Control

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Sally Jansen fue mi primer amor y Rosaline tenía que ser la última.

No había vuelto a verla desde que nos graduamos. Hace seis años. Está exactamente igual: esa cara en forma de corazón, unos pómulos clásicos pero acentuados que le dan una apariencia sofisticada e inocente a un mismo tiempo, unos ojos de azul cristalino con un exótico sesgo, labios carnosos y siempre sonrientes, gruesos mechones de color castaño oscuro y un largo y esbelto cuerpo que haría suplicar a cualquier hombre. La observo pasear por el salón y veo cómo se mece su vestido de algodón rosa pálido a cada paso que da.

—¿Por qué coño la has invitado? —pregunta Drew.

—Yo no la he invitado. Julian está en la junta. Pensaba que no vendrían.

Julian es el marido de Rosaline. Es diez años mayor y unas diez veces más rico que cualquiera de nosotros.

—Pensaba que estaban en Europa.

—Volvieron a la ciudad la semana pasada.

Cuando Rosaline se acerca a nosotros, Drew y Alexandra se colocan delante de mí, como si fueran mis guardaespaldas. Rosaline esboza una de esas sonrisas cautivadoras que tan bien solía conocer yo.

—Alexandra, Drew, qué alegría veros. ¿Cuánto tiempo hace que no coincidíamos?

—No el suficiente —responde Alexandra esbozando una sonrisa falsa.

He ahí la Perra en todo su esplendor. Para el resto del mundo, Alexandra es una dama refinada, pero justo debajo de esa apariencia se agazapa una feroz y protectora mujer capaz de recogerse el pelo, quitarse los pendientes y darle una buena paliza a cualquiera que perciba como una amenaza para su gente. Y siente un odio especial por mi exnovia.

No supe que Rosaline me estaba engañando hasta que me dejó. El abandono fue duro, pero descubrir que había estado acostándose con otro todo ese tiempo me destrozó. Los días posteriores a eso, Drew fue quien me sacó por ahí, hizo que me emborrachara, se aseguró de que echaba un polvo. Pero Lexi..., ella fue quien me prestó un hombro sobre el que llorar. No me avergüenza admitir que lloré, derramar unas cuantas lágrimas es algo completamente aceptable cuando te abren el pecho y te despellejan el corazón como si fuera una patata.

Drew sigue la línea de su hermana y dice:

—Leí que hubo un brote de listeria en Europa. Parece que has salido ilesa. Es una lástima.

A Rosaline no le tiembla la sonrisa mientras ignora los insultos directos de mis amigos.

—Sí, hemos disfrutado mucho de nuestros viajes por Europa, la cultura, la historia... Sin embargo, Julian añoraba Nueva York. Nos quedaremos aquí hasta la primavera.

Por separado, los hermanos Evans son capaces de lanzar puñales verbales mortales, ya los habéis visto en acción. Pero juntos forman un equipo tan letal que haría palidecer a cualquier soldado profesional.

Entonces, Alexandra baja la voz y susurra:

—Siento ser yo quien te diga esto, Rosaline, bueno..., en realidad, no me importa en absoluto: he oído decir que Julian tiene una tórrida aventura con su secretaria. —Se lleva un pensativo dedo a los labios—. ¿O era con la niñera?

Drew añade:

—Yo tengo entendido que se las tira a las dos.

La compostura de Rosaline permanece inalterable. Siempre pensé que su aplomo era una ventaja, una señal de sofisticación y madurez. Pero al verla ahora sólo me parece insensible. Distante. Irritantemente pasiva.

Suspira con dulzura.

—A los hombres les encanta la variedad.

—No lo sabía —replica Alexandra.

—Yo sí —admite Drew—. Pero también es cierto que yo no he prometido renunciar a ello.

Ella se cruza de brazos con recato.

—Yo ya me he resignado a las indiscreciones de Julian. Mientras yo sea la mujer a la que vuelve cada noche, no supone ningún problema para mí.

A Drew siempre le cabreó no poder sacarle una reacción a Rosaline por grosero que se pusiera. Siente un placer enfermizo consiguiendo llevar a la gente hasta el límite de su paciencia, así que sigue profundizando y dice:

—Hasta que se dé cuenta de que el congelador que tú llamas vagina no vale el precio que tiene que pagar por entrar. Eso podría suponer un problema.

Rosaline se ríe con suavidad.

—Siempre has tenido una colorida forma de expresarte, Drew.

Y la Mujer Perfecta se anota otro asalto.

—Ha sido un placer volver a veros a los dos. Si me disculpáis...

Y se deshace de ellos; así de fácil. Rosaline rodea a Alexandra y a Drew y se acerca a mí.

Yo me paso una mano por el pelo para enfrentarme a la mujer que me rompió el corazón. Me mira con simpatía y compasión, tal como una enfermera miraría a un paciente que se está recuperando de una dolencia que amenaza su vida.

—Hola, Matthew.

Estoy decidido a demostrarle que lo he superado por completo.

—Rosaline.

—Estás fantástico.

—Gracias —le contesto con frialdad—. Y tú no has cambiado nada.

Me siento raro volviendo a hablar con ella después de todos los años que han pasado, en especial después de todos estos años. No siento ninguna atracción ni odio, ni tampoco ninguna emoción intensa. Lo que sí hay es cierto arrepentimiento. Una parte de mí desearía poder dar marcha atrás y patearle el culo a mi antiguo yo por ser tan tonto y estar tan ciego. Pero eso sólo tiene que ver conmigo. En cuanto a Rosaline... Sólo es alguien con quien coincidí y a quien jamás llegué a conocer en absoluto. Incluso a pesar de conocer íntimamente hasta la última curva y rincón de su cuerpo, sigue siendo una completa desconocida para mí.

