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ARCANOS DEL ARTE Y LA DISCIPLINA CIENTÍFICA

 

En El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, hay una escena en la que Jesucristo, Ga-Nozri, se encuentra ante Pilatos. El procurador de Judea sufre desde la mañana un insoportable dolor de cabeza; se trata de hemicráneas o migrañas, que el duro jinete del Ponto no confiesa a nadie. Pilatos se oye a sí mismo formular la célebre pregunta: «¿Qué es la verdad?».

«“La verdad está, en primer lugar, en que te duele la cabeza y te duele tanto que cobardemente piensas en la muerte […]. Pero tu tormento se acabará pronto, se te pasará el dolor de cabeza”, dijo Ga-Nozri».

«Confiesa—dijo Pilatos en griego, bajando la voz—, ¿eres un gran médico?».[127]

He aquí un diagnóstico formulado en un abrir y cerrar de ojos a partir del análisis de la cara del enfermo. Verdaderamente, un don divino, pero no es menos cierto que encarna también el ideal al que debería aspirar todo médico. ¿O acaso ese apunte no raya en la soberbia, o incluso en la blasfemia? No creo. En varias religiones del mundo, los dioses tienen el poder de penetrar en la persona, de inspeccionar sus más profundos secretos, tras los cuales se encuentra el don de la curación y, ya en el ámbito de los milagros, el de la reanimación. La Biblia nos proporciona numerosos ejemplos. ¿O es que Asclepio no poseía el arte de resucitar a los muertos? ¿Quién, si no Isis, la más poderosa divinidad del antiguo Egipto, resucitó a Osiris, pese a que estaba hecho trizas? Los ecos de aquellos fabulosos diagnósticos y curaciones perviven en la vocación médica.

La búsqueda del milagro, el intento de romper las rejas de la cotidianidad y liberarse de las reglas a las que estamos subordinados, eran elementos que ya estaban presentes en los primeros albores de la medicina. Para eso precisamente servía la magia, tronco común a partir del que se desarrollaron tanto la medicina como el arte. La magia, un sistema que se sustenta en la omnipotencia de la palabra: «Una fórmula mágica, debidamente pronunciada, trae la salud o la muerte, la lluvia o la sequía, evoca los espíritus y revela el porvenir».[128] Al arte de la palabra que se servía de la experiencia, se unió posteriormente un segundo elemento: el pensamiento, el intento de comprender. Desde ese momento, la razón comenzó a acompañar al arte de la medicina y caminó a su lado a lo largo de milenios, hasta construir una ciencia, lo que llevó al florecimiento de la biología y la medicina. Por descontado, influyó en el arte médico, aunque ni lo hizo desaparecer ni lo sustituyó, a pesar de que hoy en día, en la era de la revolución tecnológica, estemos inclinados más de una vez a creerlo así.

 

Los intentos de comprender la naturaleza de las cosas venían de antes. En los comienzos del siglo VI antes de Cristo, en las colonias griegas de la orilla de Asia Menor, ciertos saberes se transformaron en teoría científica gracias a uno de los siete sabios: Tales de Mileto. Por más que los filósofos griegos miraran atrás y buscaran el tronco fundador de su filosofía, siempre acababan en el mismo punto, no eran capaces de llegar más atrás. Tales fue el primero que concibió la idea de la unidad del Universo, dedicándose a investigar la naturaleza, interesado especialmente por su origen. Se preguntó a partir de qué cuerpos, a los que hoy llamaríamos materia, se había originado y desarrollado. La respuesta era de una dificultad insoportable: cómo podía saber Tales qué hubo al principio del mundo. Su mérito, pues, no fue proporcionar respuestas, sino formular preguntas, preguntas que hasta el día de hoy son altamente apreciadas en la ciencia. Se dedicó también a aclarar ciertos fenómenos que la mitología ya había explicado antes, pero la clave fue que el método empleado para explicarlos era diferente.

Se cuenta que una noche, ensimismado mientras contemplaba las estrellas en su jardín, absorto en la observación y sumido en sus pensamientos, cayó en un pozo. A lo lejos, oyó una sonora carcajada: quien reía era una muchacha tracia, una criada, divertida porque alguien que buscaba el camino del cielo no supiera andar en la tierra.

 

Pocos años después, en la cercana Éfeso, tuvo lugar una escena memorable. De noche, en un templo, se hallaba Heráclito. Había llevado el libro de la sabiduría, fruto del trabajo de toda su vida, ante la diosa, que observaba al forastero. En un museo napolitano se conserva una copia de esa escultura, lo que nos permite imaginar con detalle la escena. Ella, toda de madera negra, con el cuello rodeado de collares y colgantes, arropada por ligeras telas y cubierta de cintura para abajo por un vestido rico en adornos y motivos de fauna y flora. El vestido se ajusta perfectamente a su cuerpo, y sólo deja ver las puntas de los dedos de los pies, mientras extiende las manos abiertas hacia el forastero en un gesto de bienvenida, parecería querer enseñarle o revelarle algo. Su torso está desnudo, cubierto por varias filas de exuberantes pechos. Se trata de Artemisa, identificada con la egipcia Isis, la diosa de la naturaleza, una poderosa divinidad del mundo mediterráneo y origen de la fuerza creadora, la Madre Naturaleza, como la llama Apuleyo.[129] Apareció en las tinieblas de la prehistoria, misteriosa, extraña, impenetrable, y la seguimos viendo, siglos después, en cuadros, frescos y esculturas. Por ejemplo, en el medallón de la bóveda de la Stanza della Segnatura del Vaticano, sobre la obra de Rafael, la Escuela de Atenas, se desdobla y sostiene por dos lados el trono de la Filosofía. Llega a las portadas de los famosos libros de Anton van Leeuwenhoek, cuyo tratado sobre el microscopio describe el interiora rerum, el interior de las cosas. Su imagen abre la traducción francesa del siglo XVIII de La Nature des choses de Lucrecio, editada en la Sorbona. En un dibujo de Bertel Thorvaldsen ocupa la primera página de la obra que Alexander von Humboldt le obsequió a Goethe. Y por último, nos mira desde la portada del largo poema de Erasmus Darwin, abuelo de Charles, «El templo de la naturaleza o el origen de la sociedad». En estos y en muchos otros cuadros, el velo que la cubre está semicaído o directamente se lo han quitado, ya sea Apolo, el espíritu de Epícteto o, con el paso de los siglos, cada vez más, la Ciencia, que se presenta como su sacerdotisa. Es así como se descubren los secretos de la naturaleza; ante nosotros queda la verdad desnuda.

