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CORE » FRONTERAS Y LINDES

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En mi libro de biología del colegio había una fotografía que representaba una cajita plana y rectangular con un estampado de rayas gruesas en la superficie. Ahora que lo pienso, aquel dibujo podía no ser más que el resultado de una impresión indefinida de los distintos tonos de gris de la pésima reproducción que de manera tan cristalina y tan precisa se grabó en mi memoria. El mencionado cristal, aquella cajita de formas ideales, era el virus del mosaico del tabaco. Aunque el pie de foto no dejaba lugar a dudas, éstas comenzaron a asaltarme. ¿Cómo era posible que un cristal así pudiera perdurar en esa forma meses y meses, o incluso años, para «resucitar» un día en las hojas del tabaco? ¿Acaso no estaría vivo durante todo ese tiempo? ¿Se habría sumido en una hibernación profunda como los animales en invierno? ¿O es que pasaba del estado inanimado al animado al replicarse en las hojas cual diminuto parásito? «En realidad—nos explicaba la profesora de biología—los virus no son seres vivos». Pero eso no conseguía disipar mis dudas, por más que en aquellos tiempos se enseñara en las escuelas que la vida podía surgir a partir de materia inanimada. ¿O es que acaso la científica soviética Olga Lepeshinskaya no había conseguido crear células en una probeta mezclando y calentando sencillos compuestos químicos, experimentos cuya veracidad había sido confirmada por el mismísimo Iósif Vissariónovich Stalin en un pleno del Partido Comunista de la Unión Soviética? El hecho de que una persona, un científico (soviético), hubiera conseguido crear células a partir de unidades mínimas de materia inerte, difuminaba las fronteras de la vida.

Recordé de improviso ese episodio de mi juventud en 2005 gracias a la carta que un biólogo molecular estadounidense escribió a la revista

Nature. En ella afirmaba que, después de secuenciar cientos de virus de la gripe, se había dado cuenta de que sus colegas y él hablaban de los virus como si fueran organismos vivos, a pesar de que en las publicaciones científicas tenían mucho cuidado de escribir «partícula» en lugar de «célula» o «segmento» en lugar de «cromosoma»,[234] ya que los segundos calificativos estaban reservados a los organismos vivos. Al autor de la carta, a pesar de haber ido a la escuela en otro continente veinte o treinta años después que yo, también le habían enseñado que los virus no estaban vivos. Una afirmación que no era tan difícil de aceptar en el caso de los diminutos virus de la gripe, que cuentan únicamente con once genes, pero ¿qué hacer con el gigante de nombre

mimivirus,[235] que se encuentra (por no escribir «vive») en las amebas? Tiene una espiral doble de ADN, como nosotros (aunque, claro está, más corta), complicados mecanismos que le sirven para su reparación y decenas de genes que hasta ahora no se habían encontrado en virus. Asombrados por la complejidad de su estructura, los científicos que descubrieron los mimivirus avanzaron la sorprendente hipótesis de que los virus constituían una de las ramificaciones más primitivas del árbol genealógico de la vida. Con el paso del tiempo debieron de perder muchos de sus genes, con lo que terminaron asimilándose a sus anfitriones. Si eso fuera así, ¿cuántos genes hay que perder para que dejen de llamarte ser vivo?

 

Con el descubrimiento del virus de la gripe española, la definición de la vida se interpretó bajo una nueva perspectiva. Este virus fue el causante en 1918 de la pandemia más terrible que se recuerda y que provocó cerca de cien millones de víctimas. Las primeras noticias de la peligrosa epidemia sufrieron la censura de guerra en Inglaterra, Francia y Alemania. Sólo en España, país neutral, se escribió sobre el asunto, lo que hizo que se la conociera con el nombre de «gripe española». En las primeras veinticinco semanas había acabado ya con la vida de más personas que el virus del sida en veinticinco años, y en un año aniquiló más que la muerte negra (peste negra) en un siglo. Transcurrido un año, empezó a debilitarse, quizá por el hecho de que el agente infeccioso perdió virulencia. Más de ochenta años después se llevó a cabo un análisis detallado del virus extraído de los cuerpos de tres personas que habían muerto por su causa. Entre ellos había una mujer inuit, una esquimal que estaba descansando en los hielos eternos de Alaska. De su pulmón se extrajo un fragmento del virus que había acabado con su vida y a partir de ese fragmento se reconstruyó el ADN completo. A continuación fue introducido en células de riñón humano cultivadas

