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CORE » FRONTERAS Y LINDES

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Los virus no sólo han sido identificados como origen de distintas enfermedades infecciosas, sino también como causantes del cáncer. Todo empezó en 1909, cuando en el Instituto Rockefeller de Nueva York se presentó un criador de gallinas de Long Island. Su mejor gallina, una campeona que había obtenido todas las medallas imaginables en los concursos, había enfermado. Mostraba un bulto en el pecho derecho que aumentaba de tamaño a ojos vista. El criador buscaba ayuda desesperado y el único que se interesó por sus cuitas fue un joven investigador llamado Peyton Rous. Cómo consiguió Rous convencer al criador para que sacrificara al animal es algo que no sabremos nunca. Lo cierto es que el investigador mató la gallina y llevó a cabo dos experimentos cruciales. En primer lugar, inyectó células del tumor en una gallina sana. Por otro lado, extrajo una biopsia del tumor, la pasó por unos filtros capaces de retener a las bacterias, tras lo cual inyectó el preparado a unos pollitos, que desarrollaron un tumor idéntico al original. Rous se dio cuenta de que había descubierto un virus causante de un cáncer (para ser más exactos, una neoplasia; en latín,

sarcoma). Pero por aquel entonces nadie sabía qué eran los virus. Se pensaba que eran

toxinas o

venenos (de ahí el nombre latín:

virus), que parecían tener vida propia. Rous cambió luego de línea de investigación y fueron otros los que se encargaron de seguir el sendero trazado por él. Entre ellos debemos mencionar al científico polaco Ludwik Gross. Después de salir de Polonia en 1940, se dedicó a investigar en solitario, en las difíciles condiciones de su hospital de Brooklin, y descubrió un virus que provocaba leucemia en ratones. Los intentos de identificar un virus de la leucemia en humanos resultaron estériles. Hoy conocemos sólo un tipo de leucemia humana que esté producido por infección vírica, pero lo importante es que la rueda se puso en marcha. Peyton Rous, por su parte, recibió el Premio Nobel a los ochenta y seis años.

A principios de los años setenta se consideró que el virus descrito por Rous tenía cuatro genes, tres de los cuales servían para su reproducción, mientras que el cuarto (llamado SRC) se limitaba a iniciar y detener el crecimiento. Se pensó que era éste el que transformaba la vida de la célula, haciendo que pasara de un desarrollo normal a un crecimiento incontrolado propio del tumor. El virus de Rous pertenecía al grupo de los retrovirus, es decir, que se inscribía en el genoma del anfitrión, integrándose con él. ¿Quería decir eso que se podría encontrar el gen SRC en el genoma de la gallina? La respuesta fue positiva. ¿Y en el de otras aves apenas emparentadas con la gallina, como el emú común o el avestruz? De nuevo la respuesta fue afirmativa. ¿Y en otros animales? También. ¿Y en el genoma humano? Lo mismo. J. Michael Bishop y Harold Varmus, los dos premios Nobel a los que debemos la respuesta a estas preguntas, demostraron que en nuestro ADN llevamos no sólo SRC, sino también muchos otros genes, bautizados como protooncogenes. Viven aletargados en nuestra doble hélice y se despiertan al sufrir mutaciones, durante la traslocación incorrecta de los cromosomas o, por último, cuando fallan los mecanismos que frenan su actividad. Ese despertar de los oncogenes es característico de casi todos los cánceres que afectan al ser humano. Una célula se divide en dos células hijas y éstas en otras tantas,

ad infinitum. Hacer referencia, por tanto, al infinito está más que justificado. Algunos cánceres humanos se han reproducido

in vitro en tantas generaciones que «el número de células que han creado supera el número de estrellas del universo conocido».[241]

¿Y los virus? ¿Qué relación tienen con los fenómenos descritos? Hoy se piensa que los virus han actuado como los piratas. Raptaron del genoma animal, y, con toda seguridad, también del humano, protooncogenes que para sus propios dueños carecían de especial valor. Ha sido precisamente esa conducta pirata la que nos ha descubierto los secretos del cáncer. Tuvieron que pasar décadas antes de que fuéramos capaces de identificar a los genes iniciadores del desarrollo tumoral agazapados en nuestro genoma. En lugar de eso, nos los sirvieron en bandeja, expuestos en los retrovirus, que los sacaron de la profundidad del genoma y los pusieron a nuestra disposición para poder estudiar el cáncer.