 

Desconocemos si Artemisa-Isis entreabrió las cortinas del templo ante Heráclito, como tampoco sabemos el título de la obra que él depositó a sus pies. No obstante, tenemos razones para considerar que contenía los poderosos conceptos que éste introdujera en la filosofía: la idea de la razón divina que penetra un mundo en continua transformación y lleno de contradicciones.

Los labios del filósofo pronunciaron en el templo unas palabras que han llegado hasta nosotros: «A la naturaleza le gusta esconderse» (Φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ [fysis kryptesthai filei]). Esa lacónica sentencia, llena de sentido, ha sido objeto de innumerables interpretaciones. ¿Qué era la naturaleza para Heráclito? No parece que fuera un conjunto de fenómenos naturales sujetos a unas leyes, puesto que esa concepción se configuró más tarde. Quizá tuviera en mente la naturaleza en cuanto ser de las cosas, su esencia, su principal rasgo constitutivo; o también la procedencia de éstas, sus comienzos, su aparición. Los estudiosos de la Antigüedad griega plantean que para Heráclito «la palabra Φύσις [fysis] podía significar también ‘nacimiento’, mientras que κρύπτεσθαι [kryptesthai] significaría ‘deceso’, ‘muerte’».[130] En ese aforismo se ocultaba, pues, la conocida admiración de este filósofo por el devenir de cosas y personas, que aparecen y desaparecen, que nacen y después mueren. Se trata de un fuerte convencimiento de que la estructura del mundo está entretejida de elementos contrapuestos que al tiempo se sustentan mutuamente. Los estoicos vieron en estas palabras a los dioses que se ocultaban tras los mitos. Más adelante, sirvieron para aludir a los misterios de las ciencias naturales, justificar la exégesis o interpretación de los textos bíblicos y defender el paganismo, así como para señalar la violencia que la tecnificación del mundo infligió a la naturaleza. A medida que se fue avanzando hacia la época contemporánea, los secretos escondidos tras los velos de Isis se fueron relacionando cada vez más con el secreto de la existencia.

Las palabras de Heráclito, al igual que la «naturaleza» de la que hablaban, se ocultaban en sí mismas: componían un enigmático aforismo, una adivinanza, esa arcaica sabiduría griega que recordaba a la profecía del oráculo de Delfos. La poderosa metáfora que contenían esas palabras se conservó en la lengua, y gracias a esas mismas palabras se fue dando forma al concepto de «naturaleza», de la que por cierto formamos parte. Estas palabras hablaban del descubrimiento de sus leyes, de la búsqueda de la verdad, del carácter de la ciencia. Hubo sabios como Immanuel Kant y, en particular, Francis Bacon, que llevaron a la naturaleza ante los tribunales, aduciendo que es necesario extraer de ella la verdad «sometiéndola a la tortura de la experimentación».[131] En el otro extremo estaba Goethe, que advertía de la amenaza que se escondía tras el velo de la «naturaleza-esfinge».[132] Por su parte, Nietzsche volvió su atención irónicamente sobre el hecho de que la decencia exige no querer verlo todo desnudo; escribió: «Se debiera tener en mayor honor la vergüenza con que la naturaleza se ha ocultado tras enigmas y complicadas incertidumbres».[133] Y añadió: «¿Acaso la verdad es una mujer que tiene razones para no dejar ver sus razones?».[134]

En el Tratado hipocrático del siglo V antes de Cristo, leemos que «sólo a partir de la medicina es posible conocer algo cierto sobre la naturaleza […]. Me refiero a esa investigación que consiste en conocer con exactitud qué es el hombre, por qué causas llega a existir y todo lo demás».[135] Sin embargo, el autor estaba convencido de que mediante el arte se podían extraer señales de la naturaleza, síntomas clínicos, «sin causarle daño».[136] En esas palabras resuena la moderación griega y el mandato hipocrático que afirma: «Lo primero, no causar daño» (Primum non nocere). «Porque moderación significa—como dijo Pitágoras—no perjudicar».[137]

 

En el Museo Real de las Bellas Artes de Bruselas se puede contemplar el cuadro Paisaje con la caída de Ícaro, de Pieter Brueghel el Viejo, donde predominan tonalidades verdes. Se trata de un verde luminoso, como el del mar, que recoge los reflejos del sol poniéndose en el horizonte. Observamos el mar desde la cómoda orilla de una pequeña bahía. En primer plano aparece un labrador tras su arado; un poco más allá, un pastor que contempla su rebaño y, justo en la orilla, un pescador se inclina sobre el agua. En el silencio, un elegante galeón atraviesa la bahía, y la caídade Ícaro no perturba esa tranquilidad. Hundiéndose cerca de la orilla, entre el barco y el pescador, aún se ven dos piernas y una mano del muchacho que acaba de caer al mar. En el aire todavía revolotean algunas plumas. Nadie se asombra ni reacciona, ni presta atención alguna, nadie, salvo quizá la perdiz que, posada sobre una rama a espaldas del pescador, puede estar dirigiendo su mirada inmóvil al muchacho que está a punto de desaparecer. Esa indiferencia, esa falta de comprensión asombra al poeta:

En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: cómo se inhibe todo

tranquilamente del desastre: puede que el labrador

oyese la caída del agua, el grito no atendido,

y para él no fuese una tragedia: daba el sol

como tenía que ser en las piernas blancas que las verdes

aguas se tragaban; y el costoso, delicado navío que sin duda

vio algo extraño, un muchacho que caía del cielo,

iba a un lugar y, en paz, siguió su travesía.[138]

Ícaro no muere solo, sino rodeado de gente. El maestro Brueghel expresó la verdad del ser humano, del «fenómeno de la indiferencia del mundo», que pertenece a las experiencias fundamentales.[139] No queremos ver el sufrimiento, damos la espalda al infortunio, que siempre llega a destiempo. Y molesta. Duele como una espina, aunque no nos atraviese la piel. Siempre nos encuentra desprevenidos, y tan sólo el médico, la enfermera o el capellán del hospital salen con presteza a su encuentro. Deben conservar la sensibilidad para no volverse partícipes de una escena como la que nos ofrece Brueghel.

La sensibilidad ocupa un lugar muy concreto dentro de la medicina. Por un lado nosotros, los médicos, tenemos el deber de ponernos una coraza, pues de otro modo no soportaríamos tanta miseria y sufrimiento a nuestro alrededor. De otro modo, el médico se echaría a llorar con su paciente y una hora después de empezar su jornada ya estaría desarmado, el cirujano se vendría abajo en la mesa de operaciones. Esa coraza la llevamos puesta todos los días, tanto médicos como enfermeras.

Por otra parte, eso entraña un peligro, ya que a la larga puede conducir a la falta de empatía, a la insensibilidad. De hecho, lo que empuja al médico a actuar es el primer impulso, la conmoción. Me imagino, querido lector, que en caso de que fuéramos caminando juntos y una persona se cayera al suelo, nos inclinaríamos ambos al mismo tiempo a ofrecerle la mano para que se levantara; yo, como mucho, puedo saber algo mejor cómo ayudarla. Pero eso es un instinto humano, común, ¿no es cierto? Debe haber algo que estremezca a la persona, algo que funcione como una especie de automatismo. Pero la vida no depende solamente de reacciones instintivas, y de hecho los seres humanos no somos máquinas. Es necesario cuidar esa sensibilidad que hay en nosotros, la sensibilidad del corazón. Se habla poco de ello, puesto que se espera que sobre todo los artistas sean sensibles; quizá los vínculos entre la medicina y el arte queden claros también en ese plano.

 

Esa sensibilidad nos permite abrirnos al otro, nos predispone para acogerlo. Los enfermos «abren el horizonte a la compasión. Con su enfermedad y con su sufrimiento inducen a las obras de misericordia y crean oportunidades para ponerlas en práctica».[140] Pero en más de una ocasión ¡es tan difícil! De noche una ambulancia trae a otro enfermo más, balbuceante y borracho. Una multitud de personas con los abrigos mojados se arremolina en el pasillo del ambulatorio esperando durante horas para ser atendidas. Están verdaderamente hartos, pero ¿son los únicos? Y sin embargo, ¡cuánto puede aportar cada uno de ellos a nuestra vida! ¡Qué agradable sorpresa cuando ese hombre tímido al que desde nuestra arrogancia hemos mirado por encima del hombro nos sorprende y resulta ser una magnífica persona! Fui testigo de una experiencia así, una experiencia relacionada con la medicina.

 

Ocurrió durante el período de la ley marcial. En el sindicato Solidaridad estábamos preparando una contramanifestación el Primero de Mayo en contra del WRON (Consejo Militar de Salvación Nacional).[141] Por la calle se oían canciones sobre la «corneja verde», haciendo referencia al color de los uniformes militares con los que aparecían tanto los dirigentes, responsables de la ley marcial, como sus voceros, los presentadores de televisión.

Era el Primero de Mayo del año 1983, el poder había organizado un mitin de apoyo a la ley marcial en la plaza mayor de Cracovia, junto a la Torre del Ayuntamiento. En la tribuna ya se encontraban el cónsul soviético y otros gobernantes. Las campanas del reloj dieron las nueve. Por los numerosos altavoces distribuidos alrededor de la plaza se anunció solemnemente que el encargado de pronunciar el discurso sería el general Jaruzelski, Primer Secretario General del Comité Central del PZPR (Partido Obrero Unificado de Polonia), presidente del Consejo de Ministros y dirigente del WRON. Tras un instante de silencio y espera, en lugar de la voz del general, a través de los altavoces resonó… el estridente y continuado graznar de una corneja. ¡Conseguido! El graznido llenó la plaza y llegó hasta las calles vecinas y aun más allá, como si sólo fuera a detenerse ante la tan odiada sede del WRON, que se encontraba en Varsovia. La muchedumbre que salía en ese momento de la basílica de Santa María estalló de júbilo. Una marea de gente nos movimos en dirección a la tribuna del partido, que los dignatarios habían empezado a abandonar sumidos en el pánico. No teníamos malas intenciones: nos guiaba una alegre embriaguez. Sin embargo, no sabíamos que la cabeza de la marcha estaba siendo filmada por una cámara oculta. Algunos días más tarde, en Varsovia, fui destituido del cargo de vicerrector de la Academia de Medicina y apartado de la docencia. «Y ahora—me dijo el ministro de Sanidad—le espera a usted un proceso por instigación de acciones contra el poder popular». Al proceso acudió una multitud de cracovianos. Tratábamos de ganar tiempo, ya que se hablaba de una hipotética amnistía con motivo del cercano aniversario del Manifiesto del Comité Polaco de Salvación Nacional PKWN, el 22 de julio.