in vitro, donde se reprodujo por centenares. Su virulencia superó todas las expectativas: cuatro días después de inyectárselo a un grupo de ratones, sus pulmones contenían treinta y nueve mil veces más células de la gripe que tras la infección de la gripe común. Seis días después del contagio todos los ratones habían muerto. ¿No sería adecuado utilizar la palabra ‘resurrección’ en un contexto semejante? ¿«Se levantaría de entre los muertos»? El virus estaba muerto. Lo que se había conservado en los pulmones de la mujer esquimal no eran sino sus restos, unos fragmentos desperdigados de su material genético, su ARN, que fue transformado en ADN con ayuda de métodos clásicos de biología molecular, tras lo que se describió su composición. Con los fragmentos conseguidos se enlazó una secuencia completa del genoma que sirvió como modelo para sintetizar el virus a partir del ADN en un laboratorio. Dos años antes y con métodos parecidos se había «creado» en otro laboratorio un bacteriófago, es decir, un virus que infecta exclusivamente a bacterias. Al genoma del bacteriófago, que estaba compuesto de cinco mil cuatrocientos pares de bases, «se cosieron» pequeños fragmentos sintéticos. Atacaba las bacterias y se comportaba en todos los sentidos igual que su homónimo «natural».

Así que, si el virus de la fiebre española había «resucitado de entre los muertos», ¿quería eso decir que estaba vivo? Vivo o no, el caso es que mataba. Conscientes de los riesgos de su «resurrección», los científicos eligieron para revivirlo uno de los laboratorios más seguros de Estados Unidos. Además de tomar todas las medidas de seguridad necesarias para impedir la «huida» del virus, en este caso tuvieron acceso al virus sólo tres personas a las que se controlaban las huellas dactilares y la retina cada vez que atravesaban las puertas protectoras. No pocos agoreros vaticinan que antes o después el virus de la gripe española caerá en manos de bioterroristas que, en caso de necesidad, pueden incluso tener la tentación de recrearlo, ya que su ADN ha sido publicado. Los optimistas señalan el hecho de que, si llegamos a comprender bien la estructura del virus de la gripe española y a definir en qué se diferencian sus mutaciones de las de otros virus de la gripe, dispondremos no sólo de herramientas para luchar contra los virus que van apareciendo, sino también de los mecanismos para crear vacunas efectivas.

Hoy en día, los criaderos de virus de la gripe son los mercados al aire libre del sudeste asiático, con sus puestos atestados de aves comestibles, cerdos, perros y otros animales, tanto domésticos como semisalvajes. Es allí donde es más probable que aparezca otra mutación de la gripe aviar que sea capaz de penetrar fácilmente en el organismo humano, cual virus-quimera que integre en una sola cepa la gripe aviar y la humana. Recibimos con alarma y no poco temor noticias sobre el estallido de epidemias fulminantes que llegan de esos lares. Es el miedo que habita en las profundidades de cada uno de nosotros desde los tiempos de la gripe española o mucho antes, desde los tiempos en que la peste negra desembarcó en Europa a bordo de navíos procedentes de Oriente.

 