Carraspeo.

—Así que tienes un hijo —digo.

¿Me había olvidado de mencionarlo? Sí, no sólo me engañó, sino que también se quedó embarazada. Estoy bastante convencido de que ése era su plan. Es como lo de la familia real, el heredero y el recambio. Yo era el recambio, sólo por si acaso las cosas con Julian no le salían bien. Por suerte para mí, él fue el primero en dar en el blanco.

Rosaline sonríe.

—Sí, Conrad. —«Pobre niño»—. Está en un internado de Suiza.

Hago un poco de cálculo mental.

—¿En un internado? ¿No tiene unos seis años?

—Los cumplirá el mes que viene. —Debo de parecer sorprendido, porque Rosaline añade—: Es muy importante que empiece con buen pie en la vida. Y esa escuela se encargará de ello.

Asiento. No pienso gastar saliva en explicarle lo equivocada que es su filosofía de vida.

—Claro. Seguro que sí.

Y justo cuando estoy a punto de ponerle punto final a la conversación, se acerca Julian Wolfe. Es un hombre con una imagen decente: alto y delgado, pelo rubio casi albino y la tez pálida. Me recuerda un poco a un oficial nazi.

—Rosaline, quiero presentarte a unas personas muy importantes —dice, y entonces me ve—. Hola, Fisher.

No me tiende la mano y, por supuesto, yo tampoco le ofrezco la mía.

Me limito a asentir con la cabeza.

—Julian.

Rosaline y él son los ejemplos perfectos para comprender por qué las personas necesitan tener algún pasatiempo. Si el dinero es tu única pasión, serás una persona desgraciada. Y al final tu pasatiempo será extender esa desgracia y que todo el mundo te acabe considerando un ser humano despreciable.

—Siento robártela. Otra vez —dice Julian.

Se ríe porque ésa es su idea del humor.

Y, a pesar de que esto es más bien cosa de mujeres, si quiere jugar con las palabras estoy más que dispuesto a seguirle el juego:

—No, llévatela, por favor. Me estás haciendo un favor.

Él se pone serio y Rosaline me toca el brazo.

—Me alegro de verte, Matthew.

—Cuidaos —les digo a ambos.

Cuando se marchan, Drew se acerca a mí.

—Estoy seguro de que te alegras de haber esquivado esa bala.

—No te haces una idea.

Me da un codazo.

—¿Estás bien?

Mirad con atención, esto es lo más cerca que estaremos Drew y yo de compartir un momento íntimo. Podríamos pasar todo el día juntos y no mencionar una sola palabra sobre nada importante que esté ocurriendo en nuestras vidas. Las palabras no son necesarias, porque ambos sabemos que, cuando las cosas se pongan feas, nos tendremos el uno al otro.

Entonces le aseguro:

—Claro, tío, estoy de muerte. Ya lo has dicho tú: esquivé esa bala.

Cuando volvemos con Alexandra, veo en su expresión que le va a pedir que lo deje marchar otra vez. Pero entonces Drew parece optar por una estrategia distinta y sonríe con astucia.

—Mira, acaba de llegar la Grititos.

—¿Quién? —pregunta Alexandra.

Drew señala con su copa de vino.

—La morena del pelo rizado con el vestido azul que está junto a la barra.

Lexi ladea la cabeza hasta que encuentra a la dama en cuestión.

—Ésa es... Alyson Bradford.

Drew se encoge de hombros.

—Para mí siempre será la Grititos.

—¿Por qué la llamas así?

Yo niego con la cabeza mentalmente. Alexandra debería haber sido más rápida con ésta.

—Porque grita cuando se corre.

—¿Qué?

Drew se explica con indiferencia:

—Es como uno de esos mordedores para perros. —Levanta la mano y empieza a abrirla y a cerrarla—.Chirrido, chirrido, chirrido, chirriiiiiido. Por lo menos lo hacía cuando tenía diecisiete años, aunque no creo que sea algo que haya perdido con el paso de los años.

—Y ¿tú cómo sabes eso? —pregunta Alexandra comprensiblemente ofendida—. ¿Cuándo te acostaste tú con Alyson Bradford?

Drew mira al techo tratando de recordar el episodio.

—Mmm, el penúltimo año de instituto. Fue durante esos días oscuros cuando perdimos los playoffs contra St. Bartholomew. No diría que ella fue mi premio de consolación, pero estuvo cerca.

Lexi vuelve la cabeza.

—Qué asco. Olvídalo, no quiero saberlo.

Si hay algo que la Perra no puede soportar son los detalles de las aventuras sexuales de su hermano. Motivo por el cual Drew dice:

—También hace una cosa asquerosa con la lengua...

Alexandra cierra los ojos.

—¡Ya basta! ¿Sabes qué? Vale, si tantas ganas tienes de irte, vete. Si quieres abandonarme cuando más te necesito por...

Jamás debería haberle ofrecido una salida.

Drew esboza una brillante sonrisa, deja la copa sobre la bandeja del camarero que acaba de pasar por delante y le da un beso en la mejilla.

—Eres la mejor hermana del mundo. Adiós. —Entonces me pregunta—: ¿Vienes o qué?

Nunca he sido de los que rechazan un caballo regalado ni, como en este caso, una salida fácil.

—Una fiesta estupenda, Lexi. Nos vemos.

