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CORE » VERDADES BIOLÓGICAS Y FE

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El gen egoísta ha resultado ser uno de los libros más influyentes de todos los tiempos».[214] El mérito de Richard Dawkins—en éste y otros libros que lo siguieron—consiste en que supo integrar nuevas ideas o ideas poco difundidas de la biología de los años sesenta y setenta del pasado siglo, y las presentó con entusiasmo y vestidas de brillantes palabras. Dawkins mostró la evolución desde la óptica genética y aportó sus propias conclusiones. La imagen que resulta a nuestros ojos, efectivamente, se encuentra alejada de la ontología razonable que solemos manejar. Mientras que intuitivamente consideramos que la conducta y el comportamiento del ser humano individual se rigen por los impulsos, el interés, el beneficio, el amor, quizá la curiosidad, y hacemos extensiva esa interpretación a grandes colectivos de personas, a sociedades enteras, en la lógica del gen egoísta los individuos no seríamos otra cosa que reservorios y portadores de genes que luchan sin miramientos por la supervivencia, por la creación de descendencia y la multiplicación en generaciones sucesivas. Ésa es la lógica de Darwin, quien para explicar el orden de la naturaleza, la manera en que está proyectada—sin la existencia de una mente organizadora—aportó el concepto de selección natural. Dawkins extrapoló ese concepto al nivel submicroscópico, en el que se encuentran los replicadores, es decir, los genes.

Pero hoy, treinta años después de su publicación y ante el monumental desarrollo de la genética molecular, ¿no huelen a rancio las ideas de Dawkins? Creemos que no. Y es que Dawkins no pretendía explicar el comportamiento de genes concretos, sino el mecanismo de selección natural. Sea como fuere, «muchos interrogantes sobre la evolución siguen hoy día sin respuesta, como en el año 1976».[215]

 

A la lista de esas cuestiones sin aclarar hay que añadir el altruismo. Las sociedades humanas suponen una gran anomalía en el mundo animal, pues las caracteriza una división del trabajo y una amplia cooperación de los grupos humanos que no guarda relación con los lazos sanguíneos. Los estados, así como las organizaciones internacionales, son un buen ejemplo de ello; pero las sociedades primitivas también nos proporcionan ejemplos en esa línea: las comunidades cazadoras poseían una densa red de relaciones variables, de cazas y batallas comunes, de división de los víveres. Es difícil encontrar comportamientos así en los animales, incluso en los primates. La excepción la constituyen algunas sociedades de insectos (las abejas o las hormigas) y una especie de topo. El comportamiento solidario de las abejas obreras—que han perdido la capacidad de reproducción y dedican su vida a la colmena—le quitaba el sueño a Darwin, que veía en ese hecho «una particular dificultad, en un principio imprevista, y fatal para toda mi teoría».[216] Más tarde lo explicó mediante la «selección familiar», y aún hoy consideramos que ésta se fundamenta en el parentesco genético. Hemos asistido a una fructífera proliferación de investigaciones sobre la relación entre el altruismo y la consanguinidad, que han configurado la sociobiología y han llevado incluso al intento de resumir la cuestión en una ecuación matemática, la llamada regla de Hamilton (

rB>

C, donde

r es el coeficiente de consanguinidad,

B el beneficio y

C el coste).

 

No obstante, la solidaridad humana parece ser diferente. El deseo desinteresado de compartir con otros es una esencia de la humanidad que ha hecho reflexionar a filósofos, éticos, biólogos e incluso a economistas. Estos últimos definen el altruismo como «un activo que acarrea costes y que atrae beneficios económicos a otros individuos».[217] Los estudios del cerebro mediante imágenes indican que la capacidad de ayudar a otros sin esperar recompensa alguna podría estar inscrita en nuestra mente de manera permanente. Se empieza a hablar sobre la región cerebral de la empatía y se intenta incluso determinar con precisión su ubicación en «la parte posterior de la corteza temporal superior»[218] (

posterior superior temporal cortex). Cuanto más estimulada, mayores serán las probabilidades de obrar desinteresadamente. Con toda seguridad en el caso de la madre Teresa de Calcuta esta zona del cerebro tendría un brillo deslumbrante sin necesidad de ninguna resonancia magnética. De modo que la medicina nos dice que las buenas acciones nacen en la cabeza (sin olvidarnos del corazón), y no en los genes. «La teoría contemporánea de la evolución, apoyada en la genética, no puede explicar el altruismo humano».[219]

 

