Coral

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Cabalgó durante buena parte de la noche, siguiendo siempre la sinuosa línea de la costa hacia el norte, sólo guiada por la luz de la luna llena. Los pueblos por los que pasaba, habitados por pescadores y agricultores, estaban desiertos a aquellas horas de la madrugada; aparecían silenciosos y tranquilos, con el sonido del mar de fondo, como en una hermosa postal.

Cuando llegó a la ciudad de Vigo, la aurora comenzaba a despuntar por el este. A lomos de su caballo, cruzó el interminable puerto, cuyos coloridos barcos de madera dedicados a la pesca de bajura se aprestaban ya para la jornada que apenas comenzaba. Más allá distinguió también grandes barcos de mercancías y uno de pasajeros, de los que cruzaban el Atlántico con destino a La Habana, Buenos Aires o Puerto Rico, lugares mágicos, de ensueño, de los que su padre le había hablado años atrás, mientras paseaban por aquel mismo lugar cogidos de la mano, respirando el aire salobre mezclado con el más fuerte de la brea y el pescado en salazón. Incluso para ella, que poco conocía la ciudad, ésta crecía a ojos vistas. Sabía que acababa de inaugurarse la primera línea de ferrocarril, que enlazaba con la ciudad de Orense, y que, unido al siempre creciente auge del puerto, la actividad industrial y comercial aumentaba a buen ritmo, así como la población, atraída por la prosperidad y las promesas de una vida nueva en una ciudad moderna y pujante.

Hacía ya mucho tiempo de aquellas visitas a la ciudad con sus padres, pero su sentido de la orientación era bueno y estaba segura de que lograría llegar a su destino. En Vigo vivía la única persona a la que podía pedir cobijo: la prima de su madre, su querida tía Emilia. No la había vuelto a ver desde el desgraciado segundo matrimonio de su madre, pero sabía que la recibiría con los brazos abiertos y que lloraría con ella cuando le narrara los tristes sucesos de los últimos días. También encontraría consuelo en su primo Beltrán, el hijo único de su tía, su compañero de juegos de la infancia, el de la incansable sonrisa y agotadora imaginación. Sólo pensar en él logró arrancar una tibia sonrisa de sus labios.

Se dirigió al centro de la ciudad, y en la parte baja, cerca del puerto, encontró la casa de su tía, un hermoso edificio de piedra de dos plantas, identificable por la frondosa buganvilla que adornaba un lateral de la fachada. Coral suspiró al apearse del caballo, sintiendo todos los músculos doloridos y los párpados pesados por la falta de sueño. Golpeó la puerta con la gran aldaba de hierro forjado, consciente de que era muy temprano para que alguien en la casa estuviese despierto. Esperó durante unos minutos y volvió a llamar. No hubo respuesta. Insistió una y otra vez, pero nadie acudió a abrirle.

Oyó voces a los lejos y vio que unos hombres se le acercaban. Calzaban fuertes botas y vestían ropas gruesas de marinero. La miraron extrañados. No eran horas para que una jovencita anduviera sola por las calles de la ciudad.

—Buenos días — dijo uno, descubriéndose con gesto tímido.

—Buenos días — contestó Coral, arrebujándose en su abrigo. Los otros dos marineros murmuraron también un saludo.

—La casa está cerrada desde hace tiempo — comentó el primero que había hablado—. La señora Emilia se marchó al norte; a cuidar a un pariente, creo.

—¿Al norte? — preguntó la joven, desfallecida—. ¿Sabrían decirme a cuánta distancia de aquí?

—A un pueblo cerca de La Coruña, si mal no recuerdo.

Los marineros la saludaron de nuevo y se alejaron con premura, dispuestos a comenzar su dura jornada laboral. Coral se dejó caer sobre el escalón de piedra del portal, sintiendo que las fuerzas la abandonaban. La Coruña estaba a unos doscientos kilómetros de Vigo. Nunca llegaría a caballo hasta allí ella sola. No sabía qué iba a hacer.

Otros dos hombres se acercaban por la calle en penumbra. Coral esperaba que fueran tan amables como los anteriores, porque estaba decidida a preguntarles por alguna casa que alquilara una habitación donde cobijarse mientras resolvía qué hacer.

Pero se dio cuenta demasiado tarde de que aquéllos no eran marineros. Sus ropas eran diferentes, desgastadas, y sus sonrisas no resultaban en absoluto acogedoras. Coral se incorporó y se subió al escalón para montar, rauda, en su caballo. No tuvo tiempo de espolearlo.

Unos brazos fuertes la agarraron y la bajaron de la montura. Forcejeó para liberarse de su atacante, que la tenía agarrada por los antebrazos. Vio que el otro hombre trataba de sujetarla por los pies. Sin piedad, le lanzó una patada al mentón y el tipo cayó al suelo con un gruñido. Intentó liberarse de nuevo del que la tenía sujeta por la espalda, pero éste la ciñó de tal manera por la cintura que le cortó la respiración. El otro hombre se levantó y la miró, amenazador. No era el suyo un rostro agradable de contemplar, y Coral sintió cómo sus fuerzas desaparecían y el horror la invadía. Con un último esfuerzo, consiguió librarse de su captor, retorciéndose para escurrirse de sus enormes brazos. Apenas había dado un paso para alejarse cuando sintió como si un martillo la golpease en la cabeza.