Y finalmente llegó el momento decisivo: la identificación del acusado sobre la base de una fotografía, probablemente no de la mejor calidad. Llamaron a un testigo a la sala de vistas, tras lo que hizo su entrada el capitán Mieczysław Dec, de la Sección Militar de la Academia de Medicina,[142] cuyo director en ese momento era el comisario militar de la escuela. «El capitán—pensé—; no podía ser peor». Y me vino a la memoria una lejana mañana, cuando nos había sorprendido a mí y otros dos estudiantes de medicina jugando a las cartas en la última fila de un aula llena hasta la bandera, durante una clase magistral de la Sección Militar. Una hora después estábamos los tres de pie ante toda la compañía. «¿Qué tenéis que decir?», había preguntado el teniente Dec. «Que me falta el as de corazones, mi teniente», respondió mi colega Janek sosteniendo la baraja en la mano de manera que pudiéramos verla.

¿Es necesario contar lo que pasó después? ¿Es preciso decir que en los años siguientes no había conseguido olvidarse de nosotros ni de nuestra arrogancia? En el Estudio Militar tuvimos clase una vez a la semana durante toda la carrera de medicina.

Era precisamente él quien, con uniforme de capitán pasados los años, estaba en la sala de vistas como testigo ante el tribunal. Uno de los tres jueces le acercó una fotografía y le preguntó: «¿A quién reconoce aquí?». Tras un momento que se hizo eterno, respondió: «No veo, no he cogido las gafas, no sabía que serían necesarias». «¡Coja las mías!», respondió agitado el juez, quitándose sus propias gafas. El capitán las tomó con calma, se las probó y dijo: «No es suficiente». Hubo que suspender la vista y, a pesar de que finalmente fui condenado, todo el proceso se retrasó y la condena llegó tres días antes de la amnistía, con lo que evité la cárcel. Ninguno de nosotros esperaba tanto ingenio y valentía por parte del capitán, que puso mucho en riesgo. Hasta el día de hoy conservo una gran admiración por él.

Esta historia tuvo aún un tercer y último acto. Fue en el año 1990, cuando comenzaba a ejercer el cargo de rector de la Academia de Medicina, para el que había sido elegido en unas elecciones libres tras la caída del comunismo. Me pasaron una instancia en la que el firmante, próximo a la jubilación, solicitaba un pequeño aumento de sueldo. La instancia la firmaba el teniente coronel Dec. ¿Dec? No lo había visto desde el día del juicio. Había pensado ponerme en contacto con él, agradecerle el gesto que había tenido conmigo, pero en aquel momento sabía que podía ser comprometedor para él y después… me olvidé. «Por favor, dígale al teniente coronel que pase», le dije a la gestora del rectorado, que me miró por encima del montón de correspondencia, sin ocultar su asombro. El asunto estaba claro, era una nadería, el aumento era merecido…

Nos sentamos cara a cara. «Señor teniente coronel—le dije—, ahora, después de todos estos años, quiero agradecerle y expresarle mi admiración por el valor que demostró». Guardó silencio por un momento, me miró a los ojos y después me preguntó en voz baja: «Ciudadano rector, ¿me puedo retirar?». «Teniente coronel—di un puñetazo en la mesa—, ¡puede retirarse!». Se cuadró como un palo, dio un golpe de tacón, se dio media vuelta y el teniente-capitán-teniente coronel Dec salió del último acto del relato que nos unía.

 

Este drama en tres actos recuerda el sindicato Solidaridad, que creamos y para el que vivimos a lo largo de los años ochenta. Éramos una generación más de polacos luchando por la independencia, eso nadie lo ponía en duda. Aunque nos escudáramos en la palabra sindicato, estaba claro cuál era nuestro objetivo: la liberación. Estábamos entusiasmados con los nuevos aires de libertad que se respiraban desde que había estallado Solidaridad. E incluso en los últimos y más oscuros años ochenta, cuando los gobernantes hacían todo lo que podían por atomizar la sociedad, experimentamos la «unidad de corazón» de la que nos hablaba nuestro papa, sin la cual nada de aquello habría pasado. Y precisamente para verlo a él viajé en el año 1981 desde Cracovia hasta el Vaticano. Me acompañaba un amigo, un extraordinario científico que más tarde, durante la ley marcial, demostró una enorme integridad moral. Pero en aquel momento, cuando en el país no había de nada y las universidades occidentales tenían las puertas abiertas para acogernos si así lo queríamos, le atormentaba la cuestión de si quedarse o no en Occidente. Consultó al papa en busca de la respuesta. Juan Pablo II lanzó una mirada penetrante a los ojos de mi amigo y respondió: «¿No es suficiente que yo haya tenido que quedarme?».

En 1984 me reencontré con un conocido farmacólogo italiano, el profesor Rodolfo Paoletti, que con tono preocupado me aconsejó: «Déjalo estar. No tenéis ninguna oportunidad, os espera el destino de los Balcanes bajo el yugo turco: ocupación soviética durante los próximos tres siglos. Mejor harías en mandar a tus hijos a escuelas rusas». Pese a que tenía las mejores intenciones y se guiaba por una percepción realista de la situación, le respondí con un corte de mangas. Pero ¿es que alguien esperaba que el comunismo caería estando nosotros en vida? Y sin embargo lo conseguimos: vencimos. Aunque resultó que la independencia que conseguimos era complicada, una realidad herida donde esa capacidad de resistencia nacional y esa habilidad para oponerse dejaron de ser útiles. De repente, tras la devastación que trajeron la guerra y las décadas posteriores, sentimos que nos faltaba gente en la política, en la judicatura, en las escuelas…, en todas las facetas de la vida. Comenzó a generalizarse la búsqueda del beneficio propio, el egoísmo desenfrenado. Nos convencimos de que «la victoria sobre las fuerzas del mal no convierte a una persona en una buena persona».[143] Ojalá en los años que tuvimos que dedicar a renovar el país desde dentro nos hubiera ido tan bien como en la lucha por la independencia del régimen soviético.