¿Podríamos afirmar, entonces, que la teoría de la evolución justificaría nuestro egoísmo, egocentrismo y competitividad? La respuesta sería sí si lo miramos desde el punto de vista de los «genes egoístas». Al imprimirse en las raíces del evolucionismo contemporáneo, esta potente metáfora no ha hecho sino crear aún más rechazo a dicha teoría entre algunos sectores. Hoy en día el cincuenta y cuatro por ciento de los ciudadanos adultos de Estados Unidos cree que el ser humano no se ha desarrollado a partir de otras especies animales mediante la evolución, y «este porcentaje está creciendo de forma alarmante»,[220] pues en el año 1994 los que así pensaban eran sólo un cuarenta y seis por ciento. La teoría clave de la biología—la de la evolución—despierta como vemos una resistencia mayor a la que tuvo en el momento en que fue planteada por completo en la obra de Darwin. ¿Por qué sucede esto? Es difícil dar una respuesta más expresiva que la que muestra la reacción de la amada esposa de Darwin, Emma. Cuando, mucho antes de darla a conocer, él le reveló en secreto la teoría de la evolución, no la asustó su valentía de pensamiento ni los posibles y previsibles problemas que le acarrearía; sin embargo, cuando la hubo escuchado, rompió a llorar y cayó en una depresión. Si todo acababa cuando uno muere, si no había otro mundo, entonces su marido y ella ya no seguirían estando juntos más allá de la muerte.

La teoría de la evolución nos ha despojado de la excepcionalidad al prolongar la ya larga cadena de nuestros antepasados hasta los animales, y apuntar a estrechos lazos con los simios antropoides; y eso no es fácil de aceptar. Incluso para un niño: cuando mi hijo pequeño tenía seis años, un estudiante amigo nuestro, queriendo introducirlo en los secretos de la evolución, le dijo: «¿Sabes, Wojtek? Los monos son nuestros parientes». A lo que el sorprendido chavalín respondió: «¿Parientes tuyos?». Él ya conocía a su familia, y que él supiera ninguno era mono.

 

Wojtek no salió creacionista, y dudo que los creacionistas lo echen en falta: ya son una legión suficientemente numerosa. En cualquier caso, podemos preguntarnos qué hay en la teoría de la evolución que a ellos y no sólo a ellos les echa para atrás. Al que escribe estas palabras, aunque esté lejos del creacionismo, le resulta difícil admitir sus metáforas: lucha, egoísmo, éxito, beneficios y pérdidas, egocentrismo, intransigencia, triunfo de los más adaptados… Todas estas palabras aparecen una y otra vez en artículos y libros de los más prestigiosos biólogos contemporáneos, pero por supuesto eso es únicamente una cuestión de gusto, y no podemos valorar una teoría por las impresiones que nos provoca. Seguramente, el rechazo al evolucionismo tiene más que ver con el hecho de que nadie ha hecho más por la secularización de las sociedades occidentales que Darwin y la teoría de la evolución. Como escribió Dawkins: «Darwin consiguió que pudiéramos ser unos ateos intelectualmente realizados»,[221] y añadió en años posteriores: «Soy darwinista, pues tan sólo veo dos alternativas: el lamarckismo y Dios, ninguna de las cuales ha funcionado como base explicativa».[222] El hecho de que la ciencia cierre filas en torno al darwinismo tiene consecuencias profundas en la visión del mundo que se sugiere: «El universo que observamos tiene precisamente las características que serían esperables si en sus constituyentes no hubiera planificación ni objetivo: no existe el bien ni el mal, nada; tan sólo una ciega e implacable indiferencia».[223] Estas palabras, al hacer referencia a valores como el bien y el mal, nos conducen al libro del Génesis. Podríamos preguntarle con cierta sorna al famoso genetista si no dan buena cuenta del carácter hereditario del pecado original. El hombre en el Paraíso, tras coger la fruta prohibida, solo y sin Dios, comenzó a discernir lo bueno de lo malo. El pecado de desobediencia a los padres se transmite de generación en generación, como si cada una de ellas repitiera ese gesto de arrancar la manzana. El pecado original es hereditario y no muta. ¿Dónde, en qué gen lo podemos encontrar en el caso de Dawkins, pero también en el de cada uno de nosotros?

 

El mundo que perfilan los genetistas no provoca risa, antes al contrario: ¡qué mundo extraño y amenazante! Pregunta el poeta:

¿De verdad hemos perdido la fe en que exista otro espacio?

