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VERDADES BIOLÓGICAS Y FE

 

«Existen dos mitos muy extendidos sobre Darwin—escribió John Gribbin—, ambos alejados de la verdad».[193] Según el primero, Darwin habría sido un joven diletante, un gentleman inglés que tuvo la suerte de embarcarse en un viaje alrededor del mundo durante el cual observó y recopiló pruebas que evidenciaban el funcionamiento de la evolución; y propuso una explicación a la que cualquier contemporáneo suyo con cierta dosis de inteligencia podría haber llegado en esas mismas circunstancias. El segundo mito habla de un genio excepcional que, gracias a una intuición igualmente inaudita y brillante, dio un enorme empujón a la ciencia de toda una generación. En realidad, Charles Darwin y sus ideas acerca de la selección natural «fueron el resultado propio de su época, sin olvidar que él mismo era una persona extraordinariamente trabajadora, escrupulosa y que no cejaba en su empeño de la búsqueda de la verdad, para lo cual escudriñó amplios ámbitos de múltiples disciplinas científicas».

A los veintidós años, después de terminar sus estudios en Cambridge, se embarcó—como asesor naturalista—en el buque de Su Majestad (Her Majesty’s Ship) Beagle, un bergantín de diez cañones que tenía la misión de inspeccionar y cartografiar las costas de América del Sur, decisión que más tarde definiría como «la más importante de su vida».[194] El viaje duró cinco años durante los que Darwin dio la vuelta al mundo con los ojos bien abiertos, aguda la mirada y la mente curiosa. Las costas sudamericanas—hasta la Tierra del Fuego—, en las que el barco se fue deteniendo durante semanas enteras, le permitieron ampliar su formación en biología, observar cómo se habían formado los estratos de rocas y recoger fósiles. Todo ello ilustraba con autenticidad los Elementos de geología (Principles of Geology) de Charles Lyell, que Darwin había llevado consigo y del que más tarde escribiría con una sinceridad digna de admiración: «Tuve siempre la impresión de que, de mis libros, la mitad había salido de la cabeza de Lyell; nunca se lo he agradecido lo bastante…».[195] En Chile fue testigo de un terremoto, lo que le facilitó la comprensión del potencial de formación de los movimientos tectónicos. Aunque no fuera su objetivo principal, observó y describió la fauna y la flora que encontraba, entre ellos, animales raros, como aves estrutioniformes. Visitó las Galápagos, un archipiélago que se encuentra a más de mil kilómetros del continente americano y que, debido a esa distancia, sufrió una colonización selectiva por parte de un número muy limitado de organismos vivos que siguieron de igual manera un proceso de evolución. Allí también, con ocasión de los tradicionales festines marineros a los que asistió, saboreó la carne de las tortugas gigantes, aceptando de buena fe la extendida opinión de que las habían dejado allí viajeros anteriores… para alimento de sus sucesores. No fue hasta que la navegación estuvo más avanzada cuando empezó a reflexionar sobre características específicas de ciertas tortugas que vivían en islas separadas pero vecinas, sobre la mutabilidad de los pinzones—que percibió y describió con suma precisión—, y, en definitiva, sobre los rasgos cambiantes de especies hermanas. Cuando arribó a puerto en Inglaterra, ya estaba profundamente convencido de la existencia de la evolución.

Pero Darwin ni «inventó» ni descubrió la evolución. Sobre ella ya habían pensado los antiguos griegos y, unas décadas antes que Darwin, Jean-Baptiste Lamarck había presentado en detalle su teoría de la evolución y había formulado las cuatro reglas que la regían, la más famosa de las cuales—la relativa a la herencia de rasgos adquiridos como motor de los cambios—resultó ser falsa. Su contemporáneo, el también evolucionista Erasmus Darwin, abuelo de nuestro Charles, probablemente no conocía los trabajos del gran científico francés. Éste describió una naturaleza exuberante, que bullía de energía y encontraba escape en las más diversas formas de actuación. El apreciado médico, de afamada consulta, fue padre de catorce hijos fruto de dos matrimonios (y de alguna relación extramatrimonial), amigo de excelentes científicos y poetas de la época y miembro fundador del club de discusión que, no sin sentido del humor, se bautizó como Sociedad Lunar; fue también patrón de la construcción en la industria metalúrgica y de canales, encendido enemigo de la esclavitud… y el encargado de traducir al inglés la obra completa de Linneo. Expresó su pasión por la botánica en verso en el extenso poema Sobre los amores por las plantas, con el que sedujo, nunca mejor dicho, a no pocos lectores: «En él presentó a las plantas literalmente como sexys».[196] También publicó trabajos científicos que le granjearon el ingreso en la Royal Society.

