Coral

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—Esto es sólo una aldea, señor, y todos nos conocemos. Esa linda rapaza de su retrato y su marido compraron la vieja casa de los Muiños hace cosa de un año.

El tabernero hablaba con el acento cerrado del norte, mascullando las palabras mientras pasaba un viejo paño sobre la barra de madera oscurecida por el uso.

—Se les ve poco, sobre todo a ella. El marido, (la verdad es que parece su padre, por los años que le lleva), aún viene por aquí y se toma unas tazas de vino. Se da muchos aires, usted ya me entiende, pero no tiene otro sitio adonde ir como no sea fuera de la aldea.

Arrojó el paño bajo la barra y detuvo sus explicaciones para servir vino en una extraña taza de barro sin asas, igual a la que le había servido a Greg.

—Me da pena de la muchacha, ¿sabe? Parece demasiado delicada para un sitio como éste. Aquí la gente vive de trabajar las tierras y cuidar algún ganado, pero no creo yo que ella sepa de esas cosas ni parece que tenga mucha salud para el trabajo duro.

—Yo paso por delante de su casa todos los días, y hace tiempo que no la veo ni en la ventana. — La mujer del tabernero se acercó mientras barría el suelo de tierra pisada con una rudimentaria escoba—. A veces aún cruzamos unas palabras. Ella es muy educada y tiene ese acento, como el suyo, tan extraño. Se nota que se siente muy sola, y el marido tampoco pasa mucho tiempo con ella. — Dejó la escoba y se limpió las manos en el delantal oscuro que lucía, antes de encarar a Greg con una mirada franca y el mentón levantado—. Entonces ¿es usted de la familia?

—Soy su hermano.

Greg tragó el último sorbo de vino amargo y arrojó unas monedas sobre la barra, suficientes para pagar varias botellas de aquel brebaje.

—Seguro que se alegrará de verle. Ahora estará sola. El marido pasó hace un rato y me pareció que se metía en casa de Matilde.

—¿Quién es Matilde?

El tabernero y su mujer cruzaron una mirada incómoda. El hombre quiso decir alguna palabra amable, pero su esposa no le dejó, agitando la cabeza como si espantara una mosca.

—Una buena pieza es lo que es ésa. Desde que enviudó no hay hombre de la aldea que no pase por su casa para... Bueno, para lo que sea.

—Menos yo, Sabela.

—Menos tú, claro.

La tabernera se metió detrás de la barra y se puso a aclarar unas tazas con el agua de un barreño.

—¿Me indicarán cuál es la casa?

—Claro, hombre, no faltaría más.

La puerta estaba abierta y el interior de la casa era tan austero como abandonado el exterior. Aun así, los pocos muebles y las pequeñas estancias se veían limpios y recogidos. Greg recorrió el piso inferior sin encontrarse a nadie y, a continuación, subió las estrechas escaleras de madera, que crujieron bajo sus pasos.

—¿Esteban? ¿Eres tú?

La voz, muy débil, procedía de la primera habitación, cuya puerta estaba entreabierta. Greg la reconoció de inmediato.

Se quedó parado en la entrada, observando a través de la penumbra del dormitorio a su hermana. Estaba acostada en una cama estrecha, con los ojos cerrados y el rostro vuelto en dirección contraria.

—Amelie...

—¿Quién es?

Ella se volvió tratando de reconocer su rostro, pero Greg tapaba la única luz que entraba en la alcoba.

—Amelie, soy yo.

—¿Greg?

En dos pasos estuvo al borde de la cama. Envolvió su figura lastimosamente delgada con sus fuertes brazos y la acunó como a una niña pequeña. Enseguida, notó el excesivo calor que brotaba de ella.

—¿Estás enferma?

—No es nada; sólo un poco de fiebre. Ya casi me encuentro bien.

No, no se encontraba bien, y los dos lo sabían. Greg siguió abrazándola, arrimando su mejilla a la de su hermana, tratando de infundirle sus fuerzas, su salud. Se sentía tan culpable por lo que fuera que le hubiera ocurrido, por las terribles condiciones en que la encontraba, que se habría entregado voluntariamente a los fuegos del infierno si así hubiese logrado recuperar a la criatura hermosa y saludable que había abandonado en aquellas tierras tanto tiempo atrás.

—Quiero llevarte conmigo.

—Él no lo permitirá.

No hubo ningún sentimiento amable en la forma en que se refirió a su marido, sin siquiera querer pronunciar su nombre. Greg recordó que Coral había dicho que era el mismísimo demonio, y ahora más que nunca temió que Amelie hubiese sufrido en carne propia el horror que aquel apelativo implicaba.

—No pienso pedirle permiso.

—Es mi esposo. Tiene derecho...

—Si te abandona cuando estás enferma para... — Greg se comió las palabras para no añadir más mortificación al estado de su hermana—. Ha perdido todos sus derechos. Nos vamos de aquí ahora.

Greg se alejó del lecho para descorrer la tela barata que hacía de cortina y dejar que la luz entrase en la habitación. Cuando se volvió hacia su hermana su rostro se tornó pálido. Amelie tenía un ojo amoratado, lo mismo que el lado derecho de la boca. Sus brazos desnudos también lucían cardenales oscuros que contrastaban con su blanca piel.

—Mataré a ese bastardo.

—No digas eso.

Amelie se incorporó en la cama con esfuerzo. Sus ojos claros brillaban a causa de la fiebre. Por unos momentos, había creído que la llegada de su hermano era sólo una alucinación producto de su estado, pero ahora podía verlo bajo la luz radiante que entraba por la ventana, y dio gracias a Dios en silencio, conteniendo un sollozo para no preocuparlo más.

—Llévame contigo. Iré a donde quieras.

—Estoy alojado en una pensión en el pueblo, a pocos kilómetros de aquí. — Greg hablaba deprisa mientras buscaba la ropa de Amelie. La ayudó a vestirse directamente por encima del camisón—. Allí estarás bien atendida. Buscaré a un médico para que te examine, y en cuanto te encuentres mejor... nos iremos a casa.

—¿A casa?

Amelie trató valientemente de ponerse en pie, pero las fuerzas la abandonaron. Greg la tomó en sus brazos y la levantó. La sintió ligera como una pluma.

—A casa. Nada ni nadie nos retiene aquí.

Los dos sabían que aquello no era cierto. Como su esposo, Esteban Ulloa tenía plena potestad sobre Amelie, según las leyes españolas. Ella no podía abandonar el país ni tomar ninguna decisión sin su permiso. Era a todos los efectos una menor de edad, supeditada a su amo. En cuanto a Greg, sabía que debía resolver muchas cosas antes de partir de aquel puerto, pero no tenía ni idea de por dónde empezar.

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