¿Y han desaparecido, se han borrado, tanto Cielo como Infierno?[224]

Un torbellino de genes luchadores. Una visión diabólica. No es otro sino el Diablo, del griego

dia-bolos, el que divide, desconecta. El mal aparece en la dispersión, en esa desmembración tan contrapuesta a nuestro anhelo de integrarnos. Un extrañamiento que aísla al ser humano de su prójimo y a éste de Dios. El fuego del Infierno ha ardido durante siglos en las lumbres de casa, en las calderas, pero ahora el infierno es como si hubiera prendido en nuestro interior, «en nuestra entrega inerme ante las fuerzas naturales que residen dentro de nosotros, hoy dominio de biólogos, médicos y psiquiatras».[225] No está del todo claro que un médico, incluso si se adentra hasta donde se entrelazan nuestros genes, tenga el poder de apagar esas llamas que nos consumen.

Es una pena—ha escrito del último libro de Richard Dawkins,

El espejismo de Dios (The God Delusion)—que el autor, con un manejo radical de pruebas contra la existencia de Dios, «se oponga con tanta facilidad a la vida espiritual del ser humano».[226] Porque precisamente la evolución es capaz de aportar mucho para aclarar cómo se ha producido el desarrollo de la vida, pero no responde a la profunda pregunta sobre el sentido de la existencia del universo. Los puntos de vista que con cierta ironía apunta este «evolucionista fundamental»[227] británico, también llamado «el rottweiler de Darwin», despiertan rechazo. Toma la palabra el norteamericano Francis Collins, director del grupo que llevó a cabo un descomunal trabajo para desentrañar el genoma humano completo, letra a letra. Las conclusiones de ese trabajo, sólo sus apuntes, son una de las pruebas de mayor peso para apoyar la veracidad de la teoría de la evolución. Sí, responde Collins, «pero es Dios quien ha empleado el mecanismo de la evolución para crear a los seres humanos».[228] Así pues, podemos inscribir a este autor en la teología de la evolución, en la que Dios no determina unívocamente los sucesivos estados del universo, sino que «hace del ser humano Su confidente, responsable de la figura futura de los seres de la creación».[229] Dawkins ridiculiza a Collins por su «anti-cientifismo»,[230] mientras que otros ven en él el deseo de tender puentes sobre el abismo que separa a los intelectuales de los norteamericanos de a pie, que llevan la religiosidad—por así decirlo—inscrita en los genes.

 

De modo que mientras unos encuentran en la teoría de la evolución la prueba de que Dios no existe, otros ven en ella una señal de Su presencia. Pero ¿es ahí donde hay que buscarlo? ¿Acaso en la razón de—extraordinarios, por otra parte—genetistas y biólogos? ¿Es cometido de la razón opinar sobre los contenidos de la fe? Existe un doble orden del conocimiento: el propio de la razón y el propio de la fe; para la verdad a la que nos acercamos por la vía empírica, a través de los sentidos, la razón es una luz que nos ilumina. Junto a ella existe una verdad que trasciende las fronteras de la experiencia, que busca el sentido de la vida y abre puertas a la dimensión metafísica de la realidad, desafiando al absoluto y la trascendencia: la verdad de la fe. ¿Qué relación hay entre ambas? Sobre este extremo ya preguntó Tertuliano: «¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿Y la Academia y la Iglesia?».[231]

A esa pregunta se ha respondido de muy diferentes maneras. Hasta la Alta Edad Media se percibían como una misma cosa. Santo Tomás de Aquino escribió sobre la armonía entre razón y fe, sobre su profunda unidad. En los siglos siguientes esa unidad se tambaleó hasta ser derrumbada a manos de sistemas que se decantaron del lado del conocimiento racional, lo arrancaron de la fe e hicieron de él la única alternativa posible a la fe. Muchos pondrían aquí como ejemplo la teoría de la evolución; sin embargo, la evolución biológica no puede tomarse como piedra de toque de la existencia o inexistencia de Dios. Se encuadra de manera lógica en la imagen del mundo que define la cosmología contemporánea, una imagen precisamente evolutiva, que comienza con el Big Bang. También es inequívoca la posición de la Capital Apostólica, expresada en la carta pública de Juan Pablo II a la Academia Pontificia de Ciencias, que se puede resumir en la siguiente frase: «La teoría científica de la evolución no es contraria a ninguna verdad de la fe cristiana».

Los dos órdenes de conocimiento no deben estar enfrentados, a ambos los une un lazo muy profundo. Ambos conducen a la unidad de la verdad, a su realización. La razón ilumina el mundo en el que existimos, mientras la fe lo dota de sentido. Así pues, como escribió Leszek Kołakowski, «el sentido proviene únicamente del

sacrum, pues ninguna investigación empírica puede producirlo».[232] Y Juan Pablo II nos ofreció ese profundo lazo del que hablamos en estas hermosas palabras: «La fe y la razón (

fides et ratio) son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad».[233]

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