Coral

Coral


Página 30 de 30

Aramintha Talbot buscó y, por supuesto, encontró, el mejor lugar para sentarse en el porche de la nueva casa de Tom Ford.

Mientras sus vecinos, amigos y familiares paseaban por el jardín, comentando la elegante fachada, las hermosas columnas griegas que sostenían el primer piso, y ensombrecían el porche, y alabando tanto el buen gusto del dueño como la maestría del arquitecto, Aramintha se preguntaba por qué aquel día no estaba precisamente de buen humor.

—Un hermoso día y una hermosa casa, ¿no es cierto? — preguntó Terry Wallace, acercándose a saludarla con la mejor de sus sonrisas—. Claro que debo decir que conozco personalmente al arquitecto que la diseñó, y esto es sólo una muestra de los bellos edificios que construirá en el futuro.

—Se te ve muy ufana, presumiendo de esposo — rezongó Aramintha, abanicándose con energía.

—Y a ti se te ve malhumorada, querida. ¿Puedo preguntar a qué se debe?

Sin arredrarse ni por un momento ante el ceño fruncido de su mejor amiga, Terry se sentó a su lado y extendió sus amplias faldas sobre el banco de madera bellamente tallada.

—Hace demasiado calor.

—Siempre hace demasiado calor en esta bendita isla.

Terry rió, pero por un momento se distrajo de la conversación para observar a su apuesto marido, que conversaba con su cuñado con tanto afán que ella supo al momento que le estaba explicando todos los pormenores de la construcción del edificio.

—Pero sin duda lo prefiero a las brumas de Londres. He llegado a la conclusión de que no cambiaría Santa Marta por ningún otro lugar donde vivir.

—Me alegro — dijo Aramintha con un suspiro, cerrando su abanico.

—¿Se puede saber qué demonios te ocurre hoy?

—¡Vaya lenguaje! ¿Así hablan ahora en la elegante Inglaterra?

Terry rió y de nuevo miró a su alrededor, observando el grupito que formaban Sophie Talbot, su prometido, los Hamilton y algunos miembros más de la numerosa familia de Aramintha.

—Ya entiendo qué te tiene furiosa. Odias que tu hermana pequeña vaya a casarse antes que tú.

—Me importa un bledo lo que haga la alocada de Sophie. Después del escándalo en que casi se vio envuelta el invierno pasado, lo mejor que nos puede pasar es que se case de una buena vez, a ver si su futuro esposo es capaz de hacerla sentar la cabeza.

El escándalo. Terry entornó los ojos con gesto conspirador. Sophie Talbot, que nunca había destacado por su sensatez, había coqueteado con el secretario del gobernador, Diego de Ibarra, y su buen amigo y primo lejano Álvaro de Medina, hasta provocar un enfrentamiento entre ellos. Por suerte, y tras la llegada de María Cristina de Ibarra, hermana de Diego, todo se había solucionado, felizmente además para los cuatro implicados.

—Es un hombre muy atractivo también — dijo Terry, observando con qué atención escuchaba el prometido de Sophie las palabras de la joven que le hablaba al oído—. Tu hermana es muy afortunada.

—Y yo la solterona de los Talbot. A este paso, hasta Stevie se casará antes que yo.

Terry lo dudaba. A lo lejos, bromeando como siempre, estaba el hermano de Aramintha, con su inconfundible cabello color zanahoria, rodeado del resto de lo que quedaba de las reales ovejas negras, los gemelos Ford y Ben Tyler.

—Antes he visto a Ben hablando con Amelie Hamilton — le susurró a su amiga.

Existía un acuerdo tácito entre familia y amigos para olvidar el breve y desgraciado matrimonio de Amelie. Por eso, nadie utilizaba nunca su nombre de casada.

—Y por cierto, su madre también los ha visto y no parecía contrariada por ello.

—La señora Hamilton sabe que tiene suerte de haber recuperado a su hija. No creo que nunca más vuelva a oponerse a sus deseos. Además, Amelie ya no es la niña obediente que partió hacia España hace tanto tiempo.

