Coral

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Coral se había negado reiteradamente, a pesar de la amabilidad y la zalamería de Dolores. Ahora que sabía la realidad del negocio que regentaba en esa casa, no estaba dispuesta a bajar al salón aquella noche, por mucho que se lo rogase. Pero, al final, la mujer lo consiguió a base de hacer que se sintiera como una desagradecida. Después de todo, se había portado bien con ella, la había atendido durante su recuperación, la había recogido de la calle y le había dado un hogar y una forma de ganarse la vida. De hecho, únicamente tendría que sustituir a la doncella del salón de juego, que estaba en la cama ardiendo de fiebre. Debería servir bebidas a los caballeros, sonreír y ser amable, y sólo hasta la llegada de Greg Hamilton. Coral cruzó los dedos, rogando porque aquella noche no se retrasase.

—Sírveme un poco de ese bebedizo al que Dolores llama coñac — dijo uno de los jugadores, agitando hacia Coral su copa vacía.

La joven se apresuró a buscar la licorera y se acercó a la mesa, inclinándose para servir la bebida. El jugador apartó por un momento la mirada de sus cartas y la posó en sus pechos, demasiado expuestos por el escotado vestido que Dolores la había obligado a ponerse.

—¿Eres nueva? Nunca te había visto antes.

—Sí, señor.

Coral hizo una pequeña reverencia. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar el cuello de la botella. El jugador no la miraba a la cara, en realidad, así que difícilmente podía saber si la había visto antes o no.

—Quizá podamos divertirnos un poco después de la partida — dijo, extendiendo una mano hacia su escote.

La joven dio un paso atrás y se puso fuera de su alcance.

—Sólo soy la doncella — afirmó con la frente alta—. Nada más.

—Serás lo que diga mi bolsa, niña — repuso el jugador, agitando el saquito de cuero lleno de monedas tintineantes.

Sus compañeros rieron su ingenio, pero lo exhortaron a seguir jugando, con lo que el tipo se olvidó de Coral, al menos de momento.

—¿Y tú quién eres, preciosidad?

Otro hombre había entrado en el salón y había pillado desprevenida a Coral. Su fuerte brazo la enlazó por la cintura, y su mano se apoyó en su cadera con excesiva familiaridad.

—Soy la doncella — repitió Coral, interponiendo la licorera entre el cuerpo grande y sudoroso del recién llegado y su pecho, para evitar que la abrazara—. ¿Quiere una copa?

—¿Por qué no?

El hombre bajó la mano de la cadera a la nalga, la pellizcó con grosería y soltó una risotada cuando ella se alejó con la excusa de traerle una copa.

No podía soportar aquello ni un minuto más. Coral depositó la licorera sobre la mesa, respirando agitadamente. Se sentía sucia, manoseada, usada. Las miradas de los hombres, sus groserías, sus rápidas manos, eran mucho peor de lo que había imaginado.

Salió al vestíbulo rezando para no encontrarse a Dolores y poder escabullirse escaleras arriba, de regreso a su habitación. Pero la mujer estaba allí mismo, recibiendo a dos caballeros que acababan de llegar, cuyos largos abrigos goteaban por la intensa lluvia que se había desatado aquella tarde y que parecía empeorar por momentos. Coral se ocultó en el lateral de la escalera, aguardando a que Dolores condujese a los recién llegados al salón principal, pero ella se quedó mirando a un último visitante, que traía la cabeza inclinada, apurando para escapar cuanto antes del aguacero. Coral soltó un suspiro de alivio al reconocer el apuesto rostro de Greg Hamilton.

—¿Qué haces aquí escondida, niña?

Al reconocer la voz que le hablaba a sus espaldas, Coral se estremeció. El jugador la tomó por la cintura y la acercó a su cuerpo para frotarse groseramente contra ella.

—Me ha acompañado hoy la suerte con las cartas, y ahora tengo mucho dinero que gastar contigo si eres buena.

—Déjeme — pidió, poniendo las manos contra su pecho para tratar de zafarse.

El tipo era fuerte y logró inclinarse lo suficiente para besarla. Coral apretó los labios, sintiéndose mareada por el aliento a alcohol. Entonces el jugador la agarró por las nalgas, apretándola contra él con fuerza, para que sintiera la dureza de su deseo.