 

Hay un misterioso vínculo que une a los virus con el genoma y el ADN. Cuando el virus irrumpe en una célula, se pone enfrente del ADN, que es mucho mayor que él, y observa asombrado su similitud. Algunos de esos segmentos se proyectan en el ADN del anfitrión como en un espejo, son su reflejo. El parecido en algunos momentos es tan grande que lleva a pensar que son parientes. ¿Quiere eso decir que, además de los intercambios de los que hemos hablado antes, por ejemplo, en el caso de los protooncogenes, puede haber algo más que les una? Sí, afirman algunos: «Es el virus el que ha descubierto el ADN».[242] Para imaginarnos cómo sería, viajemos mentalmente al pasado, cuatro billones de años atrás, a los tiempos en los que se supone que emergió la vida en nuestro planeta. Entramos en «el mundo del ARN»,[243] es decir en un mundo en el que ya existía el ARN, aunque aún no había ADN. Estos dos tipos fundamentales de transmisores de información genética son sustancialmente diferentes entre sí. El ARN está compuesto de una sola hebra que en ciertas condiciones es capaz de catalizar las reacciones químicas, e incluso sus propias réplicas; se trata de una estructura más versátil pero también más frágil que el ADN. En el mundo primitivo el ARN, más dinámico, era precisamente el que se encargaba de casi todo: aceleraba las reacciones y réplicas, tarea de la que hoy se encargan las proteínas, y recopilaba la información que hoy almacena el ADN. Es difícil imaginarse que una construcción tan rígida como la doble espiral del ADN, que se duplica con ayuda de proteínas, pudiera llevar a cabo tareas tan distintas. Ése es uno de los motivos por los que se supone que el ADN llegó mucho después, una vez que las proteínas habían enriquecido su mundo.

En este guión los virus desempeñan un papel protagonista. El virus, ya con ADN propio, se introduce en la célula primitiva, que posee exclusivamente ARN, y con ayuda de una enzima propia, la transcriptasa, crea copias del ADN a partir del ARN de la célula. De esa manera sortea la defensa de la célula y se asegura unas condiciones favorables de supervivencia. Con el paso del tiempo, cada vez más genes del ARN pasan al ADN mediante este mecanismo que les ofrece el virus. La célula advierte las ventajas de esa manera nueva y segura de almacenar la información. Así es como el ADN se convierte en uno de los elementos de la célula.

Pero hay científicos que no le otorgan al virus el papel principal. Aseguran que el ADN hizo acto de presencia antes de que aparecieran las membranas celulares. Y aunque es cierto que todas las células lo utilizan como portador de la información genética, también es verdad que lo copian de distintas maneras, lo que ha llevado a suponer que el ADN pudo haber sido «descubierto» a lo largo de la evolución no sólo una vez, sino varias. El origen del ADN estimula la imaginación de los científicos, da lugar a discusiones cada vez más acaloradas. El mundo de los virus, precisamente por el misterio que lo envuelve, empieza a ocupar un lugar de honor en esas discusiones. La heterogeneidad de los virus, su movilidad, su capacidad para sufrir metamorfosis, la habilidad y creatividad que muestran para esquivar las defensas de la célula que atacan, no sólo sorprende, sino que estimula la reflexión. Si intentamos atravesar con la imaginación las nieblas de la prehistoria y llegar a los tiempos en los que apareció la vida, los virus se nos aparecen como los bárbaros que acabaron con aquel mundo. Insuflaron su propia cultura a las derrotadas células y dejaron su huella para siempre en el ADN.

 

¿Qué había, pues, antes del mundo del ARN, cuando ni siquiera había virus? ¿Cómo surgió esa vida? Unos buscan sus restos en los yacimientos de las montañas más antiguas. Otros desarrollan ingeniosos experimentos en los que reproducen las condiciones que se piensa que había en laTierra cuando apareció la vida. El sueño es crear «un elemento químico vivo» que imite fielmente a la vida… que sea vida. Es aquí, al tratar de definir la vida, donde empezamos a pisar tierras movedizas. Para aquellos que dedican su existencia a estudiar las membranas celulares, la posibilidad de crearlas

