Coral

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Coral observó, horrorizada, el vestido que Sara extendía sobre la cama. El escote era tan profundo que la joven en verdad dudaba que llegase a cubrir decentemente su pecho. La falda, de fino terciopelo rojo oscuro un tanto desgastado, se abría por su parte delantera, de tal forma que al caminar enseñaría una buena porción de sus piernas.

—¡Dios santo! — musitó, anonadada.

—Es hermoso, ¿no es cierto? — preguntó la doncella, acariciando con sus rudas manos de trabajadora la suave tela.

Asombrada, Coral miró a la joven, que le sonreía con benevolencia, mostrando sus dientes amarillos. Por alguna razón, parecía haberle tomado cariño. Durante los dos días que pasó en aquella casa, apenas se había movido de su lado. Le servía la comida, la atendía cuando se aseaba y le procuraba la medicina que, según Dolores, precisaba para curarse de sus fiebres. El caso era que Coral no creía haber tenido fiebre en ningún momento.

—Es... es... es escandaloso.

—¡Oh, querida!, ¿aún no te has vestido? — preguntó Dolores, entrando en la alcoba.

Coral la contempló en silencio. Lucía un vestido muy parecido al que le había hecho llegar por medio de la doncella. El generoso escote se abría sobre el pecho en forma de media luna, y la prenda se ceñía a la cintura, para luego ondear sobre las amplias caderas. Las curvas abundantes de la mujer quedaban así remarcadas y expuestas por completo, burdamente seductoras.

—No puedo ponerme ese... ese... ¡eso! — protestó Coral, a pesar de lo mucho que le costaba oponerse a aquella mujer que la había acogido en su hogar como si fuera su propia hija y la había atendido sin pedirle nada a cambio.

No era que Coral le hubiese cogido afecto. Dolores resultaba una mujer demasiado brusca, incluso un tanto déspota en su trato con la doncella, pero sabía que tenía mucho que agradecerle.

—Pero si es muy hermoso. Además, necesitas algo de color para realzarte. Estás demasiado pálida debido a tu convalecencia. — Dolores tomó a Coral de los hombros, sonriéndole, sibilina—. ¿Te duele la cabeza de nuevo? Sara te preparará tu medicina.

Dolores se volvió hacia la doncella y le entregó el saquito que al parecer siempre llevaba metido en el escote. Sara se apuró a servir un vaso de agua y mezclar en él una abundante dosis del preparado; después se lo ofreció a Coral, que lo observó, dubitativa. En realidad, desconocía en qué consistía aquella medicina, ni siquiera sabía si la necesitaba, pero lo cierto era que lograba que se sintiera mejor. Como por arte de magia, alejaba el dolor por la muerte de su madre, por su futuro incierto, por todo lo que había perdido. Levantó el vaso y apuró el contenido con los ojos cerrados.

—Buena niña — susurró Dolores, acariciándole el largo cabello. Cuando Coral la miró, sorprendió en ella un gesto felino—. Entonces, ¿vas a ponerte este hermoso vestido? Me temo que no tengo ningún otro de tu talla, y la reunión está a punto de empezar.

Coral parpadeó, mirando hacia la cama. Comenzaba a sentir los párpados pesados, sus músculos se relajaban y casi no recordaba sobre qué habían estado discutiendo.

—No quiero parecer una desagradecida — claudicó, y al instante Sara la estaba despojando de su camisón.

Coral bajó las escaleras del primer piso envuelta en una bruma. Se sentía etérea y vaporosa, y sonreía como si todo lo que veía le pareciese muy divertido. En otro momento, la recargada decoración, todo aquel despliegue de terciopelos, brocados y candelabros dorados, la hubiera abrumado, pero con su visión ligeramente empañada, el salón donde Dolores celebraba su reunión le pareció simplemente encantador. Tampoco se escandalizó al comprobar que las mujeres que había allí llevaban vestidos similares al suyo, algunos quizá más reveladores, con telas transparentes que apenas cubrían sus pechos y faldas muy cortas, sin enaguas ni pololos, que dejaban ver sus piernas cubiertas sólo por finas medias de seda. Observó, sin perder la sonrisa, sus rostros maquillados; acto seguido se tocó los labios, que Sara se había empeñado en pintarle, y sonrió aún más al recordar la extrañeza que le produjo verse así.

