Coral

Coral


10

Página 15 de 30

10

Greg aceptó la copa de vino que Coral le tendía y dio un sorbo mientras ella se alejaba hacia la mesa donde les habían servido la cena, comentándole por encima del hombro los manjares que habían sido dispuestos.

No la reconocía. La bruma había desaparecido de sus ojos y también la languidez, la desidia. Se movía con soltura, haciendo bailar la falda de su vestido con sus caderas, hablando sin parar de su amiga Fernanda, la costurera, mientras le ofrecía un racimo de uvas, las primeras de la temporada, un poco más de vino, una sonrisa nerviosa, expectante.

—¿Hoy no te ha dolido la cabeza? — le preguntó, y la vio mirar sobresaltada la mesita en la que siempre estaba su medicina, la jarra de agua, el vaso, todo preparado y olvidado.

—No. — Coral se tocó la frente, como para comprobar su buen estado de salud—. No me ha dolido.

Se sirvió una copa de vino y bebió despacio, saboreándolo, con la cadera apoyada en la mesa, lejos de Greg, al que no miraba, repentinamente cohibida por su presencia.

—Ven aquí — le pidió, y la vio dudar antes de dejar la copa y acercarse, recelosa. Se detuvo sin tocarle—. Estás muy bonita hoy.

Tendió una mano para acariciarle la ruborizada mejilla. Su rostro brillaba al igual que sus ojos. Sus párpados cayeron y de su boca brotó un suspiro de aceptación cuando Greg la agarró por la cintura y tiró de ella para colocarla entre sus piernas. La besó en la frente, bajando por el pómulo y por su cuello hasta la clavícula. Coral se dejó hacer, con las manos caídas a los costados, tan tensa que él no pudo dejar de notarlo.

—¿Qué ocurre?

—Nada... Yo... estoy cansada, supongo.

Volvió la cara para que él no leyese en sus ojos la mentira. Ni ella misma sabía lo que le sucedía.

—Ven a la cama, entonces.

—No. — Coral dio un paso atrás, sobresaltándolo—. Es temprano aún; no tengo sueño.

—Cariño, no estaba pensando en dormir.

Greg sonrió de manera seductora, pero ella no respondía como en otras ocasiones. No acababa de comprender a qué venía aquel rechazo, aquel pudor inesperado, después de todo lo que había ocurrido entre ellos. ¿Acaso a esas alturas Coral se estaba arrepintiendo? Él ya había llegado a la conclusión de que ésa no podía ser vida para la muchacha, pero egoístamente no dudaba en aprovecharse de su buena fortuna y disfrutar de ella mientras durase su pacto. Siete noches, le había prometido, y no pensaba desperdiciar ninguna de ellas.

—Coral...

El marino se puso en pie y se acercó a la joven. Coral retrocedió, hasta que su espalda se encontró con la pared. Greg se aproximó más, y ella le puso las manos en el pecho, tratando de detenerlo; pero él la sujetó por las muñecas y separó sus brazos, pegándoselos a la pared. Cuando se inclinó para besarla, Coral absorbió su olor a mar y a brea. Sus ojos la buscaron, inquisitivos, y ella cedió bajo la presión de su mirada de un color aguamarina profundo. Estar con Greg era como sumergirse en el océano, vibrante e impetuoso, tan excitante como peligroso. Su mente le decía que no debía ceder, que tenía que detenerlo, pero su cuerpo ya se rendía a su contacto, temblando de anticipación.

Ella lo deseaba, y Greg podía sentirlo. Por algún motivo, había tratado de rechazarlo; escrúpulos tardíos, o tal vez una súbita conciencia de pecado. Pero ahora su pecho subía arriba y abajo, agitado, respirando con fruición, y sus caderas se movían hacia delante, buscándolo. La besó con más brusquedad de lo que hubiera querido, marcando su terreno, su dominio. Sus labios se apretaron contra su boca y la obligaron a arquear el cuello para recibirlo, completamente inmovilizada contra la pared, cautiva. Introdujo la lengua en su boca, buscando y reclamando, hasta que ella le entregó la suya con un gemido.

