Coral

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Por fortuna, Greg no se presentó para la cena.

Antes de irse se despidió brevemente de Emilia. Le dijo que no podía esperar para comenzar las pesquisas sobre el paradero de su hermana, y que probablemente regresaría tarde.

Con la luna ya alta en el cielo, Coral se preparaba para acostarse, lanzando de vez en cuando miradas inquietas a la cuna donde dormía su hijita. Cuando terminó de ponerse el grueso camisón, aún necesario en aquellas noches de helada, y de cepillarse con cuidado su larga melena, se acercó a espiar la carita de Amelia por entre los barrotes.

—Duerme, mi cielo — le susurró, acariciándole apenas el rostro para no despertarla—. Gracias a Dios eres demasiado pequeña para comprender nada de lo que está pasando.

Un golpe en la puerta del dormitorio la sobresaltó. No sonaba como si hubiesen llamado con los nudillos, sino más bien como si alguien hubiera chocado contra la maciza madera.

La única luz que aún mantenía encendida era la de una lámpara de aceite, que tomó en la mano para acercarse a la puerta, dudando si debía abrirla. El sonido de una respiración trabajosa al otro lado de la madera sólo consiguió aumentar su preocupación.

—¿Quién va? — preguntó con voz temblorosa.

—¿Coral?

La voz, aunque arrastrada y seseante, era sin duda la de Greg.

—Vete.

—Ábreme la maldita puerta.

Lo hizo al instante, no tanto impelida por su voz de mando como por la preocupación de que despertase al resto de los inquilinos de la pensión.

—¿Qué ocurre? — preguntó con gesto severo y el cuerpo envarado, pero al momento tuvo que cambiar de actitud y sujetarlo antes de que cayera cuan largo era sobre el suelo de su dormitorio—. Estás borracho — le espetó mientras lo ayudaba a sentarse sobre su cama.

—He estado en

toooodas las

tabernasss en

variosss ki... kilómetros a la

rredonda...

—No hace falta que lo jures.

Coral arrugó la nariz ante el olor a alcohol de su aliento. Dejó la lamparilla sobre una mesa y corrió a mojar una toalla en el agua fresca de la jofaina.

—Nadie la ha

vissto... — dijo Greg, dejándose caer sobre la almohada. Coral le puso el paño húmedo sobre la frente, y él suspiró con placer—. Nadie la conoce...

—¿Tu hermana? ¿Buscas a tu hermana en las tabernas?

—La

busscaré debajo de las

piedrass si hace falta...

Ess culpa mía. Nunca debí dejarla...

Ess culpa mía...

Coral se sentó en la cama, mirándolo con preocupación. Quería decirle algo que lo consolara, que le hiciera sentirse bien, asegurarle que pronto encontraría a Amelie, pero las palabras no acudían a su boca.

Entonces, se dio cuenta de que no era necesario. Un suave ronquido le anunció que Greg se había quedado dormido — ¡Ah, no! — Coral lo empujó suavemente, tratando de despertarlo—. ¡Greg! ¡Greg Hamilton! No puedes dormir aquí. Despierta; vamos, despiértate.

—Tengo mucho sueño. Déjame. — Greg tendió sus brazos y la envolvió antes de que ella pudiera escabullirse. Abrazándola contra su cuerpo, dio otro suspiro de auténtico placer—. Duerme, Coral, hermosa Coral. Duerme conmigo.

Coral se debatía entre la preocupación por lo que podría ocurrir si alguien lo descubría durmiendo en su habitación, y el placer que le producía estar de nuevo entre sus brazos. Recordaba aquella sensación como si sólo hubiera transcurrido un día desde que se habían separado: sus brazos fuertes enlazándola, la forma en que levantaba el mentón para que la cabeza de ella descansara en el hueco de su cuello. Era como si Dios los hubiera creado a la medida para dormir de aquel modo.

Comprendió, por fin, que no había sido un sueño, un momento bello en medio de una pesadilla. Greg Hamilton era real, tan apuesto como lo recordaba, con la misma sonrisa encantadora y la misma capacidad para convencerla con el mínimo esfuerzo de que se tirara por un precipicio por él.

Inquieta, miró de reojo la cuna de Amelia. ¿Qué haría él cuando se lo contara? Lo correcto, según su tía; lo mejor para su hija. Pero ¿sería lo mejor para ellos dos?

Coral caminaba por la arena repleta de sargazos, avanzando hacia un mar que se le escapaba. El cielo cubierto de nubes grises no invitaba a permanecer en la playa, pero ella, obstinada, seguía buscando. Se detuvo y miró a su alrededor. No había nadie, ni una triste gaviota la acompañaba. Y ya ni recordaba lo que buscaba.

—Mamámamámamámamá...

Amelia la llamaba. Coral intentó abrir los ojos, pero sentía los párpados muy pesados, plomizos.

—Mamámamámamámamá...

—Ya voy, mi amor; ya voy.

Hizo un esfuerzo por incorporarse en la cama, ahuyentando los últimos jirones del sueño. La sorprendió la luz del sol entrando a raudales por las ventanas cubiertas por finos visillos, y más aún, la visión de su hijita de pie en su cuna, agarrada a los barrotes.

