Control

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Apago el cigarrillo en la pared del edificio y tiro la colilla en una papelera de la calle. Luego me meto una pastillita de menta en la boca: ya os he dicho que soy considerado. No sé si Dee es fumadora o no, pero nadie quiere meter la lengua en la boca de otra persona y descubrir que sabe a cenicero. Y la verdad es que conseguir que Dee me meta la lengua en la boca, además de pasármela por otros sitios, es algo que forma parte de los planes que tengo para esta noche.

Vuelvo a entrar en el bar y pido otra cerveza. Le doy un trago y veo cómo se abre la puerta principal. La observo entrar.

Ya me ha parecido que Delores está buena cuando la he visto esta tarde, pero creo que tendré que ir a que me revisen la vista, porque es mucho más espectacular de lo que recordaba.

Lleva la melena rubia cobriza suelta y ligeramente ondulada en las puntas; se la ha echado hacia atrás con una gruesa diadema negra. Viste una chaqueta negra que parece un esmoquin con un top blanco escotado. Por debajo de la chaqueta asoman unos cortísimos shorts blancos que dejan al descubierto unas larguísimas, suaves y torneadas piernas. De la guinda del look se encargan unos tacones blancos de vértigo; y el carmín le resalta los labios.

Está impresionante, impactante. Podría protagonizar una campaña publicitaria de Calvin Klein. Su tarjeta de visita no es como el cheque dorado de Charlie, es un número de lotería, y a mí me ha tocado el premio gordo.

Recorre el local con la mirada y me ve desde la puerta. Yo la saludo relajadamente con la mano. Ella me devuelve la sonrisa enseñando sus perfectos dientes brillantes.

—Hola —dice cuando se acerca.

—Hola. Esa chaqueta te sienta de maravilla.

Nunca te equivocarás si empiezas con un piropo, a las chicas les encantan.

Su sonrisa adopta un aire burlón cuando bromea:

—Déjame adivinar: ¿pero estarías mejor sin ella?

Me río.

—No iba a decir eso. Yo nunca diría algo tan pedante. —Me encojo de hombros—. Iba a decir que quedaría mucho mejor en el suelo de mi dormitorio.

A ella se le escapa una carcajada.

—Claro, porque eso no suena nada pedante.

Retiro un taburete de la barra y ella se sienta.

—¿Qué quieres tomar? —le pregunto.

Ella contesta sin pararse a pensar:

—Martini.

¿Dirty?5

—El Martini me gusta igual que el sexo. —Me guiña el ojo con coquetería—. Cuanto más sucio, mejor.

Sí, estoy enamorado hasta las trancas.

El camarero se acerca, pero antes de que pueda pedir por ella, Dee empieza a explicarle cómo quiere que le prepare el cóctel.

—Una pizca de ginebra, mucho vermut y sólo un chorrito de zumo de aceituna.

Da la impresión de que el camarero barbilampiño de camiseta blanca, que no parece tener ni veintiún años, esté perdido. Dee se da cuenta y se levanta.

—¿Sabes qué? Te enseñaré cómo se hace. Será más fácil.

Se da media vuelta, se sube a la barra de un salto y pasa las piernas por encima mientras yo intento echar un vistazo por debajo de sus shorts disimuladamente. Si lleva ropa interior, tiene que ser un tanga.

Mi polla procesa la información chocando contra mis pantalones con la esperanza de poder echar un vistazo ella también.

Cuando está al otro lado de la barra, Delores se prepara rápidamente la copa mientras le explica lo que va haciendo al impertérrito camarero. Luego lanza una aceituna hacia arriba y la coge con la boca con mucha habilidad antes de meter el palillo con las dos aceitunas ensartadas dentro de la copa de líquido transparente.

A continuación, la coloca sobre la barra y hace un gesto con la palma de la mano abierta.

—Y ahí lo tienes, el Dirty Martini perfecto.

Siempre he pensado que se puede decir mucho de una persona en función de lo que beba. La cerveza es para personas despreocupadas, de trato fácil o baratas, depende del grupo en el que militen. Los bebedores de vino suelen ser inmaduros o nostálgicos. Los amantes del Cristal y el Dom Pérignon son llamativos y se esfuerzan demasiado en impresionar a los demás; hay muchos champanes que son igual de caros y exquisitos, pero menos conocidos.

¿Qué me dice de la bebida que ha elegido Delores? Que es una mujer compleja con gustos concretos pero refinados. Y que es sincera y atrevida sin ser maliciosa. La clase de chica que en un restaurante es capaz de pedir que le cambien el filete si está mal cocinado pero decirlo de tal forma que al camarero no le den ganas de escupir en su plato.

El camarero enarca las cejas y me mira con complicidad.

—Una chica interesante, colega.

Dee vuelve a pasar por encima de la barra mientras le contesto:

—Eso parece.

Cuando vuelve a sentarse en el taburete, comento:

—Ha sido impresionante. Supongo que te gusta tenerlo todo controlado, ¿no?