in vitro equivale prácticamente a descifrar el sentido mismo de la vida. Los especialistas del metabolismo más conocidos están convencidos de que el origen de la vida está ligado al desarrollo del primer ciclo metabólico. Mientras, los especialistas en ácidos nucleicos buscan el origen de la vida en las estructuras más simples del ARN; los informáticos, en las redes de inteligencia artificial… En agosto de 2000, en un congreso celebrado en Módena, se reunieron científicos, filósofos y teólogos para discutir sobre el tema: «¿Qué es la vida?». Después de escuchar las intervenciones de muchos sabios de la ciencia, a un afamado astrobiólogo estadounidense le vino a la memoria el relato de un elefante y unos ciegos. Al proponerle a un grupo de personas ciegas que describieran el elefante que tenían delante, sus respuestas dependían de la parte del enorme animal que tuvieran al alcance de la mano: la áspera y alargada cola, las patas, poderosas como el tronco de un árbol, la trompa, retorcida como una serpiente… «Todas las respuestas eran erróneas, aunque cada una de ellas contenía un poco de razón sobre la verdadera y compleja constitución del elefante».[244]

Sin embargo, cuando se busca vida en el espacio interestelar, uno no se puede conformar con esa premisa. Por ese motivo la NASA ha adoptado una definición «de la vida provisional, un borrador».[245] Las características que la definen son tres: en primer lugar, debe ser un sistema basado en la química, de manera que los programas informáticos y los robots activados por medio de microprocesadores y otros sistemas electrónicos no entran en esta definición. En segundo lugar, la vida se desarrolla y se mantiene tomando tanto energía como átomos del medio, lo que constituye la esencia del metabolismo. Y, por último, una característica de la vida es el cambio constante sin el cual la evolución no habría sido capaz de producir criaturas cada vez más complejas. Armados con esa definición nos lanzamos a la búsqueda de la vida fuera de nuestro planeta.

 

Los científicos consideran que la vida surgió en el joven planeta Tierra hace cerca de cuatro billones de años, a partir de materiales primitivos: aire, agua y roca. El principio de la vida es un ejemplo de «emergencia». Esa palabra, tan de moda hoy en día, se usa para referirse a la aparición de sistemas complejos a partir de elementos simples, a menudo de forma inesperada. Ese proceso debió necesariamente tener lugar de acuerdo con las leyes de la física y de la química. A partir de ahí se acaba el consenso sobre las condiciones iniciales que habrían permitido que apareciera la vida en la Tierra. Los ojos de los paleontólogos se dirigen de una manera muy clara a las rocas más antiguas. Durante su formación estuvieron sometidas a temperaturas tan altas, a presiones tan enormes, a tan gigantescas fuerzas deformadoras, que es imposible que puedan haber conservado en su interior huellas de vida. Ni los análisis microscópicos, ni siquiera los basados en el análisis de isótopos de carbono, ni la descomposición del espectro atómico son capaces de dar respuestas unívocas. Un ejemplo de esto es el debate académico que tuvo lugar recientemente sobre si una de las rocas más antiguas, de tres billones setecientos mil millones de años, descubierta en el yacimiento Apex Chert de Australia, guarda la imagen de microbios primitivos. Los descubridores no albergan duda alguna de que se trata de «las bacterias más antiguas y primitivas».[246] Los escépticos, personas cuyo valor científico no es menor que el de los primeros, no dudan tampoco en referirse al descubrimiento como a un nuevo «monstruo del Lago Ness».[247] El método más seguro parece ser la búsqueda de la biofirma, es decir, de compuestos químicos que son indefectiblemente creados por los organismos vivos. Entre ellos, por ejemplo, los hidrocarburos policíclicos de cinco anillos, componentes de la membrana celular. Fueron precisamente éstos los que indicaron la presencia de cianobacterias—los microbios primitivos que dotaron de oxígeno a la atmósfera terrestre—en las negras y limosas rocas primitivas. Su antigüedad es de dos billones setecientos mil millones de años, lo que les otorga el récord vigente en la búsqueda de huellas de vida en la Tierra.