—Buenos días, preciosa mía.

La pequeña tendió sus manitas, abriéndolas y cerrándolas, rogando que la cogiese en brazos y la sacara de su jaula. Coral corrió a por ella, la tomó en brazos y le besuqueó el rostro regordete. Amelia rió a carcajadas, mostrando sus diminutos dientecitos como perlas enmarcadas por sus labios gordezuelos.

—¿Tienes hambre? ¿Sí? Eres una glotona.

Coral le hizo algunas carantoñas más a la pequeña, pero ella miraba por encima de su hombro. Cuando su manita se cerró y su dedo índice señaló algo a la espalda de su madre, por fin Coral recordó que aquella noche no había dormido sola.

Se dio la vuelta muy despacio, dejando vagar su mirada por la cama deshecha. Las mantas enrolladas colgaban tocando el suelo, enmarcando la forma de su cuerpo en el lugar exacto donde había dormido y, a su lado, el del hombre que las observaba en completo silencio.

Greg quería decir algo, pero cómo encontrar las palabras adecuadas para aquel momento. Podía describir lo bella que estaba Coral recién levantada de la cama, con su larga melena revuelta cayéndole por la espalda, el cuello del camisón ligeramente abierto mostrando su piel blanca y sus delicadas clavículas, los ojos agrandados por la sorpresa, ya sin rastro de sueño. Podía hablar de su preciosa hija, que apoyaba la cabecita en su hombro, mirando con recelo al extraño sentado sobre la cama de su madre. Pero no, no había palabras para aquello; sólo una sensación de soledad muy profunda en su alma que llevaba sintiendo desde mucho tiempo atrás, y que se acentuaba al descubrir todo lo que podía haber sido suyo y había perdido.

—No deberías estar aquí — le reprochó Coral a la defensiva.

—Lo sé y lo siento. Ayer bebí demasiado y me temo que no sabía lo que hacía.

Se puso en pie y trató de componer sus ropas bajo la mirada atenta de Coral y su pequeña.

—Déjame mirar que no haya nadie en el pasillo para que no te vean salir de aquí.

Coral depositó de nuevo a su hija en la cuna e hizo ademán de acercarse a la puerta, pero Greg fue más rápido y la detuvo, sujetándola por una muñeca.

—¿No tienes nada que decirme?

—Yo...

—Ayer me contaste todo lo que había ocurrido en el pasado; sin embargo, me ocultaste lo más importante.

La mirada de Greg era implacable. Coral sintió que se encogía, temerosa, sin saber qué decir, qué alegar, presa de un pánico irracional de que algo pudiese separarla de su hija.

—¿Por qué has tenido que aparecer ahora? — le reprochó con un sollozo—. Vivíamos felices hasta tu llegada. Yo había aprendido a olvidar. He descubierto que el tiempo todo lo cura y que uno puede volver a empezar desde cero, dejando atrás los malos recuerdos.

—¿Acaso fue todo tan malo, Coral?

El hombre se envaró, indignado, y le soltó la muñeca que aún le sujetaba. Coral se volvió para que no le viera la cara, asintiendo levemente.

—¿Sólo deseas olvidar?

—Lo había hecho ya.

—Mentirosa.

Greg tendió una mano que se posó apenas sobre su escote. Coral contuvo el aliento mientras sus mejillas enrojecían. Paralizada, aguardó expectante que él continuase acariciándola, que la envolviera en sus brazos, que la besara. Su mente juraba que no lo deseaba, que aborrecía su contacto, pero su piel ardía bajo el roce de sus dedos.

Nada de lo que imaginaba ocurrió. Greg se limitó a sujetar la cadena de oro que colgaba del cuello de Coral y a tirar de ella, para descubrir el relicario que ocultaba en su escote.

—Lo llevas siempre puesto — afirmó con voz ronca, pasando un dedo por la intrincada filigrana de la joya—. Le has puesto a tu hija el nombre de mi hermana. ¿Es ésta tu forma de olvidar?

—Es sólo que no había tenido la ocasión de devolvértelo hasta ahora.

Con dedos temblorosos, Coral abrió el cierre de la cadena y la dejó caer sobre la mano de Greg. Él se quedó quieto, mirándola, y ella levantó la cabeza de manera desafiante, pero se topó con sus ojos azules, los mismos que la acompañaban en sus sueños noche tras noche, unos ojos que le decían muchas cosas que prefería ignorar, pues no sabría cómo reaccionar ante tal revelación.

En la cuna, la pequeña comenzó a balbucear tratando de llamar la atención de su madre; reclamaba su comida. Coral se volvió para atenderla, pero Greg la detuvo de nuevo, cogiéndola de la mano y depositando en ella el relicario.

—Guárdalo para Amelia. Puedes decirle que es un recuerdo de un pariente lejano. O quizá, algún día, los remordimientos de conciencia te obliguen a contarle toda la verdad sobre el pasado.

Dicho eso se fue, sin esperar a que ella comprobara que nadie le veía salir. Sin despedirse. Sin tratar de convencerla de su error. Dejándole sólo la huella ardiente de su mano sobre la piel, y el cuerpo temblando por tal mezcla de sentimientos que ni ella misma era capaz de comprenderlos.

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