—No, no lo es. Pero a mí me gusta quizá más que antes.

Se oyeron unos gritos infantiles, y al momento Terry vio pasar corriendo a su pequeño sobrino y a Amelia Hamilton, la sobrina de su amiga. A lo lejos, Jordan trataba de alcanzarlos, pero Terry sabía que su hermana no estaba para correr detrás de los niños.

—Iré a vigilar a Edward.

—Sí, tu hermana tiene aspecto cansado.

—No come mucho últimamente. — Terry levantó las cejas al mismo tiempo que Aramintha sonreía por primera vez—. Bien, sí, seré tía de nuevo la próxima primavera.

—¿Y cuándo tendremos un pequeño Wallace al que vigilar? — preguntó la pelirroja, enarcando una ceja.

—Aramintha, Clive y Melissa se casaron el mes pasado. Déjales disfrutar de su matrimonio — respondió Terry, evasiva, fingiendo que no la había entendido.

—¿Eso es lo que haces tú, querida?, ¿disfrutar de tu matrimonio?

Terry se había puesto en pie, pero se inclinó hacia su amiga para hablarle en voz muy baja.

—No sabes cuánto.

Y se alejó con paso ligero, llamando a su sobrino Edward, que seguía corriendo desbocado, perseguido de cerca por la pequeña Amelia.

«El triunfo del amor», pensó con amargura Aramintha, abriendo de nuevo su abanico para agitarlo ante su rostro con energía. La mayor parte de los que la rodeaban eran jóvenes matrimonios, algunos con hijos pequeños, todos absurdamente felices y confiados. Y encima, tenía que soportar a su engreída hermana pavoneándose del brazo de su prometido. Greg Hamilton había vuelto meses atrás de España con una esposa y una hija ya crecida, para asombro general. Clive Wallace, por fin, se había casado con el amor de su vida. Ya casi no quedaban buenos partidos en Santa Marta. Pero Aramintha Talbot no tenía previsto ser una solterona. De ninguna manera.

Caminó unos pasos por el porche, indecisa. Al fin, se apoyó en una de las columnas, mirando fijamente hacia el grupito que formaban las reales ovejas negras. En realidad, hacia uno de ellos en particular. En algún momento, se volvería y la miraría. Sabía que ese truco siempre funcionaba. Y así fue. Entonces, con gesto elegante, Aramintha desplegó su abanico, parpadeó con afectación, se recogió ligeramente la falda, le dio la espalda y entró en la casa.

—¿Te escondes de alguien? — le preguntó él apenas dos minutos después, apareciendo en la sala en la que ella lo esperaba sola.

—Hace demasiado calor fuera. Aquí se está mejor.

Tom Ford cerró la puerta a su espalda y caminó hasta el centro de la estancia, con movimientos pausados, observándola, preguntándose a qué estaría jugando esa vez.

—Y bien, ¿qué te parece la casa?

—Supongo que ya estarás harto de escuchar exageradas alabanzas.

—¿Quieres decir que no las merece?

—No voy a ser yo quien se oponga a la opinión general.

Aramintha dio dos pasos hacia él, deteniéndose para acariciar el respaldo de una silla. Tom miró sus largos dedos e imaginó la suavidad de esa mano en algún lugar más sensible que en uno de sus muebles.

—Parece que estás disgustada por algo...

Se acercó un poco más, hasta que sólo la silla los separaba.

—Sólo estoy cansada.

—¿Deseas regresar a tu casa?

—¿Me acompañarías? — Aramintha levantó una de sus finas cejas, mirándole directamente a los ojos, seductora—. Pero no, claro, tienes que atender a tus invitados.

Tom tragó saliva e intentó recuperar el aliento. Aquel juego ya duraba demasiado. Años, en realidad. Alguna vez uno de los dos tendría que claudicar.

