Coral

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Una vez más, Coral durmió hasta bien entrada la mañana. Al mediodía, Sara le trajo una bandeja con comida y le dedicó una sonrisa ratonil antes de espetarle sin ninguna consideración:

—Es un buen mozo, tu capitán americano. Has tenido mucha suerte.

La indignación le impidió contestarle. En su lugar, adoptó un silencio ofendido, mientras procedía a cortar con exquisito cuidado su filete.

—No te creas que se ven muchos así por aquí — siguió la doncella, simulando hacer la cama, aunque con poca pericia y menos ganas—. Se parece a esa estatua de mármol que tiene la señora Dolores en su habitación, una que le regaló un amante italiano. Ella le llama David; a la estatua, no al amante. — Sara soltó una risilla que sonó como una bisagra sin engrasar—. Seguro que tu hombre, cuando se queda como Dios lo trajo al mundo, tiene ese mismo cuerpo lleno de músculos, y ese trasero, y ese...

—Puedes dejar la cama como está. Ya la haré yo. — Coral dejó de fingir que comía y levantó el cuchillo, señalando con él a la doncella—. Supongo que tendrás otros quehaceres más urgentes.

Sara quiso añadir algo, pero Coral agitó el cuchillo, y la doncella palideció un poco. Aquella mosquita muerta la estaba amenazando con rajarla si seguía hablando de su hombre, y sin embargo, no perdía el gesto de señorita bien. Quién se creía que era. A fin de cuentas, no dejaba de ser una fulana como todas las de aquella casa.

—Ya me voy. Volveré luego a por la bandeja.

—Gracias — masculló Coral, apoyando el cuchillo sobre el plato.

La doncella salió, murmurando algo sobre señoritingas que se dan a la mala vida por vicio, aunque Coral no acabó de entender sus palabras.

Había perdido el apetito. Apartó la bandeja sobre la mesa y se puso en pie. De repente, un extraño desasosiego la invadía poco a poco, como una mano helada que se posara en su espalda. A su mente vinieron consejos y reconvenciones oídas desde niña — en sus pocos años de escuela, en la iglesia o de parte de sus mayores — sobre las mujeres que se perdían por sus malos instintos, por querer llevar una vida llena de lujos o por deseos inconfesables que, en el mejor de los casos, ocultaban terribles enfermedades mentales.

Recordaba a su madre asintiendo con la cabeza cuando en los sermones dominicales, desde el púlpito, se exhortaba a las mujeres a ser discretas, recogidas, sencillas; a cuidar de su familia, de sus mayores, de su esposo e hijos, cuyo bienestar debía estar por delante del propio; a no tener mayor ambición en la vida que ser el ángel del hogar, la que lleva la comodidad, la tranquilidad y la felicidad a todos los que la rodean. Le habían enseñado que la mujer se somete al hombre con la única finalidad de darle hijos, en los que ella vuelca todas sus ansias y su amor, y en cuyo cuidado se siente por completo realizada.

Por el contrario, las mujeres que ansiaban ser independientes, libres, vivir su propia vida y disfrutar de los placeres como un hombre, eran vilipendiadas, expulsadas de la sociedad y condenadas al ostracismo en vida y al infierno tras la muerte.

El infierno. Coral se llevó una mano a la boca para ahogar un sollozo. ¿Qué era lo que había hecho? ¿Qué demonios se había introducido en su cuerpo para obligarla a convertirse en aquella criatura desconocida, sensual y lujuriosa?

Fuera lo que fuese, tenía que detenerlo ya. No podía permanecer en aquella casa. No podía seguir entregándose a un desconocido, dejando que la hundiera más y más en aquella vida licenciosa, pecando contra sus creencias y todo lo que le habían enseñado.

Salió de su habitación y corrió por el pasillo sin saber adónde se dirigía, con los ojos vidriosos y el cuerpo estremecido de horror. En el fondo vio una habitación más grande, que tenía la puerta abierta. Allí estaba Dolores, arreglándose su perfecto peinado ante el espejo.

—¿Qué te ocurre, criatura? — le preguntó al verla apoyada en el vano de la puerta, jadeando —.