Luego sigo a Drew hasta la puerta. Y, si miráis al otro extremo del salón, veréis cómo Rosaline me sigue con la mirada.

6

En cuanto salimos de la fiesta benéfica, Drew y yo nos vamos directos a un bar. Él acaba yéndose a casa con una abogada morena de piernas largas que busca un poco de consuelo sexual para compensar el dolor que le ha provocado una derrota en los tribunales. Yo me tomo una cerveza y valoro algunas opciones, pero ninguna me motiva lo suficiente como para esforzarme. De camino a casa, me siento tentado de romper la regla de los tres días y llamar a Delores.

¿Qué decís? ¿Que no sabéis lo que es la regla de los tres días? Escuchad y aprended. Tres días es la cantidad de tiempo perfecta que uno debe esperar para llamar a una mujer después de haber quedado con ella. Me da igual en qué categoría la hayáis clasificado. Tanto si os habéis acostado con ella como si no, nunca se debe volver a marcar su número de teléfono hasta el tercer día. Esto no tiene nada que ver con las estrategias ni con jugar con ventaja, se trata de mantener vivo su interés. De conseguir que piense en ti. El primer día probablemente se esté acordando de la última vez que te vio. El segundo día está esperando que llames y se estará preguntando si te lo habrás pasado tan bien como ella. Y el tercer día —el día mágico—, habrá abandonado la esperanza de que le suene el teléfono. Se estará preguntando qué fue mal, si habrá malinterpretado tus señales, y entonces, ¡pam!, suena tu llamada y le alegras el día.

Yo he pensado varias veces en Dee durante el día de hoy y siempre lo he hecho con una sonrisa en los labios. Su sentido del humor directo e inteligente, su forma de bailar, el piercing de su pezón... Pero mi teléfono sigue a buen recaudo en mi bolsillo, porque la regla del tercer día no debe quebrantarse nunca.

La noche del sábado fluye como de costumbre. Salgo con Jack y Drew y vamos a la inauguración del local de moda del momento. Es un club muy grande, un almacén reformado en el corazón del barrio de la industria cárnica. Está lleno de gente, apenas hay espacio para moverse. Nosotros compartimos un reservado con cinco preciosas pasajeras que han llegado a la ciudad en un crucero holandés. Ámsterdam es una ciudad salvaje, la nueva Sodoma y Gomorra. No es fácil seguir el ritmo de unas mujeres holandesas que llevan tres semanas en el mar, ni siquiera para nosotros.

Me abro camino entre la multitud para llegar hasta la barra. Me inclino hacia adelante y trato de llamar la atención del camarero. Un minuto después, alguien tira de mí hacia atrás. Miro por encima del hombro y veo a una pelirroja bajita con una delantera imponente y los párpados entornados subida a unas botas marrones de tacón alto. Me señala con el dedo y masculla sonoramente:

—Yo te conozco. Tú eres el tío con el que me acosté hace dos semanas, el de la moto.

Ya decía yo que me sonaba. Y tiene un nombre moderno, un poco andrógino..., Ricki o Remy.

Su amiga, una mujer igual de menuda pero evidentemente más sobria que ella, la rodea con el brazo.

—Vamos, Riley, pasa de él.

Riley. Casi acierto.

Riley hace un puchero empalagoso.

—No me llamaste. Cerdo.

Voy a dejar clara una cosa: estoy completamente a favor de la igualdad de oportunidades en el campo del ligue. Nadie debería opinar menos de una mujer porque quiera pasar un buen rato con la misma frecuencia que un hombre, nada de calificativos despectivos ni vergüenza. Por otra parte, las chicas deberían dejar de utilizar el papel de víctima. Si te digo que sólo estoy buscando un rollo de una noche, ¿por qué de repente me convierto en un capullo cuando eso es todo lo que hay entre nosotros? Escuchad a los hombres. No asumáis que hay algún sentido escondido tras sus acciones. La vida real no es una novelucha ligera para chicas ni una comedia romántica; no deberíais esperar que lo fuera.

Sin embargo, me sigue quedando un regusto amargo en la boca cuando una chica se siente utilizada.

—No te pongas así, nena. Lo pasamos bien, ninguno de los dos quería más. Nunca te dije que fuera a llamarte.

La pelirroja hace oídos sordos a mis palabras. Los ojos de Riley se dirigen a mi derecha y advierte:

—Cuidado con éste, hermana, es un mujeriego.

—Gracias por el consejo.

Y, a pesar del altísimo volumen de la música, reconozco esa voz. Cierro los ojos, vuelvo la cabeza y, cuando los abro, me encuentro frente a frente con Delores Warren.

No os sorprende, ¿verdad?

Riley desaparece de mi vista y de mis pensamientos mientras yo observo la ropa que lleva Dee. Se ha puesto extensiones violetas y azules por entre la melena rubia, lleva un top azul eléctrico que a duras penas le cubre los pechos, su falda no es más que una tira de tela azul y violeta y lleva unas botas hasta las rodillas que le adornan los pies. Hasta el último centímetro de su piel, que está fabulosamente expuesta y cubierta de purpurina, brilla como un diamante.

Esboza una sonrisa juguetona.

—Hola, Dios. Soy yo, Dee.

No me esfuerzo por ocultar que me alegro de verla.

—Eh. ¿Qué tal? Te he dejado un mensaje esta tarde.

Hoy era el día tres, aunque Dee parece ser una de esas extrañas mujeres que son inmunes a la norma. Se vuelve en dirección a la barra, pero me contesta lo bastante alto como para que la oiga:

—Ya lo sé.