En el salón también había varios caballeros con bigotes engomados y elegantes levitas negras o grises. Charlaban y reían con las jóvenes, que se inclinaban hacia ellos para mostrarles mejor sus cuerpos, les acariciaban la cara con gesto coqueto y dejaban que se tomaran con ellas cierta clase de libertades que a Coral no dejaban de sorprenderla. Dos muchachas bailaban al compás de la divertida música que salía de la gramola, jaleadas y aplaudidas por tres jovencitos imberbes que al parecer habían bebido de más. Coral nunca había estado en una reunión como ésa, y ahora comprendía la vida enclaustrada y aburrida que había llevado en su pequeño pueblo. Aun así, le resultaba extraño lo que estaba sucediendo en la casa de Dolores, y más cuando vio a dos parejas enlazadas subir las escaleras camino de los dormitorios.

Desconcertada, la joven volvió sobre sus pasos, cruzó el vestíbulo y entró en otra habitación, donde no había música ni risas, sólo silencio y una espesa nube de humo. Un grupo de hombres sentados a una mesa jugaban a las cartas. Sus miradas iban de los naipes que sostenían en la mano hacia el rostro de sus contrincantes, tratando de adivinar la jugada. La partida acabó súbitamente, y uno de los jugadores, un tipo grande y pelirrojo que lucía una sonrisa de niño travieso, celebró su victoria a carcajadas.

—Mire, capitán, he ganado otra vez — comentó, dirigiéndose a un hombre que Coral no había visto hasta entonces. Estaba apoyado en un aparador, saboreando una copa de coñac, y la miraba fijamente.

—Enhorabuena — respondió el aludido, dejando su copa vacía sobre la mesa—. Ahora, si me disculpas...

Y se volvió hacia ella para observarla como un depredador a punto de saltar sobre una presa. Todos los hombres de la mesa se volvieron a mirar a Coral, y ella se sintió como una mercancía expuesta para su venta.

—¿Es nueva? — preguntó uno.

—No la había visto antes — contestó otro.

Dos hicieron ademán de levantarse, pero el hombre al que el pelirrojo había llamado «capitán» ya estaba al lado de Coral, ofreciéndole el brazo para acompañarla fuera del salón.

—Greg Hamilton, para servirla — dijo el hombre con una sonrisa tan cautivadora que Coral no pudo por menos que devolvérsela.

—Usted y su amigo — indicó Coral, que hizo un gesto hacia el salón de juego — tienen una forma extraña de hablar, y su nombre...

—¡Vaya!, espero que sus palabras nunca le lleguen a mi madre. Ella lleva empeñada toda su vida en enseñarme a hablar un español perfecto.

—¿No es usted español? — preguntó Coral sin dejar de mirar fascinada el rostro apuesto del desconocido.

—Nací en la isla de Santa Marta, en América. Mi padre era inglés, y mi madre, como ya supone, española.

—¿Por qué su amigo le llama «capitán»?

—Somos marinos. Él es mi primer oficial en el barco.

Marino. Igual que lo había sido su padre en su juventud. Y además vivía en una lejana isla de ultramar. Coral no era consciente de la mirada de admiración que le dirigía a Greg Hamilton, que, por su parte, no podía dejar de apreciar la belleza de la jovencita que con tanta confianza seguía cogida de su brazo.

—Capitán Hamilton...

Dolores se les acercó, envolviéndolos con su especiado perfume y ofreciéndoles la mejor de sus sonrisas.

—Veo que tiene usted muy buen gusto, pero debo advertirle que es la primera vez que Coral está entre nosotros. Ella es nueva aquí. — La mujer le guiñó un ojo al marino, a la vez que acariciaba el rostro de Coral—. Completamente nueva — insistió.

Greg sonrió. Sabía lo que le estaba ofreciendo la mujer y también que le pediría un alto precio por ello. Pero, por otro lado, la muchacha — Coral, la había llamado — era tan bonita y tan dulce que probablemente lo valía. Asintió apenas con la cabeza.

—Coral, querida, el capitán no ha cenado aún — dijo Dolores a su pupila—. El caso es que hay tantos invitados en la casa, y él necesita descansar después de su largo viaje. Quizá podrías acompañarlo a tu habitación, y yo os enviaré a Sara con la cena.

Coral frunció el ceño, extrañada por aquella petición. Supuso que debía excusarse. En realidad, resultaba escandaloso que Dolores se lo hubiera propuesto siquiera, pero era la primera vez que le pedía algo a cambio de todo lo que estaba haciendo por ayudarla, y no podía negarse. Además, Sara estaría con ellos, sirviéndoles la cena, así que tampoco tenía de qué preocuparse.

