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CORE » EN BUSCA DEL ALMA

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Nuestra tierra como una casa en la que estamos rodeados de espejos…, ¡qué limitación de la percepción más radical! Como un paralelismo demasiado histriónico del mundo actual, asfixiado por la ciencia. Como la llamada a la Tierra de Ulro—el triste país imaginario desheredado por la ciencia, donde gobierna la necesidad objetiva y no es posible «dar crédito a los milagros»[100]—. La pérdida de lo milagroso se asocia al avance del racionalismo desde los tiempos de la Ilustración. No se trata evidentemente de condenar la Ilustración, de «volver a la situación supuestamente idílica anterior a la revolución científico-técnica»[101] ni de contraponer la fe a la razón. Esos intentos, que se han llevado a cabo más de una vez, han fracasado. Czesław Miłosz consideraba que no serán las quejas contra la ciencia lo que nos rescate, sino «una imagen del cuerpo y del mundo completamente diferente de la que nos ofrece la ciencia del siglo XVIII y su deriva hasta hoy en día».

Es como si perdiendo aquel «segundo espacio», liberándonos de la tradición, estuviéramos perdiendo al mismo tiempo la sensación de que todo tiene un sentido que de hecho es imposible decretar a nuestra voluntad.

¿Y el alma? ¿Qué le ha ocurrido en un mundo que ha perdido «el segundo espacio» y se parece cada vez más a la Tierra de Ulro? Así responde a esta cuestión Adam Zagajewski en el poema titulado «Alma»:

Sabemos (más bien nos han dicho)

que ya no estás en ningún sitio, en absoluto.

Pero, con todo, oímos tu voz cansada

en el eco, en la queja y en las cartas

que nos escribe, desde el desierto griego, Antígona.[102]

Hoy en día es muy raro oír la palabra alma de labios de biólogos o médicos; en vano la buscaremos en los índices de los gruesos tomos de psiquiatría e incluso de psicología, por no hablar de la medicina interna; la encontraremos, todo lo más, en ocasiones, en notas históricas. Es como si la palabra, consciente de su naturaleza, se hubiera evaporado. Se ha sustituido el alma por el yo, el yo consciente, la conciencia. Y de esa manera un dominio que antes pertenecía al ámbito de los filósofos se ha ido desplazando hacia el de los biólogos y los médicos. La mayoría considera que la conciencia se ubica en el cerebro, incluso se han realizado ensayos para localizarla en determinadas áreas de este órgano. El misterio de la conciencia atrae las ideas más brillantes, supone un reto incluso para aquellos que, habiendo alcanzado la cumbre en otras disciplinas científicas, han sido galardonados con el Premio Nobel. Como en el caso de Francis Crick (codescubridor de la estructura del ADN) o Gerard Edelman (descubridor de la estructura de la inmunoglobulina), que dejaron de lado los intereses que les habían llevado tan alto para dedicar todo su tiempo a comprender ese «yo». Pero el «yo» permanece impenetrable, imperceptible, aunque de hecho se siguen sucediendo interesantes intentos para interpretarlo. Unos, como Christoph Koch[103] en la neurobiología, buscan la conciencia en la materia del cerebro; otros, como Douglas Hofstadter,[104] rechazan su realidad ontológica y lo toman como una ilusión, «un espejo, un mito»[105] generado por la maquinaria del cerebro en su conjunto, que nos sería accesible tan sólo en el más alto nivel del pensamiento y el símbolo, al igual que sólo comprendemos el concepto de presión y temperatura en un nivel de 10²³moléculas, pero no con una única molécula. Minoritaria es la opinión del gran matemático británico Roger Penrose, quien afirma que esos ensayos son prematuros, puesto que antes de comprender la actividad del cerebro debería darse una revolución en la física, en nuestra manera de comprender las más antiguas estructuras del mundo. Incluso los más optimistas no conciben la posibilidad de observar el «yo» mediante el empleo de las embriagadoras técnicas de representación del cerebro disponibles en la actualidad, a pesar de que éstas muestran que en el oscuro océano del cerebro ciertas aglomeraciones de células grises se encienden como islas de colores cuando empiezan a resolver un ejercicio, cuando oyen algo, cuando hacen cálculos; en una palabra: cuando piensan.

