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CORE » GENÉTICA Y TUMORES

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En la tumba de Joseph Brodsky en la laguna veneciana, en el cementerio de San Michele, puede leerse la inscripción «

Laetum non omnis finit», es decir, «La muerte no es el final de todo». Franz Kafka definió la muerte de una manera ligera, casi cómica: «Es un fin aparente que produce un dolor real».[171] En ambas sentencias subyace la idea de que existe un elemento primigenio indestructible, una parcela de eternidad que el hombre lleva dentro de sí y que muere con él. Ovidio la llama directamente

alma, pues sólo «las almas están libres de la muerte»[172] (

Morte carent animae). El poeta inglés Thomas Hardy reparó en la pervivencia de las características físicas, corporales; su repetición a lo largo de sucesivas generaciones (el corte de las mejillas, la línea de los labios, la sonrisa, el timbre de voz) que negaba la imperdurabilidad, le ganaba la batalla al tiempo. A ello le dedicó el poema «Herencia» (

Heredity):

Soy la cara de la familia;

la carne perece, yo sobrevivo,

proyectando rasgos y rastros

a lo largo de tiempo y más tiempo,

saltando de un sitio a otro

por encima del olvido.[173]

Una de las características genéticas más célebres ha sido observable durante dieciocho generaciones, la del labio inferior de los Habsburgo. Característica que no debió de afear mucho a las princesas de esa dinastía, ya que seis de ellas se casaron con reyes polacos, desde Casimiro IV Jagellón hasta Segismundo III Vasa. Encarnaban la máxima

Belli gerant alli, tu, felix Austria, nube! (Que otros hagan la guerra si quieren: tú, feliz Austria, ¡cásate!). Durante siglos, los enlaces reales ampliaron los dominios de los Habsburgo, que fueron sumando Holanda, el trono de España, la corona de Hungría y la de Chequia. En el salón de nuestra casa está colgado un retrato de mi madre en su primera juventud. Lo llevábamos viendo toda la vida, en realidad sin prestarle atención, y por supuesto sin relacionarlo de ninguna manera con mi hija Ania, pero cuando Ania cumplió catorce años nos dimos cuenta de que cada vez se parecía más al retrato de la pared. En muy poco tiempo la semejanza se volvió asombrosa: parecía que la joven mujer del retrato y la niña del salón se reflejaran la una en la otra. Fue así durante dos semanas, luego empezaron a alejarse y cruzarse, como las nubes sobre las montañas; finalmente el parecido, igual que vino, se fue para no volver.

 

Charles Darwin explicaba la herencia de la siguiente manera: cada uno de los órganos maduros genera unas partículas diminutas, llamadas «gémulas»,[174] en las que está contenida su esencia. Estas gémulas se acumularían en las células reproductoras y se transmitirían a los descendientes, donde se encargarían de reproducir los órganos de los que procedían. Pero al escribir el poema «Herencia», a principios del siglo XX, Thomas Hardy debía de tener en mente el experimento del monje moravo Gregor Mendel, que había descubierto los principios de la genética al cruzar unos guisantes en el huerto del monasterio. En esa misma época August Weismann había descubierto que albergamos dos líneas celulares: la somática y la germinal, líneas distintas y siempre separadas. Y fue así como nos puso ante los ojos un

continuum asombroso, un encadenamiento que a partir de cada célula viva nos adentra en el abismo de los tiempos y señala lo que nos emparenta con todas las especies vivas que habitan la tierra, tanto en el mundo animal como vegetal.

Cincuenta años después se pudo ver por primera vez la doble espiral del ADN: el cofre del tesoro del código genético que se halla bien escondido en el núcleo celular. Y otros cincuenta años más tarde, ya a principios de nuestro siglo, se descifró y se divulgó en Internet el código completo, letra por letra. En total, tres mil millones de letras. Este espectacular logro, fruto del trabajo de cientos de científicos agrupados en dos equipos de investigación rivales, es sin duda uno de los símbolos de nuestra época, el tercer milenio. La descodificación del ADN se ha calificado con los más excelsos epítetos: el gran libro de la vida, la biblia de la naturaleza… Un premio Nobel llegó a afirmar: «Ahora sabremos cuál es la esencia de la humanidad»,[175] a lo que otro Nobel contestó con ironía: «Gracias a la descodificación del ADN ya no queda ninguna duda de lo increíblemente cerca que estamos de los chimpancés».[176]