—Venga, capitán Hamilton. Mi habitación está en el piso superior.

La joven sonrió al marino, que la enlazó por la cintura, poniendo una mano sobre su cadera. Coral se sintió extraña al principio, tan cerca de aquel desconocido, pero recordó que había visto varias parejas subiendo las escaleras enlazadas del mismo modo y pensó que en aquella casa eso debía ser lo normal.

—Coral es un hermoso nombre — le susurró al oído Greg, inclinándose para oler su suave perfume.

—Me lo puso mi padre. Él también fue marino en su juventud.

Habían llegado a lo alto de la escalera. Coral notó que le faltaba la respiración y no supo si era por lo débil que se sentía tras pasar dos días convaleciente, o por la cercanía del cuerpo grande y cálido de Greg Hamilton, que la mantenía pegada a su costado.

—Ésta es mi alcoba — anunció, abriendo la puerta.

Greg dejó que Coral se separase de él para permitirle el paso. Él mismo cerró la puerta tras ellos y observó a la joven, que se afanaba en encender un quinqué sobre una mesa al lado de la ventana. Había algo extraño en ella, como si sus ojos estuvieran nublados por la bruma. Supuso que tal vez había bebido alguna copa del champán que corría tan alegremente en el salón. Movió los hombros y se frotó el cuello, y entonces se dio cuenta de que estaba realmente cansado. Sólo la insistencia de Jack, su oficial, había podido arrastrarle hasta aquella casa esa noche. Claro que tampoco era demasiado tentadora la opción de cenar de nuevo con sus aburridas tías, tratando de ignorar las miradas suplicantes de su hermana, que le rogaba que no la dejara allí, en una tierra desconocida, con aquellas parientes demasiado parecidas a su autoritaria madre. ¡Qué demonios! Ella misma se lo había buscado al coquetear con Ben Tyler, a pesar del rechazo frontal de su madre hacia el joven y su familia. Ahora tendría que pagar su penitencia, y él no podía hacer nada para evitarlo. Su vida era la de un marino. No paraba más de una semana en un mismo puerto y no podía hacerse cargo de una jovencita rebelde. Pasado un tiempo, su madre probablemente se arrepentiría de haberla enviado a aquel exilio y le pediría a él que volviese a recogerla. Si para entonces Ben Tyler seguía esperándola y ella estaba segura de que aún lo quería, Greg tendría que mantener una conversación muy seria con su madre.

—¡Qué torpe soy! — exclamó riendo Coral tras tres infructuosos intentos de encender el quinqué. Greg se acercó, se lo quitó de las manos y lo encendió a la primera. La cálida luz iluminó sus rostros, muy cerca el uno del otro.

—¿Crees que tardará mucho la cena? — le preguntó, tomando entre sus dedos un mechón de su largo cabello.

—No... no lo sé.

—No quisiera que nos interrumpieran.

Se inclinó hacia ella, hasta que sus labios estuvieron muy cerca del rostro de la muchacha, y entonces vio que por un momento la bruma de los ojos de Coral se disipaba y lo miraba asustada. Durante apenas un instante, sintió cierto reparo, pero luego comprendió que la joven había sido bien aleccionada para fingir su papel de doncella inmaculada.

Sonaron unos golpes en la puerta, y Coral se apresuró a abrirla. Sara entró con una gran bandeja, que depositó sobre la mesa, y saludó con una breve reverencia al caballero.

—La señora Dolores dice que si quiere otra cosa no tiene más que tocar la campanilla.

Tras inclinarse de nuevo, salió, no sin antes dedicarle una gran sonrisa a Coral, que ella no supo interpretar. «¡Qué suerte has tenido! ¡Menudo hombre!», susurró la doncella antes de cerrar la puerta. La joven se quedó pensativa, observando la pared como si allí estuviesen las respuestas, hasta que oyó a Greg Hamilton moviéndose a sus espaldas.

—Esto tiene muy buen aspecto — dijo Greg, levantando la tapa que cubría un plato de ostras; también había pan, queso, un cuenco con fresas y una botella de champán francés—. Tu patrona sabe cómo abrirle el apetito a un hombre.

Greg se quitó la levita y se aflojó el cuello de la camisa, de modo que su piel morena de marino quedó en parte al descubierto. Extrañamente, Coral sintió la tentación de tocarlo, de introducir las manos por la abertura y acariciar su pecho. Apretó los puños a los costados, consternada.

