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CORE » DE LA MUERTE Y EL MORIR

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Pan Tadeusz. Durante alguna de aquellas tórridas tardes, cuando la vida arribaba a su ocaso y de lejos, desde las estepas de Ucrania, llegaba el calor abrasante, comenzaban a sonar las campanas de la iglesia y del monasterio. Tras unos momentos de confusión, el balanceo del repique adquiría un ritmo regular. De la parroquia salía el cortejo fúnebre, atravesando la principal plaza del pueblo antes de tomar la calle Węgierską, momento en el que, desde la ventana, ya podíamos verla pasar de camino al cementerio, situado en un cerro entre viejos robles y álamos a través de los cuales llegaba el lejano murmullo del río y se entreveía el perfil de las montañas. Encabezaba la marcha un muchacho vestido con una sobrepelliz y que sostenía entre las dos manos, bien recta, una cruz tan alta que lo sobrepasaba. Tras él, el ataúd, en un carro tirado por caballos o llevado a hombros de los allegados. Un poco más atrás iba el sacerdote con su estola, con el misal y el hisopo en la mano, seguido ya del resto del cortejo, gentes vestidas de negro. Muchos años después recorrimos ese mismo camino llevando a mi padre. Se oía el repique rítmico de las campanas como el canto de los que nos dejan alejándose. A partir de entonces seguí oyendo esas dos campanas, la de la iglesia y la del monasterio, en la marcha fúnebre de la sonata para piano n.º 3 en si menor de Chopin, sonar

basso ostinato en dos acordes con una inexorable cadencia mientras sobre ellos se elevaba el punteo cantarín de la melodía.

Hoy en día el pueblo

in toto no da la despedida a los difuntos, ni lo sigue un cortejo, ni suenan las campanas. El ataúd va sobre la plataforma de un carrito eléctrico que se dirige desde la capilla a la parte nueva del cementerio y que circula por un lugar preparado al efecto, por un largo corredor de tumbas agolpadas e idénticas.

 

La muerte ha sido algo extraño para el hombre durante siglos. Antes de llevárselo, lo ha acompañado en el pensamiento, en las conversaciones, en las oraciones. En el siglo XV ciertos versos didácticos, como el poema

Lamento del moribundo,[272] tenían el objeto de «animar al hombre hacia la devoción, apartarlo del pecado, inculcar en su corazón el temor a la muerte sin expiación».[273] La que supo hacerlo mejor y «en general lo mejor de la poesía polaca medieval» es la

Conversación del maestro Policarpo con la Muerte. La Muerte se le aparece a un científico (el maestro Policarpo), a petición suya, en una iglesia. El maestro pierde el conocimiento, luego vuelve en sí y comienza a conversar con la Muerte. Le pregunta por su procedencia y ella responde que fue traída al mundo en el Paraíso, cuando Eva mordió la manzana: «Adán me tentó con la manzana». Enfurecida e irónica, despliega su omnipotencia y poderío. En ese momento el Maestro pregunta temeroso para qué existen los médicos, y recibe como respuesta que: «Todo médico engaña con su máscara de patrañas».[274] Y para despejar cualquier otra duda al respecto, añade:

Escapar de mí es intento huero,

a todo el que esté vivo retorceré el pescuezo.[275]

En el poema polaco del maestro Policarpo, la muerte se presenta como una serie de cadáveres en descomposición, un toque terrible que en esa época, sin embargo, no tenía nada de especial, al contrario, esa personificación de la muerte, esa identificación con un esqueleto que era desconocida en la Antigüedad y en la Alta Edad Media, fue ganando peso hasta ser la más extendida en la época del poema que tratamos. De hecho, gozó de especial popularidad en la pintura, al tiempo que en encuentros de comerciantes se celebraban espectáculos de

danse macabre, de

Totentanz, es decir, de la danza de la muerte, en la que se reflejaba perfectamente la concepción medieval de la vida como un camino hacia la muerte que nos hace a todos iguales. Es ella la que guía un baile en el que toman parte personas de toda condición y edad, desde el papa, el césar, un cardenal o los obispos, hasta una muchacha o un niño. En la iglesia de los Bernardinos de Cracovia, violines y un organista tocando un pequeño armonio acompañan en el baile a la contradanza de los esqueletos. Al primero la muerte le ha puesto una mano en la espalda y al segundo le sostiene las notas amablemente mientras le abraza. La firma que vemos en una de las dos escenas de baile nos asegura que «es un paso terrible cuando la música anuncia que es la hora de morir».