—¿Por qué no me has devuelto la llamada?

Ella mueve la cabeza al ritmo de la música y se encoge de hombros.

—He imaginado que sólo llamabas para quedar bien.

—Yo no hago nada sólo para quedar bien. —Señalo el espacio que ocupaba Riley hace sólo un momento—. Como es evidente.

Yo no le beso el culo a nadie, a menos que alguna chica me lo pida.

Unos metros más allá, un tío moreno con el pelo engominado que viste una camiseta blanca y unos vaqueros ajustados grita en dirección a Delores.

—Eh, Dee, ¡date prisa con las copas!

Hay dos clases de hombres en Brooklyn: los liberales y ricos inmigrantes que pretenden inmiscuirse en la vida urbana mientras restauran las fachadas históricas de sus casitas para devolverles su antiguo esplendor, y los autóctonos listillos de acento marcado que han visto demasiadas veces Uno de los nuestros. Y no hay duda de que este imbécil pertenece a la segunda categoría. Lo señalo haciendo un gesto con la barbilla.

—¿Quién es?

—Ése es Mickey.

—¿Has venido con él?

—No, he venido con unas compañeras de trabajo. Deben de andar por aquí.

Entonces le hago una pregunta más importante:

—Y ¿te vas a marchar con él?

—Probablemente.

La mera palabra me golpea como un gancho directo a la barbilla.

Dee se inclina sobre la barra para pedir sus copas. Cuando vuelve a ponerse de pie, me acerco más a ella para no tener que empezar a gritar.

—Tienes mejores opciones.

Ella me mira a los ojos. En ellos descubro la misma expresión que tenía cuando me fui de su apartamento el miércoles por la noche: anhelo mezclado con tristeza. Resignación.

—Puede que no quiera algo mejor.

—Pues deberías. Si pides la luna, quizá logres acabar entre las estrellas.

Es algo que solía decir mi madre.

Dee encoge un hombro.

—El espacio exterior no es para todos los públicos. A mí me va más lo que sucede a ras de suelo.

La visión que una mujer tiene de sí misma es como las imágenes de las casas de los espejos que hay en las ferias: deformada, a veces incluso retorcida. Siempre es mucho más exacta la visión que tienen los demás.

—Te equivocas —replico.

—Mickey es un tío poco complicado. Fácil.

Sonrío.

—Si buscas algo fácil, yo soy tu hombre. No los hacen más fáciles que yo.

Dee se ríe. Y yo me acerco a ella y le tapo la visión de la maravilla de cartón piedra. Si no puedes verlo, ya no piensas en ello, ¿no? Luego le pregunto con delicadeza:

—¿Cuándo volveré a verte?

Ella esboza media sonrisa.

—Ya me estás viendo ahora.

—Quiero verte en un lugar en concreto y a poder ser con menos ropa.

Dee mira su atuendo.

—¿Menos de la que llevo? Eso empezaría a ser exhibicionismo.

Yo sonrío.

—Eso siempre es señal de diversión.

Le traen sus copas. Dee coge la bandeja y me dice:

—Creo que volver a vernos sería una mala idea para los dos.

—Te equivocas de nuevo.

Me sonríe con delicadeza.

—Adiós, Matthew.

Y empieza a alejarse.

Yo le grito:

—Eh, Dee. —Se da media vuelta—. La próxima vez dile que vaya él a por las putas copas, ¿vale?

Me sostiene la mirada un momento, luego asiente y desaparece entre la multitud.

Un rato después, Drew me dice que él y Jack se van de la fiesta con las viajeras holandesas.

—¿Te apuntas? —me pregunta—. Vamos a soltar el ancla y a bucear un poco.

Yo escaneo la pista de baile intentando ver algún reflejo azul eléctrico.

—No, ya tengo un proyecto aquí. —Veo que Jack está en la puerta entreteniendo a las cinco chicas y le pregunto a Drew—: ¿Con cuál te vas a quedar?

—La del medio parece muy entusiasta.

Se ríe de su propio chiste.

Lo sabía. Me río y Drew me pregunta por qué.

—¿No te parece un poco extraño que, de entre cinco mujeres escandinavas, elijas a la única morena del grupo?

Drew capta mi indirecta, pero me ignora.

—Gracias, Sigmund. Cuando quiera que me psicoanalicen, ya tiraré el dinero en la consulta de un médico de verdad.

—Lo que tú digas, tío —replico dándole una palmada en la espalda.

Cuando Drew y Jack se marchan, me doy una vuelta por el club y veo a Dee en la pista de baile con Tony Soprano júnior; se me revuelve el estómago. Sus espasmódicos y ásperos pasos de baile contrastan bruscamente con los movimientos espontáneos y naturales de Dee, y vuelvo a preguntarme qué narices está haciendo con ese tío.

Encuentro una mesa vacía, pero me acorrala una agresiva rubia parlanchina con un suéter de cachemira de manga corta y una falda de piel. Se sienta a mi lado y parece ignorar el hecho de que yo no presto ninguna atención a nada de lo que dice.

—...y yo le dije: «¿Ah, sí, papá?». O sea, ¿cómo se supone que iba a centrarme en el postgrado con esa mísera asignación?... —El zumbido continúa hasta que aparece una chica morena junto a la mesa. La rubita la coge de la mano—. ¡Tracy! Oh, Dios mío, hace una vida que no nos vemos. Vamos a hacernos una foto. —Apoya la cabeza sobre la de Tracy y hace una fotografía con su iPhone—. ¡La voy a colgar en Instagram!