 

¿Tiene algún sentido, por otra parte, reducir todos los fenómenos espirituales a la conciencia? De la misma manera en que los rayos ultravioletas «son una luz despojada de toda claridad»,[106] algunos fenómenos espirituales «carecen del resplandor de la conciencia».[107] El descubrimiento del inconsciente se atribuye no pocas veces a Freud, aunque, mucho antes que él, filósofos como Aristóteles o Schopenhauer se ocuparon de los deseos inconscientes, y escritores como Goethe y Schiller indagaron en las fuentes de la creatividad literaria en el pensamiento inconsciente. Mientras que los médicos, incluidos los polacos, le dedicaron desde la mitad del siglo XIX una atención secundaria y apenas algunos tratados, Freud centró en él su teoría, aportando de su cosecha la concepción de un inconsciente reprimido. El inconsciente se compone de impulsos y deseos de los que el «ego» se deshace para enviarlos al olvido, pues entran en conflicto con la realidad y provocan remordimientos de conciencia. Una vez reprimidos, se vuelven inaccesibles al conocimiento. El inconsciente es «radicalmente indiferente a la realidad»,[108] su lógica le es extraña, así como los fundamentos de la coherencia y la sucesión temporal. La represión afecta principalmente a las vivencias de carácter sexual del período de la primera infancia. A la parte consciente y racional acostumbramos a llamarla ego, nuestro yo, nuestra «personalidad». Ésta constituye una superficie relativamente fina sobre las profundidades del inconsciente, que Freud llamó ello o id. Entre ellos gobierna la tensión, el conflicto, el ello presiona al yo (desde abajo) con sus impulsos ciegos. El conflicto sale a la luz en los sueños, en los lapsus linguae y en los trastornos de la memoria. «El propio yo se oculta perfectamente tras el propio yo»,[109] afirmó Nietzsche. Según esta afirmación, es imposible conocernos a nosotros mismos, y lo que ordena nuestras vidas son fuerzas incontroladas, deseos y pasiones ocultas. Pero en realidad sabemos mucho sobre nosotros mismos, cosas que no podemos contar a nadie. Nos damos cuenta de que ese alguien sobre el que callamos es verdadero, que ese alguien somos nosotros mismos, que nuestra imagen interior, esa de la que durante toda la vida no decimos una palabra, es tan «nosotros» como el retrato que, como un reflejo, nos devuelve el mundo.

 

El concepto de conciencia conforma también «un profundo problema epistemológico y una paradoja evolutiva».[110] Así, si asumimos, como hace la inmensa mayoría de los científicos, que las experiencias de la conciencia proceden en su totalidad de acontecimientos actuales y pasados, que han trazado vías neuronales, entonces cada elemento de la conciencia (es decir, cada forma, color, sonido, pensamiento, recuerdo, medida, etcétera) existiría únicamente en forma de esas redes o caminos. De modo que si en el cerebro no desaparece la mágica transformación de todas esas informaciones, la conciencia no aporta nada nuevo a lo que el cerebro por sí mismo ya contiene. A partir de esta paradoja, el prestigioso neurofisiólogo de Oxford y director del Medical Research Council, el profesor Colin Blakemore, concluye que «la conciencia no ha podido desarrollarse por el camino de la evolución, mediante la selección natural. Constituye, pues, un epifenómeno».[111]

 

Uno de los más célebres neurólogos estadounidenses, Antonio Damasio,[112] considera que en nuestro cerebro existe un centro particular cuyas células, en lugar de recoger las impresiones del mundo que nos rodea y enviarlas a través de los sentidos, reciben las señales procedentes de nuestro interior, incluso de las regiones más lejanas y profundas del cuerpo. Esas señales se trasladan por vía nerviosa o sanguínea, como las hormonas. Sobre esa base se dibuja en el centro principal un mapa móvil y detallado del cuerpo. Este centro del que hablamos es nuestro «yo», que, encarcelado de alguna manera en el cerebro, es el observador de lo que acontece en el escenario de nuestro interior y el receptor de las emociones que lo acompañan, el que las pasa por el filtro de su propia memoria. ¿No nos suena de nada esa visión? ¿No será acaso que ese «yo», esa visión de la vasta memoria, encerrada dentro de nosotros, es en realidad una niñita? ¿No será esa misma Core la que, como creían los griegos, se puede ver a través de la pupila del ojo? Ella escucha lo que tenemos que decirle, lee las cartas que nos escribe Antígona y sonríe al ver el círculo que completa nuestro pensamiento cuando, en busca del alma, volvemos a encontrarnos de frente con ella.

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