Coral

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—Creo que estoy empezando a ponerme nerviosa.

—Tu barco no sale hasta mañana por la tarde.

—Lo sé. — María intentó doblar por cuarta vez la enagua que tenía en la mano. Al fin, Coral lo hizo por ella—. ¿Alguna vez has hecho un viaje tan largo? Cruzar el océano, tantos días en un barco, no sé, da un poco de miedo, ¿verdad? ¿Y si hay una terrible tormenta y el barco se hunde? ¿Y si nos atacan los piratas? ¿Y si...?

—¿Y si terminamos de hacer tu equipaje? O tendrás que irte sólo con lo puesto.

Coral sonrió a pesar de sus palabras de reproche. María era un manojo de nervios ante la inminencia de su viaje, lo que provocaba un notorio aumento en su ya considerable verborrea. La mayor parte del tiempo le hacían gracia sus ocurrencias y su palabrería sin fin, pero ayudarla a guardar sus cosas le recordaba que pronto, muy pronto tal vez, otros dos inquilinos de la pensión también se marcharían muy lejos.

—Esa tienda de confección a la que me llevó la tía en La Coruña tenía vestidos muy bonitos, ¿verdad? No podía irme de viaje vestida con un hábito de monja robado. — María rió mientras sacaba de una sombrerera un bonito tocado adornado con plumas de pavo real—. Se acabaron los tiempos de colegiala. Cuando llegue a Santa Marta, seré una señorita a la moda y causaré buena impresión a los isleños con mi elegancia europea.

—Lástima que tuvieras que deshacerte de las joyas de tu madre para pagar todos los gastos.

—Bueno, tengo varios meses para recuperarlas de la casa de empeño. En cuanto pueda le enviaré a la tía el dinero para que ella se ocupe. Mi hermano Diego me lo dará.

María cerró de nuevo la sombrerera y se dedicó a reordenar todos los accesorios que había comprado: guantes, abanicos, medias...

Greg Hamilton conocía al dueño del barco en el que María zarparía al día siguiente hacia Venezuela. Gracias a él le habían prometido un buen camarote, donde se alojaría en compañía de Juana, la doncella que tía Emilia había contratado para que la acompañase.

—Estás deseando ver a tu hermano, ¿verdad? — le preguntó Coral, pensando lo importante que era siempre tener a la familia cerca.

—Por supuesto. Creo que mi vida va a cambiar mucho a partir de ahora. Primero, se acabaron las clases y los rezos interminables del colegio de monjas. También las órdenes y las malas caras del tío Aurelio. Creo que viviré muy feliz en esa isla tan hermosa que nos ha descrito el capitán Hamilton.

—Seguro que sí.

Coral terminó de doblar el último vestido y cerró el gran baúl, mirando a su alrededor para comprobar que no se dejaba nada fuera.

—Por cierto..., hablando del capitán Hamilton... — María se acercó a Coral con gesto conspirador: los ojos entrecerrados y la boca apretada, conteniendo una sonrisa—. No se puede negar que es un caballero muy apuesto, además de tener un trato encantador.

—No, no se puede negar — aseguró Coral, que enarcó una ceja, esperando lo que venía a continuación.

—Siempre ha estado pendiente de su hermana en estos difíciles momentos. Ya sé que su matrimonio no era precisamente feliz, pero fue terrible lo que ocurrió. — María se detuvo un momento al recordar los acontecimientos de la semana anterior, pero enseguida recuperó su aire conspirador—. Y le encantan los niños. No hay más que verlo con la pequeña Amelia. Sería un gran padre.

—Supongo.

No podía decirle que Greg era el padre de su hija. Ya demasiada gente sabía su secreto, su vergüenza.

—Tu difunto esposo... No me has hablado nunca de él. ¿Estabas muy enamorada? Coral se encogió de hombros.

—¿Le echas de menos? Tampoco hubo respuesta.

—Creo que si le dieras una oportunidad al capitán Hamilton... Entonces, sí. Coral enderezó la espalda y la miró, expectante.

—¿Una oportunidad?

—Tal vez no se atreve. Hace muy poco tiempo que os conocéis, y él tiene que partir para llevar a su hermana de vuelta a casa. Pero sí, estoy segura.

—¿De qué?

—De que siente algo por ti.

Coral se sentó en la cama, esperando a que la habitación dejara de dar vueltas a su alrededor. Si tan sólo pudiera creerlo...

Cierto era que Greg parecía siempre pendiente de ella. Buscaba la forma de tocarla, de estar cerca, de que le mirase a los ojos cuando le hablaba.

—Bueno, tampoco me hagas mucho caso. Reconozco que soy una romántica incurable y que leo demasiadas novelas de amoríos. Supongo que a veces veo las cosas como las quiero ver, de color de rosa.

María cerró la pequeña maleta donde llevaba sus artículos personales y la documentación, y miró de reojo a Coral, que se había quedado completamente ensimismada.

No, no eran imaginaciones suyas. Algo pasaba entre aquellos dos, y lo malo es que ella se iba a ir al día siguiente y se iba a quedar con las ganas de saber el desenlace.

—Si algún día visitas Santa Marta...

—¿Santa Marta? ¿Yo?

Coral despertó de su ensimismamiento, fingiendo una sonrisa sorprendida.

—Espero que me busques y me cuentes lo que sea que ahora te estás callando.

—Se ha hecho muy tarde. — Coral se dirigió a la puerta y la abrió, volviéndose para dedicarle una sonrisa a María—. Pero si algún día, en extrañas circunstancias, viajase a Santa Marta, te buscaré para que me cuentes cómo ha sido tu rencuentro con Álvaro de Medina.

María se cruzó de brazos, satisfecha con aquella respuesta, y lanzó una pequeña carcajada como despedida cuando Coral cerró la puerta a sus espaldas. Sí, en Santa Marta no sólo la esperaba su hermano, sino también Álvaro de Medina, aunque él no lo supiera.

Su primer y único amor. El hombre que habitaba sus sueños. No era de extrañar que estuviese tan excitada ante la proximidad de su viaje.

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