Cincuenta y cinco años después del descubrimiento de la estructura del ADN y su publicación en la revista

Nature, se secuenció y publicó en la misma revista el genoma de James Watson. Él, junto a Francis Crick, se imaginó, recortando en cartón modelos espaciales de ADN, que éstos se colocaban en forma de doble espiral. La «descodificación» del genoma del premio Nobel tiene una enorme importancia simbólica.[177] De hecho, más simbólica que biológica. Conociendo los tres mil millones de letras de su código genético no podríamos deducir ni siquiera características físicas tan sencillas como su altura, así que qué decir de otras como su predisposición a sufrir enfermedades. Sin duda, con el transcurrir del tiempo echaremos mano del genoma, pero en el caso concreto de Watson no nos va a quedar más remedio que quedarnos—a la manera de los historiadores contemporáneos—«más bien con lo que Watson escribió, dijo e hizo más que en qué orden están colocados un par de bases (“letras”) concreto dentro de su genoma».[178]

A principios del año 2008 sólo había dos personas en el mundo cuyo genoma se hubiera descodificado (además de Watson, se había descodificado el del genetista estadounidense Craig Venter). Se estima que a finales de 2011 esa cifra habrá ascendido a treinta mil. Este aumento fenomenal es producto del desarrollo tecnológico: se han introducido secuenciadores potentes y ultrarrápidos, es decir, máquinas capaces de leer la secuenciación del genoma. El precio de esta operación no supera hoy en día los diez mil dólares. ¿Quiere eso decir que pronto todos nosotros seremos «descodificados» y nos convertiremos en dueños de nuestros «documentos de identidad genética»? ¿Se empezará a «personalizar» la medicina?[179] La personalización de la medicina implica que acudiendo a nuestro genoma podremos deducir la probabilidad que tenemos de contraer una enfermedad, y en caso de enfermar, utilizaremos medicamentos individualizados («personalizados», en inglés), es decir, cortados a la medida del paciente. Son muchos los que defienden esta visión en la medicina moderna.

 

Tras la descodificación del genoma, médicos y biólogos (y, con ellos, los enfermos y sus familias) creyeron que en el genoma se podrían hallar los

loci, es decir, el lugar donde residían las enfermedades, sobre todo las comunes. Se pensaba que la responsable del desarrollo de las frecuentes enfermedades poligénicas (o multifactoriales) sería una configuración concreta de genes, quizá mutados. Sin embargo, no sucedió así. Se acometió la titánica tarea de peinar el genoma entero en busca de relaciones de algunos de sus segmentos con una enfermedad determinada; en dichas investigaciones, tan prolongadas como difíciles, participaron cientos, incluso miles de enfermos. Aunque es cierto que se encontraron ciertas variantes genéticas que tenían relación con enfermedades concretas, estos vínculos eran en realidad muy débiles: esas asociaciones no determinaban que apareciera o no la enfermedad, como tampoco permitían su diagnóstico precoz. Pese a que dicha asociación entre variante genética y enfermedad iba permitiendo componer cuadros cada vez más complejos de la evolución de esta última, la verdad es que no aportaron ninguna respuesta definitiva. Ni las enfermedades ateroscleróticas, sobre todo la isquemia, ni el asma, ni las inflamaciones reumatoides de articulaciones, la esquizofrenia, la enfermedad de Alzheimer o la esclerosis múltiple—verdaderas plagas de la civilización actual—han desvelado sus más importantes secretos (de los cánceres nos ocuparemos enseguida y por separado). Se diferencian en este sentido de enfermedades congénitas raras tales como la hemofilia, la fibrosis quística o la deficiencia de Alfa 1 (antitripsina), en las que sí se ha descrito una clara relación causa-efecto entre la dolencia y ciertas mutaciones de genes concretos. A diez años del descubrimiento del genoma, su repercusión se ha valorado como «modesta». ¿Acaso el descubrimiento del siglo no iba a tener su correspondencia en la medicina clínica, no iba a dejar huella alguna en la práctica médica? ¿Iba a ser diferente entonces de otros grandes descubrimientos? Muy poco después de 1941, año en que Ernst Chain y Howard Florey describieron el potencial curativo de la penicilina, ésta les había salvado la vida ya a miles de personas. Algo parecido sucedió con las hormonas de la corteza adrenal, sintetizadas en 1946. ¿Debemos reconocer entonces que «el traspaso a la medicina del enorme caudal de conocimiento obtenido con la descodificación del ADN se demorará varias generaciones»? Parece una afirmación demasiado pesimista. Es cierto que la cuestión ha resultado ser extremadamente compleja y ha arrastrado consigo no pocas dificultades y desilusiones. Fascinados por el gran descubrimiento, nos pareció que se había alcanzado el objetivo, que se había coronado la cima, y que el camino que había que seguir en adelante era visible y estaba bien señalizado. Sin embargo, la ciencia siempre nos invita a un viaje en el que ninguno de los puntos alcanzados es una estación final, sino una parada más que descubre un camino desconocido y aún más serpenteante. En el caso de la genética, en este camino esperaban no pocas sorpresas.