La presencia de los muertos nos une con la Edad Media, tanto en el mundo real como en el imaginado. Ya desde el siglo X se oyen relatos de almas que atormentan a los vivos. Esas almas por lo general son apariciones de personas muertas violentamente: víctimas de asesinatos, mujeres en el puerperio, niños sin bautizar, suicidas… que exigen de los vivos la ayuda—una limosna, una oración—que les permita evitar el purgatorio. En ocasiones estas apariciones salen de las tumbas, se pelean con los vivos, se beben su sangre. En la palabra

macabroalgunos historiadores han encontrado una onomatopeya en la que reconocen «el tableteo de los huesos al chocar unos con otros»,[276] mientras que otros lo han interpretado como «el baile de los esqueletos»[277] (

mactorum chorea). Todo el arte macabro—iconografía, frescos, esculturas, miniaturas, grabados—asalta nuestra mente con el horror de la muerte. Al contrario que en nuestra época, en la que el miedo se concentra más en el dolor de la agonía, en la Edad Media era la muerte desnuda la que inspiraba más miedo, pues llevaba el peligro de dejar este mundo en pecado mortal, lo que aumentaba la amenaza de la condenación en el infierno. No es hasta el siglo XIII cuando aparece un tercer espacio, «la sala de espera para los pecadores comunes»,[278] es decir, el purgatorio.

¿Consiguió la muerte normalizarse con esa omnipresencia en la Edad Media? ¿Se hizo menos amarga y cruel de lo que es hoy? La situación actual, en la que tratamos por todos los medios de olvidar la muerte, tiene un cariz muy distinto, hemos conseguido eliminarla de nuestro mundo. «La muerte se convierte en un escándalo, de manera parecida al dolor o al sufrimiento».[279] Pero en el singular y pionero libro

Otoño de la Edad Media, Johan Huizinga considera que, cuando el mundo era unos quinientos años más joven, todos los aspectos de la vida humana tenían una forma mucho más dura que hoy. «Entre el dolor y la alegría, entre la desgracia y la dicha, parecía la distancia mayor de lo que nos parece a nosotros. Todas las experiencias de la vida conservaban ese grado de espontaneidad y ese carácter absoluto que la alegría y el dolor tienen aún hoy en el espíritu del niño».[280] No cabe duda de que en la Edad Media se hablaba de la agonía y la muerte mucho más y de manera más habitual que hoy, lo cual no significa que ésta fuera más tranquila.

Resulta difícil generalizar en este tipo de cuestiones, como sucede con el trauma que provoca la muerte de un ser querido, con las reacciones ante su muerte, que los médicos que trabajan en hospitales ven cada día. A menudo es una tristeza callada, un entumecimiento, el deseo de salir del lugar donde se está sufriendo, una rápida despedida (especialmente tras un proceso largo, demasiado largo, de enfermedad). Pero cuánta gente, ante la noticia de una muerte inesperada, repentina, se queda paralizada, con la mirada vacía, se quedan quietos, bloqueados, aunque en realidad se encuentren sometidos a poderosos sentimientos que han hecho estallar la tranquilidad. Una situación así se presenta en el mito de Níobe, que tras la muerte de sus hijos queda inmóvil, petrificada. Otra reacción posible ante la noticia de la muerte de un ser cercano es la pérdida de la conciencia, un pavor insuperable frente a una situación definitiva, que no se puede cambiar. Esa tranquilidad, ese bloqueo duradero puede convertirse en cualquier momento en un estallido de dolor espasmódico. «Se quiere revocar lo irrevocable, llamar a quien no puede responder, sentir el tacto de una mano que ha desaparecido para siempre…».[281] Juana, reina de Castilla (1479-1555) a la que llamaban la Loca, en dos ocasiones mandó abrir la tumba de su marido, al que habían enterrado en Miraflores. Según el relato de algunos, le arrancó la vestimenta y besó sus piernas y sus pies; según otros, permaneció inmóvil de pie, sin derramar siquiera una lágrima. La reina Victoria de Inglaterra nos ofrece uno de los casos de luto de larga duración más conocidos de la historia. A pesar de que con el tiempo logró superar el estado depresivo inicial, no fue capaz de controlar su evidente tristeza. Iba siempre vestida de negro, impuso un riguroso culto al difunto, con la celebración del aniversario de su nacimiento, de su muerte, de la pedida de mano así como de la boda, ordenó conservar intactos los aposentos de Alberto y por mucho tiempo no quiso aceptar el luto de otros miembros de la familia. ¿Será verdad entonces que «en el intento de conseguir que los muertos no estén muertos de verdad, empezamos en realidad a darles muerte dentro de nosotros»?[282]