Pero en cuanto Tracy desaparece de su vista, la rubita se vuelve hacia mí con el ceño fruncido.

—Odio a esa tía.

Si hay algo que no soporto es la falsedad, el afecto fingido. Es una estupidez y una pérdida de tiempo. El único artificio que valoro es un buen par de tetas quirúrgicamente modificadas.

Cuando ya no puedo soportar más la compañía de esa tía, veo a Delores saliendo por la puerta del club detrás del perdedor italiano. Y, decidido a salvar la noche, le pregunto a la rubia:

—¿Nos vamos?

A ella se le ilumina la cara.

—Pensaba que no lo preguntarías nunca.

7

La rubia no quiere subirse a la Ducati para ir a su casa, así que me da la dirección y la meto en un taxi antes de subir a la moto para reunirme allí con ella. Normalmente me es indiferente donde vaya a meterla si hay perspectivas de sexo. Esta chica es como una ensalada que viene incluida en el menú: te la comerás, pero sólo porque ya te la han puesto en la mesa. No dejo de acordarme de cómo Dee se ha marchado del club con ese gilipollas.

Recuerdo cómo se movía el miércoles por la noche y los agradecidos y eróticos sonidos que conseguí provocarle cada vez que me adentraba en ella lenta y profundamente. Me pregunto si ese tío estará oyendo los mismos sonidos seductores y me pongo como una moto. No porque Dee se esté acostando con otro tío, sino porque ese tío es completamente indigno de ella.

O, por lo menos, ése es el motivo por el que me digo que estoy cabreado.

Ignoro mis emociones mientras encuentro un hueco para aparcar en la esquina del apartamento de la rubia, en la que ahora pienso como «la chica ensalada». Me está esperando en el patio interior de su edificio y me abre la puerta del apartamento que tiene en el primer piso.

—Vaya, qué frío —me dice con un tono agudo muy estridente—. Es increíble lo rápido que han bajado las temperaturas. Me pregunto si este año nevará más pronto. Odio la nieve. Incluso en Navidad, preferiría una playa antes que...

La beso con impaciencia sólo para que deje de hablar.

Ella forcejea contra mi boca antes de recuperarse y centrarse en devolverme el beso. Su lengua se mueve con rapidez, con demasiada rapidez. No tiene ningún sentido del ritmo ni delicadeza. Tengo la sensación de tener un abejorro metido en la boca que me está sacudiendo la lengua con las alas. Me empuja contra el sofá y se quita el suéter para dejar al descubierto un sujetador de encaje color carne que encierra un par de melones gigantescos.

Como ya he confesado, soy un firme amante de los pechos, así que intento concentrarme en ese atributo positivo de su anatomía, pero su idea de las guarradas me distrae demasiado.

—Oh, sí —gime juntándose las tetas—. Soy una chica mala. ¿Vas a ser mi papá? ¿Papá va a castigar a esta perra traviesa?

Hay tantos errores en esa frase que ni siquiera sé por dónde empezar.

En primer lugar, lo de llamar papá a un tío es un cortarrollos. Es tan efectivo como que te sumerjan en una bañera de agua helada. Oírlo me hace pensar en mi padre, en hijos y en mil cosas en las que no quiero pensar durante los preliminares. Lo de perra traviesa ha sido un buen intento; a mí también me gustan los calificativos, las palmadas en el trasero y el rollo dominante que tanto parece gustarles a las mujeres hoy en día. Pero su susurro infantil ha arruinado el efecto.

La voz de Delores es grave, seductora y claramente femenina. Cuando me suplicó que me la follara, o expresó las muchas ganas que tenía de que me la follara, no sonaba forzado ni falso. Era espontáneo y real, porque estaba tan excitada, tan perdida en el éxtasis del momento, que quedarse en silencio le resultaba simplemente imposible.

La chica ensalada salta sobre mi regazo y me arranca un rugido. Tira de mi camisa, pero sólo consigue hacerme una quemadura en el cuello con la tela. Luego, con una potencia sorprendente, me mete la cabeza entre los pechos y me agarra con tanta fuerza que ni siquiera me deja respirar. Los vikingos creían que morir en el campo de batalla era una buena forma de dejar este mundo, y normalmente yo pensaría lo mismo de acabar asfixiado entre un buen par de tetas, pero éstas no son las tetas entre las que quiero morir. Forcejeo para volver la cabeza y lo consigo cuando la agarro del bíceps y tiro de ella hacia atrás. Aprovecho para echar la cabeza hacia arriba y volver a llenarme los pulmones de oxígeno.

Y entonces, sin soltarle los brazos, miro a la chica ensalada a la cara. Tiene una nariz bonita, unos húmedos labios rosas y unos redondos ojos azules que me devuelven la mirada. Está buena. Le daría un ocho. Cualquier otra noche estaría encantado de hacérmelo con ella, pero esta noche... no me apetece.

Porque los ojos que quiero que me miren son de un marrón claro con destellos dorados. Los labios que quiero morder son rojos, carnosos, y de ellos salen las respuestas más inesperadas. Me siento más excitado al pensar en Dee de lo que me he sentido durante los cinco últimos minutos con esta chica en topless contoneándose sobre mi regazo.

—Espera, para un segundo. Esto no va bien —le digo.

—¿Qué pasa?

Las mujeres siempre dicen que quieren que los hombres sean sinceros con ellas. Veamos cómo sale.

—Eres guapa y pareces una chica divertida, pero acabo de darme cuenta de que estoy pensando en otra.