Unos elementos que gozan permanentemente de interés son los meteoritos. ¿Son emisarios del universo para sembrar la vida en la Tierra? La verificación de esta hipótesis, todavía de actualidad aunque muy polémica, lleva consigo un problema fundamental, a saber: las bacterias. Todos los meteoritos que han caído en la Tierra se han posado sobre la superficie, tras un viaje increíblemente largo de entre una docena de días a varios miles de años. Durante ese tiempo, o a más tardar unos meses, las bacterias penetran en su interior a través de los más pequeños resquicios buscando las fuentes de energía química almacenada en los minerales del meteorito. Los experimentos contemporáneos documentan una rica presencia de bacterias incluso en los ambientes más extremos: los hielos eternos de la Antártida, los hirvientes géiseres, las lagunas de aguas ácidas, las zonas hidrotermales de las profundidades oceánicas y las rocas de la corteza terrestre. Por eso no es de extrañar que sea tan famoso el meteorito caído el 28 de junio de 1968 en un terreno de pastos cercano a la aldea de Murchinson, situada a unos ciento cincuenta kilómetros de Melbourne, en Australia. Tenía dos razones para la fama. Una porque era enorme: diez kilogramos de piedra. Pero el segundo motivo era más importante: «se recogieron del suelo sus trozos todavía calientes».[248] La posibilidad de contaminación bacteriana era, pues, mínima. Las primeras búsquedas de la biofirma resultaron positivas. Surgió inmediatamente la duda de si habría podido originarse en las mismas condiciones extremas en las que se formó el propio meteorito, pregunta que sigue hoy en día sin respuesta.

En cuanto a los lugares del universo en los que se sospecha que es posible que haya vida, ninguno puede compararse a Marte. Su historia comenzó hace cien años, cuando el astrónomo estadounidense Percival Lowell describió una serie de canales que recorrían el Planeta Rojo y que, en su opinión, serían un signo de civilización avanzada. Esa visión fantástica ha alimentado durante décadas la imaginación de los escritores de ciencia ficción, y las observaciones realizadas por la sonda Viking, que aterrizó en Marte en los años setenta y que aportó discutibles pruebas, han impedido que se entibie el calor de la discusión que rodea a este tema. Los estudios realizados recientemente sobre un meteorito marciano tampoco han podido aportar resultados definitivos.

 

Nos queda, sin embargo, una de las hipótesis: construir la vida desde cero, en una probeta. El primer paso en esa dirección lo dio en 1951 el joven doctorando estadounidense Stanley Miller. Después de asistir a un seminario de su mentor, Harold Urey, sobre el tema del origen de la vida en la Tierra, pidió autorización para cambiar el tema de su tesis doctoral y preparar unos experimentos que hoy en día son famosos.

El diseño experimental era sencillo e ingenioso. «Era el planeta Tierra en la época de su infancia, encerrado en dos recipientes de cristal en la mesa de un laboratorio».[249] Un recipiente lleno de agua calentada desde fuera representaba el océano primitivo; otro, colocado más arriba, contenía los elementos de la atmósfera terrestre primitiva: amoniaco, metano e hidrógeno. En este último se introdujeron unos electrodos preparados para provocar chispas que imitaran a los truenos. Aquella «atmósfera» cargada de electricidad estaba conectada por un tubo hermético al «océano» y todo el sistema estaba sellado. Tras unos días de descargas eléctricas, en el «océano» empezaron a acumularse nuevos elementos: al menos media docena de aminoácidos y otros compuestos orgánicos. Esto quería decir que en el medio terrestre primitivo pudieron aparecer compuestos químicos que sirvieran de materia prima para la vida. Los experimentos de Miller y Urey inspiraron a no pocos científicos. Se han repetido cientos, si no miles de veces, modificando el tipo de gas, la temperatura del agua, la presión, etcétera, y cada vez se han obtenido compuestos químicos distintos. Con el paso de los años se han alzado también voces críticas que han cuestionado la mezcla de gases. Parece ser que la atmósfera primitiva no contenía metano ni amoniaco, pero sí otros elementos menos reactivos, a partir de los cuales habría sido mucho más difícil obtener compuestos orgánicos en los experimentos. Pero sobre todo (y ésa era la principal crítica) el océano primitivo, llamado «caldo primitivo o prebiótico»,[250] era una solución extremadamente diluida, en la que la probabilidad de reacción entre dos elementos era minúscula. Este problema es bien conocido en medicina, en relación con la coagulación de la sangre. Para que ésta se dé, deben reaccionar más de doce proteínas que están suspendidas en ella. Si tuvieran que encontrarse en el lugar donde se produce la herida, por ejemplo, y entrar en mutua reacción, nos desangraríamos antes de que se formara el coágulo. Lo que sucede es que hay unas minúsculas células sanguíneas, los trombocitos, que se activan rápidamente atrayendo a la superficie las mencionadas proteínas de coagulación. Así, concentradas todas juntas, actúan de manera instantánea: la reacción que provoca el producto final (las trombinas) se acelera 300.000 veces y la sangre se coagula al momento.