Para nosotros, los que vivíamos en Polonia, la medicina de los años ochenta era diferente. Más de una vez sucedía que el paciente le robaba medicamentos a su compañero de habitación en el hospital porque sabía que no habría suficientes para él; o desaparecían los grifos de las tuberías, porque en la calle se podían vender a precio de oro. Y qué decir del racionamiento de víveres, organizado en cartillas, o del papel higiénico, que siempre escaseaba en todo el país, y desprendía ese polvo gris como la ceniza que se colaba por todas partes: en las pestañas, entre los dientes, en el hospital, en la calle y en las casas.

Organizábamos la distribución de medicinas y ropa que llegaban del extranjero en camiones de organizaciones humanitarias; en Cracovia, enfrentándose a grandes dificultades, la ayuda la organizaban concretamente franceses y alemanes, gentes bravas y valientes. Cuidábamos y escondíamos a los heridos durante las cargas policiales contra las manifestaciones, imprimíamos y repartíamos panfletos y libros prohibidos, construíamos una organización clandestina a nivel local y estatal. Para muchos de nosotros no había nada más importante que Solidaridad.

Pero en el resto del mundo la medicina no se detuvo a esperarnos: se desarrolló de manera admirable, ganando cada vez más terreno a la enfermedad. Se adentró en lo profundo del organismo humano, sirviéndose cada vez más de las ciencias exactas para desentrañar sus propios descubrimientos.

 

Durante los últimos dos siglos, el juicio final sobre la enfermedad había tenido lugar en la escena del theatrum anatomicum. La autopsia, sustentada por el examen microscópico, dictaba el ineludible veredicto. Confirmaba, o no, el diagnóstico clínico, descubriendo nuevas esferas de conocimiento del ser humano. Así era aún en los tiempos de nuestros padres y abuelos, pero cuando yo estudié ya era la bioquímica la que predominaba. Se buscaban las causas de la enfermedad en los cambios y alteraciones de los enlaces químicos en el metabolismo. Cada vez más a menudo se iban desvelando los secretos del interior del cuerpo humano sin necesidad de abrirlo. Florecieron métodos de representación de los órganos, se empezó también a tomar, en vida y de forma generalizada, muestras de tejidos de personas enfermas, para reproducir con esos fragmentos una imagen de la enfermedad. Hoy en día, algunas décadas después, buscamos la explicación de los fenómenos relativos al organismo humano en el nivel molecular; investigamos las partículas que componen las proteínas, el ADN… De esta manera, con el examen del cuerpo en su conjunto, vamos penetrando cada vez más y más adentro, aproximándonos a elementos cada vez más pequeños que nos construyen a todos nosotros. ¿Qué nos esperará en el nivel más profundo? Algunos responden que cada vez será más parecido a las matemáticas, que describen el mundo físico del ser humano.

No es la primera vez que los médicos dirigen la mirada a las matemáticas. En el siglo XVII la relación entre estas dos disciplinas era tan estrecha que muchos médicos, en los prefacios de sus obras y en sus sepulturas, escribían junto a su apellido el honorable título de medicus mathematicus. En la iglesia de San Adalberto de Cracovia, por ejemplo, podemos leer en una lápida del Renacimiento tardío: «Valentino Fontano medico math(e-matico)». Shakespeare llama Doctor of Physics al médico que examina a Lady Macbeth, que en medio de un trance sonámbulo trata de lavarse las manos de sangre; y en mis años de infancia en la región de Podkarpackie, las personas mayores en lugar de médico decían físico.

¿De dónde surgió? De la fascinación por los avances de las matemáticas, la física, la mecánica, de la admiración por Newton, Descartes o Harvey. El símbolo de la gran revolución científica fue Galileo. Hasta ese momento había que remitirse a las autoridades científicas para buscar la explicación a los fenómenos de la naturaleza; a partir de Galileo, la búsqueda comienza a basarse en la observación y la experiencia. La admiración por este científico se extendió de tal manera que en el año 1737, durante el traslado de sus restos mortales a la nave izquierda de la iglesia de la Santa Cruz de Florencia, le cortaron el dedo corazón de la mano derecha como si fuera una reliquia, y actualmente se conserva en el Museo de Historia de la Ciencia. En la base de alabastro que sostiene el cáliz en el que se encuentra, se puede leer la siguiente inscripción:

No desprecies esta reliquia de diestra mano, dedo

que trazando sendas en los cielos

señaló a los mortales cuerpos celestes nuevos.

A decir verdad, «las huellas del dedo de Galileo se imprimieron en todas las ramas contemporáneas de la ciencia».[144] Nuestro científico fue también el padre espiritual de todas las escuelas de yatromecánica, que en los siglos XVI y XVII se esforzaron por hacer de la medicina una ciencia exacta.

En esa época el médico y profesor de Padua y Venecia Santorio Santoro construyó no sólo termómetros, higrómetros y pulsómetros, sino también balanzas tan grandes que «él mismo se sentaba y aun habitaba en ellas (con la cama, el escritorio, etcétera), pesando y midiéndolo todo, como Galileo».[145] Sus cálculos e ideas, con el tiempo, encontraron aplicación en el estudio del metabolismo. Los discípulos de Santoro, los yatrofísicos, se ocupaban de la mecánica del cuerpo, comparaban el sistema sanguíneo con una máquina hidráulica, considerando los nervios como tubos por los que circulaban fluidos.