En «Templo de la naturaleza», Erasmus Darwin describió la evolución en verso, desde las minucias microscópicas hasta las formas de vida más ricas. Expresó el convencimiento de que toda la vida sobre la Tierra podría provenir de un solo antecesor común, y dio numerosos ejemplos de la variabilidad de las especies en abundantes glosas. Prestó atención a las conformaciones de los rasgos debidas a las condiciones de cría; así, por ejemplo, advirtió cómo aumentaba la velocidad y el salto de los caballos de carreras o el rendimiento de los cultivos de cereales mediante habilidosos cruces y, más tarde, por selección (artificial). Una versión desarrollada de esa idea conformaría luego la línea conductora de la teoría de su nieto.

Al poco tiempo de regresar a Inglaterra, Charles Darwin adquirió una casa con jardín en Down, en el condado de Kent. Podemos imaginar su día a día allí durante aquellos años, paseando por el sendero de tierra del jardín mientras reflexionaba sobre la evolución. Reúne y escribe en sus cuadernos abundantes pruebas de su existencia y autenticidad; en las pausas cría palomas y prueba cruces, escribe perspicaces tratados de zoología que le asegurarán el reconocimiento en los círculos de especialistas y una alta posición como científico. En el otoño de 1838 llega a sus manos la sexta edición del afamado Ensayo sobre el principio de la población del profesor de economía política británico Thomas Malthus, en el que lee que pese a que el crecimiento natural de los seres humanos y otros mamíferos tiene lugar en progresión geométrica, la cantidad de individuos adultos en la población se mantiene en un nivel estable, y que ello está condicionado por el acceso limitado a alimentos, la muerte a manos de sus depredadores, las guerras o las epidemias. De ese modo Darwin encuentra los ingredientes esenciales de su teoría sobre los mecanismos de la evolución: la lucha por la supervivencia entre individuos de la misma especie, como resultado de la cual sobreviven los que están mejor adaptados. A raíz de la lectura de Malthus esbozó esas ideas y las desarrolló con mayor detalle en un cuaderno fechado en 1842 y que reservó para sí mismo.

Dio a conocer los resultados de sus investigaciones y reflexiones apenas a un puñado de personas, sabedor como era de que los críticos lo devorarían en caso de no presentar debidamente documentada la obra de su vida. Y precisamente ése fue el destino que encontró el libro que difundía la idea de la evolución, publicado con el seudónimo de Robert Chambers. Por encima de todo sintió que, si anunciaba su teoría, rompería el orden de la Inglaterra victoriana, la estabilidad de un mundo que hasta ese momento se había fundamentado en el libro bíblico del Génesis, en pocas palabras: actuaría en contra de las verdades de la religión. Por ese motivo, en una carta a su amigo el botánico Joseph Hooker, en la que presentaba los fundamentos de la teoría de la evolución y la selección natural, se refirió a ella como «la confesión de un asesinato».[197] Darwin esperó veinte años y probablemente la teoría no habría visto la luz hasta su fallecimiento si no hubiera sido por una carta que recibió desde las antípodas en junio del año 1858 de forma completamente inesperada. Su autor era Alfred Russel Wallace, y adjuntaba a la carta un breve manuscrito del que Darwin afirmó que era «el mejor resumen imaginable de mi teoría».[198]

Una cosa los diferenciaba: las posesiones. Wallace, al contrario que Darwin, procedía de una familia humilde y desde los primeros años de vida tuvo que arreglárselas para mantenerse y ayudar a sus hermanos. Unía a ambos la idea de la evolución, la búsqueda de pruebas en el otro extremo del mundo y una misma explicación de su mecanismo, que partía de la misma fuente de inspiración, aunque hubieran llegado a aquélla desde distintos caminos. Wallace, quince años más joven que Darwin, estaba convencido de la evolución y fue en busca de pruebas hasta las junglas de Brasil, donde permaneció cuatro años coleccionando ejemplares de mariposas con la intención de obtener dinero con ellas de vuelta en su país, puesto que el coleccionismo de especies exóticas empezaba a estar de moda tras la divulgación de la descripción que hizo Darwin de su viaje en el Beagle. El barco en el que regresaba se hundió y de ese modo perdió a un hermano además de toda su colección. Diez días después fue rescatado del mar. Algún tiempo más tarde viajó al Lejano Oriente, después de haber conocido de paso a Darwin, con el cual mantuvo una correspondencia esporádica. En las islas Molucas, convaleciente de una fiebre muy alta, recordó el libro de Malthus que había leído años atrás y tuvo una revelación, pues vio en él una explicación del mecanismo de la evolución, tras lo cual envió una carta a Darwin. El resto ha pasado ya a la historia. Los amigos de Darwin presentaron esa carta en un encuentro de la Sociedad Linneana de Londres junto a los cuadernos privados que el propio Darwin había escrito en los años anteriores y que atestiguaban que su trabajo era cronológicamente anterior. Poco después ambos trabajos vieron la luz simultáneamente; Wallace no tenía nada en contra de esa solución. Un año después Darwin publicaría la obra de su vida: El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida (On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life).

