Coral

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Coral caminaba por las calles de Vigo observando todo lo que la rodeaba como si fuera la primera vez que visitaba la ciudad. En sus brazos, Amelia se agitaba y señalaba con el dedo ahora el escaparate de una tienda, ahora el alto sombrero de algún caballero que se cruzaba en su camino, o más allá, un afilador que anunciaba sus servicios con el agudo sonido de una armónica.

—Me trae muchos recuerdos — suspiró Amelie a su lado, mirando hacia los jardines que había cerca de la casa de sus tías, donde había visto por primera vez a Esteban Ulloa.

—A mí también — murmuró Coral, acomodando a su hija, que no paraba de moverse—. Pero supongo que la ciudad no tiene la culpa de las cosas que aquí nos ocurrieron.

—No, desde luego que no.

Si hubiera hecho caso a sus tías... Si no se hubiera dejado enredar por la red que aquel hombre malvado había tejido a su alrededor... Mejor aún, si no se hubiera enfrentado a su madre por Ben Tyler. Amelie contuvo un nuevo suspiro. Ben Tyler. Casi le había olvidado. No tenía ni idea de qué había sido de él en aquellos dos años. Quizá ya no se acordaba de ella. Probablemente, sería lo mejor.

—Mi tía Emilia vivía en esta calle.

Coral señaló hacia la derecha, en dirección a una calle que bajaba hacia el puerto. Allí era donde aquellos dos hombres la habían atrapado. Luego, la habían entregado a Dolores, sin duda a cambio de unas monedas, como si ella sólo fuera una mercancía que se pudiera comprar y vender.

—Basta de malos recuerdos — protestó Amelie, haciéndole una carantoña a su sobrina, que le arrancó una carcajada, un sonido tan alegre que las envolvió como una brisa de verano, llevándose la sombra que por un momento las había abatido—. Hagamos nuestras compras, antes de que cierren las tiendas.

—Quería comprar unas telas para hacerle vestidos a Amelia, así me mantendré entretenida durante la travesía.

—No creo que mi hermano permita que te aburras — aseguró Amelie con un gesto pícaro que arrancó una protesta avergonzada de Coral—. Pero mira, ahí tienes lo que buscas.

Coral se detuvo ante la puerta de una tienda que ofrecía en su escaparate telas de variados colores y prometía en su anuncio «la más alta calidad». En la acera de enfrente, un vendedor ambulante pregonaba sus barquillos, y al momento, Amelia se retorció entre sus brazos, señalando con el dedo índice hacía la dulce mercancía.

—Déjame que le compre una de esas chucherías — propuso Amelie, tomando a la pequeña en brazos—. Mientras, tú escoges las telas.

—De acuerdo, pero no la dejes comer mucho, o después no querrá su almuerzo.

Amelie sonrió, aceptando, y cruzó la calle con la pequeña dando grititos de anticipación al ver que se acercaban a su objetivo.

Coral empujó la puerta y entró en la pequeña tienda, donde la recibió una joven empleada de sonrisa amable que rápidamente comenzó a enseñarle las telas más adecuadas para vestidos infantiles.

—¿Coral?

De la trastienda había salido una joven delgada, de cabello cobrizo, que la observaba entre intrigada y sonriente.

—Fernanda...

La sobrina de Dolores, la costurera, su única amiga en aquellos días extraños y tan lejanos ya.

Se dejó conducir por Fernanda, la dueña de la tienda, como le anunció con cierto orgullo, al interior, a su habitación de trabajo. La joven parloteaba incesantemente sobre la sorpresa de encontrarla allí, la alegría de saber que estaba bien, a la vez que mezclaba la bienvenida con datos sobre su vida en aquellos últimos dos años, el trabajo que le daba su pequeño negocio, la vivienda que tenía en el piso superior... Sólo se detuvo para ofrecerle una bandeja de pastelillos que tenía sobre una mesita, que Coral rechazó con una sonrisa aún desconcertada.

—Desapareciste de repente — dijo Fernanda, sentándose al lado de Coral y mirándola a los ojos con aquel gesto tan franco suyo que no había olvidado—. En la casa todos se volvieron locos buscándote. Y cuando llegó el capitán Hamilton...

Coral contuvo el aliento. Greg apenas le había hablado de aquella noche. Entre los dos existía un acuerdo tácito para no nombrar el lugar en el que se habían conocido.