 

Sin embargo, ¿hay en la biología—y con ella, en la medicina—leyes universales? ¿Se trata de un dominio exclusivo de los físicos? Los biólogos y los físicos han observado estas leyes con miradas diferentes. Pensemos en las leyes de Mendel, en el llamado dogma central de la genética, o en la «ley» de selección natural. Las excepciones a estas leyes no han provocado alarma, no han hecho que se llame a capítulo a los biólogos para que formulen nuevas leyes que incluyan esos casos; más bien han sido un recordatorio de cuán complicada es en realidad la biología.

Hoy, sin embargo, cuando biólogos y médicos se disputan a físicos, matemáticos, informáticos e ingenieros, cuando proliferan cátedras universitarias de biología de sistemas, las preguntas sobre las bases y las leyes adquieren un significado práctico. ¿Se puede hablar efectivamente de que se estén aclarando los principios, o incluso las leyes de funcionamiento de redes? Estas redes incluirían sistemas extraordinariamente complejos, como por ejemplo las reacciones metabólicas o la trayectoria de las señales en el interior de la célula. ¿Existe realmente «una arquitectura universal, que sienta las bases de una de las incontables leyes de las matemáticas de la vida»?[146]

Puede ser que los físicos, al adentrarse en estos terrenos aún vírgenes, desarrollen nuevas herramientas de análisis que se adapten mejor al dinamismo de los sistemas biológicos. O al revés: el hecho de que se concentren en la biología quizá conlleve un cambio en los objetivos epistemológicos y la renuncia a buscar leyes universales.

 

Descendemos a niveles cada vez más profundos de conocimiento, conseguimos describir al ser humano cada vez con mayor precisión y acierto, y nos vamos acercando al nivel más profundo, a sus cimientos. Pero ¿existe realmente ese nivel mínimo absoluto? ¿No sucederá como con los números? Si por ejemplo echamos un vistazo al conjunto de números positivos reales, veremos que no existe una unidad mínima: que a un número que parece infinitamente pequeño le sigue siempre otro aún menor. De igual manera podría suceder con las jerarquías del conocimiento. Estamos condenados a descender a las profundidades, pero nunca estaremos completamente seguros de haber llegado al límite, quizá sencillamente porque tal límite no existe.

Cuando era estudiante se consideraba que las partículas elementales eran los protones; después se descubrieron los quarks, concibiendo así el protón como una estructura compleja. Algunos sospechan que incluso los electrones no son homogéneos. Por lo tanto, ¿se podrá dividir la materia infinitamente? ¿Encontraremos sin cesar partículas cada vez más y más pequeñas, cada vez más elementales porque no existe un límite de división? A no ser que el universo no esté formado por partículas puntuales, sino por elementos comparables a cuerdas. El espacio multidimensional en su nivel más profundo no contendría entonces sino tensas membranas que constituyen campos cuánticos. La vibración y la oscilación continuas de estas cuerdas emitirían partículas y energía. Cada campo tendría su propia vibración y el universo sería una riquísima polifonía. Esa resonancia, si no «la armonía de las esferas celestes» de Platón, sí constituiría un «cántico cuántico».[147]

Tras estos conceptos (sublimes, inalcanzables para la intuición del común de los mortales) asoma el pensamiento griego, fascinado por el orden y la armonía que rigen la naturaleza. Los griegos consolidaron la extensión del significado del concepto kósmos, que sirvió para denominar a todo el universo, pues esa palabra originariamente significaba ‘bello’, ‘decorativo’, como aún se puede verificar en palabras como cosmética. Los griegos percibieron la increíble armonía implícita en la estructura de los organismos vivos, y en su percepción «el mundo era un organismo más que cualquier otra cosa».[148] ¿Cuál es la arjé del mundo?, se preguntaban los griegos. De esa manera inocularon en las investigaciones sobre la naturaleza esa búsqueda instintiva de las fuentes, de los orígenes, de las reglas primigenias. El anhelo de los médicos de conseguir una teoría total que tenga reflejo, siquiera oculto, en lo más profundo del ser humano no es sino el eco de aquellos sueños. De manera similar, los físicos contemporáneos fantasean con una teoría del todo, es decir, una teoría basada en la comparación de la totalidad de las leyes fundamentales que rigen los fenómenos naturales; sueño aún vivo, aunque asumido mayoritariamente como una utopía. Ese sueño sobre la teoría definitiva vuelve a nosotros como un eco de las palabras de John Donne:

Si alguna vez belleza vi

que yo deseé y logré, era sólo sueño de ti.[149]

En el ámbito musical, el concepto de Gesamtkunstwerk de Richard Wagner se acercaba a una teoría integral. En su caso, la música surgía a partir de la poesía, para encontrarse en el teatro; se construía así un espacio en el que los intérpretes se unían a sus receptores. Y la consumación de esa Gesamtkunstwerk fue Bayreuth, un lugar impregnado de melodías sin fin, de la gravitación de sonidos cautivadores, de una armonía cromática desconocida hasta ese momento.

 

La posibilidad de comprender el mundo dividiéndolo en sus partes elementales fue objeto de encendidos debates desde los albores de la filosofía. Tuvieron lugar muy diferentes respuestas, pero es difícil negar que el avance de las ciencias naturales está estrechamente relacionado con el reduccionismo. Ese rápido desarrollo científico, que dio comienzo cuando Galileo introdujo su concepto de sistema aislado, llega hasta nuestros días. De manera análoga, en el campo de la física y la química, el reduccionismo contribuyó a un enorme desarrollo de la biología y la medicina, lo que se reflejó en la cantidad de especialidades clínicas que surgieron. Hace aproximadamente cien años, la reina de las ciencias médicas, la medicina interna, alumbró la neurología, la dermatología y, en los últimos cincuenta años, surgieron también la cardiología, la gastroenterología, la nefrología y otras tantas disciplinas. Cuando estaba en la universidad, los profesores decían con orgullo: «Soy internista» o «Soy cirujano», y no se limitaban a examinar a los pacientes, sino que (tras consultar a colegas, si era necesario) asumían la responsabilidad de su tratamiento. Hoy el proctólogo al que se dirige un paciente con dolor de rodillas no le pedirá siquiera que se descubra la pierna, sino que lo redirigirá al traumatólogo, éste al reumatólogo, y éste a su vez a rehabilitación, etcétera. Si bien es imprescindible una especialización, y más en la universidad, ésta no debería ensombrecer ni tapar una profunda mirada a las dolencias del paciente en su totalidad.

