Coral

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Apoyada en el marco de la ventana, Coral observaba el crepúsculo que llenaba el cielo de nubes rosadas, mientras jugueteaba con el relicario que Greg se había dejado olvidado esa mañana en su mesilla.

Con el dedo pulgar recorría la inicial de su apellido, grabada en la tapa, como si tratase de memorizarla. Él se había ido sin despertarla, y sólo había dejado huella de su paso en las sábanas revueltas y la joya con el retrato de su hermana.

No sabía lo que haría después de lo ocurrido la noche anterior. Quizá no volviese. Quizá su llanto, su desesperación, habían provocado su rechazo y la ruptura de su extraña relación. Inmersa en un mar de extrañas sensaciones, Coral ya no sabía qué le causaba más dolor, si el extraviado rumbo que había tomado su vida, o la posibilidad de no ver a Greg Hamilton nunca más.

Sus labios se curvaron en una sonrisa triste al recordar su apuesto rostro, sus ojos de color aguamarina, la forma atenta en que la escuchaba cuando ella hablaba, la pasión y la ternura que ponía al hacerle el amor. Había sido siempre paciente y dulce. Incluso la noche anterior, durante aquel arrebato inesperado, cuando la había poseído de pie, contra la pared, inesperadamente furioso por su rechazo, incluso entonces había procurado el placer de ella antes que el propio, y después la había acunado en su regazo como a la niña perdida que era.

Fuera como fuese, él se marcharía pronto, y sus caminos probablemente nunca volverían a cruzarse. La olvidaría, tal vez. Pero ella nunca lo haría. Sería el oscuro secreto que jamás podría confiar a nadie, aunque anidaría para siempre en su corazón y su memoria.

Greg Hamilton tamborileaba, inquieto, con su mano izquierda sobre la mesa del comedor. Amelie le había pedido que no se marchara esa noche sin hablar antes con ella, y aquel retraso al que le obligaba lo colmaba de impaciencia. Una vez más miró su reloj, jugueteando con la cadena. Se acordó del relicario olvidado en la habitación de Coral y esperó que su hermana no le fuese a preguntar por la joya; no podría explicarle dónde se lo había dejado. Amelie era muy joven y muy inocente. A pesar de haberse enamorado platónicamente de Ben Tyler, apenas sabía nada de la vida ni de los hombres. Greg frunció el ceño al recordar que Coral no era muy distinta cuando la conoció. Quizá era algo mayor que su hermana, dos o tres años, pero tenía la misma mirada pura, la misma bendita ignorancia. Ahora ya no.

Se puso en pie y caminó por la estancia con pasos cortos y rápidos, tratando de calmar su mente por medio del ejercicio. Tenía que hacer algo; debía ayudarla a salir de aquella situación, pues, ahora al fin lo comprendía, ella no la había buscado. El día se le había ido en diversas gestiones relacionadas con el barco y las mercancías que transportaría a Londres. El tiempo se le agotaba, pero se prometió a sí mismo que encontraría un empleo y un alojamiento decente para Coral antes de partir. Se lo debía.

—Pareces preocupado.

Con sus pasos leves de bailarina, Amelie había entrado en el comedor sin que él la hubiera oído llegar.

—Tengo algo deprisa.

—Me gustaría saber adónde vas todas las noches con tanto apuro. — La joven sonrió con gesto intrigante, pero no consiguió ninguna respuesta de su hermano—. ¿Te irás dentro de dos días, entonces?

—Sí, y no vuelvas a pedirme que te lleve conmigo porque es imposible.

—Ya lo sé. Me quedaré aquí como una buena niña y cumpliré mi penitencia. — Amelie cruzó las manos sobre el regazo con gazmoñería—. Tal vez muera de aburrimiento, y así te ahorrarás el tener que regresar a buscarme.

—No digas tonterías. — Greg se acercó y abrazó a su hermana, besándola en la frente—. Quizá conozcas a un apuesto español y ya nunca quieras volver a nuestra pequeña isla.