 

En la lengua alemana, como en griego antiguo, la muerte (

der Tod) es de género masculino. En el primero de los tres grabados maestros de Durero, la muerte y el diablo no pierden de vista a un caballero cubierto de pies a cabeza con su armadura, que recuerda a una estatua ecuestre de bronce. En el poema más famoso de Paul Celan, «Todesfuge» (Fuga de la muerte), «“la muerte es un maestro de Alemania” y se encarna en una figura masculina que se atusa el bigote, tiene ojos azules y obliga a bailar a los judíos. En el arte alemán, la danza de la muerte desde Holbein hasta Rethel representa a la muerte como un hombre agresivo, susceptible y robusto, unas veces con armadura y otras a caballo».[283]

En polaco es difícil que venga a la mente una imagen así, puesto que la muerte tiene rostro de mujer. Jacek Malczewski la pintó en numerosas ocasiones a lo largo de veinte años; de hecho, ningún otro de sus motivos tuvo más continuidad. Tampoco ningún otro es capaz de reflejar la fuerte tensión que existe entre lo biológico y lo temporal. En

La muerte, cuadro que pintó en 1917, junto a la pared blanca y lisa de una casa de verano se alza una muchacha fuerte, bien parecida, de cabello liso y negro adornado con flores. Lleva un sencillo vestido de color violeta oscuro ceñido a la cintura y está esperando bajo una ventana abierta tras la que, en otro plano, vemos la cara de un anciano. Lleva apoyada en el hombro una guadaña «pintada con una precisión tangible»[284] y hace el gesto de volver la cabeza hacia la ventana abierta. Hay en ella fuerza, carnalidad, belleza e indiferencia. «Es joven, de modo que tiene tiempo de sobra para esperar […]; está sana, así que vence al más sano».[285]

En otra representación, una mujer desnuda de exuberante belleza carnal invita a un anciano a atravesar una puerta tras la que no hay vuelta atrás. Singularmente elocuente es la

Muerte de 1902. Una joven segadora sostiene una guadaña delante de un anciano arrodillado en actitud suplicante que recibe como una revelación el leve y absorto toque de los dedos de ella en sus mejillas. Esa imagen de la muerte—femenina, suave—invita a reconciliarse con el destino, no hay en ella nada repulsivo ni amenazante. Destila encanto personal, bondad alentadora, silencio y alivio. Con un solo gesto, la muerte apacigua el dolor, asegura otra vida, promete «el reencuentro con aquello que el hombre en vida más amó».[286]

 