Recientemente la ciencia ha empezado a plantearse si el reduccionismo no se estará aproximando al límite de sus posibilidades. Mientras que, por un lado, el reduccionismo supone un magnífico método de análisis de las reacciones en cadena lineal, por otro son cada vez más los sistemas dinámicos, altamente complejos y autoorganizados a los que la ciencia dirige su atención. Podemos reconocerlos en la teoría de la evolución, la teoría del caos, la mecánica cuántica, en las reacciones sinérgicas (tan frecuentes en medicina) o en la novísima biología de sistemas. Todos estos fenómenos escapan a la red conceptual con la que tratamos de capturarlos, y se resisten a ser encerrados en algoritmos matemáticos cuyos componentes, tan numerosos que resultan difíciles de enumerar, se enlazan de manera no lineal. El reduccionismo protesta cuando tiene que describirlos. Comenzamos a buscar principios que nos lleven desde los niveles de conocimiento que hemos alcanzado hacia uno superior desde donde podamos abarcarlo todo, que es algo más que la suma de sus elementos. El movimiento cambia de dirección, se vuelve en dirección contraria. Hablamos de «emergencia» y tratamos de descubrir los principios de la termodinámica no lineal, llamada «física de procesos creativos».[150] Es cada vez más generalizada la convicción de que sólo las ecuaciones no lineales consiguen describir la aparición de novedades, incluir y divisar la estructura de la totalidad, más rica que la suma de sus partes. Pero ¿es eso posible? No olvidemos la advertencia de Demócrito: «No trates de entenderlo todo, porque te resultará todo incomprensible». Y tampoco la irónica afirmación de que los naturalistas (físicos, químicos o biólogos) durante el día trabajan eficientemente como reduccionistas, mientras que «por la noche se entregan a ensoñaciones sobre una teoría del todo».[151]

 

No cabe duda de que los asombrosos logros de la medicina son el resultado de su metamorfosis en ciencia, lo que implica enfocar la investigación en el campo de la biología según los rigurosos parámetros de investigación de las ciencias exactas. Incluso en obras estrictamente clínicas, donde eso parece constituir una especial dificultad, aparece el concepto de «medicina basada en pruebas» (evidence-based medicine). En la medicina clínica se han establecido estrictos métodos, que salvaguardan la objetividad e imparcialidad, para la investigación y valoración de la eficacia de fármacos. Se han aplicado a otras formas de terapia, de cirugía, de rehabilitación, etcétera. Los resultados de las investigaciones son sometidos a un análisis crítico y estricto por parte del gremio de especialistas e incluso institutos a los que se recurre con ese objetivo. En última instancia, una vez consensuados, son publicados como estándares o protocolos recomendados, bases de actuación, tratamientos. Cada vez con mayor frecuencia, su nombre incluye el adjetivo global, que indica la ambición de abarcar todos los países del mundo. Con regularidad se publican enmiendas que, innegablemente, contribuyen a mejorar el nivel de la medicina, pese a que puedan chocar a muchos por su esquematismo, especialmente a clínicos con inclinaciones científicas, a los que, por cierto, no suelen estar dirigidas. Entre ellos podemos encontrar una opinión tan drástica como la siguiente: «El consenso en la ciencia es irrelevante. Si es consenso, no es ciencia. Si es ciencia, no es consenso. Punto».[152] Por supuesto, los estándares, las recomendaciones y el consenso se vienen abajo en el momento en que tiene lugar un descubrimiento decisivo, como no hace mucho sucedió en gastroenterología.

 

Hacia el final de los años setenta, Robin Warren, patólogo de la Universidad de Perth, en Australia, trabajando solo, se dio cuenta de que en el estómago de algunos pacientes fallecidos se encontraban pequeñas bacterias con forma de espiral; donde más se acumulaban, la mucosa mostraba indicios de inflamación. Warren animó al joven médico Barry Marshall a unirse a la investigación y, tras arduos intentos, consiguieron cultivar la bacteria en el laboratorio y la bautizaron: Helicobacter pylori.

Pero no les creyeron: ¿cómo podían vivir bacterias en el entorno más inhóspito de nuestro cuerpo, un medio repleto de una disolución acuosa de ácidos salinos (pH 1,0-2,0) y enzimas digestivas? Reunieron numerosas pruebas, también del hecho de que la Helicobacter es la causa de las úlceras pépticas, pero la comunidad médica reaccionó con extraordinario escepticismo. Lancet y otras revistas médicas no quisieron publicar su trabajo. Paralelamente, Marshall se realizó a sí mismo una gastroscopia y, tras comprobar que tenía un estómago sano, ingirió un vaso que contenía una gran cantidad de las bacterias cultivadas. En poco tiempo comenzó a padecer dolores de estómago, vértigos, vómitos…, hasta el punto de que su mujer le dijo que «apestaba a alcantarilla».[153] Una segunda gastroscopia mostró que sufría inflamación y ulceración del estómago, y tuvo que someterse a un tratamiento con antibióticos. En aquel momento Lancet admitió la publicación de su trabajo, y en el año 2005 ambos investigadores obtuvieron el Premio Nobel por el descubrimiento de la causa de las úlceras gástricas e intestinales, y de una cura nueva y más eficaz. Merece la pena añadir que la Helicobacter nos acompaña desde tiempo inmemorial: cuando nuestros antepasados emigraron de África ya llevaban consigo esta bacteria, y ha viajado con nosotros durante al menos sesenta mil años como si de un autoestopista se tratara.

