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CORE » DE LA MUERTE Y EL MORIR

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Pero él sabía que ese lazo que lo unía a nosotros, tejido de la misma materia que nos une con el Cielo, no había que romperlo. Y cuando lo vimos por última vez, el domingo de Resurrección en la ventana del Palacio Apostólico Vaticano, aún quería, aunque ya no podía, compartir unas palabras con nosotros. Quizá pensó en darnos ánimo, como en tantas otras ocasiones anteriores. O puede que, como en esa última nota escrita con ayuda en su lecho de muerte, quisiera mostrar su agradecimiento a los jóvenes, a los que durante toda su vida buscó y que en ese momento habían acudido desde todos los rincones del mundo para estar con él. Nunca sabremos qué más quería decir, pero en nuestra retina queda su imagen en la ventana, cuando ni las palabras podían salir de sus labios, levantando las manos temblorosas, como si con ello nos quisiera abrazar, como si se estuviera despidiendo, con esas manos como alas de un pájaro herido de muerte que emprende el vuelo…

Él también nos mostró cómo se puede y se debe morir. Nos invitó a que lo acompañáramos en la muerte. «A algunos les pareció un

novum muy cruel—admitió un conocido escritor, ateo declarado—que no se muere en soledad, aislado, sino ante la mirada de todos, pero así fue precisamente como murió Cristo».[310] Mostró que una persona completamente inmóvil, clavada a la cruz, incapaz de pronunciar una palabra, puede hacer mucho. Se lo enseñó a un mundo que quiere ser eternamente joven y que ha apartado de la conciencia el proceso de morir y la muerte, les ha negado el derecho a existir. ¿No seremos nosotros demasiado a menudo como esas gentes del cuadro de Brueghel

La caída de Ícaro? No estamos dispuestos a dejar a un lado las triviales tareas cotidianas ni cuando sucede algo tan asombroso como que un joven caiga del cielo justo al lado: tranquilamente nos apartamos del infortunio.

La muerte acompañó a Juan Pablo II a lo largo de toda su vida. Desde la pérdida de su madre durante su infancia, la de su padre poco después, hasta el atentado que sufrió en mayo de 1981. A lo largo de su pontificado estuvo doce veces hospitalizado en la clínica Gemelli y superó numerosas operaciones. En sus últimos años la enfermedad progresó y con el corazón encogido observamos cómo el Santo Padre tenía mal aspecto, saltaba a la vista que estaba sufriendo. Y junto al sufrimiento lo acompañaron hasta sus últimos días el valor, una enorme tenacidad y la determinación. Incluso tomó con humor las dificultades, cada vez mayores, que tenía para moverse: hasta a la plataforma móvil que usaba para desplazarse la llamaba en broma «la carretilla». «Todos los que acompañaron en su partida a Juan Pablo II ahora tendrán más cuidado a la hora de dar según qué argumentos en relación a la eutanasia».[311]

El Papa nos enseñó que hay que aceptar el dolor y el sufrimiento en todo su alcance, y nadie pudo resultar más elocuente que él cuando dijo que la vocación por el sufrimiento es participar en el sufrimiento de Cristo. Nos descubrió los secretos del sufrimiento y de la muerte. Sin él habríamos sido capaces de olvidar que éstos existen. No sabíamos entender estos misterios, pero sí fuimos testigos de que él los conocía y nos los acercaría con todo su ser, con sus enseñanzas, con su vida y con su muerte.

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