Coral

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A la mañana siguiente, Coral se sintió más animada. Pasó la mayor parte del día en compañía de Fernanda, ayudándola en sus labores de costura. Intercambiaron confidencias, historias de sus respectivas familias, de los que ya no estaban con ellas, y compartieron sus pérdidas, pero también sus buenos momentos.

El día había sido algo más cálido de lo normal, y cuando el sol ya se ocultaba en el horizonte, Coral regresó a su alcoba para darse un baño. La doncella, Sara, ayudada por otra que la joven no conocía, había subido una gran tina de madera; la habían llenado de agua caliente, dejándolo todo dispuesto para el aseo: jabón perfumado, toallas y un nuevo camisón de hilo blanco, muy fino. Coral comprendió que ninguna utilidad tenía vestirse si no iba a salir de la alcoba, pero no dejaba de mortificarla el que todos en la casa supieran lo que ocurría noche tras noche entre Greg y ella, así como la forma en que se referían a su capitán americano, y las risitas y bromas que despertaba cuando salía de la habitación y se encontraba con alguna de las otras mujeres de Dolores.

Se desnudó lentamente, dejando sus ropas ordenadas en el armario. Vestida sólo con la enagua, se acercó a la improvisada bañera y metió una mano en el agua para comprobar la temperatura. Al volver a incorporarse, captó su reflejo en el espejo que había al lado del armario. Se vio con ojos extrañados, como preguntándose quién era aquella joven semidesnuda que sonreía de placer, anticipándose al que le daría el baño.

Su madre le había enseñado, desde muy niña, a no desvestirse nunca del todo. Una joven bien educada debía descubrir parcialmente las partes de su cuerpo que necesitaba asear, siempre con la mayor modestia y recato, sin detenerse ni mucho menos complacerse con la visión de su piel desnuda. Desde que había conocido a Greg Hamilton, Coral había comenzado a olvidar aquellas pudibundas enseñanzas.

Él sólo tenía palabras de alabanza para su cuerpo. Le dedicaba encendidos elogios mientras la besaba y la acariciaba de la cabeza a los pies, haciéndole creer que, al menos en ese momento, para él era la mujer más hermosa de la tierra.

Cuando estaban así, juntos, desnudos, con los cuerpos saciados y enlazados en perfecta armonía, Coral podía llegar a creer que no había nada malo en lo que hacían, que algo tan hermoso tenía que ser forzosamente bueno. ¿Cómo podían llamarlo pecado?

Sujetando el borde de su enagua, se la sacó por la cabeza y se quedó completamente desnuda ante el espejo. Observó con ojo crítico su piel, muy blanca y con algunas pecas en el escote; sus brazos, largos y delgados; sus pechos, no muy abundantes, pero firmes y erguidos; las curvas suaves de sus caderas, y sus piernas fuertes, fruto de horas y horas de caminatas y que aún no habían perdido su forma a pesar del encierro en el que vivía.

Se metió en la bañera y suspiró al sentarse, cuando el agua la cubrió hasta la cintura. Con la pastilla de jabón en la mano, fue enjabonándose lentamente, con gestos felinos y sensuales, sin dejar de vigilar su reflejo en el espejo. ¿Se reconocía en aquella mujer de mirada lánguida y mejillas sonrosadas por el calor?

La puerta se abrió a sus espaldas, y Greg Hamilton entró y la cerró tras él. Se detuvo, indeciso, al descubrir el momento íntimo, pero Coral le devolvió la mirada a través del espejo, con una invitación que él no pudo rechazar.

—¿Necesitas ayuda? — preguntó con una sonrisa seductora mientras se despojaba de su chaqueta.

—Creo que he perdido el jabón — afirmó Coral, dispuesta a jugar.

Greg se arremangó la camisa blanca e introdujo una mano en la bañera, con gesto serio y concentrado.

—¿Será esto? — preguntó al acariciarle un muslo. Ella negó—. ¿Esto, quizá?

Esa vez su mano se había detenido en su pantorrilla. La respuesta fue una risa traviesa.

—Has llegado temprano hoy — le dijo mientras la mano de Greg recorría su pierna arriba y abajo.

—No puedo quedarme mucho tiempo. Me temo que tengo que llevar a mi hermana al teatro.

El gesto decepcionado de Coral fue respuesta suficiente. Para su sorpresa, para la de ambos en realidad, se había acostumbrado tanto a dormir con él que ya no imaginaba hacerlo sola.

—¿No podrías volver después? — preguntó sin saber de dónde salían aquellas palabras, aquella ansia.

—Tal vez..., si tú me lo pides.

Así, aquella noche durmieron de nuevo juntos, enlazados como dos criaturas que buscan el calor del otro en una noche fría.

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