—Lo pasaremos muy bien, ya verás.

—Suélteme..., suélteme de una vez.

Coral estaba al borde de las lágrimas, forcejeando contra el tipo que buscaba una y otra vez sus labios.

—Suéltela.

La orden lanzada por Greg Hamilton desestabilizó al hombre, que soltó a la muchacha de inmediato.

—¿Quién es usted? — protestó, mirando al alto marino que abrazaba ya a Coral contra su pecho. Por su parte, ella no se debatía ni protestaba, aceptándolo como su salvador.

—Tranquila — susurró Greg al oído de Coral, notándola estremecida—, tranquila. Ahora iremos arriba. Nadie va a hacerte daño.

—¡Yo la he visto primero! — gritó el jugador con el rostro congestionado. Luego se volvió para mirar a Dolores, que observaba la escena desde una distancia prudencial—. ¿Es que mi dinero no es tan bueno como el suyo?

—Seguro que encontraremos una chica bonita y complaciente para usted, encanto — le ofreció la mujer, acercándose con su mejor sonrisa.

—No quiero otra. Quiero a ésta.

Greg Hamilton empujó suavemente a Coral, obligándola a caminar hacia la escalera, y se puso detrás de ella por si el tipo aún intentaba algo.

—Deje que le acompañe al salón — dijo Dolores, y enlazó su brazo al del jugador, que todavía se resistía a sus intentos conciliadores.

—¿Qué pasa con ella? — preguntó aún, señalando hacia Coral, que ya subía las escaleras—. Nunca había visto a una ramera rechazando una buena bolsa de dinero. Ese tipo debe pagarle muy bien para que se vaya con él de tan buena gana.

Coral trastabilló, y Greg tuvo que sujetarla por el codo para evitar que cayera. Se volvió hacia el vestíbulo, muda, compungida, pero Dolores ya había convencido al jugador para que entrase con ella en el salón y habían desaparecido en medio del bullicio.

La había llamado «ramera», la había acusado de venderse por dinero, y lo peor era que había dicho la verdad. Mientras caminaban hacia la alcoba no fue capaz de articular una palabra, ni siquiera de mirar a Greg a la cara. La vergüenza era un nudo que oprimía su garganta y apenas la dejaba respirar.

—No pienses más en eso — le dijo Greg en cuanto cerró la puerta, tomándola de la barbilla para obligarla a mirarle.

Sin embargo, se sentía casi tan mal como ella. Deseaba bajar y golpear a aquel bocazas hasta que pidiera perdón por todas las groserías que había dicho. Pero de qué serviría. Coral había escogido ganarse de aquella manera la vida y difícilmente encontraría buen trato o respeto a su alrededor.

—Necesito mi medicina — sólo acertó a decir Coral, y se alejó de él en busca del agua y del frasquito que contenía aquel polvo milagroso que le hacía olvidar todos sus dolores, los del cuerpo y también los del alma.

—¿Qué es eso? — preguntó Greg, observándola mientras mezclaba el polvillo blanco con agua.

—Es para mi dolor de cabeza. Hace unos días... — ¿Cuántos? Coral ya casi no recordaba desde cuándo estaba en aquella casa—. Hace unos pocos días recibí un fuerte golpe en la cabeza. — Se bebió el agua de un trago, señalando con un vago gesto hacia su nuca—. Aún me duele. A veces.

Greg asintió, mirándola, preocupado. Coral se sentó en la cama y se recostó sobre los almohadones.

—Necesito descansar unos minutos.

—¿Por qué estabas abajo? — dijo, sentándose a su lado.

Coral cerró los ojos, mientras esperaba a que el brebaje la inundase con su mágico efecto.

—Dolores me lo ha pedido. Una doncella está enferma, y necesitaba ayuda en el salón de juego.

—¿Qué tenías que hacer?

—Sólo estar allí, servir bebidas...

Empezaba a notarlo. Era como un bálsamo que se extendía por sus músculos rígidos y los relajaba, a la vez que embotaba sus sentidos, adormeciéndola.