Y sin embargo, la pandemia moderna golpeó desde otro flanco sin previo aviso. En 1981 se describió en Los Ángeles un tipo raro de neumonía unida a otras afecciones poco frencuentes en cinco jóvenes homosexuales. En los meses que siguieron empezaron a multiplicarse los casos. Aquella enfermedad, que acababa produciendo indefectiblemente la muerte, afectaba también a drogodependientes que utilizaban jeringuillas, enfermos de hemofilia y otras personas que habían recibido transfusiones de sangre, pero también a niños y mujeres. Se especuló sobre cuáles podían ser las causas, y entre ellas se barajaron infecciones de micosis o intoxicaciones químicas. Entre los años 1983 y 1984 se descubrió un virus y se estableció que era el causante del sida. El camino que llevó a ese descubrimiento fue especialmente difícil ya que, tras un largo período de incubación de la infección en el momento del estudio de los enfermos, «los tejidos ya se habían visto invadidos por otras infecciones, además del virus».[236] Las primeras observaciones del virus procedían del Instituto Pasteur, mientras que el desarrollo final tuvo lugar en el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos. Las disputas públicas por la autoría del descubrimiento se prolongaron durante años, hasta que finalmente los dos descubridores del virus, Luc Montagnier, de París, y Robert Gallo, de Washington, se dieron la mano. Pero para ese momento el mundo ya se había quedado helado de miedo. Por las pantallas televisivas iban desfilando estrellas de cine, personajes populares de la televisión y famosos de toda índole que se despedían de este mundo. Todos desaparecían rodeados de gran sufrimiento y un sentimiento generalizado de impotencia. Sus funerales se convertían en manifestaciones contra lo injusto y cruel del destino. Por primera vez en la historia una pandemia, antes de extenderse, se había vuelto global gracias a los medios que iban dando puntual y diaria información en sus titulares. No fue hasta la segunda mitad de los años ochenta cuando se desarrollaron las primeras pruebas diagnósticas y se introdujeron los primeros fármacos, aún poco efectivos. Para entonces ya se sabía que la infección se transmitía sobre todo mediante contacto sexual y por transfusiones de sangre. En Polonia (un país que vivía tras unas fronteras selladas, a la tétrica sombra de la ley marcial) recibíamos con incredulidad las noticias catastróficas de la misteriosa epidemia, leíamos que en los hospitales estaban proliferando secciones aisladas para estos enfermos en las que, sin embargo, no se conseguía prestarles una ayuda real. El virus mata sin piedad, ataca el sistema inmunológico y sus defensas. De ahí su nombre: VIH (Virus de la Inmunodeficiencia Humana, es decir, un virus que produce deficiencias immunológicas). El organismo de un enfermo con el sistema inmunitario deteriorado es presa fácil de infecciones oportunistas, es decir, aquellas que no suponen ningún problema para una persona sana. Cuanto más se conocía sobre el virus, mayor era la estupefacción que causaba, sobre todo por su enorme capacidad de transformación: conseguía cambiar, mutar varias veces, incluso en el transcurso de unas pocas horas. Reorganizaba sus genes no sólo al infectar, sino también al replicarse, para lo cual utilizaba toda la maquinaria genética de la célula que estaba atacando. Llevaba consigo también enzimas que le permitían inscribirse de manera indeleble en el ADN de su anfitrión. El hecho de que las células de la memoria inmunológica en las que se asienta el virus estén situadas en reservorios de tejidos difícilmente accesibles para los medicamentos, les garantiza prácticamente la inmortalidad y una fuente estable de copias de sí mismos. En el año 2005, en la revista

Lancet apareció un artículo con el llamativo título de «El VIH y la terapia retroviral: los milagros también tienen lugar en la medicina». El título lo dice todo, pues, ciertamente, un cuarto de siglo después del estallido de la epidemia de sida disponemos ya de medicamentos muy efectivos, conocidos como antirretrovirales. Estos medicamentos bloquean las réplicas del VIH o frenan su fusión con las células. Al minimizar el riesgo de contraer una enfermedad oportunista, frenan el avance de la enfermedad, reducen el riesgo de muerte y alargan considerablemente la vida. Al mismo tiempo, la combinación de varios de estos medicamentos consigue que el virus desaparezca de la sangre y su presencia sea imperceptible incluso para los métodos más precisos, lo que hace que el sistema inmunológico del enfermo pueda reconstruirse. Si bien es cierto que el tratamiento no conduce a una curación completa, ya que no somos capaces de eliminar definitivamente el virus integrado en el genoma (ADN) del huésped, al menos la suerte del enfermo ha cambiado radicalmente y el número de hospitalizados en centros especializados en el tratamiento del sida sigue bajando. Las pruebas diagnósticas, cada vez más precisas, permiten descubrir la enfermedad en sus etapas iniciales, lo que hace posible tratar al paciente y protegerlo del avance de la enfermedad así como de sus efectos.

¿Queremos decir con esto que hemos conseguido dominar la epidemia del sida? De ninguna manera, basta con mirar los datos. Veinticinco años después del diagnóstico de los primeros cinco casos, cuarenta millones de personas están infectadas en el mundo por el virus del VIH. En Estados Unidos ya alcanzan un millón, de los que uno de cada cinco o cada seis no sabe que lo está. El contacto con esas personas es el principal responsable de los cerca de cuarenta mil contagios anuales. Pero donde la enfermedad campa a sus anchas es en otras latitudes. Cerca de dos tercios de los cuarenta millones de infectados viven en países del África central y meridional, aunque «sólo una de cada cinco personas que necesitan tratamiento lo está recibiendo»,[237] y los análisis rutinarios de la sangre de los donantes, que tienen un papel fundamental en el control de la enfermedad, siguen siendo raros. Entre los enfermos de sida la tuberculosis se desarrolla rápidamente y en algunos países africanos ya se considera una epidemia. Hay motivos para temer que el sida tome fuerza en India y en Rusia. Se dice que la ola expansiva de la epidemia se extiende como un efecto dominó en el que una ficha que cae arrastra detrás de sí a otras muchas. Esas fichas son los países en vías de desarrollo, o, hablando con claridad, los países pobres. A los habitantes de países ricos la medicina les ha traído la salvación.