 

En el Harveian Oration[199] pronunciado en 2003 en el Royal College of Physicians, sir Paul Nurse presentó las cuatro grandes ideas que configuran las raíces de la biología y la medicina. La primera es la célula como elemento a partir del cual se genera la vida y como su pieza más pequeña que contiene rasgos propios. Como sucede con las otras tres ideas, ésta tomó forma en el siglo XIX y debemos su descubrimiento a los avances de la técnica. En el año 1665 Robert Hooke contempló a través de la lente del primer microscopio, que él mismo había construido, una fina lámina de corcho; lo que vio fueron pequeñas cavidades regulares pegadas unas a otras y las denominó en latín cella, es decir, ‘célula’. Durante mucho tiempo no se entendió de dónde provenían las células de plantas y animales, hasta que finalmente se comprendió que surgían a partir de la división de una célula ya existente en otras dos descendientes (Omnis cellula e cellula: «Toda célula procede de otra célula»).[200] La célula es el átomo de la biología; le debemos respeto, más aún si tenemos en cuenta que todos nosotros fuimos en algún momento una única célula.

La segunda idea son los genes: elemento de la transmisión hereditaria, portador de información y componente de la doble espiral del ADN, con capacidad de autorreplicación. La tercera es la idea según la cual los procesos vitales pueden ser entendidos como reacciones químicas. Hasta los tiempos de Louis Pasteur se había debatido largamente sobre la misteriosa, sorprendente e inaprensible fuerza vital (vis vitalis), la fuente de nuestra energía interior; cuando sus enigmáticas bacterias se debilitaban, la vida se apagaba. Los trabajos de Pasteur sobre la fermentación del vino lo llevaron a la conclusión de que las reacciones químicas son la expresión de la vida. Miles de reacciones químicas controladas por biocatalizadores, es decir, enzimas, tienen lugar en cada una de nuestras células de manera ininterrumpida. En ellas encontramos la explicación de los fenómenos vitales, y en ellas se materializó la vis vitalis tan buscada a lo largo de los siglos.

Y finalmente, la última idea: la evolución. «Sin evolución—se ha dicho—nada en biología tiene sentido».[201] Tan sólo ella da sentido a la biología. No obstante, a primera vista advertimos que la evolución, siendo «fundamentalmente una teoría histórica»,[202] tiene menos implicaciones para la medicina clínica que las otras tres ideas, en las cuales se apoya la medicina molecular contemporánea. Pero hay una excepción: el cáncer. Éste se desarrolla cuando los genes, que controlan el crecimiento y división de las células, sufren un daño o un reajuste, momento en el cual se produce un desarrollo incontrolado, la proliferación celular. Se trata de un ejemplo de la evolución por medio de la selección natural, que tiene lugar a nivel celular en el organismo humano. De manera similar a la evolución de los niveles de población, las células precancerígenas o cancerígenas vencen la batalla, destruyendo a todas las demás. Este sistema presenta tres de los rasgos de la evolución: reproducción, transmisión hereditaria y variedad genética. No deja de ser una paradoja el hecho de que los mismos mecanismos que han permitido la evolución de la vida humana sean también los responsables de una de las enfermedades que más amenazan al ser humano.

Lo opuesto a la lucha es la simbiosis. Hablamos de simbiosis cuando dos organismos conviven y cooperan estrechamente beneficiándose mutuamente. En casos extremos llegan a fundirse en un solo ser nuevo; en ese caso hablamos de endosimbiosis. Así fue como hace miles de millones de años, en los inicios de la evolución, los antecesores de las células actuales (las eucariotas) recibieron en su interior a bacterias que vivían de manera autónoma. Éstas se han conservado hasta el día de hoy como estructuras diferenciadas; existen dentro de todas las células humanas y animales—son lo que llamamos mitocondrias—y en las células vegetales—donde llevan el nombre de cloroplastos—. Poseen un ADN propio, circular, diferente de la doble espiral que encierra el núcleo celular, y están perfectamente integrados en la célula, pues cumplen en ella importantes funciones vitales. En el momento en que se produjo la endosimbiosis, parte de los genes del huésped tuvo que viajar al ADN del anfitrión, a su núcleo celular. Desconocemos si fue una transferencia masiva o si fue pasando de manera gradual; lo que sí sabemos es que aún hoy puede darse ese tipo de transferencia (aunque hemos tenido posibilidad de comprobarlo en muy escasas ocasiones).