—¿Los hombres del salón... te han dicho algo? ¿Han sido groseros?

—Un poco — admitió Coral, pero ya no importaba; ahora se encontraba bien, muy bien.

—Tendremos que pensar algo — dijo Greg, y Coral entreabrió los ojos, mirándolo de forma interrogativa.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Nada. Descansa.

Greg se puso en pie y caminó hasta la ventana. Observó el cielo oscuro, sin luna ni estrellas; las gotas de lluvia golpeaban incesantemente el cristal. Aquella noche se había retrasado un poco más porque su hermana le había pedido que se quedara a cenar con ella y sus tías. Amelie estaba arrepentida por haberse enfadado tanto con él y le había comprado un regalo en desagravio. Greg palpó bajo su camisa la cadena de oro, de la que colgaba un relicario con la inicial de su apellido grabada en el frente; en el interior, contenía un retrato de su hermana y una dedicatoria. Era un hermoso presente y lo valoraba más por cuanto era la prueba de su reconciliación. Ahora podría marcharse a Inglaterra sin aquel cargo de conciencia.

Se volvió para contemplar a Coral, que se había quedado dormida, y no pudo evitar preguntarse qué clase de potente medicina era esa que tan rápidamente le había hecho efecto. Pero pronto olvidó aquella intriga, al mismo tiempo que recordaba la angustia que le había provocado ver cómo aquel tipo la manoseaba, forzándola a aceptar sus groseras caricias y sus besos. La había visto tan indefensa, tan aterrorizada, que había comprendido mejor que nunca que esa vida no podía ser su destino.

Aún no sabía cómo había logrado seducirla él. En parte, suponía que había sido por su ignorancia sobre lo que estaba a punto de sucederle, y tal vez podría echarle alguna culpa al champán que habían bebido. Se preguntó si también la primera noche Coral había tomado aquella medicina. Llegó a la conclusión de que ese cúmulo de circunstancias había sido determinante para que ella se le hubiera entregado con tal confianza y serenidad. Por su parte, las noches siguientes había tratado de esmerarse para que ella pudiera perder cualquier temor que aún le pudiese tener, y para hacerla gozar con los placeres carnales. Él lo había conseguido, pero dudaba que Coral pudiese entregarse en adelante con facilidad a cualquier otro hombre que la requiriese sin más argumentos que su dinero.

Pero ¿qué podía hacer él? Tendría que buscarle una casa y un empleo. Tal vez sus tías pudieran ayudarla. Podría emplearse como doncella en alguna casa. Sin duda, cualquier otra cosa sería mejor que dejarla allí. Su conciencia no encontraría paz si lo hacía.

Más tranquilo después de haber tomado una decisión, se acercó a la cama y se cercioró de que Coral estaba completamente dormida. Con infinito cuidado, la despojó del vestido y del corsé y la metió bajo las mantas. Luego se deshizo de sus ropas y se acostó a su lado, dejando encendido a medio gas el quinqué de la mesita. Fuera la tormenta iba en aumento y el viento hacía temblar los cristales, pero dentro de la habitación, pegado al cuerpo cálido de Coral, Greg se sentía en el paraíso.

Las ramas de un árbol golpeando incesantemente contra la ventana despertaron a Coral. Entreabrió los ojos, aún somnolienta, buscando la causa del molesto ruido.

La lluvia seguía cayendo con fuerza, a veces en forma de granizo, y llenaba la habitación con un sonido como de cristales rotos. Coral se arrebujó entre las mantas y se volvió para mirar a Greg Hamilton. Su rostro era plácido y sus rasgos fuertes se suavizaban con el sueño. Un mechón de cabello le caía sobre los ojos, y Coral tendió una mano para apartárselo; después acarició su áspero mentón y siguió, curiosa, la línea de su cuello, hasta encontrar la cadena de oro que llevaba colgando. Tomó el hermoso relicario entre sus manos y acarició con las yemas de los dedos el fino grabado de la tapa. El resorte se abrió con facilidad y se encontró contemplando el rostro de una joven muy bonita, pero de ojos tristes. En la parte interior había una frase grabada: «No me olvides. Amelie.» Coral cerró la joya de inmediato y notó que sus dedos temblaban al hacerlo.