 

Poco después de la descodificación del genoma quedó claro que los genes sólo suponían, como máximo, el dos por ciento del ADN. Fueron comparados con oasis en las arenas del desierto, un desierto formado por motivos que se repiten decenas de miles de veces. Algunos son muy sencillos, tándems de dos letras como, por ejemplo, GT, GT…, GT; otros son muchísimo más complejos. Muchos son móviles, cambian de un lugar a otro y se comportan como las dunas móviles del desierto, pero en realidad no sabemos a ciencia cierta para qué necesitamos ese desierto. Los biólogos moleculares se han encontrado en una situación similar a la de los astrónomos. Desde hace algo más de veinte años ya saben que el universo no está en absoluto tan vacío como parece, sino que lo conforma una «materia distinta de la nuestra (no bariónica)»[180] y una misteriosa energía, ambas invisibles a nuestro ojo y a las que se atribuye el calificativo de «oscuras».[181] Si suponemos que su existencia es por la influencia que tienen en el movimiento de galaxias más lejanas (la materia) y por la aceleración del espacio (la energía). Lo que no saben los biólogos moleculares puede compararse con lo ignorado por los astrónomos. Así, más del noventa y cinco por ciento de la materia y de la energía oscura, igual que el «desierto» del ADN, permanece en la insondable sombra del misterio.

 

Este ADN «oscuro»—para usar aquí el adjetivo de los astrónomos—se denomina a menudo en inglés «

junk DNA»,[182] que podríamos traducir como ‘ADN basura’ o ‘ADN chatarra’. Hasta hace muy poco no se le prestaba atención. ¿Quién iba a querer rebuscar en un basurero, a no ser un

clochard molecular? Sin embargo, es de suponer que serán cada vez más los que busquen en la basura, teniendo en cuenta los tesoros que en ella se esconden. A lo mejor es el depósito de los elementos que «la naturaleza utiliza en sus experimentos de evolución».[183] Pensemos, por ejemplo, en la duplicación de los genes: puede suceder que un gen sufra una mutación, mientras que el otro no lo haga. ¿Tiene eso alguna repercusión en el organismo? Y si es así, ¿cuál? Para poder repetir el experimento habría que esperar. Si disponemos en la chatarra de genes preparados para utilizar, puesto que ya han mutado, el proceso puede acelerarse. Por otro lado, es posible que entre la chatarra se encuentren elementos de la mayor importancia, encargados de regular la expresión génica.

 

Los candidatos propuestos para ese particular papel son los transposones, que juegan un papel como mínimo asombroso. Se trata de elementos genéticos móviles que se separan por sí solos del genoma y viajan a través de las cadenas de ADN a lugares bastante lejanos para volver a inscribirse en ellas en un lugar distinto. Son también capaces de saltar horizontalmente, de célula a célula, e incluso de una especie a otra, sobre todo en los organismos más simples. Poseen también la capacidad de codificar sus propias «tijeras» (transposasas), que les permiten hacer cortes muy precisos del ADN, así como el «adhesivo» que les permite volverse a pegar tras una travesía en ocasiones muy larga. De hecho, más de una vez se les ha llamado

navegantes, pues navegan en solitario por el genoma sin colaboración o ayuda de otras proteínas.