 

En mis años de estudiante no eran raras las visitas de los testigos de Jehová. Sonaba el timbre, abríamos la puerta y en el quicio una persona vestida modestamente empezaba a hablar. Venía a traer su buena nueva, quería contarla, presentar su mejor cara y conseguir adeptos, pero nosotros le decíamos enseguida que no estábamos interesados, así que nos dejaba un folletito con una dirección adonde nos invitaba a acudir. ¿Cuántas casas les cerrarían la puerta en las narices al oír las primeras palabras? ¿Quién tenía ganas de escuchar a los miembros de esa secta? Sin embargo, ellos, como si nada, volvían a la carga al día siguiente con su misión. Sabíamos que su fe les impedía aceptar transfusiones de sangre. Ése era un tema que aparecía esporádicamente en las conversaciones del hospital cuando empecé a trabajar de médico. Mi jefe era de la opinión de que había que respetar la voluntad del enfermo y realizar la transfusión sólo en el momento en que éste perdiera la conciencia, lo que a mí, desde el punto de vista de la ética o siquiera de la lógica, me parecía muy cuestionable. Veíamos ese rechazo a las transfusiones como una superstición, un sinsentido. ¿Acaso la sangre no salvaba vidas? Y sin embargo, cuando pienso en ello tantos años después, veo que en esa renuncia de los testigos de Jehová había bastante razón, aunque fuera imposible de racionalizar en aquel momento.

A mediados del siglo pasado se empezó a advertir que las transfusiones de sangre podían provocar la inflamación del hígado, lo que popularmente se conocía como hepatitis contagiosa. Cuantas más transfusiones, mayor era el riesgo. Así, en 1959 se constató en Estados Unidos que «desarrollaba la hepatitis entre el setenta y el cien por cien de los enfermos que recibían transfusiones de sangre».[238] Los médicos se vieron obligados, así, a hacer un uso mucho más moderado de este recurso. Al mismo tiempo, crecía de manera exponencial la demanda de sangre. En los años sesenta y principios de los setenta se produjo un súbito desarrollo de la cardiocirugía, la trasplantología y la diálisis renal. Las operaciones de corazón demandaban litros de sangre. Y para los anestesistas, cuando la tensión arterial caía peligrosamente hacia el final de una larga operación, o para el nefrólogo, cuando la hemoglobina de un enfermo debilitado por la diálisis alcanzaba la tercera parte en términos relativos, no había nada más fácil que inyectarle una bolsa de sangre en vena. «Los beneficios eran instantáneos; los riesgos, invisibles durante mucho tiempo».[239]

Seguía sin saberse entonces qué provocaba la hepatitis. En 1965, Baruch Blumberg describió cómo la proteína de la sangre de un enfermo de hemofilia reaccionaba frente a la sangre de un aborigen australiano. Se supuso entonces que el enfermo de hemofilia, sometido a frecuentes transfusiones, había desarrollado anticuerpos contra algo que estaba presente en la sangre de uno de los donantes y también en la sangre del aborigen con la que nunca se había topado antes. Ese «algo», que se denominó en principio «antígeno Australia», resultó ser después de unos años el virus de la hepatitis tipo B (

hepatitis viralis B). Los aborígenes australianos llevan, pues, en la sangre una «etiqueta» (antígeno) que se parece sospechosamente a la «etiqueta» del virus, lo que causa la reacción cruzada. Aunque el uso de sangre de un aborigen para las investigaciones fuera una coincidencia, Blumberg siguió tirando del hilo, desarrolló sus observaciones y elaboró una prueba para descubrir el antígeno Australia, razón por la que le fue concedido en 1976 el Premio Nobel. El descubrimiento fue recibido con entusiasmo, de modo que la prueba se introdujo inmediatamente en los puntos de recepción de sangre. Parecía entonces que se había logrado controlar el contagio de la hepatitis por transfusión de sangre de donantes portadores del virus que no eran conscientes de su infección. Sin embargo, unos años después se confirmó que miles de enfermos receptores de transfusiones de sangre, a los que se les había hecho la prueba del virus de la hepatitis B, tenían la enfermedad. O la prueba no era lo suficientemente sensible o existían otras razones desconocidas que provocaban esa enfermedad, y éstas procedían de la sangre. Los médicos empezaron entonces a hablar de una manera bastante poco elegante de la hepatitis «no-A, no-B», y la cuestión quedó aún más ensombrecida con el estallido de la epidemia del sida, cuyo virus también se transmitía por medio de la sangre. No fue hasta comienzos de los años noventa cuando se descubrieron y clonaron los restantes tipos de hepatitis, a los que se les asignaron las letras siguientes del alfabeto: C, D, E… La hepatitis tipo C es una enfermedad crónica, peligrosa y común. Se calcula que en Polonia la cifra de infectados ronda el millón de personas. Hoy en día, la utilización de pruebas fiables para descubrir a los portadores de estos virus es obligatoria en los bancos de sangre y los centros de transfusión, con lo que el número de infectados ha disminuido considerablemente.

