Coral

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Al anochecer la casa se llenó del bullicio de hombres que llegaban del exterior — Coral los había visto desde la ventana — y mujeres que reían en el salón que había debajo de su dormitorio. Descubrió que sus manos temblaban y se aferró a los barrotes de la cama, tratando de apaciguar sus pensamientos.

Recordó el rostro moreno de Greg Hamilton, sus ojos del color del mar en un día de verano, su sonrisa seductora. Respiró hondo. Nada malo iba a ocurrir. Él vendría, cenarían de nuevo juntos, charlarían y...

Todo su cuerpo se estremeció. La herida de la nuca volvía a latirle y pensó en llamar a Sara. Se volvió para buscar la campanilla, y entonces descubrió el pequeño frasquito al lado de la jarra de agua. La doncella se había dejado allí su medicina. Pensó que era mejor no molestarla. Había visto la cantidad que le servía, una pequeña cucharadita en un vaso de agua, así que se lo preparó ella misma. Se lo bebió de un trago y se sentó en la cama; luego apoyó la cabeza en las almohadas y cerró los ojos, esperando a que el preparado liberase su magia.

Greg Hamilton se detuvo ante la puerta cerrada meneando la cabeza para despejarse. Se sentía tan excitado e impaciente como un colegial.

Había pasado el día en los muelles, aprovisionando su barco para continuar el viaje a Inglaterra. Después había comido con sus tías y su hermana, que no dejaba de reprocharle su participación en aquella loca idea de su madre de obligarla a viajar a aquel país desconocido para alejarla de su pretendiente. El ambiente de la casa se había vuelto opresivo, asfixiante para él, y había huido a la menor ocasión; había alquilado un caballo para buscar una playa desierta, donde se había bañado desnudo buscando relajar su cuerpo y su mente. Sólo había resultado eficaz en parte. El agua fría de aquellas tierras lo refrescó y lo relajó, pero lava ardiente volvía a correr por sus venas cada vez que recordaba a Coral. Llegó a pensar que la había idealizado. Quizá había sido el champán, o la poca luz de la alcoba. Quizá no era tan bella, tan dulce, tan adorable. Seguramente aquella noche descubriría que todo había sido producto de su imaginación.

Golpeó dos veces en la puerta y entró sin esperar respuesta. Coral estaba recostada sobre la cama, con los ojos cerrados, y no reaccionó ni cuando él cerró la puerta a su espalda.

Se acercó despacio, sonriendo, sin comprender del todo la ternura que le provocaba verla dormir tan relajada. Coral no estaba vestida; llevaba un camisón y una bata de encaje que se abría en una uve generosa sobre su pecho. Su largo cabello ondulado se derramaba sobre las almohadas y sus pestañas se agitaban, como si tuviera un sueño. Por un momento, curvó los labios, casi sonriendo, y Greg comprendió que era un sueño feliz. No tuvo corazón para despertarla.

Coral paseaba de nuevo por la playa de fina arena blanca cogida de la mano de su padre. Las gaviotas realizaban elegantes giros en el aire y las nubes algodonosas, muy altas, parecían blancos corderitos dormidos sobre la línea del horizonte. Coral apretó más la mano que la sujetaba y se volvió con una sonrisa. No era su padre quien estaba a su lado, sino Greg Hamilton, que le sonreía tan feliz como ella de estar juntos en aquel hermoso lugar, paseando descalzos por la húmeda línea donde rompían las olas.

—Greg — susurró en sueños.

—Estoy aquí — le contestó una voz muy cerca.

—¿Me enseñarás a nadar? — preguntó Coral, y Greg no pudo evitar reírse. Fuese lo que fuese lo que estaba soñando, parecía muy agradable.

—¿Te gustaría?

Ya no era un sueño. Coral entreabrió los ojos y descubrió que él estaba allí, a su lado, recostado contra las almohadas. La camisa blanca entreabierta mostraba su piel tostada. Olía a mar y a sol; quizá por eso ella soñaba que estaban en la playa.

—Creo que estaba hablando en sueños.

—Y al parecer era un sueño muy hermoso.