Aunque constituyen casi la mitad del genoma humano, sólo alrededor de un uno por ciento ha mantenido la movilidad y salta de un lado a otro, mientras que el resto permanece aletargado. Por otro lado, en organismos simples como las bacterias o las moscas de la fruta el porcentaje de ese tipo de genes es muy superior. Se piensa que los transposones han sido el motor de la evolución, y que sus migraciones por el genoma han tenido consecuencias. Al codificarse en regiones nuevas del ADN dieron lugar a la mutación de genes o a la reorganización de cromosomas que, de resultar ventajosas para su anfitrión, se mantenían en las siguientes generaciones. Tras colonizar a los vertebrados, los transposones fueron desactivados, entraron en hibernación. El uno por ciento que queda presente en los seres humanos—y que no está aletargado—puede ser la causa de distintas enfermedades. Se piensa, así, que la hemofilia, la distrofia muscular de Duchenne o el cáncer (tanto el de esófago como el de mama) «podrían haberse desarrollado como consecuencia de la codificación SINE o LINE en ciertos genes o en sus vecinos cercanos». Estos acrónimos remiten a la categoría de los trasposones. Así, por ejemplo, el genoma de cada uno de nosotros contiene alrededor de medio millón de copias de LINE (

long interspersed nuclear elements), de los que entre cincuenta y cien son móviles, es decir, tienen capacidad de cambiar de sitio.

El gen surgió primero como una idea que no se materializaría hasta muchos años después. Sigue entre nosotros hasta hoy, aunque se está empezando a valorar si no deberíamos mandarlo de vuelta al mundo de las ideas. En 1909 sonó por primera vez de boca del botánico danés Wilhelm Johannsen, quien lo usó para referirse a un elemento hipotético que sería responsable de una cualidad innata. Poco después se descubrió en la mosca de la fruta que eran los cromosomas los que transmitían la herencia, y se imaginaba a los genes colgados de ellos como cuentas en un cordel. Más tarde se descubrió que los genes forman parte del ADN, en una estructura descrita por James Watson y Francis Crick en 1953. La herencia puede ser entendida, en resumidas cuentas, de la siguiente manera: el organismo encierra en las cápsulas de los gametos las instrucciones para crear a sus descendientes. Estas instrucciones pasan al óvulo fecundado y se van activando poco a poco hasta que queda formada la criatura. Las instrucciones tienen forma de una doble hélice de ADN, se alojan en los cromosomas y están escritas con un código de cuatro letras que decide la forma del organismo y todas sus funciones. Algunos fragmentos de las instrucciones se anotan como mensajes que unos especializados heraldos, los ARNm (m de

messenger, ‘mensajero’) se encargan de llevar del núcleo celular al citoplasma, donde, a partir de los aminoácidos, se generan las proteínas. El flujo de información es transparente y unidireccional: del ADN al ARN y luego al lugar de síntesis de las proteínas. La correspondencia es unívoca: un gen crea una enzima (una proteína).

 

Este esquema preclaro, el llamado dogma central de la biología molecular, está siendo completado con tal cantidad de inesperados detalles que por momentos se puede tener la impresión de que se están desdibujando sus líneas principales. Mencionemos siquiera tres descubrimientos que han hecho tambalear esta concepción del gen. En primer lugar, cada gen está formado por entre una y una veintena de piezas que pueden organizarse en distintas configuraciones durante su transmisión, su «transcripción» en el ARNm. De un solo gen pueden surgir distintos aminoácidos y proteínas, lo que hace tambalear la unicidad de las instrucciones en la cadena de ADN. En segundo lugar, nada garantiza que los mensajeros activados al efecto (los ARNm) lleguen al lugar donde deben entregar el mensaje. Más bien al contrario: muchos de ellos se silencian mucho antes de ponerse en camino. La cadena de ADN les envía segmentos cortos, llamados micro ARN, que se les adhieren, silenciándolos. En tercer lugar, los ARNm pueden actuar en calidad de mensajeros que llevan no sólo la información que se les ha transmitido desde arriba, sino también la que transmiten de una generación a otra sin que intervenga el organismo de control central, es decir, el ADN. Todo esto repercute en la manera en la que concebimos los propios genes. Dejamos de verlos como elementos cerrados y limitados: incluso si están constituidos por varias piezas, parecen no tener principio ni fin, se entrelazan en vastas superficies cuyos límites no alcanzamos a ver, pues constituyen un

continuum. Reflejo de estas ideas es la definición que propusieron hace poco veinticinco grandes especialistas: «Determinado fragmento de la secuencia genómica correspondiente a una unidad de herencia que está vinculado a regiones reguladoras, regiones transcriptoras y otras secuencias de carácter funcional».[184] Nos hemos alejado bastante de la sencilla definición de genoma en los últimos cien años.