Observó cómo él servía dos copas de champán, y después le ofreció una. Coral dio un sorbo bajo la mirada seductora de Greg, que vació su copa de un trago. Era la primera vez que la joven probaba aquella bebida. Estaba muy fría y las burbujas le provocaron un cosquilleo en la nariz y en la garganta. Delicioso.

Greg abrió una ostra con el cuchillo y se la pasó a Coral. Ésta tomó una rodaja de limón y dejó caer unas gotas sobre la carne translúcida, que vibró y se encogió, y luego se la comió.

—Las ostras de Vigo son deliciosas. No creo que necesiten limón — dijo Greg, abriendo otra y llevándosela a la boca.

Coral lo detuvo.

—Las ostras no lo necesitan, pero es la forma de saber si están vivas. — Dejó caer unas gotas sobre la carne y no hubo respuesta—. No se coma ésta — le advirtió.

—Chica lista.

El capitán sonrió, inclinándose ante ella para agradecerle el aviso. Sirvió más champán, y los dos hablaron y bromearon sobre la comida mientras daban buena cuenta de ella.

—Me encantan las fresas — dijo Coral con un suspiro, cerrando su boca sobre el fruto rojo y clavando en él los dientes, para luego desechar la parte no comestible.

Greg la observaba mientras bebía de su copa, pensando en lo mucho que le gustaría despojarla de aquel provocativo vestido y llevársela de una vez a la cama. Pero ella estaba imponiendo su ritmo, y lo cierto era que él estaba disfrutando con la espera.

—Creo que ya has bebido bastante — le aconsejó cuando la vio terminar su tercera copa de champán de un trago.

—Me encuentro bien — aseguró Coral, poniéndose en pie, pero al tratar de girar sobre sí misma fue la habitación la que dio vueltas a su alrededor, de modo que cayó con una carcajada sobre la cama—. Muy, muy bien.

—Ya lo veo.

Greg se acercó a ella, inclinándose sobre su cuerpo, y le apartó un mechón de cabello que le caía sobre los ojos. Luego la besó suavemente, para no asustarla, acariciando apenas los labios de ella con los suyos.

—Capitán Hamilton — balbuceó Coral—, usted no debería...

—Cariño, teniendo en cuenta a qué hemos venido aquí, creo que deberías llamarme Greg.

—Greg. — Coral paladeó el nombre entre sus labios, probando la pronunciación—. Es un nombre extraño. — Trató de incorporarse, pero de nuevo el champán le jugó una mala pasada y la hizo caer contra las almohadas—. Tengo un dolor aquí — dijo, tocándose el esternón—. Me cuesta respirar.

—Déjame ver — contestó Greg, riendo ante su juego.

Coral cerró los ojos y no hizo ningún movimiento mientras él la despojaba del corpiño y del corsé, y la dejaba sólo con su camisola interior. Cuando también se deshizo de su falda, Coral abrió los ojos y levantó una ceja a modo de interrogación.

—¿Qué estás haciendo?

—Poniéndote cómoda.

—¿Es hora de dormir?

—¿Tienes sueño?

—Creo que sí.

—Ya te dije que era demasiado champán.

La joven cerró los ojos, y suspirando, se acurrucó sobre la cama. Dentro de su cabeza, enanos saltarines no dejaban de botar contra sus sienes, y le impedían dormirse.

—Me duele la cabeza.

—Déjame que te alivie.

Greg la rodeó con sus brazos y la besó en la frente. Era tan, tan agradable dejarse envolver por su calor, sentir sus labios acariciando su rostro y sus manos frotándole la espalda. Coral se retorció sobre la cama, acercándose más a Greg; sus piernas se tocaron, y entonces ella se dio cuenta de que él estaba desnudo. Abrió los ojos, sobresaltada.

—¿Qué... qué estás haciendo?

—No te preocupes, amor. Seré cuidadoso contigo.

Si ella quería seguir jugando al juego de la inocente primeriza, él estaba dispuesto a satisfacerla.

—Dolores tiene una medicina para mi cabeza.

—No necesitamos a Dolores.

El hombre volvió a besarla; despacio al principio, permitiendo que se acostumbrara a su tacto, a su sabor, para luego profundizar. Coral no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo. El efecto de la medicina que antes había tomado, junto con las generosas copas de champán que había bebido, parecía anular su voluntad; sólo quería dejarse llevar y disfrutar de las sensaciones que Greg despertaba en su cuerpo. Hacía demasiado tiempo que nadie la abrazaba, que nadie la trataba con tanto cariño y delicadeza, así que se rindió a él, dispuesta a disfrutar del momento.