Con una mano le sujetó las dos muñecas por encima de la cabeza, mientras con la otra le acariciaba los senos, tironeando del vestido para liberarlos tras un crujido de tela rasgada. No importaba; no importaba nada. Su reticencia había espoleado su deseo, y ahora no estaba dispuesto a detenerse en delicadezas. Sin soltarla ni un momento, sin dejarla apenas respirar con sus besos, se deshizo con un solo gesto de sus pantalones y, levantándole las faldas, apartó de un tirón su ropa interior para entrar en ella, que lo recibió con un grito ahogado. Se movió en su interior, provocándola, obligándola a que lo aceptara, hasta que Coral comenzó su danza. Sólo entonces le soltó las manos, que ella enlazó a su cuello, sujetándose como un náufrago a su tabla de salvación, enfebrecida, mareada, envuelta en el vértigo de aquel sensual asalto. Greg la sujetó por las nalgas, para que levantara las piernas y rodeara sus caderas, y empujó dentro de ella hasta hacerla gritar de placer. Únicamente cuando lo consiguió, él alcanzó también su gozo.

—Eres mía — le susurró al oído, con la voz entrecortada por su agitada respiración.

—Durante siete días — contestó Coral, que apoyó la cara contra su hombro y le mojó la camisa con las lágrimas.

Greg la acunó entre sus brazos, murmurando palabras de perdón, mientras la llevaba a la cama. Permanecieron así mucho rato, abrazados, tumbados sobre las mantas, mientras Coral desahogaba el dolor que le había causado la recuperación de su conciencia.

Una vez abierta la caja de las lágrimas, Coral descubrió que era incapaz de detenerlas. Lloró por su padre, siempre añorado; por su madre, muerta en parte por su culpa; por su odioso padrastro, que siempre sería una sombra cerniéndose sobre ella. Lloró por el pasado y por el futuro incierto; por la pérdida de su inocencia y por el hombre que la abrazaba con ternura, pero que la abandonaría muy pronto sin mirar atrás.

—Lo siento — le musitó Greg al oído, acunándola—. Siento haberte tratado así. No sé qué me ha pasado por la cabeza. Perdóname.

—No es culpa tuya — acertó a decir con la voz ronca, tragándose las últimas lágrimas—. Es como si hubiera estado viviendo en un sueño y, al despertar, se ha convertido en una pesadilla.

Greg asintió, recordando sus ojos cubiertos de bruma y su extraña languidez. Sobre la mesilla descansaba el frasco de su medicina, y se preguntó qué clase de opio sería y si ella era consciente de sus efectos. Le horrorizaba la idea de que Dolores hubiera utilizado semejante artimaña para asegurarse la buena disposición de Coral. Ella era tan inocente, tan ignorante en cuanto a aquellas cuestiones, que bien podía ser que se hubiera dejado convencer para ofrecer sus servicios en aquel maldito lugar por medio de tan sucias artimañas.

—¿Qué ha ocurrido hoy? — le preguntó cuando ella ya comenzaba a adormecerse—. Has estado con tu nueva amiga, la costurera, ¿no?

—Sí, he estado con ella toda la tarde.

—¿Y tu cabeza? Me has dicho que no te había dolido. ¿Has necesitado la medicina?

—No — negó Coral, frunciendo el ceño como extrañada de su propia respuesta—, no la he tomado en todo el día.

Así que era eso. Greg apretó los puños, furioso, aunque trató de controlarse para no provocarle más angustia. Dolores le había ofrecido ayuda a Coral, la había atendido después de su accidente, o lo que fuera que le había pasado, y ahora se cobraba su supuesta buena voluntad vendiendo el cuerpo de la muchacha al mejor postor. Y él no había sospechado nada. Se sentía tan apenado, tan avergonzado, que le costó un esfuerzo sobrehumano mantenerse en calma, mientras Coral dormía, confiada, en sus brazos.

Ir a la siguiente página

Report Page