—Siempre sueño lo mismo: estoy en la playa con mi padre... — Coral parpadeó, acostumbrando sus ojos a la luz del quinqué que había sobre la mesilla—. Pero hoy ha sido distinto. Hoy estaba contigo.

Greg la enlazó por la cintura, ciñéndola a su cuerpo, y la besó hasta dejarla sin aliento. Y era tan dulce, tan deliciosa como la recordaba. No había sido ninguna trampa de su imaginación.

Coral había olvidado su estado de nerviosismo. La medicina calmaba sus dolores, pero también tenía la virtud de hacerla sentir ligera y feliz, como si flotara en un mundo de bellos colores y dulces sensaciones. Aceptó los besos de Greg Hamilton como parte de aquel mundo maravilloso en el que no había dolor ni conciencia que la atormentase.

—Has estado todo el día en mis pensamientos — le susurró él mientras deshacía el lazo que le ataba la bata a la cintura y la deslizaba por su espalda—. Creo que debo compensarte por lo ocurrido anoche.

—¿Compensarme?

Abrió los ojos, sorprendida, preguntándose qué era lo que él le estaba ofreciendo. Greg le besó el hombro desnudo mientras le bajaba el tirante del camisón y acariciaba su brazo.

—Hoy no habrá dolor — le explicó, y su mano se posó sobre su seno desnudo, trasmitiéndole su calor—. Sólo placer. Lo prometo.

Coral notó que enrojecía hasta la raíz del cabello cuando vio la cabeza morena de Greg inclinarse sobre su pecho para besarlo, lamerle el pezón con la punta de la lengua y luego succionarlo suavemente, esperando su respuesta. No pudo evitar un gemido entrecortado. Era placentero, muy placentero, y la hacía retorcerse sobre la cama, buscando el contacto del vigoroso cuerpo del hombre.

De pronto, Greg se puso de rodillas en la cama y la tomó de las manos para obligarla a incorporarse. Después, se situó a su espalda y la rodeó por la cintura. Coral se recostó contra su pecho, apoyando el rostro en su hombro, y dejó que él le besara el cuello mientras le bajaba el camisón hasta la cintura. Observó como en un sueño su propio cuerpo semidesnudo, y las manos grandes, morenas, de Greg, subiendo desde su cintura para envolver sus pechos y acariciar las puntas con los pulgares. Suspiró, inmersa en aquel universo de placer sensual.

El hombre se removió a su espalda y la envolvió con sus caderas. Se deshizo de su camisa y acarició de nuevo sus hombros, sus senos y la curva de su cintura, mientras su boca recorría desde la mandíbula hasta el hombro, mordisqueando y lamiéndola, como si fuera el más exquisito de los manjares. Introdujo una mano bajo el camisón y acarició sus muslos, buscando la placentera unión, y le arrancó un nuevo gemido cuando un dedo se introdujo entre sus labios y frotó el botón escondido en busca de una respuesta que no tardó en llegar. Coral sintió que ardía de nuevo en aquel fuego desconocido que apenas había paladeado la noche anterior. Sus caderas se movían con un ritmo ancestral que no recordaba haber aprendido. No podía pensar, sólo sentir, disfrutar de cada una de las caricias de Greg, abandonándose a su experiencia y a su calculada seducción.

—No me dejes — protestó cuando él se apartó de repente, llevándose su maravilloso calor.

—No pensaba hacerlo.

Greg sonrió. Estaba de pie al borde de la cama, deshaciéndose del resto de su ropa. Coral parpadeó, aún ruborizada. No lograba acostumbrarse a la visión de aquel magnífico cuerpo desnudo. Curiosa a su pesar, lo observó entornando las pestañas, y notó que su corazón latía casi violentamente cuando él se inclinó hacia ella y los músculos de su vientre enmarcaron la prueba de su deseo.

—Ven aquí — le pidió, tomándola por los tobillos para acercarla al borde de la cama.

