Coral

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—Aquí está el café — anunció Emilia a su visita mientras la doncella depositaba la bandeja sobre la mesa—. Ya lo sirvo yo. Puedes retirarte, Conchita.

La doncella hizo una leve inclinación, pasándose las manos con gesto nervioso por encima del delantal impecable y mirando con una sonrisa embobada al caballero que acompañaba a su patrona.

—¿Conchita? — Emilia hizo un gesto a la doncella, para despertarla de su ensueño, y al momento la joven se retiró, con el rostro enrojecido de vergüenza—. Es una buena chica, no vaya a creer... Pero es muy joven, y ya se sabe, no todos los días en este pequeño pueblo puede ver a un caballero como usted.

—¿Las lisonjas van incluidas en el precio de la habitación?

—No se preocupe; son gratuitas.

Emilia ofreció la taza de café a su nuevo inquilino, preguntándose qué pirueta del destino lo había traído precisamente a su casa. No había tenido duda alguna sobre su identidad en cuanto se presentó. Tanto por su nombre como por su aspecto, Coral lo había descrito a la perfección. Además, estaba el parecido con Amelia. Por suerte, Beltrán había partido apenas un par de horas antes hacia Santiago, reclamado por el bufete de abogados en el que iba a comenzar a ejercer su profesión.

—Se preguntará qué me ha traído precisamente a este pueblo — adivinó Greg Hamilton como si le hubiera leído el pensamiento.

—No pretendo ser indiscreta.

—Pero yo quiero, necesito decírselo. En realidad, estoy buscando a una joven.

El hombre rebuscó en su bolsillo y extrajo un pequeño retrato enmarcado en plata. Emilia lo tomó de su mano y se levantó para buscar la luz del ventanal, preguntándose, intrigada, si se encontraría ante el rostro de Coral.

—Es mi hermana. Amelie — le aclaró Greg, y Emilia reconoció aquel rostro, pues no era la primera vez que lo veía—. Permítame que le cuente nuestra historia.

—Es muy hermosa.

Emilia le devolvió el retrato a Greg, que lo guardó en su chaqueta tras un leve vistazo que por un momento nubló su rostro con una sombra de pesar.

—Hace dos años llegamos a España, al puerto de Vigo en concreto, para visitar a unas hermanas de mi madre. Como ya le he dicho antes, soy originario de la isla de Santa Marta, en el mar Caribe. Nuestro padre era un caballero inglés, pero nuestra madre era de familia española.

La mujer asintió con interés, a pesar de que para ella no era nueva aquella historia.

—Llegamos en mi propio barco, en el que transportaba mercancías, negocio del que vivía y aún vivo en la actualidad. El asunto era que mi hermana se quedaría una temporada aquí, en Vigo, con nuestras tías, mientras que yo continuaría con mi viaje. Cuando mi ruta volviera a traerme a este puerto, la llevaría de vuelta a casa, no antes de un año.

—Pero han transcurrido dos.

—Así es. Hubiera vuelto antes, pero hace unos meses recibí una carta de mis tías, muy atrasada, en la que me anunciaban que Amelie se había casado con un caballero español y ya no estaba con ellas.

—Greg frunció el ceño al llegar a esa parte de la historia, y se detuvo para tomar un sorbo de café con gesto pensativo—. La carta era muy escueta y apenas pude discernir si mis tías estaban de acuerdo o no con ese casamiento; tampoco me ofrecían ningún dato sobre el esposo de mi hermana. Por aquel entonces mis negocios volvieron a llevarme lejos y no fue hasta hace unas semanas cuando al fin logré arribar de nuevo al puerto de Vigo.

Cada vez más inquieto según avanzaba la historia, Greg se puso en pie y caminó por la habitación con el paso firme de un marino acostumbrado a afianzarse sobre un suelo movedizo.

—El caso es que mis tías hace meses que no tienen noticia alguna de Amelie ni de su esposo. Su última carta fue fechada aquí, en este pueblo, en el mes de enero. Y desde entonces, no ha contestado a ninguna de las que ellas le han enviado.

—Pero su hermana no vive aquí, se lo aseguro; yo lo sabría. Conozco a todos mis vecinos — dijo Emilia, contagiándose de su preocupación.