—Prometí que volvería — aseguró la joven sin decir el nombre que ambos conocían, aquel a quien ella le había hecho su promesa—. Sólo que desearía hacerlo antes de que se olvide de mí.

—Si te olvida, es que no te merece.

Greg la besó de nuevo y luego la soltó para abrocharse su fino abrigo de paño dispuesto a enfrentarse al fresco de la noche.

Amelie comprendió que sería tan difícil arrancarle el secreto de sus escapadas nocturnas como lograr que la llevara con él en su viaje a Londres. Su destino estaba decidido y no había nada que ella pudiera hacer más que aceptarlo con resignación.

—Hasta mañana, entonces, hermano.

—Hasta mañana, hermanita.

Salió de la casa de sus tías y caminó por las calles empedradas, oscuras y vacías a aquellas horas. La niebla que comenzaba a cubrir la ciudad perlaba de gotas saladas su ropa y su cabello. Imaginó a Coral esperándolo, en su cálida alcoba, vestida tal vez simplemente con su camisón blanco de finos tirantes. No podía evitar la lujuria que le calentaba las venas tan sólo con evocar su recuerdo. La deseaba, cada día un poco más. Era hermosa, dulce, tentadora, y los escrúpulos que sentía al recordar cómo la habían engañado y drogado para vencer su voluntad no eran suficientes para obligarle a renunciar a ella. Mientras no lo alejase de su lado, mientras no lo rechazase de pleno, seguiría gozando de los placeres que su cuerpo le proporcionaba.

La noche refrescaba. Coral quiso cerrar la ventana, pero al estirar la mano, la cadena del relicario se deslizó, cayó y desapareció en la oscuridad del jardín. Tenía que ir a buscarla. Cualquiera podría encontrarla y apropiársela al comprender que era un objeto valioso.

Cubrió su ligero vestido con un grueso chal de lana y bajó las escaleras rezando para no cruzarse con ninguno de los clientes de la casa en su camino. En el salón ya resonaban voces masculinas y risas de las mujeres de Dolores. Una noche más, los hombres de buena fortuna se acercaban a aquel lugar a divertirse y saciar sus apetitos, pagando gustosos por los servicios que allí se les ofrecían. Con un escalofrío de repugnancia, Coral llegó al vestíbulo y lo cruzó apresuradamente. Logró abrir la puerta y salir al jardín sin que nadie la viera. Fuera estaba muy oscuro. Jirones de niebla envolvían los setos y ocultaban las estrellas. Corrió por el camino de grava, hasta situarse debajo de la ventana de su alcoba. No veía la cadena por ningún lado, así que se arrodilló sobre la hierba húmeda y la buscó con las manos tendidas.

Las voces de dos hombres que se acercaban por el camino de entrada la hicieron detener su búsqueda. Contuvo la respiración y se quedó muy quieta, oculta tras el seto. Dentro de la casa se encendieron las luces del salón de juego, que iluminaron a su vez la zona del jardín en la que Coral se ocultaba. Los dos hombres ya estaban cerca de la puerta, bromeando sobre el dinero que habían perdido en otra ocasión en aquel salón. Uno estiró el cuello para mirar por la ventana hacia el interior, y Coral se replegó más sobre sí misma, tratando de mimetizarse con los árboles del jardín.

—Algo se ha movido ahí detrás — dijo el hombre.

—¿Quién va a estar en el jardín a estas horas con el fresco que hace? — bromeó su amigo—. Será un gato, hombre.

—Sí, será un gato.

Sin volver la vista atrás entraron en la casa, y Coral pudo por fin respirar tranquila. La luz del salón de juego se reflejó en el metal dorado de la cadena, que estaba a apenas unos centímetros de las manos de Coral. La cogió y se la metió en el bolsillo, junto al relicario, y suspiró de alivio. Ahora tenía que conseguir volver a entrar en la casa sin que la vieran.