Cuando Coral se relajó entre sus brazos, Greg sintió el latigazo del deseo apremiándolo. Ella había jugado y coqueteado con él durante toda la cena, alimentando sus fantasías con su risa desinhibida y su coquetería innata, y ahora estaba dispuesto a desquitarse. Le besó el cuello y los senos, apartando la camisa que aún se interponía entre ellos, mientras sus manos la subían por encima de sus caderas.

¡Dios!, era deliciosa, suave y femenina, dulce como la miel y tan tierna que deseaba devorarla.

—Cariño, no voy a poder esperar más — le susurró en el oído, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.

Ella no respondió, ni siquiera había entendido lo que le decía; sólo se arqueó hacia su cuerpo, sin comprender hasta qué punto se estaba ofreciendo.

De nuevo, Greg la besó, al mismo tiempo que acariciaba sus muslos, se los separaba y se situaba entre ellos. Quería ir despacio, se lo había prometido, pero ella ya se movía contra él, incitándolo, y se introdujo en su interior sin más demora, profundizando con facilidad dada su húmeda excitación. La cavidad era más estrecha de lo que se esperaba y empujó una vez y otra, y entonces Coral se puso rígida entre sus brazos y abrió los ojos, que se llenaron de lágrimas. Sólo en ese momento comprendió lo que debía haber sido evidente.

—Lo siento, cariño, lo siento. — Acarició su rostro, colmándola de besos y palabras dulces, mientras su cuerpo permanecía quieto, agarrotado, dándole tiempo para acostumbrarse a su invasión—. He sido un bruto. Lo siento.

Coral volvió a respirar. No se había esperado aquel dolor. No sabía lo que ocurría. Nadie le había hablado nunca de aquello, y por eso se había entregado con tanta facilidad y generosidad. Sólo sabía que le gustaba estar entre los brazos de Greg. Se sentía segura y querida, a salvo como no se había sentido en mucho tiempo. Notó que él se movía de nuevo, acomodándose entre sus piernas, mientras volvía a besarla acariciando sus labios con gestos enloquecedores que la obligaban a arquearse contra su cuerpo y a responder moviendo sus caderas, disfrutando del contacto de sus cuerpos desnudos, del calor que los envolvía y del tacto de las manos masculinas subiendo y bajando por su piel. Entonces, percibió que Greg se ponía rígido y dejó de moverse mientras algo cálido se extendía en su interior, colmándola.

Cuando se retiró del interior de Coral, Greg estaba satisfecho sólo en parte. Sabía que ella no había gozado como él por ser su primera vez, pero se prometió recompensarla en la próxima. Había muchas cosas que podía enseñarle, y sonrió pensando en cómo disfrutaría haciéndolo.

—¿Greg?...

Abrió los ojos para mirarla y descubrió que estaba de nuevo asustada. Siguiendo su mirada encontró la causa de su preocupación manchando la colcha blanca.

—¿Nadie te lo había explicado? — le preguntó al verla tan angustiada.

Aunque no respondió, su gesto fue suficiente. Greg se levantó y buscó una jarra de agua. Al lado había unas toallas, así que mojó una y se acercó a Coral para ofrecérsela.

—No te vas a morir — soltó intentando bromear, y la vio tragar saliva antes de devolverle una sonrisa dubitativa.

Pensó que ella necesitaba un poco de intimidad, de forma que le dio la espalda y volvió a la mesa, donde se sirvió la última copa que quedaba en la botella. Se la bebió de un trago y se dio la vuelta para mirar a Coral, que se había metido entre las mantas. En el suelo, arrugada, había quedado la colcha manchada.

—¿Te quedarás conmigo? — inquirió Coral, esperanzada.

No quería quedarse sola, no después de lo que había ocurrido, y no tenía a nadie en el mundo que le hiciera compañía, a excepción de aquel desconocido al que había entregado su cuerpo.

—¿Te gustaría? — dijo Greg, acercándose a ella, que parpadeó abrumada por su desnudez y luego asintió.

Greg se metió en la cama y la envolvió con sus brazos. Sus ojos comenzaron a cerrarse. Había sido un día muy largo.

—Y no intentes seducirme de nuevo, pequeña descarada — susurró antes de dormirse—. Ha sido suficiente por esta noche.

Coral estuvo de acuerdo. Sólo quería quedarse así para siempre, entre sus brazos fuertes y cálidos.

No podía imaginar nada mejor.

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