¿Te sientes mal de nuevo?

—Yo... yo...

Sus piernas se doblaron, y todo se oscureció a su alrededor.

Cuando se despertó estaba de nuevo en una alcoba, tumbada sobre la cama. Intentó incorporarse, y una joven se acercó y la sujetó por un codo para ayudarla a sentarse.

—¿Te encuentras mejor?

—Creo que sí — susurró Coral.

Al levantar la vista se sorprendió de encontrar a una muchacha con tan buen aspecto: el cabello cobrizo recogido en un sencillo moño; el rostro, de agradables rasgos, limpio de afeites, y luciendo un discreto vestido de mañana.

—Tú eres Coral — dijo la joven con una sonrisa apacible—. Yo soy Fernanda, la sobrina de Dolores.

—¿Su sobrina? — Coral frunció el ceño—. ¿Trabajas aquí?

—Sí... Bueno, yo... — La muchacha enrojeció adivinando lo que Coral estaría pensando—. Soy costurera.

Entonces, Coral vio que sobre la mesa había varios vestidos, algunos sin terminar, otros necesitaban algún remiendo o que alguien repasase las costuras. También había revistas de moda, patrones y todo tipo de útiles para coser.

—Parece que tienes mucho trabajo.

—Imagínate, en una casa llena de mujeres...

Fernanda, riendo, la animó a que se levantase y se acercase a ver su trabajo. Le enseñó en las revistas los modelos que más le gustaban y los diseños en los que estaba trabajando.

—Hay días que no paro de la mañana a la noche.

—Yo también sé coser — dijo Coral—, y bordar. ¿Me dejarías que te ayudara?

—¿Dejarte?

—Me paso el día encerrada en la habitación sin nada que hacer. Por favor, agradecería tanto alguna distracción...

—Bueno, yo también me paso el día aquí encerrada. Me encantaría tener compañía.

Las dos jóvenes sonrieron, cómplices, y al momento comenzaron a repartirse las tareas.

Fernanda le contó que su madre había muerto cuando ella era muy pequeña. Su tía Dolores se había ocupado de ella y la había criado hasta que tuvo edad suficiente para enviarla a un colegio, donde había pasado los últimos quince años. Allí había aprendido costura y ahora trataba de ser útil a su tía, ahorrándole así los salarios de una modista.

—Me ha prometido que me pondrá un taller en una calle céntrica, donde podré hacer vestidos para las señoritas de buena familia y ganarme la vida decentemente.

—Eres muy afortunada — le aseguró Coral, cuya voz se quebró en el último momento sin que pudiera evitarlo. Notó la mirada apenada de la joven y se rebeló, poco dispuesta a dar lástima—. Yo no me voy a quedar aquí toda la vida.

—Quizá tu caballero americano quiera sacarte de aquí y ponerte una casa — tanteó Fernanda.

Su caballero. Coral ahogó una risa dolorida. Greg Hamilton se iría dentro de cinco días a surcar de nuevo los mares en su barco y nunca volvería. La olvidaría tan pronto como encontrase otra con la que divertirse.

Cambiando de tema, Coral le habló a su nueva amiga de sus padres muertos, del pueblo marinero en el que había crecido y de cómo echaba de menos pasear por la orilla del mar, respirar su aroma salado y hundir los pies descalzos en la arena.

Comieron juntas en la habitación de Fernanda y pasaron la tarde cosiendo e intercambiando pequeñas historias de su vida. Mientras crecían los cimientos de esa nueva amistad, Coral se dio cuenta de cuánto había necesitado trabar una relación como ésa. Las horas transcurrieron raudas y en ningún momento se acordó de tomar su medicina.

Ya anochecía cuando Dolores apareció en la habitación, ofreciendo a las dos jóvenes la mejor de sus sonrisas. Lucía un vestido de noche, rojo y negro, que se ceñía a sus abundantes curvas, lo que hacía que los orondos senos parecieran a punto de salirse del escote.

—Fernanda, querida, no habrás hecho trabajar a Coral toda la tarde. Recuerda que ella está convaleciente aún de su accidente.