Incluso la primera célula procariota tuvo que nacer por medio de endosimbiosis. Lógicamente, esto debió de suceder mucho antes de que aparecieran las mitocondrias y los cloroplastos. Pero ¿cuándo exactamente? Sobre este tema aún hay desacuerdo entre los científicos. El período de tiempo que valoran es inmenso: desde algo menos de mil millones hasta tres mil quinientos millones de años. Hasta no hace mucho se consideraba que en aquellos tiempos remotos una célula procariota, es decir, una célula sin núcleo, se habría transformado en una célula eucariota, es decir, con núcleo celular. Hoy en día esa concepción se tambalea: suponemos que en el principio de los principios de la vida las dos familias, las eubacterias y las arqueobacterias, habrían surgido a partir de un antepasado común. Estas últimas, las arqueobacterias, se han considerado un grupo aislado hasta hace apenas unos años; se trata de organismos unicelulares que se han adaptado a la vida en condiciones ambientales extremas (por ejemplo en temperaturas muy elevadas). En el año 1975 Lynn Margulis elaboró la hipótesis, ampliamente aceptada en la actualidad, sobre «el origen simbiótico de la vida»,[203] que sostiene que la primera célula con núcleo surgió gracias a la simbiosis, a la agrupación de los organismos antepasados antes mencionados, compuestos por células sin núcleo.

En ese proceso habría de desempeñar un papel esencial la transferencia de genes, que resultó no ser en absoluto casual. En la célula nuclear, los llamados genes informativos (relativos a la actividad del núcleo) provienen de arqueobacterias, mientras que los llamados genes operadores (que dirigen la actividad del citoplasma) provendrían de eubacterias. Esa segregación, con la eliminación al mismo tiempo de los grandes grupos de genes, sigue siendo «una incógnita sorprendente».[204] De hecho incluso hoy, pasados tantos billones de años, la transferencia de genes entre especies es—entre bacterias—algo corriente. Los retrovirus y transposones intervienen en el cambio de lugar de genes, es decir, en la transposición directa de secuencias del ADN de una especie a otra.

La aparición de células nucleadas con subestructuras desarrolladas en el citoplasma sigue siendo «uno de los misterios más grandes de la genética y la biología».[205] Atañe a organismos vivos, células eucariotas caracterizadas por tener núcleo y pertenecientes a cinco reinos: animal, vegetal, protozoos, hongos y mohos mucosos. En un desarrollo radical de la hipótesis de Margulis la diferenciación de especies «no es una cuestión de azar, como pretenden los neodarwinistas, y no depende de mutaciones ni de la selección natural que funcionan sobre la base de la competencia y la selección por sexo entre variedades de la misma especie. […] Darwin estaba equivocado: es la colaboración y la simbiosis lo que impulsa la evolución».[206] Así pues, la discusión se centra en torno a cuál es la fuerza que impulsa la evolución. Mucho antes de Darwin, el pensamiento occidental había configurado una gran cadena de la existencia: un hilo ordenado, lineal, que partía de las rocas inertes, pasaba por las plantas, seguía por los animales y el ser humano para luego levantar la vista al cielo y, con la intermediación de los ángeles, terminar en Dios. Ese camino estaba bien detallado: el ser humano se situaba por encima de los simios, y a cada raza humana le asignaba una posición determinada. Incluso preveía—mucho antes del descubrimiento del microscopio—el mundo de los seres invisibles, seres que ocupan un espacio entre el mundo de los seres inanimados y los animados. Esa imagen, esa scala naturae, nos acompaña desde hace siglos y aunque los partidarios de la evolución la hayan despojado de todo vértice sobrenatural, sigue presente, independientemente de si vamos desde los niveles más primarios hacia arriba o si seguimos el camino contrario, como si fuera un viaje como el que nos ofrece Richard Dawkins con el libro titulado El cuento del antepasado (The Ancestor’s Tale). Para un teólogo de la Edad Media ese viaje conduciría a visitar otros eslabones de esa bien conocida cadena de la existencia, «aunque encontraría seguramente algunos nuevos eslabones y la sorprendente ausencia de Dios».[207] El icono de la evolución es un árbol, que irónicamente recuerda al bíblico Árbol de la Vida. Lo dibujamos con trazo fino para que quepan la multiplicidad de ramas y ramitas en las que vamos colocando especies y familias de seres; para hacerlo, nos servimos del parecido (hoy en día un parecido no tanto exterior como genético). De este modo, creemos que la historia de la evolución en la Tierra está encerrada en los genomas, que llevamos en nuestro interior la crónica de los hechos pasados. Aun si ésta es un palimpsesto (antiguo manuscrito sobre pergamino del que se han arañado o borrado las frases anteriores), es precisamente en ese texto de capas semánticas múltiples, más allá del significado literal, donde brillan los significados ocultos. La reconstrucción de la historia de los seres vivos recuerda a la de las lenguas; va acompañada de una estupefacción como la que debió de experimentar en la India sir William Jones, un abogado británico, cuando hacia el año 1780 descubrió el parecido entre el sánscrito (una lengua muerta desde hacía siglos) y el griego y el latín. Esas similitudes, como mostró en sus estudios posteriores, eran extensibles a las lenguas celtas, al francés, al inglés y al… polaco. Comprendió que todas las lenguas indoeuropeas (así las denominó) provienen de un mismo origen que debió aparecer hace entre siete y nueve mil años en la Anatolia turca o en las estepas del sur de Rusia. «El parecido entre las lenguas alemana y holandesa se puede comparar al que muestra el ADN de cualesquiera dos mamíferos; así como el ADN del ser humano y el chimpancé son tan cercanos como el inglés hablado con distintos acentos».[208] La raíz del inglés es de procedencia germánica; sin embargo, a partir del año 1066 recibió gran cantidad de palabras romances del francés antiguo y también hizo préstamos a otras lenguas; por consiguiente ¡hubo endosimbiosis! Y es precisamente la endosimbiosis y la transferencia horizontal de genes lo que empieza a causar problemas en la reconstrucción del árbol de la evolución. En la visión dominante del verticalismo (del árbol, de la escalera o de la cadena) empiezan a implantarse círculos horizontales; y aparecen voces que advierten que sería más apropiado hablar del «anillo de la vida»[209] que del árbol de la vida, o al menos recordar que ese árbol nació de un anillo.