Ella ladea la cabeza al tiempo que pregunta:

—¿Disculpa?

—No te ofendas. —Se tapa sus enormes pechos con las manos y me mira furiosa—. Por si te hace sentir mejor, si te hubiera conocido a ti primero, te aseguro que en este momento me lo estaría montando contigo.

Se baja corriendo de mi regazo.

—¡Eres un gilipollas!

La entiendo perfectamente.

—¡Sal ahora mismo de mi casa, capullo!

Coge un posavasos de la mesa, uno de cerámica, y me lo lanza a la cabeza. Falla con el primero, pero el segundo me alcanza en el omóplato justo cuando estoy a punto de llegar a la puerta.

—¡Ay! Dios, ¡ya me voy!

—¡Imbécil!

Esto lo demuestra, quienquiera que dijera que la sinceridad es la mejor política es evidente que mentía.

Aparco la moto en la acera y corro hasta la puerta principal del edificio de Dee. Llamo a su timbre una, dos, tres veces. Espero cinco segundos, pero no hay respuesta.

Entonces hago lo que haría cualquier ser humano normal.

Presiono el timbre hasta que la yema del dedo se me pone blanca.

Rrrrrrrrrrrrrrrrriiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnngggggggggggg...

Cuando tampoco así consigo una respuesta, debo admitir que empiezo a sentir pánico. Vuelvo a la acera, me sitúo justo debajo de la ventana de Delores y me rodeo la boca con las manos.

—¡Delores! Eh, Dee, ¿estás despierta?

Como esto es Nueva York, un vecino me grita enseguida:

—¡Estamos todos despiertos, gilipollas!

Distintas voces me gritan que me calle desde diferentes direcciones, y creo que una mujer me lanza una maceta.

Sin embargo, prefiero pensar que ha sido un accidente.

Cuando ya no me queda otro recurso, echo la cabeza hacia atrás y recurro a mi mejor imitación de Marlon Brando:

—¡Stella! ¡Steeellaaaaaaa!

La ventana de Delores se abre. Por fin.

—¿Matthew? —grita hacia abajo sorprendida.

Me meto los dedos en las presillas del cinturón en un intento de adoptar una pose despreocupada.

—Eh —le contesto—. ¿Qué tal?

—¿Qué narices estás haciendo? —me pregunta.

En este momento es cuando me doy cuenta de que mi gran plan para evitar que ella y Tony se enrollen sólo llegaba hasta este momento. Mierda. De aquí en adelante tendré que improvisar.

—Quería... ¿Podrías bajar, por favor?

Milagrosamente, no me manda a la mierda.

Y dos minutos después la veo aparecer por la acera..., seguida de Goomba Johnny. Por suerte, todavía lleva la misma ropa que se puso para salir. Tampoco es que eso signifique mucho, especialmente teniendo en cuenta que el conjunto tapa poco más de lo que lo haría un sujetador, pero en este instante me conformaré con lo que sea.

El aspirante a mafioso se pone delante de Dee y me da un empujón.

—¿Qué coño te pasa? ¿Eres un psicópata o qué?

Levanto los puños por instinto y adopto una postura defensiva.

—No he venido a pelearme contigo, pero si quieres hacerlo no tengo ningún problema.

Entonces veo el tatuaje que tiene en el bíceps, una imagen de la Virgen María con las palabras «AVE MARíA» escritas debajo. Y decido emplear una técnica diferente.

—Sólo intento salvar mi matrimonio.

Sí, mentir es un golpe bajo, pero cuando uno está desesperado...

Él vuelve la cabeza hacia Dee.

—¿Estás casada?

Ella se muestra horrorizada.

—No, no estoy casada. ¡Está loco!

Abro la cartera para enseñarle la fotografía que llevo de Mackenzie y me esfuerzo por parecer sincero.

—Mi familia lo es todo para mí. Ya sé que no me conoces, pero ¿crees que podrías echarme una mano y marcharte?

Dee está muy cabreada. Me da un empujón en el hombro y se vuelve hacia el marginado de «Jersey Shore».

—Mickey, ésa no es mi hija, ¡y él no es mi marido!

Él contesta:

—Me llamo Mikey.

Es un alivio saber que no soy el único que tiene problemas con los nombres esta noche.

Dee le pregunta exasperada:

—¿Acaso importa?

Para la mayoría de los tíos no importaría, nos da igual si gritáis el nombre del papa de Roma mientras os estamos follando. Pero, por lo visto, «Mikey» no es como la mayoría de los tíos porque él levanta la mano con gesto de rendición.

—Esto es demasiado para mí. Me largo.

Entonces se da media vuelta y se va.

Yo observo cómo se aleja con regocijo. Luego me vuelvo hacia Dee y lo señalo con el pulgar.

—Algunas personas son demasiado crédulas.

Y entonces ella me da un puñetazo, en toda la boca.

Me tambaleo hacia atrás y noto el sabor de la sangre. Es posible que Delores sea menuda, pero tiene un increíble gancho de derecha. Me señala y menea el dedo mientras me espeta:

—No sé a qué coño viene esto, ¡pero no me gusta!

Bajo la mano que me había llevado a la maltrecha boca y la dejo colgando a un lado. Y me quedo en blanco. No se me ocurre ni una delicada ni ingeniosa respuesta que darle. Así que lo único que puedo hacer es preguntarle:

—¿Por qué no te gusto?

—¿Qué?

—Nos lo pasamos muy bien, el sexo fue increíble, nos reímos, pero ahora ya no quieres tener nada que ver conmigo.