Ella le da un trago a su bebida.

—Trabajé de camarera cuando iba a la universidad, por eso soy tan quisquillosa con lo que bebo.

Le doy un trago a mi cerveza y me lanzo de cabeza a la charla trivial de la noche.

—Kate me ha dicho que eres química. ¿Qué tal es tu trabajo?

Ella asiente.

—Es como jugar al Quimicefa cada día y que te paguen por ello. Me gusta mucho analizar cosas, dividirlas hasta que no se puede más y luego jugar un poco con ellas. Disfruto averiguando con qué sustancias combinan y con cuáles no. Cuando encuentro alguna que no combina, la cosa se pone muy interesante. Me hace sentir como si trabajara en un escuadrón de explosivos.

Remueve el palillo con las aceitunas ensartadas dentro de la copa.

—Y ¿tú eres agente financiero?

Asiento.

—Más o menos.

—Eso suena muy poco emocionante.

Ladeo la cabeza de izquierda a derecha mientras valoro su comentario.

—Depende de cómo lo mires. Algunos días hacemos apuestas muy arriesgadas. Conseguir dinero nunca es aburrido.

Dee se vuelve sobre el taburete y se coloca de cara a mí.

El lenguaje corporal es importante. Normalmente las personas se mueven de forma inconsciente, pero comprender las emociones que se esconden tras sus movimientos puede llevarte directamente a la Tierra Prometida o dejar tu culo a las puertas del cielo. Si una chica se cruza de brazos o se reclina en la silla, suele significar que o bien vas demasiado fuerte o sencillamente no está interesada en lo que le estás vendiendo. El contacto visual, los brazos abiertos, la atención frontal completa son todo señales seguras de que le gustas y tiene ganas de más.

Me recorre rápidamente con los ojos de pies a cabeza.

—No tienes pinta de agente financiero —dice.

Me río.

—Y ¿qué pinta tiene un agente financiero?

Dee observa a los demás clientes, primero los de la barra y luego los de las mesas. Sus ojos se posan sobre un tipo calvo de mediana edad que viste un traje barato y está amorrado a un whisky doble y cuya expresión sugiere que acaba de perder todos sus ahorros en una mala operación bursátil.

Dee lo señala con su dedo meñique coronado por una uña rojo carmesí.

—Ésa.

—Parece un enterrador o un pedófilo.

Se ríe y se acaba el Martini.

Entonces me acerco a ella y le pregunto:

—Si no tengo pinta de agente financiero, ¿qué crees que parezco?

Ella esboza una lenta sonrisa y rasca las aceitunas ensartadas en el palillo con los dientes.

—Pareces un boy.

Magnífica respuesta. Y no tengo que explicaros por qué, ¿verdad?

Bajo la voz y adopto un tono seductor para decirle:

—La verdad es que me muevo bastante bien. Si lo de las finanzas no funciona, el estriptis es mi plan B.

Le hago señas al camarero para que nos sirva otra ronda. Delores lo observa trabajar con atención y el chico no debe de hacerlo del todo mal porque ella le sonríe cuando le pone la copa delante.

Entonces me dice:

—¿Sabes? Tu amigo Drew se lo está haciendo pasar mal a mi amiga. Y eso no es muy inteligente por su parte.

—Drew tiene una extraña relación con la competitividad. Le encanta y lo cabrea al mismo tiempo. Kate tampoco se lo ha puesto nada fácil. Esa chica siempre trae sus mejores armas al despacho; me parece que tampoco se queda corta.

—En cualquier caso, ya puedes decirle de mi parte que tenga cuidado con lo que hace. Soy muy protectora con Kate; los de Ohio siempre nos mantenemos unidos.

—Pero ahora estáis en Nueva York. Aquí somos fans del «cada uno se mete en sus asuntos». Es el segundo lema del estado, va justo después de «la ciudad que nunca duerme».

Cuando se ríe le brillan los ojos. Y me da la sensación de que la primera copa la ha afectado bastante.

—Eres mono —me dice.

Yo dejo caer la cabeza hacia atrás con aire exasperado.

—Genial. Mono. El adjetivo que todo hombre se muere por escuchar.

Ella vuelve a reírse y me sorprende darme cuenta de lo bien que me lo estoy pasando. Dee Warren es una chica genial: sin reservas, inteligente y divertida. Incluso aunque no acabe tirándomela, la noche no habrá sido una auténtica pérdida de tiempo.

Eso no quiere decir que no me muera por sacarla del bar y ver lo que lleva —o preferiblemente lo que no lleva— debajo de esos minúsculos shorts. Pero eso ya sería como la guinda de un fantástico pastel.

Reconduzco la conversación y vuelvo a centrarme en las informalidades.

—¿Eres de Ohio?

Ella prueba la bebida y asiente.

—Sí, de un pueblucho perdido en medio de la nada.

—Mmm, no parece que tengas mucho amor por tu ciudad natal.