La vejez es la que más predispone—además de una fe profunda—a un paso silencioso y en paz al otro lado. Ese momento en el que «sobre nosotros empiezan | a ir los relojes marcha atrás cada vez más rápido».[287] Aparecen señales cada vez más frecuentes de que «algo se está oxidando, que se descompone inexorablemente, se va enfriando sin remedio».[288] Tratamos de oponer resistencia mucho tiempo, mediante «esos penosos ejercicios diarios, nocturnos | para que todo lo que cambia pueda permanecer igual».[289] Pero ya es tarde. En realidad no podemos detener los cambios, y así es como comienza nuestro alejamiento de la vida. Ya no esperamos nada, ni bueno ni malo, y ya nada puede suceder que sea extraordinario o sorprendente. El ser humano envejece gradualmente: primero se apaga en él la curiosidad por otras gentes, por el mundo; poco a poco todo va resultando conocido, evidente, se evapora el misterio de las cosas. Al mismo tiempo envejece el cuerpo, pero no todo ni al mismo tiempo, sino por partes: se debilita la vista, el oído, se va dañando el corazón o los pulmones. Un gusano que va comiendo poco a poco. La fuerza vital va palideciendo, aparece el cansancio. Salir de casa se convierte en un problema, se eleva a la categoría de acontecimiento, mientras aún mantenemos la esperanza, seguimos deseando cambios, incluso alegrías. Pero cuando incluso éstas desaparecen, cuando no queda «nada más, sólo la memoria y el vacío»,[290] entonces se apodera de nosotros ya para siempre la vejez. Ya sólo nos preocupamos de velar por el cuerpo, por la materia, que se deshilacha cada vez más rápido, sin marcha atrás. Junto a la vejez comienza a anidar la muerte. Aquello que no tendría que llegar nunca se va acercando, se va haciendo una guarida dentro de nosotros. Se incrusta, «está metido como un cuerpo en otro cuerpo»,[291] se infla, «se pudre como el tronco de un aliso caído al agua».[292] El tocón putrefacto cada vez tira con más fuerza. Por el cuerpo circulan señales perdidas, inquietas, que llegan al cerebro y que éste trata de reprimir hasta que va cayendo poco a poco en depresión. La muerte no llega de fuera, está dentro de nosotros. Un día cualquiera «nos la encontramos como nos encontramos algo olvidado en el bolsillo del abrigo de invierno».[293]

 

Si el círculo de la vida tiende a cerrarse al acercarnos por medio de la vejez—ésa «es la segunda infancia»—[294] al principio, la muerte va más allá, llega hasta un momento que es aún anterior y, al señalar el punto final, evoca los primeros instantes de nuestra existencia. Paradójicamente es entonces cuando se nos muestra por primera vez. En la vida embrionaria, en el útero materno, unas células crecen mientras otras mueren. La muerte de estas últimas no es fruto de la casualidad, es algo estrictamente preparado, planeado. La mayor parte de las células de humanos adultos conserva dentro de su propia estructura desde aquel tiempo un mecanismo de autodestrucción, llamado apoptosis. Cuando recibe la señal adecuada, la célula comienza una trayectoria que la llevará a la muerte. Como si fuera un cohete transcontinental, el proceso está dirigido por un programa que tiene escrito hasta el más mínimo detalle, con un solo objetivo: la aniquilación, el suicidio celular. Se activa una red de enzimas especializadas (las caspasas) que dividen la célula en fragmentos definidos, «limpios», lo que evita la reacción inflamatoria que suele aparecer en caso de muerte o daños celulares accidentales. Así, por ejemplo, durante la vida embrionaria temprana, nuestros dedos, que al principio se encuentran unidos, se separan cuando las células que los unen entran en apoptosis y mueren. Por el contrario, en las aves acuáticas estas células se mantienen a lo largo de toda la vida y constituyen la membrana natatoria. Del mismo modo que con esas células, en las primeras fases de la vida, gracias a la apoptosis, el timo elimina los linfocitos autorreactivos, enseñando al sistema inmunológico a diferenciar el «yo» del «no yo». Cuando una célula pone en marcha el mecanismo de apoptosis emprende un camino de no retorno, se dirige al mismo destino que un hombre anciano, cuyo avance hacia la muerte no somos capaces de frenar.