A sopesar los cánones de la genética han contribuido los aborígenes de Nueva Guinea, que tenían por costumbre, en el funeral de un pariente muerto, comerse parte de su cerebro. De esta manera contraen una terrible enfermedad neurodegenerativa llamada

kuru. La enfermedad tiene su causa en un tipo especial de proteínas llamadas

priones, agentes también de la enfermedad de las vacas locas y de la encefalopatía espongiforme o tembladera de las ovejas. Los priones no contienen ácidos nucleicos: ni ADN ni ARN, lo que los diferencia de los agentes infecciosos conocidos hasta ahora: bacterias y virus. Sin embargo, contienen información que son capaces de transmitir a las células. Pertenecen a los elementos hereditarios que no cumplen la ley de Mendel. Intervienen, cambian la estructura espacial del receptor, con lo que una proteína priónica puede afectar a otras y provocar cambios en su conformación, es decir, en su forma tridimensional, espacial, y este cambio es transmitido seguidamente a otras proteínas. Ese nuevo mecanismo regula la actividad de algunas enzimas y colabora en la creación de la memoria a largo plazo. No hay indicios, sin embargo, de que esté implicado en el desarrollo de tumores.

 

Entre los descubrimientos contemporáneos más importantes en genética, y sobre todo entre aquellos en los que los médicos tienen puestas sus esperanzas, se cuentan unos minúsculos fragmentos de ARN: los micro ARN. Por ellos recibieron el Premio Nobel en 2006 Andrew Z. Fire y Craig C. Mello. Los micro ARN surgen de manera natural en el ADN, pero en la actualidad es posible también sintetizarlos en probeta. Con su ayuda se pueden desactivar genes concretos, cambiando así la transmisión de información genética, posibilidad que, hasta el momento, estaba limitada. Para incidir en la primera etapa de la transmisión de información disponemos de los corticosteroides (hormonas naturales o sintéticas de las glándulas suprarrenales), cuya acción, sin embargo, no es selectiva. Modelan el proceso de transcripción (la «copia» del ADN al ARN) silenciando unos genes y despertando otros. En la segunda etapa, es decir, en la traducción de ARNm a polipéptidos (los ancestros de la síntesis proteica), ya se ha hecho un considerable uso de las posibilidades de manipulación. Así, por ejemplo, los antibióticos frenan la traslación de los ribosomas de las bacterias, que, por suerte, se diferencian de los humanos.

Es posible que dentro de unos años podamos disponer de fármacos basados en el silenciamiento de los genes por medio de pequeños ARN. Al ser administrados al enfermo, bloquearían la expresión de las proteínas que provocan enfermedades incurables. Son varios los genes cuyo silenciamiento podría tener beneficios terapéuticos. El problema reside en que los micro ARN, a pesar de ser, como su propio nombre indica, tan pequeños, provocan en el organismo una respuesta inmunológica defensiva. Ya se han desarrollado dos hábiles estrategias para evitar dicha respuesta. Las primeras pruebas clínicas de este tipo de fármaco se llevaron a cabo en 2007 con gran cautela en el caso de dos enfermedades en las que está indicada su aplicación local: la degeneración macular (con inyección directa en el humor vítreo) y una infección vírica respiratoria común en los niños, el virus sincitial respiratorio (administrado en este caso mediante aerosol nasal).

 

Cuando nos preguntan si el cáncer es hereditario, respondemos (normalmente con alivio): «¡Qué va! No». Es cierto: quizá hayamos oído hablar alguna vez de alguna familia aislada tocada especialmente por el cáncer y de médicos particularmente interesados en ese tipo de familia, pero de hecho se trata de casos excepcionales. Se han visto otros, aunque extremadamente raros, en los que una mujer embarazada le ha transmitido la enfermedad (leucemia, un melanoma) al feto. En estos casos, las células cancerígenas llegan directamente al feto a través de la placenta. ¿Podemos afirmar que el cáncer no tiene nada que ver con la genética? El mayor logro de la oncología en las últimas décadas consiste en haber demostrado lo falso de la afirmación general de que, sin lugar a ninguna duda, los cánceres tienen su origen en los genes. Más bien, en los que han sufrido mutación. En una mayoría apabullante de casos se trata de mutaciones somáticas, es decir, que han tenido lugar en vida del individuo, no entran en la línea germinal y, por tanto, no son transmitidas a la descendencia.