—Es de mi hermana — murmuró Greg, parpadeando para alejar el sueño—. Le preocupa que no vuelva a buscarla.

La joven suspiró y una sonrisa de alivio se extendió por su rostro. ¡Qué tontería! Como si fueran a cambiar las cosas entre ellos porque tuviera una esposa o una prometida esperándole en algún sitio. Cuando concluyese la semana, ella sólo sería la muchacha que lo mantuvo entretenido en su viaje a España, una historia que contar tal vez a su tripulación en las largas noches en alta mar.

—¿Te encuentras mejor? — le preguntó Greg, solícito.

Coral asintió y trató de volverse para darle la espalda. Él la detuvo, sujetándola por la cintura.

—Me gustaría que continuaras con lo que estabas haciendo.

—No estaba haciendo nada.

—Has empezado por mi pelo.

Greg le tomó la mano y repitió los gestos de ella, separándole el mechón de la frente y acariciando su mandíbula para luego bajar por su cuello.

—El relicario te ha distraído, pero ahora que has satisfecho tu curiosidad, ya puedes seguir tu camino.

Aplanó la mano de ella contra su pecho, pasándola por sus marcados músculos y bajando por sus costillas, hasta su cintura. Coral se humedeció los labios, mordiéndose el inferior, mientras sus dedos se movían ya por propia voluntad sobre el vientre de Greg hasta donde la sábana le cubría sus partes más íntimas. Su piel era áspera y cálida, morena de mar y sol. Observó, fascinada, cómo su pezón reaccionaba a la caricia de su mano, y recordó la forma en que él la había acariciado así la noche anterior, sentándola en su regazo, envolviéndola con su cuerpo. Había sido delicado y generoso, y ahora ella quería corresponderle del mismo modo, pero apenas sabía realmente lo que hacer.

Sacándola de dudas, Greg la sujetó por las caderas y tiró de ella, sentándola a horcajadas sobre él.

Sus piernas desnudas entraron en contacto, y Coral pudo sentir contra su ingle la prueba creciente de su deseo. Se inclinó hacia él, ofreciéndole su boca, pero Greg no la besó. Esperó, quieto, disimulando su anhelo, hasta que la joven venció su timidez. Por primera vez fue ella quien inició el beso, despacio, dubitativa, demostrando su falta de experiencia. El capitán entreabrió la boca y la tentó con la punta de su lengua. Coral ahogó un gemido y le lamió los labios, mientras frotaba su cuerpo contra el de él con un movimiento sensual. Greg tironeó de su camisola y se la sacó por la cabeza, y ella se incorporó para tratar de ordenar su melena, que le caía en revueltos mechones sobre los hombros, de forma que le regaló al hombre que estaba debajo una visión deliciosa de su cuerpo desnudo.

—Eres hermosa — susurró Greg con veneración, posando sus manos abiertas sobre sus senos, que se adaptaban a ellas como si les pertenecieran.

Coral suspiró y movió las caderas acompasadamente, al ritmo de sus caricias. Con los ojos cerrados, repasó los músculos tensos de su estómago y bajó hasta su cintura, y extendiendo los dedos, tocó su sexo enhiesto, que tembló y se humedeció cuando rozó la punta.

Fuera la tormenta rugía enfurecida, pero dentro de la habitación la pasión calentaba sus cuerpos y los encendía con brasas ardientes. Coral volvió a bailar su danza sensual, moviendo las caderas adelante y atrás, a uno y otro lado, hasta que Greg la sujetó por las caderas y la levantó un poco, sólo lo suficiente para entrar dentro de ella, que lo recibió con un suspiro voluptuoso.

La noche fue larga, llena de lánguidos placeres y arrebatos momentáneos. Ninguno de los dos parecía saciarse nunca lo suficiente. Se buscaban con las manos, con la boca, enlazándose una y otra vez, saboreándose, disfrutándose. Sólo al amanecer, cuando dejó de llover y una luz grisácea comenzó a iluminar la alcoba, sus cuerpos se rindieron al sueño, sin dejar, no obstante, de abrazarse estrechamente.

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