—Los abandonaría a todos por ti, Aramintha. Nada me importa más que estar contigo. — Dio otro paso y su rodilla rozó las amplias faldas del vestido de ella.

—¿Y tus diversiones con las ovejas negras? ¿Renunciarías también a eso?

Ahora Tom supo que ya no estaban hablando de aquel momento, del presente, sino de un futuro posible.

—¿A cambio de qué? — preguntó, alargando el juego.

Aramintha se inclinó un poco hacia él y consiguió una mirada apreciativa de sus ojos azules, que la recorrieron con verdadero apetito.

—¿Tengo que explicártelo?

La invitación fue tan evidente que Tom no se lo pensó dos veces antes de enlazarla por la cintura. Pero no llegó a besarla. Ella lo hizo. Se elevó sobre las puntas de sus pies y se colgó de su cuello, uniendo sus labios.

Aramintha sabía que se había vuelto loca, pero de repente había comprendido que eso era lo que deseaba, lo que siempre había deseado. Ya se había resistido demasiado tiempo.

—¿Aramintha?

Ninguno de los dos había oído abrirse la puerta. Cuando se volvieron, paralizados, para encontrarse con la mirada perpleja de Sophie Talbot y su prometido, Aramintha sólo pudo desear que se la tragara la tierra o, mejor, que se tragara a su deslenguada hermana.

Sin pararse a dar las explicaciones que no tenía, salió por la puerta que daba directamente al porche trasero, corriendo como alma que lleva el diablo.

—¿Sophie?

Tom miró a la joven que tan bien conocía, revoltosa y lenguaraz, con una clara amenaza en sus ojos azules.

—Yo no pienso decir nada — respondió ella con presteza mirando a su prometido, que asintió, divertido—. Bastante han pasado mis padres últimamente por mi culpa.

Tom se volvió, salió por la misma puerta que Aramintha y la buscó con la mirada. La vio a lo lejos. Había cruzado la finca y se internaba ya en el bosque. Preocupado por la dirección que había tomado, corrió tras ella.

Aramintha no podía respirar. Un dolor intenso se le clavaba en el costado y hacía que resoplara. Pero aun así no dejó de correr.

Corría para huir de sus propios actos. Para no tener que enfrentarse a Tom y poner en palabras los sentimientos que durante años había reprimido.

Pero también corría por miedo. El mismo temor que la había mantenido maniatada y muda durante todo aquel tiempo. La horrible posibilidad de que todos estuvieran equivocados y que él no sintiera lo mismo; que sólo se estuviera divirtiendo con ella.

La alcanzó en el último momento y la enlazó por la cintura de tal forma que ella quedó pataleando en el aire. A sus pies, descubrió, espantada, un precipicio.

—¡Dios mío, por un momento he creído que no te alcanzaría! — exclamó Tom, jadeando a sus espaldas, sin soltarla aún.

Aramintha todavía miraba con ojos desorbitados el lugar en el que se encontraba, donde el bosque terminaba y caía a pico sobre el lecho seco de un río, un desfiladero de varios metros de altura por el que había estado a punto de despeñarse.

—Me has salvado la vida — susurró, incrédula.

—De eso se trataba.

Tom la alejó del precipicio y, tomándola de las manos, hizo que se sentara a su lado, mientras ambos recuperaban el aliento.

—Ahora me dirás por qué demonios corrías de esa manera. Tan sólo era tu hermana...

—Tú no sabes cómo es Sophie.

—Me ha asegurado que no dirá nada.

Aramintha aceptó sus palabras, aunque refunfuñando. Pero tenía que admitir que su hermana había cambiado. Todo lo ocurrido meses atrás y, sobre todo, el haber estado a punto de perder al hombre que realmente amaba la habían hecho madurar de forma inesperada.

—¿Y si hubiera sido alguna otra persona? Podían haber sido mis padres, o los tuyos, o...

—Pero sólo era Sophie.

—Y me hubieran visto besándote. ¡Dios mío, qué vergüenza! — Aramintha se llevó las manos a las mejillas enrojecidas, rehuyendo el contacto de Tom—. No sé cómo he podido hacerlo.