Por consiguiente, las transfusiones de sangre ya son seguras. ¿Completamente seguras? ¿No habrá escondido en la sangre aún algún otro tipo de virus (raro, por suerte)? No podemos saberlo a ciencia cierta. Quizá deberíamos preguntarles a los testigos de Jehová, que, por cierto, hace ya un par de años que han dejado de llamar a mi puerta.

 

Los virus están con nosotros desde el principio de los tiempos. La cara de Ramsés V, muerto en el año 1157 antes de Cristo, está surcada por las marcas de la viruela. La viruela podría haber sido también la causante de grandes epidemias que diezmaron la población en el mundo antiguo y en el medievo hasta el siglo XVIII, cuando Edward Jenner descubrió su vacuna. Aristóteles escribe sobre la rabia: «Los perros sufren una locura que los vuelve extremadamente agresivos, y transmiten la enfermedad a todo el que muerden». Y ¿qué decir del terrible virus de la polio, que se ceba con el sistema nervioso? Recuerdo aún a unos niños afectados por la enfermedad de Heine-Medin, la poliomelitis, cuando me encontraba en mi primer año de carrera. Estaban tumbados e inmóviles dentro de pesadas cajas metálicas de las que sólo sobresalían la cabeza por un lado y los pies por otro. Esos «pulmones de hierro» sustituían a los músculos pulmonares afectados, incrementaban la presión del aire en la caja torácica provocando movimientos rítmicos. Los respiradores aún no se conocían y las vacunaciones masivas no se introducirían hasta pasados varios años.

No son pocas las enfermedades comunes provocadas por virus que nos acompañan durante la vida: el sarampión, los herpes, la gripe… Podemos suponer por lo tanto que los virus sean responsables de enfermedades cuyo origen desconocemos. Estoy pensando ahora mismo en una: el asma inducida por la aspirina. Esa enfermedad tiene una historia paralela a la de la aspirina. Ya en los primeros años tras su introducción clínica, es decir, a principios del siglo XX, se observó que provocaba en algunas personas ataques de asma tan súbitos como graves. La asfixia era tan repentina que más de una vez no se podía llevar a tiempo al enfermo al hospital. Setenta años después, cuando empecé mi práctica médica, no nos era mucho más fácil salvar de la asfixia a esos enfermos. Existía la creencia de que se trataba de una alergia a la aspirina de la que, sin embargo, no había pruebas. En los casos que yo traté, el ataque de asma podía haberlo producido no sólo la propia aspirina, sino también otros analgésicos, como la piralgina, la indometacina o el gardan, muy popular en aquella época. Sus estructuras químicas eran diametralmente distintas, lo que ponía en duda la suposición de que se trataba de una reacción alérgica. Ryszard Gryglewski y yo avanzamos entonces la hipótesis de que los ataques de asma inducidos por la aspirina no tenían nada que ver con la alergia, es decir, no estaban relacionados con el medicamento y un anticuerpo, sino con el hecho de que la aspirina inhibía en los pulmones del enfermo unas enzimas denominadas ciclooxigenasas (COX). Esta hipótesis nos la inspiraron las investigaciones de nuestro maestro y amigo sir John Vane, que posteriormente fue galardonado con el Premio Nobel. ¿Cómo podíamos demostrar nuestra hipótesis? Reunimos a un grupo de varias decenas de pacientes que habían experimentado reacción a la aspirina y, con la ayuda de la doctora Grażyna Czerniawska-Mysik, les administramos en dosis cada vez mayores, comenzando por fragmentos minúsculos de la tableta, veinticinco medicamentos distintos, observándolos muy de cerca y midiendo la respuesta de sus bronquios con espirometrías. Temíamos por la reacción de nuestros pacientes y pasábamos largas horas sin separarnos de ellos, siendo conscientes al mismo tiempo de que, de confirmarse nuestra hipótesis, podríamos prevenir en el futuro peligrosos ataques de asma. Algunos medicamentos provocaban reacción (por suerte, en ningún caso hubo que lamentar consecuencias graves) y otros no. Al mismo tiempo, Ryszard Gryglewski se dedicó a estudiar si los medicamentos que estábamos probando afectaban a las enzimas en cuestión cuando se aplicaban