 

En las representaciones clásicas del árbol de la evolución, nosotros, los humanos, ocupamos la copa, somos el grupo de los jefes. «Tenemos una profunda necesidad psicológica de vernos como la culminación de la creación». Pero podríamos también representar otras variantes de la ramificación evolutiva que no nos situaran en la cima y que, de hecho, concordarían mejor con los datos que nos revelan los análisis genéticos contemporáneos. Nuestro vecino más cercano es el chimpancé, con el que tendríamos un antepasado común de hace entre cinco y siete millones de años. Ellos habrían seguido entonces su camino y nosotros el nuestro.

El ADN humano se diferencia del código genético del chimpancé tan sólo en un uno con veinte por ciento. ¿Tan sólo? En realidad, no se trata de una cifra insignificante. El cambio de una de cada cien bases de nucleótidos puede influir en miles de genes y esa influencia se replicaría, a lo que habría que añadir fenómenos habituales como las deleciones e inserciones. Y si además de todo ello se han documentado unos cuarenta millones de diferencias en la secuencia genética entre el ser humano y el chimpancé, entonces ¿qué conclusión debemos extraer de los datos genéticos? En mi opinión, lo que debemos plantearnos es que el ADN no es la caja de tesoros que todo lo explica. Es decir, que debemos volvernos hacia características humanas como la cultura, la lengua y la tecnología, en cuyo desarrollo juega un papel importante no sólo la naturaleza, sino también la crianza de los individuos. Aunque vivamos en la época del genoma, no debemos olvidar que «el ser humano es algo más que su ADN».[210]

Nuestra familia, Homo sapiens, proviene de África; hace entre cincuenta y doscientos mil años todos nosotros nos desarrollamos a partir de una pequeña población africana, que contaba con unas diez mil almas. «Así, desde la perspectiva del genoma, todos somos africanos que vivimos o en África o en el exilio».[211] Una vez llegados a los continentes europeo y asiático, durante treinta mil años desplazamos a los neandertales que llevaban viviendo allí miles de años. Nuestro parecido (y nuestro parentesco) con ellos en breve se podrá valorar gracias al desarrollo de nuevas técnicas genéticas. Los primeros análisis de millones de bases nucleótidas extraídas de las mandíbulas de un neandertal se llevaron a cabo en el año 2007. De ellos se extrae que el ADN del ser humano y el del neandertal se habrían dividido aproximadamente hace medio millón de años. Y lo que es más curioso: como el homo sapiens, los neandertales «se empezaron a desarrollar a partir de un grupo pequeño, de varios miles de individuos».[212]

 

La evolución se ha convertido en el canon de la biología y tenemos la tendencia a verla como una construcción inamovible, petrificada, como un sólido edificio. Obviamente, a medida que se van produciendo avances en la ciencia, vamos cambiando las piezas de esa construcción, pero el edificio que vemos sigue siendo el mismo. Sin embargo, hace treinta años el joven zoólogo británico Richard Dawkins se propuso cambiar nuestro punto de vista. En la introducción a su libro El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta(The Selfish Gene), escribió: «Somos máquinas hechas para durar, robots ciegos programados para conservar partículas egoístas que conocemos como genes. Esa verdad me sigue dejando estupefacto».[213] Gracias a su alto talento literario, claridad de pensamiento y lógica argumentativa fue capaz de transmitir su propio asombro tanto a estudiosos como a un amplio abanico de lectores no especialistas.