 

Cuando el gran poeta y premio Nobel Seamus Heaney visitó a Czesław Miłosz unos meses antes de que éste muriera, lo encontró en el salón, enfrente del busto de bronce de su segunda esposa Carol, fallecida un año antes. El invitado se llevó la impresión de que el viejo poeta que estaba sentado al otro lado de la habitación observaba el busto de bronce y el resto del mundo desde la otra orilla. A su alrededor estaban su nuera, nuestras dos mejores enfermeras y al fondo su mano derecha, su ayudante y secretaria. Ese atento cuidado y el cambiado aspecto del anfitrión le hicieron pensar a Heaney en Edipo, que fue atendido por su hija en un bosquecillo de Colono. El viejo rey fue al lugar en el que, como ya sabía, su vida terminaría. Cracovia no era para Miłosz su ciudad de nacimiento, pero fue allí precisamente donde, como Edipo en Colono, «encontró el camino a sí mismo, al mundo y al más allá».[295] Allí, durante los años de su octava década y los siguientes, fue un ejemplo vivo de las palabras de Goethe sobre las posibilidades que encierra la vejez, sobre el hecho de que «no debería ser tan sólo un ir cuesta abajo, sino que también podría ser

Steigerung, un aumento».[296] Cuando, apenas un año después de su última visita, Heaney acudió al entierro de Miłosz, trajo consigo su propia adaptación del fragmento del

Edipo en Colono de Sófocles. En él Edipo, al despedirse de sus hijas, las abrazó estrechamente:

[…] Hijas mías—exclamó,

y fue entonces cuando sentimos que suyas éramos—,

la vida de vuestro padre hoy termina,

se alivia la carga que fui para mí mismo

y para vosotras. Carga que alivió el amor.

Debéis ahora vivir sin mí y volver a descubrir,

sin olvidar el pasado, qué significa esa palabra.

A menudo el ser humano no sabe que su vida ya ha empezado a escapársele «como un grano de arena que atraviesa la criba».[297] Llega al médico con algún padecimiento trivial, pero la exploración desvela una verdad inesperada:

signum mali omnis, una sentencia ante la que no hay apelación posible. Este anuncio del punto final de nuestra vida nos puede llegar también por otra vía, como le ocurrió a Homero. En cierta ocasión, dando un paseo por la playa, llegó donde unos pescadores sacaban de sus barcas la pesca conseguida. «¿Cómo os ha ido, muchachos?», les preguntó. El más joven de ellos le respondió con un acertijo: «Todo aquello que prendimos, lo dejamos en el mar; todo lo que no hemos cogido, lo traemos a casa». Entonces Homero se acordó de las palabras del oráculo de Delfos, cuando le previno frente a los acertijos de los muchachos. No entendió el sentido de la respuesta que había recibido, pero en el momento supo que le había llegado el momento. Tres días después murió. A lo que se referían los pescadores, sin embargo, era a las pulgas: las que vieron que tenían encima las tiraron al mar, pero a las que no consiguieron encontrar, evidentemente se las habían llevado consigo a casa. No se han conservado testimonios de esos últimos tres días del poeta que en sí mismo ya constituye un verdadero acertijo. Pero no hay motivos para suponer que no mostrara esa misma

areté, ese coraje en pos de la perfección, que siglos después mostraría su conciudadano Sócrates. Aquel que el oráculo de Delfos definiría como el más sabio de todos los griegos.

Fácilmente podría haber evitado la muerte, pero en lugar de transigir mantuvo su postura de subordinación a la ley. Hasta el final conversó con sus alumnos y recibió la muerte con una tranquilidad y una valentía incomparables. «Todos están de acuerdo en que ningún hombre por el momento, hasta donde nuestra memoria alcanza, ha mirado con más dignidad a los ojos de la muerte», escribió su alumno Jenofonte. Sócrates, hijo de una comadrona, comprendió que la verdad