—¿Qué ocurrió? — preguntó, sin que pudiera evitar la curiosidad.

—Estaba furioso, aunque trataba de contenerse. Discutió con mi tía y la acusó de ser la culpable de tu desaparición. Ella le ofreció los... eh... servicios de las otras chicas, pero las rechazó a todas de plano. — Fernanda carraspeó, incómoda. Los años que había vivido en aquel lupanar no parecían haber hecho mella en su inocencia—. Volvió a la otra noche, y a la siguiente.

—Pero su barco tenía que zarpar — musitó Coral.

—Lo sé; oí cómo se lo decía a mi tía Dolores. La última vez la amenazó; le dijo que si te había hecho algo malo, él lo averiguaría y volvería para hacérselo pagar.

—¿Eso dijo?

Coral se llevó una mano a la boca, enternecida, pensando en Greg desesperado por encontrarla, sin saber lo que le había sucedido. No podía dejar de agradecer al destino que hubiera vuelto a entrecruzar sus caminos, aunque no fuese de nuevo en la mejor de las circunstancias.

—Veo que te has casado. Mi enhorabuena — dijo Fernanda, observando el anillo que Coral lucía en su mano derecha.

—Gracias. Yo...

—La casa está cerrada. Mi tía Dolores sufrió un ataque hace algunos meses. Desde entonces, tiene paralizada la parte derecha del cuerpo. Apenas puede caminar, ni hablar, necesita ayuda para todo. — Coral quería decir que lo sentía, pero las palabras no salieron de su boca. Fernanda le dedicó una sonrisa triste—. Entiendo que la odies. Tiempo después escuché una conversación y comprendí que no habías estado allí por voluntad propia. No sé por qué mi tía hizo una cosa tan terrible, pero para mí ella ha sido una madre. Me ha ayudado en todo y me puso este negocio para que pudiera valerme por mí misma. — Con gesto rápido se secó una lágrima y recuperó su sonrisa—. Me alegro tanto de verte y saber que estás bien.

—Gracias, Fernanda. Yo también me alegro por ti.

Oyeron voces en la tienda y Coral reconoció el acento inconfundible de Amelie.

—Es mi cuñada. Viene a buscarme.

Las dos mujeres se pusieron en pie y salieron de la sala de trabajo. Ante el mostrador estaba Amelie, con la niña en brazos, comiendo un barquillo.

—Parece que le encanta.

—Lo sé. Es una glotona.

Coral se acercó y, al momento, su hija tendió los brazos para que la cogiera. Se volvió hacia Fernanda, enseñándole a la pequeña con una sonrisa orgullosa.

—Mi hija, Amelia. Y mi cuñada, la señorita Hamilton.

Fernanda acarició el rostro de la pequeña, que apenas la miró, concentrada en su barquillo, y luego tendió su mano a Amelie, que se la estrechó con una cálida sonrisa.

—Encantada.

—Fernanda es una antigua amiga — aclaró Coral, comprendiendo que ni siquiera sabía su apellido.

—¿Ha dicho señorita Hamilton?

—Amelie Hamilton.

Coral sabía lo que Fernanda estaba pensando, así que asintió con la cabeza, para confirmar sus sospechas.

—Mi esposo, el capitán Hamilton, nos espera en el puerto. Hoy comeremos en su barco. Cree que debo ir acostumbrándome. Mañana partiremos hacia América.

La sonrisa de Fernanda se ensanchó y se acercó a darle un abrazo de despedida, murmurándole al oído de nuevo su alegría por haberla vuelto a ver y saber que todo le iba bien en la vida.

Cuando salieron de la tienda, Coral respiró hondo, dejando que el aire marino que les llegaba desde el puerto llenase sus pulmones. Miró hacia arriba, al cielo azul, donde blanquísimas gaviotas dibujaban arabescos, y una sonrisa se expandió por su rostro, mientras apretaba un poco más el cuerpecito caliente de su hija contra su pecho.

—Hace un hermoso día, ¿no es cierto?

—Ya lo hacía antes — bromeó Amelie—. ¿Qué te han dado en esa tienda?

—Es sólo que... me ha gustado volver a ver a Fernanda.

Una puerta del pasado se había cerrado, permitiendo que su olor rancio y corrosivo desapareciera del recuerdo. Coral respiró hondo de nuevo. Ahora por fin podía hacerlo.

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