 

La ceguera de Lancet se puede explicar como un exceso de celo. Pero ¿de verdad es excesivo? De hecho hace muy poco el mundo aún veía con admiración al científico coreano Hwang Woo-Suk.[154] Los resultados de sus investigaciones, publicados en las mejores revistas científicas, mostraban cómo obtener células madre a partir de la clonación de células embrionarias humanas. Resultaron estar manipulados y falseados. Casi simultáneamente apareció en Lancet un artículo de Oslo que planteaba nuevas posibilidades de curación del cáncer de boca.[155] El estudio describía las observaciones realizadas a novecientos enfermos y resultó que los datos eran completamente inventados. El autor principal reconoció el fraude, pero respecto al grado de participación de los otros trece coautores (entre los que se encontraba su hermano gemelo) sólo podemos hacer especulaciones. Pero seamos compasivos y dejemos ya de enumerar sus errores fatales.

Cuanto más prestigiosa es una revista científica, tanto más fino es el tamiz crítico que debe atravesar un trabajo para ser publicado. Los más estrictos se sienten protegidos tras la seguridad del anonimato, pero eso no evita que cometan increíbles errores. Algo así me sucedió con Jacques Benveniste.[156] Cuando lo conocí, al terminar la carrera, él ya había sufrido un accidente en un rally, a pesar de lo cual me animó vivamente a que abandonara la medicina y me dedicara a las carreras automovilísticas. Unos quince años después, al ponerse al frente del laboratorio del Instituto Pasteur de París, este hombre brillante y carismático ya tenía en su haber el descubrimiento de una hormona llamada «factor de activación de plaquetas» (platelet-activating factor). Cierto día leí con gran orgullo un trabajo suyo publicado en Nature, la más importante revista científica, que versaba sobre la memoria del agua. En él afirmaba que el agua, tras diluir en ella algunas sustancias, conserva en lo que se llamó «memoria del agua» la reacción que provocan dichas sustancias. Ésta perduraba incluso cuando no quedaba rastro de las sustancias; quedaba diluida incluso si conservaba sólo una gota de la sustancia inicial. El Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos envió a París a tres severos inspectores especializados en el seguimiento de fraudes científicos. No consiguieron repetir el experimento en el laboratorio de Jacques, que a pesar de todo mantuvo durante años la polémica en las publicaciones científicas, intentando aportar pruebas de la «memoria del agua».

Una verificación similar tuvo lugar hace trescientos años, como se puede comprobar en los archivos de la Royal Society de Londres. Éstos muestran una violenta polémica por correspondencia entre uno de los primeros miembros de la Sociedad, el célebre astrónomo polaco de Gdańsk Jan Heweliusz, y un miembro del Consejo de la Sociedad, el eminente experimentador Robert Hooke,[157] que observó por primera vez células al microscopio. Hooke probó que las observaciones astronómicas de Heweliusz no podían ser precisas porque éste no disponía de mira telescópica ni micrómetro astronómico. Con el fin de resolver el litigio, se envió de Londres a Gdańsk a Edmund Halley, uno de los miembros más jóvenes en la historia de la Sociedad, el mismo con cuyo apellido se bautizaría más tarde al famoso cometa. Tras dos meses de comprobar minuciosamente las observaciones de Heweliusz, Halley confirmó su credibilidad, de modo que el atlas del cielo más bello de Europa, del cual el astrónomo obsequió una copia al rey de Polonia Juan III Sobieski y otra al rey de Francia Luis XIV, era verdadero. En la Royal Society no se han conservado documentos que indiquen cuál fue la reacción de Hooke al «veredicto que daba la razón a su adversario».

 

Hoy en día los gastos destinados a investigaciones científicas en biología y medicina alcanzan cifras astronómicas, al tiempo que crecen en progresión aritmética los avances científicos. Más allá de genios excepcionales, ¿cómo podemos orientarnos ante tal cantidad de «trabajadores científicos» en el mundo? ¿Cómo decidir a quién otorgar subvenciones, dotaciones económicas para investigar? ¿Cómo tomar decisiones sobre los avances? En una palabra, ¿cómo se puede medir el reconocimiento en la ciencia? ¿Cómo sopesar el éxito, esa palabra en boca de todos? En la aldea global todos alardeamos, todos buscamos el aplauso: si no oímos vítores, es como si no existiéramos. Norwid escribió lo siguiente al respecto:

El éxito es el ídolo de hoy: con malas artes

ha cubierto cual mapa el globo entero;

al nuevo dios cede el paso incluso la victoria

de griegos y romanos, ¡valor eterno![158]

Hace unos cien años David Hilbert aportó un criterio de excelencia de la labor científica. Ésta sería proporcional al número de trabajos que quedan absolutamente desactualizados o cuyo conocimiento se vuelve prescindible como resultado de la aparición de ese nuevo y excelente trabajo, alcanzando un nivel superior en la observación científica. Los físicos teóricos están esperando ese tipo de trabajo. El célebre físico Andrzej Staruszkiewicz escribe del siguiente modo sobre la interpretación de Copenhague de la física cuántica: «Existe aquí una suerte de atasco intelectual verdadero y cansado para todos que encuentra un reflejo fatal en toda la física teórica, que ha perdido su claridad ontológica de visión del mundo; aquel que contribuya a eliminar dicho atasco, será enormemente digno de la humanidad».[159]

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