—Quizá vivan en alguna aldea cercana, incluso en alguna casa aislada fuera del pueblo. — Greg se sentó al fin. Puso los codos sobre las rodillas y miró a Emilia con un gesto que casi rozaba la angustia—. Lo que me asusta es que mis tías no me han hablado bien de ese hombre, ¿sabe? Parece que urgió demasiado a mi hermana para casarse, y luego la obligó a escribir a nuestra madre exigiendo una dote, a lo que ésta se negó, por haberse comprometido Amelie sin su permiso. En fin...

—No necesita contarme más. Entiendo que son temas familiares muy delicados.

—Tengo que encontrarla — le dijo Greg, mirándola como si en ella estuvieran las respuestas, por más que Emilia lamentaba de verdad no poder dárselas—. Cuanto antes. Me preocupa la vida que pueda estar llevando, ¿me entiende? — Emilia asintió, enternecida por su amor fraternal—. ¿Me ayudará?

—En todo cuanto esté a mi alcance.

La puerta se abrió tras un leve toque de nudillos y Coral se asomó esperando a que la invitaran a entrar.

—¿Tía Emilia? — preguntó desde el vano.

—Pasa, querida.

—No quisiera molestar. Yo...

Las palabras una vez más murieron en su garganta. Se detuvo en mitad de la estancia, con las manos cruzadas sobre el regazo y la sonrisa congelada en el rostro, mientras Greg Hamilton se ponía en pie y disminuía el tamaño de la habitación con su poderosa presencia.

—Permítame que le presente a mi sobrina Coral, capitán Hamilton — dijo Emilia, acercándose a la joven para tomarla del brazo, tratando de infundirle valor—. Vive conmigo desde que perdió a su esposo, al poco de casarse, hace ya dos años. En este tiempo, se ha convertido en mi mano derecha, mi mejor compañía y la hija que siempre deseé.

—¿Viuda? — acertó a preguntar Greg, consciente de que la mujer le mentía y también comprendiendo que desde el principio había sabido quién era él y hasta qué punto había conocido a su sobrina en el pasado.

—Una desgracia, pero ya sabe que el tiempo lo cura todo — afirmó Emilia, instando a Coral para que sentara con ellos—. El señor Hamilton está buscando a su hermana, Amelie, de la que no tiene noticias desde hace meses.

—¿Teme que le haya ocurrido algo? — preguntó Coral, solícita, intentando no mirarle a los ojos.

—Contrajo matrimonio con un hombre del que no tengo ninguna referencia y que la apartó de nuestras tías, con las que dejó de cartearse ya hace tiempo.

—Entiendo. ¿Y cree usted que la encontrará precisamente en nuestro pueblo?

La pregunta de Coral llevaba implícitas sus dudas sobre la extraordinaria forma en que el destino había vuelto a reunirlos.

—Su última carta fue fechada aquí. Es la única pista que tengo para dar con su paradero.

—¿Y el nombre de su esposo? Tía Emilia conoce a todos los habitantes del pueblo.

—Eso me ha dicho.

Greg tragó saliva, tratando de representar su papel en aquella pantomima. Emilia parecía divertirse observando las reacciones de uno y otro, mientras intentaban mantener una conversación como educados desconocidos. De todos modos, el tema era lo suficientemente grave como para que ambos lograsen anteponerlo a sus sentimientos.

—El hombre se llama Esteban. Esteban Ulloa y García.

—No puede ser.

La mirada horrorizada de Coral buscó la de su tía, que se llevaba una mano a la boca, tan sorprendida como ella.

—Quizá sea otro, Coral; otro hombre con el mismo nombre.

—¿Se conocieron en Vigo? — acertó a preguntar la joven ante la creciente preocupación de Greg, que asintió con la cabeza—. ¿Es mayor que ella, algo más de treinta años? — De nuevo él lo confirmó—. Pelo claro, ojos castaños, delgado, no muy alto...

—Sí, sí, sí. ¿Quién demonios es ese individuo y de qué lo conoces? — preguntó, olvidando ya el tratamiento formal que le había estado dispensando.

—Es mi padrastro — confesó Coral, cruzando las manos ante la boca, dispuesta a rezar para obtener ayuda—. ¡Dios la proteja!

—¿Por qué?

—Porque se ha casado con el mismísimo demonio.

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