Coral

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Coral y su tía estaban en el jardín, cortando flores frescas para el comedor, cuando vieron llegar a Greg Hamilton a caballo. Traía entre sus brazos a su hermana, que se había desmayado durante el trayecto debido a su debilidad.

Las dos mujeres corrieron a ayudarle y la subieron a la habitación de Greg, donde la acostaron. Emilia envió a una de las criadas en busca de un médico y, mientras tanto, se ocuparon de acomodar a la enferma. La recostaron sobre mullidas almohadas y le refrescaron el rostro con agua de rosas.

—Arde de fiebre — dijo Coral, preocupada.

—La gripe, quizá. Esperemos que no sea nada peor.

—Y esas marcas... No creo que la gripe le haya hecho eso.

Emilia apretó los labios, poco dispuesta a hacer conjeturas en voz alta. Al pie de la cama, Greg las observaba con el corazón en un puño. Las peores de sus pesadillas se habían hecho realidad en el momento en que por fin había encontrado a su hermana.

—Dijiste que era el mismísimo demonio — susurró sin dejar de mirar a Amelie, con las manos apretando el travesaño de madera que había a los pies de la cama—, pero pagará por todo lo que ha hecho.

Coral se acercó a Greg y le puso una mano en el hombro. Quería decirle cuánto sentía haber acertado, cuánto habría deseado un mejor destino para su hermana, pero las palabras se le atragantaban en la garganta y se negaban a salir. Bajó la mano hasta acariciar la de Greg, helada, procurando brindarle consuelo.

Cuando el médico llegó al fin, pidió que lo dejaran a solas con la enferma, que comenzaba a recuperar la conciencia.

De pie en el pasillo, Coral y Greg esperaron impacientes el diagnóstico, mientras Emilia bajaba a la cocina para los preparativos de la comida del día.

—La he encontrado sola, en una casa miserable. Ese desgraciado la ha dejado, débil y enferma como está, para ir a la casa de cierta mujer de mala fama.

Furioso, Greg daba pasos adelante y atrás en el estrecho pasillo, con el rostro enrojecido y una sombra negra cubriéndole los ojos.

—Todo irá bien ahora — le aseguró Coral, tratando de infundir credibilidad a sus palabras.

—Si intenta acercarse a ella, le mataré.

El médico salió de la habitación cerrando su maletín y les ofreció una tibia sonrisa.

—Parece que su hermana tiene una gripe bastante fuerte. Padece pleuresía y su estado se agrava por una alimentación insuficiente y un estado de nerviosismo muy acusado, rayano en la histeria — informó el doctor con cierto desapego; una actitud que no gustó a Greg.

—Amelie ha sido maltratada y abandonada por su esposo hasta llegar al estado en el que se encuentra. Dada su situación, creo que ese estado nervioso del que me habla está más que justificado.

—Sí, sí. — El hombrecillo, de baja estatura y delgada complexión, se atusó el grueso bigote que lucía, tal vez para compensar su escasa cabellera—. Me ha hablado de sus problemas conyugales. Parece ser que el marido está disgustado ante su imposibilidad de concebir, cosa por otro lado natural.

—¿Y le achaca la culpa a Amelie? — preguntó Coral, ganándose una mirada reprobatoria del médico, que continuó dirigiéndose a Greg e ignorándola.

—Es de comprender que el hombre se sienta frustrado...

—Mi madre tampoco tuvo hijos con él — dijo Coral, interrumpiéndole y haciendo caso omiso de su ceño fruncido—. Y es evidente que no era culpa de ella.

—No importa eso, Coral. — Greg la detuvo, tratando de evitar que siguiera enfrentándose al médico—. Nada importa ya. Amelie no volverá con ese hombre.

—Bueno, tampoco le dé usted mayor importancia a estas peleas conyugales. Son naturales en los primeros años de matrimonio. Estoy seguro de que si usted tiene unas palabras amistosas con su cuñado...

—¿Amistosas?

El marino enarcó una ceja ante las palabras del hombrecillo, que se envaró, incómodo, y se arregló la chaqueta con gesto nervioso.

—A fin de cuentas, no le quedará más remedio que volver con su esposo. Una mujer no puede abandonar así como así el domicilio conyugal.

—Le aconsejo que se limite a darnos el diagnóstico médico y a recetar los remedios que convengan a la enferma. De su situación familiar, ya me ocupo yo.

El mediquillo añadió unas breves palabras sobre los peligros de los enfriamientos y la excesiva subida de la temperatura corporal. Sacó de su maletín un jarabe que entregó a Greg y le indicó el importe de la consulta. A continuación, se marchó sin detenerse demasiado en despedidas.

Amelie los recibió con una sonrisa desmayada. Coral se apresuró a buscar un paño, que mojó en agua fría para refrescarle la frente sudorosa, mientras Greg se sentaba en el borde de la cama y le tomaba la mano.

—El médico ha dejado un jarabe. En cuanto lo tomes y comas algo, te sentirás mucho mejor.

—Sabes que odio los jarabes.

—Esta vez no permitiré que me hagas trampas para no tomártelo.

Greg besó la mano fría de la enferma sin dejar de mirarla ni por un instante, como si se fuera a desvanecer ante sus ojos. Coral observaba enternecida a los dos hermanos y, a la vez, sintiendo un poco de envidia. Cuánto hubiera deseado tener un hermano así, que la protegiera y la cuidara. Lo más parecido que tenía era a Beltrán, pero él se ofuscaba cuando le decía que su amor sólo era fraternal.

—Tía Emilia prepara un caldo que es el mejor de los reconstituyentes. Verá que cuando se tome un par de platos se encontrará mucho más repuesta.

—Gracias — susurró Amelie, observando con sus febriles ojos azules cómo Coral le refrescaba el rostro, el cuello y el escote—. Es usted muy amable...

—Coral — dijo Greg, como despertando de un sueño—. La señora Coral y su tía regentan esta pensión.

—No sabe cómo nos alegramos de que su hermano al fin la haya encontrado. Estaba muy preocupado por usted. — Coral dejó el paño junto a la jarra de agua fría y se dirigió a la puerta, secándose las manos en el delantal—. Ahora los dejaré a solas para que hablen de sus cosas. Más tarde le traeré la cena.

—Gracias de nuevo — insistió la enferma, cerrando los ojos con un suspiro.

—Coral — dijo Greg, que la siguió y la detuvo en el momento en que salía ya al pasillo—, yo... no sé cómo agradecerte...

Se calló, incapaz de encontrar las palabras, abrumado por los largos días de preocupación pasados y por el cúmulo de sucesos de las últimas horas. Coral sonrió, tendió una mano y le acarició el rostro.

—No es necesario. Vuelve con tu hermana. Ella te necesita.

Y se alejó por el pasillo dispuesta a buscar en el trabajo diario de la pensión un bálsamo que le hiciese olvidar la mirada añorada de aquellos ojos azules con los que nunca había dejado de soñar.

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