—¿Acaso esto es nuevo para ti?

Resoplo.

—Joder, pues sí. Yo le gusto a todo el mundo. Soy un tío estupendo.

Dee se masajea la cabeza de la misma forma que solía hacerlo mi madre cuando empezaba a dolerle. Luego suspira y admite:

—Vale, la verdad es que no se trata de ti, soy yo. Yo soy el problema.

Se me arrugan los ojos con repugnancia.

—Dios santo, ¿lo dices en serio? ¿Estoy al borde de abrirte mi corazón y tú no te vas a molestar ni en darme una respuesta decente?

Dee estira los brazos.

—Te estoy diciendo la verdad. Sí que me gustas. Eres muy mono, eres gracioso y muy bueno en la cama. Pero yo... yo soy más feliz cuando no mantengo ninguna relación. Cuando empiezo a ir en serio con alguien, me vuelvo un poco loca.

—¿Quién ha dicho nada de relaciones? Podemos seguir pasándolo bien y ver qué pasa. No es que vayamos a fugarnos a Las Vegas para casarnos.

Eso sería ridículo.

Dee niega con la cabeza.

—No lo entiendes. Nunca termina bien. Y esta vez no será distinto, Matthew. Antes pensaba que el problema eran los hombres que elegía, pero he acabado aceptando que soy yo. Yo hago que los chicos buenos se vuelvan malos. Soy como un bombeador de penes, convierto a los hombres en capullos gigantescos. Yo soy la chica sobre la que te advirtió tu madre, lo siento.

Y está tan seria que soy incapaz de aguantarme la risa.

—No es verdad.

—No me conoces.

—Lo que conozco de ti es bastante alucinante.

Ella empieza a negar lo que he dicho, pero yo insisto.

—Le estás dando demasiada importancia. Si lo prefieres, podemos ser follamigos. Amigos con derecho a roce. Yo seré el alivio de tus picores, la respuesta a tus llamadas de las dos de la mañana. Sólo tienes que limitarte a no acostarte con otros tíos. No lo necesitarás.

Dee empieza a negar con la cabeza. Hasta que digo:

—Y el mundo podría acabar mañana, ¿recuerdas? Los extraterrestres podrían invadirnos, el calentamiento global, tenemos que vivir el momento porque uno nunca sabe cuándo se acabará.

Le tiendo la mano.

—Arriésgate conmigo, Dee. No te decepcionaré.

Sus ojos color miel miran mi mano con melancolía.

—Dios, eres bueno.

Yo sonrío. Y no puedo evitar contestar:

—Dijo ella llamándolo por el que ya se había convertido en su nuevo nombre.

Y Dee se deshace en carcajadas.

Entonces me coge de la mano. Encajamos a la perfección.

Parecemos dos escolares experimentando su primer amor. Nos quedamos así durante un rato, sonriéndonos el uno al otro. Luego comenzamos a caminar en dirección a su apartamento en silencio.

Al poco, Dee pregunta con demasiada seriedad.

—¿Matthew?

Yo alzo las cejas.

—Cuando te canses, intenta recordar que te lo advertí, ¿vale?

No sé con qué clase de capullos habrá estado saliendo Dee, pero esa forma de hablar me cabrea. Estoy decidido a demostrarle que se equivoca y a levantarle el ánimo. Así que me acerco a ella y le susurro:

—Eres demasiado guapa como para cansarme.

Delores pone los ojos en blanco. Y tengo la

impresión de que cree que le estoy tomando el

pelo. Supongo que tendré que seguir

repitiéndoselo hasta que se lo crea.

8

Despertarse en una casa que no es la tuya siempre resulta un poco confuso. Mis ojos se abren al percibir los rayos de luz que brillan a través de unas cortinas violetas en una habitación llena de ropa. La noche anterior, Dee y yo estuvimos charlando cuando llegamos a su apartamento. Resulta que no se acostó con el pandillero. Me dijo que él pasó la mayor parte del tiempo que estuvieron en su apartamento hablando por teléfono con un amigo. Idiota. Me preguntó si me habría importado y yo le contesté que sí. Aunque lo habría superado.

Me pongo un par de calzoncillos y sigo el olor de beicon y el sonido de la música hasta la cocina. Dee está delante de la encimera de espaldas a mí cantando la letra de Beneath your Beautiful que suena en el estéreo que hay justo debajo de la vitrina.

Su voz es adorablemente horrible —chirría y desafina—, parece un gato en proceso de apareamiento. Se ha recogido la melena rubia cobriza con un par de palillos chinos y aún se le ven las extensiones de colores que se puso anoche. La única prenda de ropa que lleva es mi camisa azul. Cuando termina la canción, le aplaudo.

Ella se da media vuelta con la espumadera en la mano.

—Buenos días.

—Bonita camisa.

Ella se encoge de hombros.

—Como te estaba preparando el desayuno, he decidido hacer honor al cliché y ponérmela.

Me acerco a ella y le doy un beso en los labios. Dee sonríe con timidez.

—¿Tienes hambre?

—Mucha.

Me pasa dos vasos de zumo de naranja y coge un plato con beicon y huevos revueltos de la encimera. Nos sentamos en las dos únicas sillas que hay junto a su minúscula mesa y empezamos a comer.

—Está muy bueno —comento.

—Es beicon de pavo orgánico. Es como el crack: una vez que lo pruebas, ya no vuelves a comer cerdo nunca más.