in vitro. Cuando comparamos los resultados, para nuestra alegría, vimos que los medicamentos que provocaban espasmos en los bronquios eran los inhibidores de las COX. Y lo que es más, la violencia de los espasmos era proporcional a la potencia activa del medicamento

in vitro. Esos resultados, que luego fueron confirmados por otros laboratorios, llevaron a la «teoría de las ciclooxigenasas en el asma inducida por la aspirina»,[240] que permitió saber qué medicamentos podían prescribirse de manera segura a los pacientes asmáticos en caso de fiebre, dolor o inflamación. La teoría también permite prever qué principios activos serán seguros para los enfermos de asma inducida por la aspirina.

Pero ¿qué tienen que ver con todo esto los virus? Pues resulta que los enfermos de los que estamos hablando, los enfermos de asma que reaccionaban de esa peligrosa manera a la aspirina y a los medicamentos relacionados, habían desarrollado esta reacción en el transcurso de su vida, mientras que antes los tomaban sin ningún tipo de problema. El cuadro de los casos que analizamos era siempre el mismo; daba igual que se tratara de Polonia, de otros países europeos, de Australia, Japón, Corea o Argentina. Como origen de todo el proceso había un resfriado, seguido por un catarro que duraba varios meses y que era resistente al tratamiento. Finalmente un asma persistente cuyos ataques empeoraban tras la administración de la aspirina, pero que continuaba su evolución negativa incluso en los casos en los que el paciente había evitado ese medicamento. La aspirina no era, pues, más que un marcador que ponía en evidencia la presencia de la enfermedad (enfermedad que, por cierto, no es nada rara: la sufre cerca del diez por ciento de los asmáticos adultos) e informaba de una evolución de la misma extremadamente característica. ¿Cuál podía ser, pues, la causa? Rastreamos el origen de la enfermedad, buscando sus primeras manifestaciones, y descubrimos que siempre empezaba igual: con unos síntomas parecidos a los de la gripe, lo que me llevó a pensar que la primera causa de la enfermedad podría ser un virus que se instalara de manera permanente en las vías respiratorias provocando una infección duradera y oculta. Supuse que se trataba de un pariente lejano de los rinovirus, causantes de los «catarros». Lo busqué, sin éxito, de varias maneras hasta que uno de mis colegas de la clínica, el profesor Marek Sanak, desarrolló un método molecular capaz de detectar de manera muy precisa los rinovirus de los bronquios. En colaboración con el profesor William Buss, de la Universidad de Madison en el estado de Wisconsin, utilizamos este método y descubrimos que el rinovirus estaba presente en las paredes bronquiales en el cien por cien de los enfermos de asma provocada por el ácido acetilsalicílico. Pero también lo encontramos con bastante frecuencia en los enfermos de otros tipos de asma e incluso en algunas personas sanas. Era el causante de una infección oculta, que se mantenía en letargo, ya que ninguna de las personas exploradas manifestó haber sufrido una infección vírica aguda en el mes anterior a la exploración. ¿Quería decir eso que el virus, para provocar la enfermedad y afectar a las funciones de las ciclooxigenasas, debía encontrarse en circunstancias especiales en las que la inmunidad se viera especialmente afectada? ¿Podíamos saber a ciencia cierta que el culpable era precisamente ese virus? No, no podíamos. Esa misma pregunta ya la había oído antes en boca de mis colegas londinenses que, después de observar en el microscopio electrónico de barrido las muestras que les había llevado de mis pacientes, me espetaban: «Todo eso está muy bien, pero ¿qué virus es?». Y yo no sabía qué responder. Pero es que ¿acaso buscando únicamente aquello que ya conocemos podemos ser capaces de encontrar lo que nos es desconocido? Aunque sí debo admitir que mi búsqueda del virus del asma inducida por la aspirina me recordaba, en los peores momentos, a la caza del Snark…, una criatura imaginaria tan definida que empieza a vivir su propia vida.

 

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