En un instante, su camisón voló con el resto de la ropa. Greg apoyó una rodilla sobre el colchón y se inclinó más para besarla, buscando su lengua, hasta que ella se la entregó y la saboreó a conciencia. Después, la boca descendió por su cuello, sus clavículas, besó su pecho y dejó un sendero húmedo en su estómago hasta llegar al vientre. Coral quiso cerrar las piernas cuando adivinó la intención de Greg, pero él se lo impidió, introduciendo una mano para acariciarla, con los dedos primero, con la lengua después. Sobreponiéndose a la sorpresa y a la vergüenza, Coral sintió que se derretía. El contacto de la boca, de la lengua, húmeda y caliente, con sus partes más íntimas estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Pero una nueva urgencia le nacía en el vientre. Comenzó a moverse rítmicamente, acompasando sus caderas a las caricias que él le prodigaba, buscando su contacto más a fondo, más rápido.

—Ven — susurró sin saber siquiera lo que decía—. Ven, sí; te necesito.

Greg se sintió también al límite de su excitación. Se incorporó sobre Coral, se colocó entre sus piernas y la penetró de un solo impulso. Ella gritó, pero esa vez fue de placer. Se inclinó sobre su pecho, sintiendo el delicioso contacto de sus senos contra el cuerpo, y la besó mientras ella gemía y gritaba una y otra vez. Greg empujó más y más adentro, disfrutando con el placer que le daba y saboreando cada gemido y cada temblor de su cuerpo; al fin, se dejó ir cuando ella culminó su orgasmo. Nunca en su vida se había sentido antes tan orgulloso como cuando Coral entreabrió los ojos, agotada, y lo miró con una sonrisa de satisfacción.

—Había pedido la cena para ti — dijo, arrastrando las palabras como si hubiera bebido alguna copa de más—. Pensé que tendrías hambre.

—Sí, tenía... — le aseguró Greg, que se volvió a la cama y tiró de las mantas para cubrir a Coral—, hambre de ti.

Coral ocultó la cara en la almohada y ahogó una risita. Se sentía tan saciada, tan relajada, como no creía haberlo estado en su vida.

—¿A esto le llamas «compensarme»? — preguntó con cierto descaro que no supo de dónde había sacado.

—Esto es sólo la primera parte — afirmó Greg, y la besó en la frente con una sonrisa traviesa. Luego se levantó y curioseó en las bandejas de comida que había sobre la mesa al pie de la cama.

Coral se sentó, envuelta en una sábana, y observó a Greg cuando éste se acercó a ofrecerle una copa de champán.

—Almejas y percebes. Tu patrona sabe cómo tentar al más santo.

Greg rió, mostrándole la generosa bandeja de marisco que les habían preparado, pero al momento comprendió que Coral era demasiado inocente para captar las connotaciones sexuales de los alimentos que le ofrecía.

—¿Te gustan?

—Me encantan — aceptó Greg, tomando un mejillón y devorando la carne anaranjada de su interior para demostrarlo—. Ven, cena conmigo.

Coral aceptó y se puso en pie. Envuelta en su sábana, se aproximó a la mesa.

Él se empeñó en ofrecerle las mejores piezas e incluso le dio de comer en la boca, bromeando con ella sobre el tamaño de los percebes y su feo aspecto. La joven le preguntó, entonces, por su día en el puerto, y Greg se encontró explicándole el trabajo que suponía aprovisionar un barco, llevar a cabo todas las pequeñas reparaciones que precisaba tras la larga travesía transatlántica, ocuparse asimismo de la compraventa de mercancías que le reportasen beneficios y mil pequeñas cosas más de las que Coral nunca antes había oído hablar y que escuchaba con atención y auténtica curiosidad.

Después de la cena y del champán, Greg volvió a hacerle el amor, muy despacio esa vez, como si tuviera todo el tiempo del mundo, y animándola a que tomase la iniciativa, la guio para que conociese su cuerpo y aprendiera a darle placer. Coral descubrió que era tan placentero dar como recibir, y que la figura fuerte y recia de Greg era una fuente inagotable de maravillosas sensaciones para sus manos y su boca.

Era de madrugada cuando por fin se durmieron, saciados, enlazados sus cuerpos como siameses.

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