Son varios los agentes que producen mutaciones cancerígenas del ADN, y llegan a nosotros desde el mundo exterior y por distintas vías. Un médico londinense ya formuló en 1761 la sospecha de que inhalar tabaco provocaba el desarrollo del cáncer de nariz. En los anales de medicina se rinde homenaje a Percival Pitt, el colega que catorce años después observó la frecuencia del cáncer de perineo en los deshollinadores británicos y lo relacionó con el contacto con el hollín de los restos de carbón que no se habían quemado por completo. A estas primeras observaciones, que hoy denominaríamos epidemiológicas, se fueron añadiendo, primero con el desarrollo de la revolución industrial y más tarde con la tecnológica del siglo XX, las producidas por otros factores, como el polvo de carbón, el amianto y la anilina, entre muchos otros. En los años cincuenta del siglo XX se publicaron en Estados Unidos los primeros estudios que demostraban que entre los adictos al tabaco el riesgo de sufrir un cáncer de pulmón se multiplicaba por cuarenta. Al año siguiente se confirmaron las mismas observaciones y comenzó la cruzada contra el tabaco que perdura hasta nuestros días.

Los investigadores precisaban de un modelo experimental para producir el cáncer. Se lo proporcionaron en 1915 dos científicos japoneses que demostraron que para provocarlo bastaba con untar con alquitrán la oreja de un conejito. Tuvieron la suerte de elegir tanto una especie de conejo especialmente sensible a este carcinógeno, como el lugar adecuado para su aplicación, aunque también es digno de admiración el empeño que pusieron en sus investigaciones. Para provocar el cáncer, untaron con alquitrán durante cien días seguidos la oreja del conejo exactamente en el mismo sitio. Tras el descubrimiento, uno de los dos científicos, Katsusaburo Yamagiwa, escribió exaltado, con su maravillosa caligrafía, el siguiente haiku: «Creado el cáncer. | Con orgullo he avanzado | algunos pasos». La historia habría de demostrarle que tenía bastantes motivos de orgullo, ya que había dado con la manera de identificar los carcinógenos y demostrado que el cáncer se desarrolla como resultado de acontecimientos frecuentes y repetitivos.

 

La historia de los mayores descubrimientos en el estudio del cáncer está repleta de personajes y caracteres insólitos. Traigamos a colación tres ejemplos. En 1903, Walter Sutton, estudiante de medicina de la Columbia University, publicó un trabajo titulado

The Chromosomes in Heredity (Los cromosomas en la herencia). Investigando con ahínco los saltamontes llegó a las conclusiones que se pueden escuchar en las clases de biología de cualquier instituto, a saber: 1) todos los organismos pluricelulares llevan dos juegos de cromosomas característicos; 2) como consecuencia de la división de las células reproductoras, los descendientes reciben un cromosoma del padre y uno de la madre; 3) los espermatozoides y los óvulos tienen un solo cromosoma, pero su número se multiplica tras la fecundación. Apoyándose en estas observaciones, afirmó que los cromosomas eran los transmisores de rasgos hereditarios, y este descubrimiento «lo colocó a la altura de Mendel, Watson o Crick». Sutton creó la disciplina de la citogenética e identificó el aparato genético de las células. Todo esto, en una sola publicación realizada durante sus estudios, pues no volvió a publicar. Dejó la investigación por la cirugía y murió joven, a los treinta y nueve años.

Un cuarto de siglo después, un tejano, Hermann Joseph Muller,[185] descubrió que los rayos X, conocido carcinógeno, provocaban la mutación genética de la mosca de la fruta (

Drosophila melanogaster). Sin embargo, esta vez no hubo haiku. Más bien al contrario: el trabajo de este norteamericano de cuarenta años fue acogido con gran recelo, lo que, unido a las dificultades que atravesaba su matrimonio, lo sumió en una depresión. Poco después ingirió una gran cantidad de somníferos y se marchó a un bosque cercano a la ciudad de Austin. Como otros suicidas, dejó una nota: «El tiempo en que fui útil, si es que alguna vez lo fui, ha llegado a su fin».[186] Alarmados por su desaparición, sus colegas iniciaron una campaña de búsqueda y lo encontraron al día siguiente, en coma, pero vivo. Quince años después, en 1946, Muller obtuvo el Premio Nobel por sus descubrimientos de mutagénesis experimental.

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