nace por medio de preguntas y por eso al método de llegar a la verdad que creó lo llamó mayéutica, es decir, el arte de ayudar a dar a luz. Creía que la verdad se encuentra dentro de nosotros, aunque por lo general lo ignoramos. El filósofo quería sacar de su escondite, a la luz del día, las verdades inmutables, las ideas básicas que sobre todo estaban relacionadas con la moralidad. Antes de morir dirigió su pensamiento hacia la medicina. Sus últimas palabras fueron: «Critón, le debo un gallo a Asclepio. Ocúpate de que eso no se descuide».[298] Esas enigmáticas palabras, que han llegado hasta nuestros días, han sido interpretadas de diferentes maneras. ¿Querría decir con ellas que vivir significa estar enfermo durante mucho tiempo y que deberíamos estar agradecidos por el dilatamiento del plazo? Nadie ha ido más allá en el radicalismo de esta interpretación que Friedrich Nietzsche, que escribió: «Sócrates quiso morir […]. Él obligó a Atenas a darle veneno […]; el propio Sócrates sencillamente estuvo mucho tiempo enfermo».[299] Pero resulta difícil considerar imparcial el juicio de Nietzsche. De hecho, habiéndose percatado con admirable perspicacia de la ola de nihilismo europeo que proclamaba «la muerte de Dios», buscó su origen y le siguió la pista… hasta en la dialéctica racionalista de Sócrates. Lo cierto es que lo admiró por su forma de morir: «Morir con orgullo cuando no es posible con orgullo vivir».[300] Y seguro que pensaba en Sócrates cuando escribía con reconocimiento sobre una muerte elegida por propia voluntad, esa «muerte que tiene lugar en el momento adecuado, con claridad y alegría, junto a niños y testigos; tanto, que aún es posible una despedida de verdad, cuando todavía

está presente aquel a quien se despide…».[301]

 

Las últimas palabras de Sócrates, pronunciadas con plena conciencia, nos han llegado sin alteraciones. La mentalidad de un médico, no obstante, tiene derecho a albergar dudas cuando oye palabras pronunciadas en la agonía. En el diario de uno de los amigos de Słowacki, Zygmunt Szczęsny Feliński, el día siguiente a su fallecimiento encontramos la primera versión de sus últimas palabras en el lecho de muerte, poco después de que le leyeran una carta de su madre. El poeta dictó correcciones para la segunda rapsodia de su obra

Król-Duch a Feliński hasta las últimas horas de su vida, hasta que finalmente pidió que lo incorporaran en la cama con almohadones y dijo: «Quizá la muerte me halle en este lecho».[302] Pero unos años después Feliński, que para aquel entonces sería un alto jerarca de la iglesia, hizo que esas palabras fueran más impactantes, mientras que otros «siguieron elaborando esa frase»,[303] que en su versión definitiva sonaría: «Ya es hora de tirar este abrigo usado».[304] De hecho, Słowacki murió asfixiado; sufría continuamente terribles ataques de asfixia y tos interrumpidos por pérdidas de conocimiento; hacia el final ni siquiera tuvo ese alivio. Esas palabras se debieron de mezclar con silbidos y roncus, y debió de resultarle extraordinariamente difícil hacerlos pasar, en especial los últimos, a través de las vías respiratorias, que ya se estaban cerrando.

¿A quién ven—si es que ven—los enfermos durante la agonía? ¿Alguien viene a por ellos? Sobre ello tan sólo podemos hacer elucubraciones, como Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Cuando el príncipe Fabrizio, apasionado astrónomo aficionado, estaba muriendo, su cerebro se sumió en tinieblas, volvieron los desmayos. Le daba la impresión de que a través del grupo de familiares que rodeaban su lecho de muerte se abría paso «de repente una joven dama: era delgada, llevaba un vestido de viaje con un amplio polisón color marrón, un sombrero de paja con un velo transparente que dejaba ver su irónico y bello rostro. […] Se acercó. Era ella, ese ser deseado desde siempre […]; la hora de la partida del tren ya debía de estar cercana. Le acercó el rostro, se apartó el velo y cuando la vio tan avergonzada y al mismo tiempo tan dispuesta a todo, le pareció aún más bella que antes, cuando la veía en espacios estrellados».[305]

 

Quizá habría que hablar menos de la muerte y más del morir, y no tener miedo de este tema, no evitarlo: «Es una cosa de primer orden para una persona normal que, a diferencia del médico, se encuentra con la muerte una vez en la vida o, a lo sumo, unas cuantas veces».[306] Y después ya debe arreglárselas él solo, mejor o peor, cuando se la encuentra. Porque: «A todos aguarda una idéntica noche | y pisar una vez los letales caminos».[307]