 

La superficie en la que se encontrarían y concentrarían los aminoácidos desperdigados en el océano primitivo podría ser un material muy común y abundante en la naturaleza, como la pirita o el sulfuro de hierro. Eso es lo que propone la ingeniosa teoría de Günter Wächtershäuser.[251] Este mineral conformaría un esqueleto, una base sobre la que se asentarían compuestos orgánicos empezando a intercambiar sus productos, es decir, a crear un metabolismo. De otra forma, los productos creados se sumergirían sin remedio en las profundidades del océano primitivo. Esa idea, que ha llegado a ser tildada de herética, tiene unos fuertes fundamentos químicos. Queda poco para demostrar de manera experimental que el ciclo más importante de intercambios bioquímicos—tanto en los animales como en las personas—, el llamado ciclo de Krebs, puede suceder en la superficie catalítica de la pirita. Se trataría de un mundo plano, una capa fina y única de moléculas autorreplicantes, una película invisible y resistente que serviría para recubrir una base de hierro y azufre. Este mundo podría haber subsistido a través de eones, inmune a la acción de un medio que hubiera acabado con cualquier célula viva.

Los que se inclinan a creer que en primer lugar surgió el ARN y sólo posteriormente el metabolismo siguen de cerca el trabajo del químico suizo Albert Eschenmoser.[252] Este científico sintetizó los ácidos nucleicos de los azúcares, más simples que aquellos que crean el ADN y el ARN, es decir, la treosa, que contiene sólo cuatro átomos de carbono. Los compuestos obtenidos de este modo, más simples que el ARN, se parecen a él de una manera asombrosa y pueden acercarnos a los misterios de su origen. Por último, algunos físicos enfrascados en su propio mundo plantean una solución radicalmente distinta. Proponen que dejemos a un lado esas viejas ideas con las que la química orgánica ha explicado el origen de la vida, pues en ellas no existe puente alguno entre la materia animada y no animada, que dejemos de hablar del caldo prebiótico. «Es la física cuántica la que ha sacado la vida directamente de los átomos, sin las complicaciones en las que se mete la química».[253] La información se puede transmitir en el nivel cuántico por medio de un simple replicador del orden de magnitud más rápido que en un ordenador actual. Esta información puede ser fiel, es decir, hacer uso de la orientación del espín del electrón o de otros fenómenos tan útiles como el entrelazamiento (

entanglement), la superposición y el tunelado. Lo que no se sabe es dónde buscar ese replicador cuántico que diera inicio a la vida, pero está claro que no en el ya tradicional «caldo prebiótico»; ¿quizá en el gélido espacio interestelar? Sea donde fuere, una vez creados, esos replicadores de información dispondrían de variabilidad intrínseca y variedad de acuerdo con el principio de indeterminación de Heisenberg, lo que constituiría el fundamento de la evolución darwiniana. En alguna de sus etapas, esta vida cuántica podría haber echado mano de las partículas orgánicas para mantener y fortalecer su memoria, visión que nos lleva a una pregunta que tortura a los astrobiólogos: ¿el origen de la vida tuvo lugar por pura casualidad o fue el resultado esperado de leyes físicas que favorecieron su desarrollo? Y también a otra pregunta de carácter más existencial: ¿la vida es un fenómeno universal o estamos solos en la inmensidad del universo?

Tras el vértigo de esas perspectivas cósmicas, vale la pena pararse a escuchar la voz de los sensatos filósofos, que comparan nuestros «desvelos por comprender la vida con los intentos de definir qué era el agua de principios del siglo XVIII».[254] Se enumeraron entonces la limpieza y humedad, su función sustentadora de la vida, la congelación a bajas temperaturas, la caída que sufre cuando se encuentra en terrenos inclinados y otras muchas características que, incluso tomadas todas juntas, no serían necesarias ni suficientes. Ninguna de esas definiciones fue suficiente para comprender la esencia del agua, cuyo misterio resolvió la teoría atómica: se trata de una partícula que tiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. La ciencia a principios del siglo XXI se encuentra en una situación similar. Sin el conocimiento de leyes fundamentales de la biología que seguramente existen, aunque nos sean desconocidas, no seremos capaces de organizar una red conceptual que pueda definir la vida. Si llegamos a describir esa red, la pregunta de si los virus están vivos o no dejará de ser una pregunta sin respuesta.

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