Sus piernas se doblaron, sin fuerzas, pero no llegó a sufrir el dolor del impacto contra el suelo. Se desmayó antes de topar.

—Muy bonita — dijo la mujer, observando con ojos avariciosos el cuerpo desmayado de la joven—. ¿Dónde la habéis encontrado?

El más pequeño de los dos hombres, el de la cara de roedor, se mostró reticente. Cuando habló, lo hizo arrastrando las eses, dejando ver por qué sus conocidos le llamaban el Portugués.

—Bueno, nos...

—Decidme la verdad. A fin de cuentas, os voy a pagar bien por ella.

—Verás, Dolores — dijo el otro, el más grande, cuya vasta mandíbula y los ojillos redondos le daban cierto aspecto bovino—, veníamos de tomar los últimos tragos de la noche cuando la hemos visto sentada en la puerta de una casa. Parecía muy sola y perdida.

—Pensamos en ofreserle ayuda..., pero algo la asustó. No sé...

—Sí, sí, sí — intervino Dolores, que acalló con un gesto imperioso de su mano enjoyada al hombrecillo delgado y encorvado, y pidió al otro que continuase.

—La agarré por la espalda y la bajé del caballo...

Forsejeó como un demonio. Nos dio miedo que se pusiera a gritar...

—Y la golpeé en la cabeza.

La mujer resopló, observando con una ceja levantada a la muchacha, que seguía inconsciente. Cuando se inclinó para comprobar de nuevo si aún respiraba, sus senos abundantes amenazaron con desbordarse por encima del generoso escote, para regocijo de los dos maleantes.

—Espero que no le hayas hecho mucho daño.

—Lo justo para que se desmayara. Cuando la vimos bien nos ha parecido que te podía interesar...

—No se la ofresimos a nadie más — afirmó el Portugués, meneando sus bigotes de roedor con una sonrisa mezquina—. Ni le pusimos una mano ensima. Esperamos que sabrás recompensarnos por nuestra... eh... delicadesa.

Dolores se sentó en el borde de la cama sin dejar de mirar el rostro apacible de Coral, tan joven y bella; su cutis terso, sus manos blancas y sus finas ropas hablaban de una dama de buena familia. Sin embargo, una muchacha bien nacida no se pasearía a caballo por la ciudad, sola, a esas horas de la madrugada.

—¿Y el caballo?

—Lo dejamos en el establo de Tobías — dijo el hombrecillo encorvado, señalando al más fuerte—. Es un animal impresionante, de patas finas y pelo brillante.

—Mirad bien a quién se lo vendéis. Yo os pagaré luego. Venid al anochecer.

—Te traeremos la bolsa de la muchacha. Está atada a la silla del caballo.

Dolores asintió mientras hacía sonar una campanilla que había sobre la mesita de noche. Al instante, con la cofia torcida, apareció una doncella, que mostró unos pequeños dientes amarillos al ver al hombrecillo delgado.

—Sara, acompaña a estos caballeros... Invítales a una copa antes de que se vayan.

Los dos maleantes se despidieron hasta la noche. El más pequeño envolvió a la menuda doncella por la cintura, mientras el grande los seguía fuera de la habitación. La mujer cerró la puerta de la alcoba detrás de ellos y caminó hacia un aparador en el que había un quinqué, moviendo rítmicamente sus rollizas caderas.

—¿Quién es usted?

La pregunta de Coral la sobresaltó y se llevó una mano a su profundo escote, respirando agitadamente.

—¡Vaya!, ya te has despertado — apuntó con cierta amabilidad.

—¿Dónde estoy? ¿Quién me ha traído aquí?

—Poco a poco, niña, o no podré contestar a todas tus preguntas. Me llamo Dolores y estás en mi casa porque te has desmayado y unos amables caballeros te han auxiliado...

—No me he desmayado. Dos hombres me han atacado y...

Coral intentó levantarse, pero agudos alfileres se le clavaron en la nuca al mismo tiempo que su visión se volvía borrosa.

—No, querida, no te esfuerces. Recuéstate, así; tienes que descansar. Te has golpeado la cabeza al caer.

—No me he caído. Ellos me han golpeado...

La joven sentía que su cabeza daba vueltas y vueltas, y apretó la boca para evitar las náuseas. Con los ojos entrecerrados vio a Dolores servir un vaso de agua de una jarra que había sobre la mesita de noche. De su profundo escote extrajo una bolsita que volcó en el vaso. Coral pudo ver el polvillo blanco flotando en el agua antes de que la mujer lo disolviera revolviendo con una cucharilla.

—Bébete esto. Es posible que tengas fiebre. Te hará bien. Bebe — la instó la mujer, ayudándola a incorporarse apenas.

Coral bebió un sorbo y se dio cuenta de que estaba sedienta. Apuró el vaso y se dejó caer de nuevo sobre la almohada, con los ojos cerrados. Poco a poco, su cuerpo cansado y dolorido se fue relajando hasta sumirse de nuevo en un profundo sueño.

—Descansa, pequeña; te hará falta. Pronto tendré trabajo para ti. — Dolores contempló con ojo experto el cuerpo de la joven—. Sí. Tú me darás muy buenas ganancias.

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