Abrió la puerta despacio, cerciorándose de que no había nadie en el vestíbulo, y lo cruzó corriendo. Un grupo salió del salón, encaminándose a las mesas de juego, y Coral tuvo que ocultarse en el hueco de las escaleras, mientras esperaba a que desaparecieran en la habitación. Le pareció que eran los dos hombres que acababan de llegar y otros dos que probablemente ya estaban cuando ella había bajado. Hablaban alto, fanfarroneando delante de las muchachas sobre el dinero que iban a ganar aquella noche. Coral se apretó más contra la pared, tratando de volverse invisible. Y entonces, reconoció aquella voz.

Era el demonio.

Coral se llevó una mano al pecho, tratando de contener su agitada respiración, angustiada, aterrada. Su padrastro estaba allí, apenas a unos pasos de ella. El hombre que era su tutor legal. El que había tratado de violarla. El que había asesinado a su madre. Estaba allí, y sólo Dios sabía lo que ocurriría si llegaba a descubrirla.

Los cuatro jugadores desaparecieron dentro del salón, seguidos de Dolores y dos muchachas muy maquilladas y muy poco vestidas. Coral respiró hondo. Tres, cuatro, cinco veces. Apretó los puños cerrados contra las caderas. La mente en blanco. Demasiado abrumada para pensar en nada que no fuese huir. Huir de aquella casa maldita. En aquel mismo momento. Sin esperar a nada.

Cinco pasos para cruzar el vestíbulo y llegar a la puerta. Dos segundos para abrirla, despacio para que no rechinara, y deslizarse otra vez afuera. Cruzar el jardín, ganar la cancela, atravesarla y correr, correr sin mirar atrás.

No pudo ser.

Un grupo numeroso de jóvenes se acercaba por el jardín, riendo y bromeando, festejando a uno, el más bajito, al que aseguraban que iban a estrenar aquella noche. Palabras procaces iban unidas a risotadas groseras y golpes en la espalda del pobre joven, que parecía encogerse, atribulado, con cada paso que daban hacia la casa.

Coral había conseguido ocultarse de nuevo entre los setos, conteniendo su impaciencia, su espanto.

Pronto entrarían en la casa, y entonces ella sería libre. Nadie la haría regresar a aquel lugar jamás.

Uno de los jóvenes se detuvo, agachándose para recoger algo que se le había caído al suelo. Al volver a incorporarse perdió un poco el equilibrio y soltó una risita que daba prueba de que aquella noche ya llevaba encima más de una copa. Coral golpeó el suelo con impaciencia, deseando que desapareciera de una vez, que corriera a unirse con sus amigos.

Y entonces, le reconoció.

—¿Beltrán?

Aún incrédula, dio un paso y salió de detrás del seto. Se acercó al joven, que la recibió con una calurosa sonrisa.

—¿Beltrán, eres tú?

—Señorita, creo que no tengo el placer, pero de verdad que me encantaría...

Había bebido bastante. No obstante, cuando Coral se situó bajo el candil que iluminaba el camino, tras mirarla un rato con gesto bobalicón, pareció recuperar la sobriedad de repente.

—¿Coral? ¿Qué...? ¿Qué...? ¡Por el amor de Dios!

—Beltrán, ¡oh, Beltrán!, te lo ruego, sácame de aquí. Ayúdame. Tengo que salir de este sitio ahora mismo.

—Yo... Sí, claro. Vamos. Vámonos.

La tomó por el brazo y salió con ella a la calle, donde aún estaba el cochero que los había traído a él y a sus amigos. La ayudó a subir al vehículo, le dio una dirección al conductor y le urgió para que no se demorase.

En el interior, Coral se dejó caer desmayada entre los brazos de su primo, con los ojos cerrados, para no ver la casa que dejaba atrás.

Tampoco vio llegar a Greg Hamilton.

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