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CORE » GENÉTICA Y TUMORES

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Y por último, un visionario, Theodor Boveri, profesor de biología de la Universidad de Wurzburgo. Ya en sus primeros trabajos avanzó la idea de que el cáncer podía ser provocado por un defecto en un cromosoma de la célula o por la falta de éste. No se sabe muy bien de dónde le vino la idea, ya que no se dedicaba al estudio de los cromosomas del cáncer. Su trabajo pasó sin pena ni gloria. Pero él continuó trabajando y completó su teoría en un libro editado en 1914 con el título

Zur Frage der Entstehung maligner Tumoren (Sobre el origen de los tumores malignos),[187] cuya importancia para la biología y la medicina ha sido comparada con los principios de Newton en la física clásica. La tesis principal del libro era la siguiente: «Una tendencia imparable de las células cancerígenas a una acelerada proliferación podría deberse a que los cromosomas que causan la división celular son dominantes. Otras explicaciones ven el origen del cáncer en la presencia de cromosomas específicos que frenan esta división. Las células cancerígenas proliferarían si esos cromosomas resultaran eliminados». Para los biólogos, genetistas y oncólogos contemporáneos, la afirmación de Boveri, confirmada medio siglo después, «quita el aliento».[188]

Hoy sabemos que todos los tumores humanos que se han estudiado en profundidad presentan una combinación de alteraciones en dos tipos de genes que actúan de manera contraria: los protooncogénicos y los supresores. Si las reacciones moleculares que controlan la vida de las células se pudieran comparar a complejas redes de cables eléctricos, habría en ellas dos tipos de conexiones: la inducción de unos lleva a una tensión que, al mantenerse, acelera bruscamente el flujo de electricidad (es decir, de la reacción). En eso consiste la mutación de los protooncogenes. Los otros son los que actúan como freno de la circulación, y su eliminación retira estos frenos, con lo que la electricidad (la reacción), ya sin obstáculos, normalmente adquiere velocidad. Existe una asombrosa infinidad de mutaciones: la última vez que se descodificó por entero el código genético de una célula tumoral de un enfermo de cáncer de pulmón se encontraron 22.910 letras cambiadas en el código genético (mutaciones somáticas), mientras que en otro enfermo que tenía un melanoma la cifra ascendía a 33.345. Y es que desaparecen bloques enteros (deleción) o se juntan de manera inesperada nuevas «palabras» (inserción). En estas circunstancias ya no podemos hablar de armonía alguna entre las células. Los genes sublevados (mutados) insuflan a los tejidos toda su energía primitiva, lo que lleva en última instancia a la destrucción del organismo.

 

Los increíbles descubrimientos que han tenido lugar en el campo de la biología molecular del cáncer, que desvelan su génesis y evolución, no han encontrado hasta el momento aplicación terapéutica. La mortalidad causada por el cáncer es hoy prácticamente la misma que hace cincuenta años (aunque en el año 2006 acusara una ligera tendencia a la baja), mientras que la mortalidad provocada por las enfermedades coronarias, cerebrovasculares y contagiosas ha caído casi un tercio. El célebre oncólogo Harold Varmus[189] opina que la cirugía, la quimioterapia y la radioterapia seguirán siendo durante muchos años la base de la terapia de esta patología. Estos tratamientos son cada día más efectivos gracias a la revolución tecnológica. La clave reside en que la medicación o las ondas actúan directamente sobre el cáncer, sin afectar a los tejidos que le rodean. Así, por ejemplo, los implantes radioactivos son capaces de bombardear el tumor directamente sin afectar a los órganos vecinos. Y ¿qué pasaría si extrajéramos un órgano sano, delicado, que se encuentra cerca del lugar de un tumor, y que seguramente se vería dañado de manera irreversible durante el tratamiento previsto para un cáncer, y lo mantuviéramos en custodia durante el tiempo que durara ese tratamiento para luego volver a colocarlo en su sitio? Eso es precisamente lo que sucedió hace poco en Francia, donde una mujer joven, afectada de un cáncer del sistema linfático, tuvo que someterse a un draconiano tratamiento con radiación y fármacos. No cabía ninguna duda de que el tratamiento afectaría de manera irreversible los ovarios. Por ese motivo se extrajeron del cuerpo de la paciente y se colocaron en crioconservación a una temperatura de menos ciento noventa grados centígrados. Luego fue sometida a un tratamiento que duró varios meses y que resultó efectivo, tras lo cual le fueron reimplantados los ovarios. La mujer, de treinta y dos años, quedó embarazada y, curada del cáncer, dio a luz a un niño sano.

Sin embargo, no siempre sucede algo tan excepcional. El tratamiento oncológico muchas veces se interrumpe porque cada nueva etapa trae consigo un mayor sufrimiento, porque los efectos secundarios de la terapia son peores que la propia enfermedad o porque se llega demasiado tarde y el cáncer ya es incurable. No existe un manual capaz de decir hasta dónde hay que llegar, no hay un lugar en el que nos aparezca la señal de STOP. Pero ¿dónde buscarla? «En la experiencia, entendida como la memoria de los errores que se han cometido».[190] Es ella la que sugiere cuándo hay que arriesgarse y actuar, incluso en contra de los protocolos al uso, y cuándo desaconsejar el tratamiento. Es también inestimable la determinación del propio enfermo, sus ganas de luchar contra el cáncer; determinación en la que también influye el médico.