Hace relativamente poco tiempo se dijo, quizá de manera exagerada, que «El gen egoísta ha resultado ser uno de los libros más influyentes de todos los tiempos».[214] El mérito de Richard Dawkins—en éste y otros libros que lo siguieron—consiste en que supo integrar nuevas ideas o ideas poco difundidas de la biología de los años sesenta y setenta del pasado siglo, y las presentó con entusiasmo y vestidas de brillantes palabras. Dawkins mostró la evolución desde la óptica genética y aportó sus propias conclusiones. La imagen que resulta a nuestros ojos, efectivamente, se encuentra alejada de la ontología razonable que solemos manejar. Mientras que intuitivamente consideramos que la conducta y el comportamiento del ser humano individual se rigen por los impulsos, el interés, el beneficio, el amor, quizá la curiosidad, y hacemos extensiva esa interpretación a grandes colectivos de personas, a sociedades enteras, en la lógica del gen egoísta los individuos no seríamos otra cosa que reservorios y portadores de genes que luchan sin miramientos por la supervivencia, por la creación de descendencia y la multiplicación en generaciones sucesivas. Ésa es la lógica de Darwin, quien para explicar el orden de la naturaleza, la manera en que está proyectada—sin la existencia de una mente organizadora—aportó el concepto de selección natural. Dawkins extrapoló ese concepto al nivel submicroscópico, en el que se encuentran los replicadores, es decir, los genes.

Pero hoy, treinta años después de su publicación y ante el monumental desarrollo de la genética molecular, ¿no huelen a rancio las ideas de Dawkins? Creemos que no. Y es que Dawkins no pretendía explicar el comportamiento de genes concretos, sino el mecanismo de selección natural. Sea como fuere, «muchos interrogantes sobre la evolución siguen hoy día sin respuesta, como en el año 1976».[215]

 

A la lista de esas cuestiones sin aclarar hay que añadir el altruismo. Las sociedades humanas suponen una gran anomalía en el mundo animal, pues las caracteriza una división del trabajo y una amplia cooperación de los grupos humanos que no guarda relación con los lazos sanguíneos. Los estados, así como las organizaciones internacionales, son un buen ejemplo de ello; pero las sociedades primitivas también nos proporcionan ejemplos en esa línea: las comunidades cazadoras poseían una densa red de relaciones variables, de cazas y batallas comunes, de división de los víveres. Es difícil encontrar comportamientos así en los animales, incluso en los primates. La excepción la constituyen algunas sociedades de insectos (las abejas o las hormigas) y una especie de topo. El comportamiento solidario de las abejas obreras—que han perdido la capacidad de reproducción y dedican su vida a la colmena—le quitaba el sueño a Darwin, que veía en ese hecho «una particular dificultad, en un principio imprevista, y fatal para toda mi teoría».[216] Más tarde lo explicó mediante la «selección familiar», y aún hoy consideramos que ésta se fundamenta en el parentesco genético. Hemos asistido a una fructífera proliferación de investigaciones sobre la relación entre el altruismo y la consanguinidad, que han configurado la sociobiología y han llevado incluso al intento de resumir la cuestión en una ecuación matemática, la llamada regla de Hamilton (rB>C, donde r es el coeficiente de consanguinidad, B el beneficio y C el coste).

 

No obstante, la solidaridad humana parece ser diferente. El deseo desinteresado de compartir con otros es una esencia de la humanidad que ha hecho reflexionar a filósofos, éticos, biólogos e incluso a economistas. Estos últimos definen el altruismo como «un activo que acarrea costes y que atrae beneficios económicos a otros individuos».[217] Los estudios del cerebro mediante imágenes indican que la capacidad de ayudar a otros sin esperar recompensa alguna podría estar inscrita en nuestra mente de manera permanente. Se empieza a hablar sobre la región cerebral de la empatía y se intenta incluso determinar con precisión su ubicación en «la parte posterior de la corteza temporal superior»[218] (posterior superior temporal cortex). Cuanto más estimulada, mayores serán las probabilidades de obrar desinteresadamente. Con toda seguridad en el caso de la madre Teresa de Calcuta esta zona del cerebro tendría un brillo deslumbrante sin necesidad de ninguna resonancia magnética. De modo que la medicina nos dice que las buenas acciones nacen en la cabeza (sin olvidarnos del corazón), y no en los genes. «La teoría contemporánea de la evolución, apoyada en la genética, no puede explicar el altruismo humano».[219]