—Perdona, tía, se nos ha pasado el tiempo charlando. No me había dado cuenta de lo tarde que es. Fernanda se apresuró a recoger sus útiles de costura, dándole las gracias a Coral con un gesto y una sonrisa, tanto por la compañía como por la ayuda.

—¿Te encuentras mejor, niña? — preguntó Dolores, solícita, acercándose a Coral, que se puso en pie.

—Sí, yo... No sé lo que me ha pasado.

La compañía de Fernanda, su conversación y su amabilidad le habían hecho olvidar por completo el ataque de angustia que había sufrido horas antes.

—Seguramente has olvidado tomar tu medicina. Ven. — Dolores la tomó por el brazo, con delicadeza pero sin darle opción a negarse—. Yo misma te la prepararé mientras te cambias para la cena. No queremos que vuelva ese horrible dolor de cabeza.

Coral se despidió de Fernanda, que le dedicó una sonrisa animosa, y salió de la alcoba. No tenía fuerzas para rebelarse. Decidió que lo mejor era dejar que Dolores la cuidara. Al llegar a su habitación, tomó la medicina y se puso el vestido que le habían traído. Luego se sentó en la cama a esperar.

Pronto comenzó el bullicio acostumbrado de todas las noches. La puerta de la calle se abría una y otra vez mientras las voces en la planta baja iban en aumento, así como la música y el sonido de botellas al ser descorchadas.

Greg llegaría en cualquier momento. De repente, Coral notó un hormigueo que le nacía en el vientre y le subía por el tronco hasta ruborizar sus mejillas. Recordó la noche anterior, sus caricias, sus besos, y una languidez no exenta de deseo comenzó a invadirla.

Se puso en pie, inquieta, y dio varios pasos por la habitación. Ya no recordaba por qué había pensado que aquello era tan malo. La criada había comparado a Greg con una estatua de mármol traída de Italia. Coral sabía hasta qué punto se parecía, pues había visto alguna vez láminas de esas estatuas de antiguos héroes y dioses. Extendió las manos y flexionó los dedos, recordando el tacto de la piel áspera de Greg, dorada por el sol. Recorrió mentalmente cada uno de los músculos de su espalda, y más abajo. Sintió de nuevo sus piernas fuertes enlazadas con las de ella, sus manos expertas acariciando su cuerpo, su calor, los olores que traía de su barco, a mar, a madera, a brea...

Cuando la puerta se abrió, detuvo su paseo. Su larga melena, suelta, le caía sobre el rostro, oscureciendo sus rasgos. Volvió la cara lentamente hacia el recién llegado, y él descubrió, fascinado, sus pupilas dilatadas y su boca húmeda. Coral levantó una mano para separarse el cabello de la cara, y luego la dejó caer, sugerente, acariciándose el cuello y el atrevido escote del vestido.

—¿Me esperabas? — preguntó Greg con voz ronca, cerrando la puerta a su espalda.

Coral dio dos pasos hacia él, se detuvo justo antes de tocarlo y le ofreció, sin ser en absoluto consciente de ello, su sonrisa más seductora.

Aceptando su actitud como una respuesta afirmativa, Greg la envolvió con sus brazos y tomó su boca, ansioso como un muchacho ante su primera mujer.

Se despojaron de sus ropas mientras seguían besándose, acariciándose como si fuera la primera vez, o la última, como si no hubiera nada más importante, como si de ello dependiera su vida.

Greg llevó a Coral hacia el diván, donde se sentó, atrayéndola para que se acomodara a horcajadas en su regazo. Sus manos la sujetaban por la espalda mientras su boca le besaba el cuello y el escote, subiendo y bajando, desde sus labios hasta las puntas de sus senos. Esperó, casi más de lo soportable, hasta que notó cómo ella temblaba de pasión, y entonces entró en su interior, uniendo sus caderas en un movimiento enloquecedor que de nuevo los llevó a olvidar quiénes eran y por qué estaban allí. Sólo importaba la pasión del momento. Allí no había cabida para la conciencia y los remordimientos.

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