 

Las terapias convencionales (ya sean con fármacos, radiaciones o el propio tratamiento quirúrgico) tienen como objetivo destruir las células cancerígenas o al menos limitar su crecimiento. Sin embargo, no alcanzan al origen del cáncer, no intentan remontarse a sus causas, arrancarlo de raíz. Las terapias que van a la raíz del cáncer, que suelen actuar a nivel molecular, y que son por cierto bastante exitosas, se han ido implementando en los últimos años. Estos tratamientos interfieren mediante fármacos en la red de señales intracelulares. Ahora bien, ¿en qué consiste esa red? Se trata de una red que atraviesa la célula desde su exterior al interior hasta el núcleo. En la superficie de las células, en la membrana que las rodea, se encuentran lugares de acoplamiento de la variedad de sustancias químicas que llegan con el flujo sanguíneo, la linfa o los nervios, como hormonas y medicamentos. Estas sustancias se quedan varadas en las membranas celulares en los «diques» que sirven a tal fin, llamados receptores. El impulso de la unión libera una señal que viaja desde la superficie de la célula al núcleo, donde despierta una selección de genes en el ADN. Sin embargo, no se trata de una señal directa. Los encargados de transmitir la señal son moléculas químicas específicas que van formando una especie de cadena de mensajeros. Existe una gran cantidad de «cadenas», de caminos por los que se conducen las señales. Se unen unas a otras, penetran, en una palabra: van conformando una red virtual de señales en el interior de la célula. Sucede a veces que uno de esos mensajeros de la compleja cadena funciona de manera defectuosa debido a que en su ADN se ha producido un error, una mutación. En la leucemia mieloide crónica, el fallo es tan grave que se puede observar al microscopio en forma de acortamiento de uno de los cromosomas que se ha denominado

Philadelphia. Como consecuencia se crea una proteína mensajera defectuosa que se coloca al principio de la cadena de mensajeros, lo que produce una aceleración súbita de la comunicación en distintos niveles. Las señales bombardean el núcleo de la célula, que se lanza a la superproducción de leucocitos. Esos mensajeros alocados se pueden frenar. El medicamento capaz de hacerlo se llama imatinib; se ha introducido en el tratamiento en el siglo XXI y desde ese momento el destino de los enfermos de un tipo de leucemia relativamente frecuente ha cambiado por completo. La precisión de la acción del imatinib es asombrosa: alcanza a una de entre cientos de moléculas de una red cerrada en las células de la médula y la frena, lo que se traduce en una remisión de los síntomas clínicos de la enfermedad, es decir, una remisión de la misma.

Los increíbles resultados obtenidos en el tratamiento de la leucemia medular han abierto las puertas a otro tipo de investigaciones; por ejemplo, ha llevado a prestar una atención especial a otras enfermedades de la sangre definidas como síndromes mieloproliferativos. Éstas se caracterizan por una sobreproducción de eritrocitos maduros (policitemia vera) en la médula ósea, trombocitos (trombocitemia esencial) o fibras de colágeno (mielofibrosis). Entre 2005 y 2007 se descubrió que la raíz de esas enfermedades clásicas, conocidas desde hace mucho, está en la mutación adquirida de un gen que codifica un elemento concreto del conjunto de señales. Ese elemento se llama, en terminología médica, quinasa JANUS 2, y pertenece a la gran familia de mensajeros con cuyo desorden relacionábamos más arriba la leucemia medular. Aún no conocemos medicamentos capaces de frenar o de regular su unión con otras rutas (y es que tiene, como el dios que le da nombre, dos caras), pero en cuanto podamos disponer de ellos, el tratamiento de cánceres sanguíneos será certero y diferencial. Mientras tanto, se sigue investigando las mutaciones de otras quinasas. En el año 2007 «se investigaron 518 genes que codificaban proteínas quinasas en doscientos enfermos de cáncer y se descubrieron cerca de mil mutaciones».[191] A pesar de ello, es endiabladamente difícil valorar su papel en la aparición de los tumores. Los genes que observamos una vez que la enfermedad ha sido diagnosticada contienen millones de células con ADN mutado. Algunas de esas mutaciones surgen con los primeros desórdenes y juegan un papel importante en el crecimiento y ampliación del tumor, podríamos llamarlas «conductoras»; mientras que otras son accidentales y se las denomina «pasajeras».[192] En algunos tipos de cáncer de pulmón—denominados carcinoma pulmonar no microcítico (CPNM) o cáncer pulmonar de células no pequeñas—tiene lugar una lesión en uno de los receptores de la superficie celular. Ya se están llevando a cabo ensayos clínicos con medicamentos destinados a desactivar el receptor de crecimiento, conocido por la abreviatura EGFR (receptor del factor de crecimiento epidérmico). En algunos enfermos se consigue una mejora, pero otros van desarrollando con el tiempo una resistencia que revela una mutación más. Este campo de acción centra el interés de la industria farmacéutica, ya que el receptor es el punto inicial del camino que recorrerán las señales.

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