—Espero que sea porque lo deseabas. Aramintha — dijo Tom, que se inclinó hacia ella y la obligó a mirarlo—, yo sí lo deseaba. Desde hace mucho tiempo.

—Pero tú nunca...

—Lo sé. He sido un tonto. Pero ahora he comprendido que no puedo dejar que pase más tiempo porque podría perderte. Un día conocerás a alguien más atrevido, más decidido, que sucumbirá ante tu belleza y te propondrá matrimonio a los dos minutos de conocerte. — Aramintha no pudo evitar una risa ante las exageradas palabras de Tom, que rió con ella—. Y entonces, ¿qué haré yo?

—Supongo que seguir divirtiéndote con tus amigos y no tomarte nunca nada en serio — protestó Aramintha, aunque no trató de separarse cuando él la estrechó entre sus brazos.

—Ya me he divertido bastante. Es tiempo de cambiar. Prefiero estar contigo que con mis amigos.

—¿Quieres decir que conmigo no te diviertes? ¿Tan aburrida soy? — preguntó ella, tergiversando sus palabras para su exasperación.

—No es lo mismo — contestó Tom, inclinando la cara para besarla en el cuello—. En realidad, espero que sea más... satisfactorio.

Esa vez Aramintha esperó a que él la besara. Y tuvo que reconocer que sabía cómo hacerlo. Muchas veces había soñado con aquel momento, con el instante en que estaría en los brazos del hombre que amaba y cómo se sentiría. Pero la realidad superaba con creces su imaginación.

—Todos dicen que tengo una hermosa casa, pero a mí me parece que está incompleta — le dijo al oído, estrechándola más entre sus brazos—. Faltas tú, amor mío, para que todo sea perfecto.

—No sé si acabo de entender lo que me estás proponiendo, Tom Ford — repuso Aramintha con un gesto altanero, que él le borró de nuevo a besos.

—Estoy pidiéndote, por favor, rogándote en realidad, señorita Talbot, que seas mi esposa y llenes mi vida de felicidad y mi casa de hijos a los que adorar tanto como a su madre.

—Vengo de una familia numerosa, querido. No me pidas que repita la hazaña de mis padres.

—Me conformaré con tres o cuatro.

—Tal vez dos.

—Podemos negociarlo...

—No sé qué decir.

¿Estaba dudando, o sólo jugaba? Por un momento, Tom Ford pensó en la terrible posibilidad de recibir una negativa de sus labios. Quizá sí era cierto que había esperado demasiado. Ella era muy independiente, inteligente, segura de sí misma. ¿Sería suficiente con su amor incondicional para convencerla? Ya no sabía qué más ofrecerle.

—Aramintha...

Ella quiso rehuirlo, parapetándose tras una expresión frívola, pero él la obligó a mirarle a los ojos para que comprobara que estaba hablando realmente en serio.

—Casi toda mi vida he tenido que escuchar cómo todos decían que estábamos destinados el uno al otro, que lo nuestro era tan inevitable como que el sol brille por el día y la luna por la noche. Creo que es el momento de darles la razón a los que nos conocen y sabían que este día llegaría. Yo estoy seguro de que siempre tuvieron razón.

Tom tragó saliva y la mirada de sus ojos claros se hizo más intensa, mientras sus manos apretaban, un poco más fuerte de lo correcto, los dedos de Aramintha, que lo miraba casi sin respirar.

—Pero nunca he sabido lo que tú piensas. No sé qué es lo que quieres. Dime, querida, ¿acaso los demás han estado equivocados todo este tiempo? ¿Debo pensar que todo fue mentira?

—No, ¡oh, no! No pienses siquiera en eso...

Aramintha soltó sus manos de las de Tom y las enlazó detrás de su cuello. Entonces reposó la mejilla en su pecho, completamente entregada.

—... No todo fue mentira.

Has llegado a la página final

Report Page