Mientras desayunamos, aprovecho la oportunidad para observar su piso. Antes estaba demasiado ocupado haciéndola gemir. Está más ordenado de lo que esperaba y también me doy cuente de que es más ecléctico. Un sillón reclinable rojo cuyo tapizado ha visto días mejores descansa junto a una mesa redonda con superficie de mosaico que está pegada a un sofá beige con pinta de ser muy cómodo; está parcialmente cubierto por una suave manta marrón que cuelga del respaldo. Hay algunas fotografías enmarcadas en la pared. En una sale Delores junto a una mujer delgada con un color de pelo semejante al suyo y enseguida doy por hecho que es su madre. Otra es de Dee cuando debía de tener unos trece años; con un brazo rodea el cuello de una Kate Brooks con aparato dental y con el otro rodea a un chico moreno que imagino que será su primo. Los tres llevan patines.

Me trago un suculento bocado cargado de huevo y le pregunto:

—¿Qué vas a hacer hoy?

—Quería ir al mercado de agricultores de Brooklyn, pero aparte de eso nada.

—¿Quieres que pasemos el día juntos?

—Vale.

—Pasaremos por mi casa para que pueda ducharme y luego tengo que hacer una parada rápida, pero después de eso había pensado que podríamos ir a Central Park.

Lo bueno de vivir en la ciudad es que siempre hay algo que hacer. Incluso aunque tengas el culo pegado a un banco del parque y estés dando de comer a las palomas, sigues teniendo la sensación de que estás haciendo algo.

—Suena bien. Voy a vestirme.

Treinta minutos después, Dee sale de su casa recién duchada, con el pelo recogido en un moño y vistiendo una camiseta plateada sin tirantes, pantalones de piel negra y unos zapatos de tacón con un estampado de piel de tigre. Por suerte, la grúa no se ha llevado mi moto, que está mal aparcada, y tampoco me han multado. Dee observa la moto con admiración. Pasa la mano por encima del asiento y el gesto me recuerda cómo deslizó la mano por mi pecho y fue bajando cada vez más. Se la cojo y le beso la palma.

—No la acaricies así si no vas en serio —le digo.

Ella se pone de puntillas y me susurra al oído:

—Yo siempre voy en serio.

Saco un casco del baúl y se lo pongo a Dee en la cabeza. Luego se lo abrocho por debajo de la barbilla. Es la combinación perfecta: sensual y adorable, sexi y mona, podría comérmela en la misma calle.

Se sube a mi moto y me guiña el ojo.

—Dame un buen viaje, Matthew.

Yo pongo el motor en marcha.

—Sujétate.

No todas las chicas están preparadas para ir en moto. Una o dos me han agarrado con tanta fuerza que me han dejado las marcas de las uñas y las extremidades entumecidas. En otra ocasión, una chica no se agarró lo bastante fuerte, estaba demasiado ocupada aullando y agitando las manos en el aire, y casi me mata de un ataque al corazón cuando salió despedida hacia atrás. Por suerte, no se hizo daño. Dee se agarra a mí con la fuerza justa, me rodea la cintura con un brazo y apoya la otra mano sobre mi muslo, y yo me regodeo en la espléndida sensación de sus pechos pegados a mi espalda y su barbilla contra mi omóplato.

Estaría encantado de darle un largo viaje tras otro. En ambos sentidos.

Cuando llegamos a mi edificio, estacionamos en el parking privado y nos encaminamos al vestíbulo. Delores admira la impresionante arquitectura mientras yo recojo el correo del buzón. Cuando entramos al apartamento, le digo que se ponga cómoda y me meto en la ducha. Una vez seco, me pongo un par de vaqueros y una camisa de franela. Sin abrochármela por el momento, vuelvo al salón en busca de Delores. Está mirando las vistas.

—Creo que a partir de ahora te llamaré Chico de la Zona Alta —me dice con una sonrisa en los labios.

—Pero Dios es mucho más exacto.

Dee se acerca a la biblioteca.

—Estas fotografías son buenísimas.

Está mirando una que le hice a Mackenzie el año pasado mientras le lanzaba un beso a la cámara. La luz realza el brillo de sus ojos azules.

—Es Mackenzie —le explico—. La sobrina de la que te hablé el miércoles por la noche, aunque técnicamente no es mi sobrina. —Señalo la fotografía que hay junto a ésa—. Y éstos son mis padres. —Es una imagen en blanco y negro. Mi madre tiene una expresión de feliz despreocupación y mi padre de mal humor distraído, que son exactamente sus expresiones más habituales.

Cojo la bolsa de mi cámara, me aseguro de que llevo un carrete de repuesto y compruebo los objetivos.

—¿Tienes cuarto oscuro? —me pregunta.

—Pues sí.

A su mirada asoma una expresión con la que empiezo a estar familiarizado: la prueba inequívoca de que está excitada.

—¿Me lo enseñas?

Dejo la cámara y levanto la mano.

—Por aquí.

El propósito original de ese espacio era el de convertirse en un vestidor, pero no tiene ventanas y es lo bastante grande como para instalar un estante con los productos químicos y una hilera de bandejas para el revelado. La iluminación es muy tenue, clara, y le da a toda la estancia un tono sepia. Cierro la puerta mientras Delores mira a su alrededor. Y automáticamente vuelvo a sentir las emociones que me embargaban cuando jugaba al cuarto oscuro de niño. Aunque nunca me tocó una compañera de juegos tan guapa como ella.

Los ojos de Dee me recorren de pies a cabeza.

—¿Tienes idea de lo erótico que es esto, Matthew?

—Un poco —admito.

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