 

¿Podríamos afirmar, entonces, que la teoría de la evolución justificaría nuestro egoísmo, egocentrismo y competitividad? La respuesta sería sí si lo miramos desde el punto de vista de los «genes egoístas». Al imprimirse en las raíces del evolucionismo contemporáneo, esta potente metáfora no ha hecho sino crear aún más rechazo a dicha teoría entre algunos sectores. Hoy en día el cincuenta y cuatro por ciento de los ciudadanos adultos de Estados Unidos cree que el ser humano no se ha desarrollado a partir de otras especies animales mediante la evolución, y «este porcentaje está creciendo de forma alarmante»,[220] pues en el año 1994 los que así pensaban eran sólo un cuarenta y seis por ciento. La teoría clave de la biología—la de la evolución—despierta como vemos una resistencia mayor a la que tuvo en el momento en que fue planteada por completo en la obra de Darwin. ¿Por qué sucede esto? Es difícil dar una respuesta más expresiva que la que muestra la reacción de la amada esposa de Darwin, Emma. Cuando, mucho antes de darla a conocer, él le reveló en secreto la teoría de la evolución, no la asustó su valentía de pensamiento ni los posibles y previsibles problemas que le acarrearía; sin embargo, cuando la hubo escuchado, rompió a llorar y cayó en una depresión. Si todo acababa cuando uno muere, si no había otro mundo, entonces su marido y ella ya no seguirían estando juntos más allá de la muerte.

La teoría de la evolución nos ha despojado de la excepcionalidad al prolongar la ya larga cadena de nuestros antepasados hasta los animales, y apuntar a estrechos lazos con los simios antropoides; y eso no es fácil de aceptar. Incluso para un niño: cuando mi hijo pequeño tenía seis años, un estudiante amigo nuestro, queriendo introducirlo en los secretos de la evolución, le dijo: «¿Sabes, Wojtek? Los monos son nuestros parientes». A lo que el sorprendido chavalín respondió: «¿Parientes tuyos?». Él ya conocía a su familia, y que él supiera ninguno era mono.

 

Wojtek no salió creacionista, y dudo que los creacionistas lo echen en falta: ya son una legión suficientemente numerosa. En cualquier caso, podemos preguntarnos qué hay en la teoría de la evolución que a ellos y no sólo a ellos les echa para atrás. Al que escribe estas palabras, aunque esté lejos del creacionismo, le resulta difícil admitir sus metáforas: lucha, egoísmo, éxito, beneficios y pérdidas, egocentrismo, intransigencia, triunfo de los más adaptados… Todas estas palabras aparecen una y otra vez en artículos y libros de los más prestigiosos biólogos contemporáneos, pero por supuesto eso es únicamente una cuestión de gusto, y no podemos valorar una teoría por las impresiones que nos provoca. Seguramente, el rechazo al evolucionismo tiene más que ver con el hecho de que nadie ha hecho más por la secularización de las sociedades occidentales que Darwin y la teoría de la evolución. Como escribió Dawkins: «Darwin consiguió que pudiéramos ser unos ateos intelectualmente realizados»,[221] y añadió en años posteriores: «Soy darwinista, pues tan sólo veo dos alternativas: el lamarckismo y Dios, ninguna de las cuales ha funcionado como base explicativa».[222] El hecho de que la ciencia cierre filas en torno al darwinismo tiene consecuencias profundas en la visión del mundo que se sugiere: «El universo que observamos tiene precisamente las características que serían esperables si en sus constituyentes no hubiera planificación ni objetivo: no existe el bien ni el mal, nada; tan sólo una ciega e implacable indiferencia».[223] Estas palabras, al hacer referencia a valores como el bien y el mal, nos conducen al libro del Génesis. Podríamos preguntarle con cierta sorna al famoso genetista si no dan buena cuenta del carácter hereditario del pecado original. El hombre en el Paraíso, tras coger la fruta prohibida, solo y sin Dios, comenzó a discernir lo bueno de lo malo. El pecado de desobediencia a los padres se transmite de generación en generación, como si cada una de ellas repitiera ese gesto de arrancar la manzana. El pecado original es hereditario y no muta. ¿Dónde, en qué gen lo podemos encontrar en el caso de Dawkins, pero también en el de cada uno de nosotros?

 

El mundo que perfilan los genetistas no provoca risa, antes al contrario: ¡qué mundo extraño y amenazante! Pregunta el poeta:

¿De verdad hemos perdido la fe en que exista otro espacio?