Son varias las sendas que nos llevan a la muerte. Por una de ellas nos llevan a menudo enfermedades degenerativas, incurables, enfermedades que avanzan inexorablemente, provocando destrucción y devastación hasta que agotan las posibilidades de tratamiento. Es entonces cuando viene al encuentro del paciente la medicina paliativa, con los cuidados del ocaso de la vida. Su nombre viene del latín

palliare (cubrir),

pallium (abrigo), es decir ‘cubrir con un abrigo’ a los enfermos deshauciados, a los que la medicina dirigida a la curación ya no puede ayudar. Solemos relacionar los cuidados paliativos con la disminución del dolor y la sedación, es decir, aplicar medicamentos que amortiguan la conciencia a pacientes con alto grado de sufrimiento. Como es lógico, ése es uno de sus elementos, pero está lejos de ser el único. Los cuidados paliativos los lleva a cabo un equipo de profesionales compuesto por un médico, una enfermera, un trabajador social, un psicólogo, un capellán, un rehabilitador y un voluntario, y deberían ser accesibles, principalmente, en forma de consultorio a domicilio las veinticuatro horas del día, o como centro de atención de día o, finalmente, en casa. Según estimaciones, de entre las cerca de cuatrocientas mil personas que mueren anualmente en Polonia por enfermedades largas (de ellas alrededor de cien mil por tumores malignos), más de la mitad precisa de cuidados paliativos.

A todos nos gustaría asegurarnos una muerte digna, sin sufrimiento, gozando de los beneficios que aportan la presencia de una persona querida y el apoyo de los demás, disponiendo así de información sobre la enfermedad mortal, «imprescindibles para cerrar la etapa más importante: el ocaso de la vida».[308] Por el contrario, los cuidadores evitan preguntas comprometidas, a las que responden con lugares comunes. Muchas familias mantienen una reacción común ante el paciente, al que alimentan con la falsa esperanza de una recuperación, tratando así de excluir de sus pensamientos la muerte que se va acercando inevitablemente. Y cuántos de nosotros, los médicos, somos incapaces de conversar con un paciente terminal y evitamos el contacto con él, limitándolo exclusivamente a la farmacoterapia, y llegamos a menudo a evitar incluso la conversación con la familia. Llega un momento en que ya es demasiado tarde para ese contacto que se ha ido posponiendo: la agonía. Algo más de dos tercios de los pacientes terminales pierden en parte o totalmente la conciencia en las últimas veinticuatro horas de vida.

Una persona que tiene una enfermedad incurable, en especial cuando se acerca a la muerte, no sufre sólo físicamente, sino que también sufre espiritual, existencialmente. Crece el sentimiento de soledad—«la soledad metafísica del ser humano que atraviesa la muerte es un abismo desconocido»—,[309] una sensación tan grande que incluso a los creyentes les parece que Dios los ha abandonado en ese momento. Retornan como una obsesión las preguntas sobre el sentido de la vida humana, provocadas por el padecimiento y acompañadas del miedo, y no como fruto de un interés teórico en la filosofía. Una conciencia intranquila potencia el sentimiento de responsabilidad por la vida, por el mal causado. ¡Cuán importante es estar junto al enfermo en ese momento! Aunque no es necesario responder a esos momentos de angustia con consejos o consuelo, hay que escuchar. «Es preciso no temer al silencio». No amortiguar los pensamientos del enfermo. A esas preguntas a menudo es difícil encontrar una respuesta y el agonizante sabe que nosotros no las tenemos. Así que no debemos apresurarnos a dar una explicación ni avergonzarnos de nuestra impotencia. La mayoría de las veces la mejor respuesta que podemos darles es nuestra presencia amistosa y sacrificada.

 

No puedo por menos, en este momento, que traer a colación a nuestro papa. Juan Pablo II siempre se preocupó por acercarse a los enfermos, por estar con los que sufren. Hasta el final reflexionó sobre el sufrimiento. Pero terminó llegando la hora, la última hora, en la que el papa dejó de escribir y de hablar sobre el sufrimiento porque él mismo se convirtió en sufrimiento. Entonces con su propio ejemplo nos mostró cómo con la fuerza del alma y la fe se le puede vencer, y con el propio sufrimiento hacer algo que parecía imposible: enriquecer la vida de millones de personas. Aun así hay ciertos momentos en que el sufrimiento sobrepasa un límite, el lazo se rompe y el enfermo se encierra en algún lugar en otro mundo.

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