cracovia y allí fue incorporado a las terapias.

 

La intuición ayuda a presentir de alguna manera la realidad, a imaginarla e incluso a contemplarla. La tenemos en alta estima, aunque no es fácil de definir.

Toma el principio de su nombre del latín

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