¿Y han desaparecido, se han borrado, tanto Cielo como Infierno?[224]

Un torbellino de genes luchadores. Una visión diabólica. No es otro sino el Diablo, del griego dia-bolos, el que divide, desconecta. El mal aparece en la dispersión, en esa desmembración tan contrapuesta a nuestro anhelo de integrarnos. Un extrañamiento que aísla al ser humano de su prójimo y a éste de Dios. El fuego del Infierno ha ardido durante siglos en las lumbres de casa, en las calderas, pero ahora el infierno es como si hubiera prendido en nuestro interior, «en nuestra entrega inerme ante las fuerzas naturales que residen dentro de nosotros, hoy dominio de biólogos, médicos y psiquiatras».[225] No está del todo claro que un médico, incluso si se adentra hasta donde se entrelazan nuestros genes, tenga el poder de apagar esas llamas que nos consumen.

Es una pena—ha escrito del último libro de Richard Dawkins, El espejismo de Dios (The God Delusion)—que el autor, con un manejo radical de pruebas contra la existencia de Dios, «se oponga con tanta facilidad a la vida espiritual del ser humano».[226] Porque precisamente la evolución es capaz de aportar mucho para aclarar cómo se ha producido el desarrollo de la vida, pero no responde a la profunda pregunta sobre el sentido de la existencia del universo. Los puntos de vista que con cierta ironía apunta este «evolucionista fundamental»[227] británico, también llamado «el rottweiler de Darwin», despiertan rechazo. Toma la palabra el norteamericano Francis Collins, director del grupo que llevó a cabo un descomunal trabajo para desentrañar el genoma humano completo, letra a letra. Las conclusiones de ese trabajo, sólo sus apuntes, son una de las pruebas de mayor peso para apoyar la veracidad de la teoría de la evolución. Sí, responde Collins, «pero es Dios quien ha empleado el mecanismo de la evolución para crear a los seres humanos».[228] Así pues, podemos inscribir a este autor en la teología de la evolución, en la que Dios no determina unívocamente los sucesivos estados del universo, sino que «hace del ser humano Su confidente, responsable de la figura futura de los seres de la creación».[229] Dawkins ridiculiza a Collins por su «anti-cientifismo»,[230] mientras que otros ven en él el deseo de tender puentes sobre el abismo que separa a los intelectuales de los norteamericanos de a pie, que llevan la religiosidad—por así decirlo—inscrita en los genes.

 

De modo que mientras unos encuentran en la teoría de la evolución la prueba de que Dios no existe, otros ven en ella una señal de Su presencia. Pero ¿es ahí donde hay que buscarlo? ¿Acaso en la razón de—extraordinarios, por otra parte—genetistas y biólogos? ¿Es cometido de la razón opinar sobre los contenidos de la fe? Existe un doble orden del conocimiento: el propio de la razón y el propio de la fe; para la verdad a la que nos acercamos por la vía empírica, a través de los sentidos, la razón es una luz que nos ilumina. Junto a ella existe una verdad que trasciende las fronteras de la experiencia, que busca el sentido de la vida y abre puertas a la dimensión metafísica de la realidad, desafiando al absoluto y la trascendencia: la verdad de la fe. ¿Qué relación hay entre ambas? Sobre este extremo ya preguntó Tertuliano: «¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿Y la Academia y la Iglesia?».[231]

A esa pregunta se ha respondido de muy diferentes maneras. Hasta la Alta Edad Media se percibían como una misma cosa. Santo Tomás de Aquino escribió sobre la armonía entre razón y fe, sobre su profunda unidad. En los siglos siguientes esa unidad se tambaleó hasta ser derrumbada a manos de sistemas que se decantaron del lado del conocimiento racional, lo arrancaron de la fe e hicieron de él la única alternativa posible a la fe. Muchos pondrían aquí como ejemplo la teoría de la evolución; sin embargo, la evolución biológica no puede tomarse como piedra de toque de la existencia o inexistencia de Dios. Se encuadra de manera lógica en la imagen del mundo que define la cosmología contemporánea, una imagen precisamente evolutiva, que comienza con el Big Bang. También es inequívoca la posición de la Capital Apostólica, expresada en la carta pública de Juan Pablo II a la Academia Pontificia de Ciencias, que se puede resumir en la siguiente frase: «La teoría científica de la evolución no es contraria a ninguna verdad de la fe cristiana».

Los dos órdenes de conocimiento no deben estar enfrentados, a ambos los une un lazo muy profundo. Ambos conducen a la unidad de la verdad, a su realización. La razón ilumina el mundo en el que existimos, mientras la fe lo dota de sentido. Así pues, como escribió Leszek Kołakowski, «el sentido proviene únicamente del sacrum, pues ninguna investigación empírica puede producirlo».[232] Y Juan Pablo II nos ofreció ese profundo lazo del que hablamos en estas hermosas palabras: «La fe y la razón (fides et ratio) son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad».[233]

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