—No. Fue genial crecer en Greenville, pero es un poco como el hotel California. La gente va a pasar sólo una temporada, pero luego casi nunca se marchan. Si lo único que esperas de la vida es casarte y tener hijos, es el sitio perfecto. Pero eso no era lo que yo buscaba.

—Y ¿qué buscas tú, Dee?

Reflexiona un momento antes de contestar.

—Yo quiero... vivir: frescura, descubrimientos, cambios. Por eso me gusta tanto la ciudad. Está viva, nunca se estanca. Puedes pasar por una manzana cualquiera y volver a pasar por ahí una semana después y comprobar que ya no es la misma. Hay gente diferente, hay señales y olores nuevos; los olores no siempre son agradables, pero me parece un precio muy bajo a cambio de lo que ofrece.

Me río.

Y ella sigue hablando:

—Mi madre suele decir que soy como un perro atado a una correa incapaz de obedecer. Siempre estaba tirando de la cadena, siempre ansiosa por salir corriendo. Hay una canción country que dice «no quiero facilidades, quiero un poco de locura». —Se encoge de hombros con cierta vergüenza—. Ésa soy yo.

Todo lo que ha dicho... Eso también es lo que más me gusta de la ciudad en la que crecí. La vida es demasiado corta para estar siempre a salvo o para estancarse.

Suena mi móvil, pero lo ignoro. Prestarle atención al teléfono cuando estás en medio de una conversación es de mala educación. Ordinario.

Dee me pregunta cuál es mi signo del zodíaco, pero le pido que me diga el suyo primero. Algunas personas creen mucho en los signos, ya he sido rechazado en más de una ocasión por una leo horrorizada o alguna acuario al averiguar que soy capricornio. Desde entonces, no soy contrario a falsear mi fecha de nacimiento según convenga.

Pero en este caso no tengo por qué hacerlo. Dee es escorpio, y se supone que los naturales de ese signo son supercompatibles con los capricornio en el terreno sexual. Yo siempre he pensado que todo eso es absurdo, pero si quieres jugar tienes que conocer las reglas del juego. Incluyendo las trampas potenciales.

Dee sigue tomándose su copa mientras la conversación se centra en la familia y los amigos. Sin profundizar mucho, me habla de Billy, un primo que para ella es como un hermano, y de su madre soltera, que los crio a los dos. También me explica que Kate Brooks y ella son amigas de toda la vida y me cuenta algunas anécdotas sorprendentes propias de adolescentes salvajes demasiado embarazosas como para no mencionárselas mañana a Kate en el despacho.

Yo le hablo de Drew, Steven y Alexandra, y de cómo crecer con ellos evitó que me sintiera como un hijo único. También le cuento que Mackenzie es la niña de cuatro años más alucinante que conozco y le confieso que, si pudiera, pasaría la tarde con ella cada día de la semana.

Para cuando me termino la cuarta cerveza ya han pasado dos horas y media. Cuando Dee se levanta para ir al servicio le echo un vistazo al móvil.

Tengo seis mensajes. Son todos de Steven.

Mierda. Olvidé que habíamos quedado para jugar al Call of Duty.

El pánico aumenta exponencialmente en cada uno de sus mensajes. ¿Los queréis leer?

Tío, llegas tarde. Voy a empezar sin ti.

Venga, tío, estoy con la mierda hasta el cuello y me superan en número.

¿Dónde está el maldito apoyo aéreo? ¡Mis hombres están cayendo como moscas!

No pienso rendirme. Me llevaré por delante a todos los que pueda. ¡Ahhhhh!

Muchas gracias, tonto del culo. Estoy muerto. Si le tiras la caña a mi viuda, mi fantasma vendrá a por ti.

Y el último sólo dice:

Capullo.

Me río a carcajadas y le envío un mensaje de disculpa explicándole que me ha surgido algo. Steven es muy hábil leyendo entre líneas:

Supongo que lo que quieres decir es que a tu polla le ha surgido algo. ¿Qué ha pasado con eso de que los colegas están por encima de las tías? Me debes una. Espero que me lo compenses en forma de horas de canguro para que pueda sacar por ahí a mi mujer o encerrarla en el dormitorio ;)

A mí me parece que ya pasa demasiado tiempo con su mujer, como bien demuestra el emoticono que guiña el ojo de su mensaje.

Dee regresa del baño y se queda de pie junto a mi taburete.

—¿Nos vamos de aquí?

Sí, por favor.

Esbozo una sonrisa devastadora y le contesto:

—Claro. ¿Quieres que vayamos a mi casa? Me encantaría enseñarte las vistas.

Ella me mira la entrepierna.

—Y ¿qué clase de vistas son?

—Un paisaje que no querrás dejar de admirar nunca, nena.

Se ríe.

—Yo pensaba más bien en ir a bailar a algún sitio.

—Pues estamos pensando en lo mismo. El baile horizontal es mi estilo preferido.

Dee desliza la mano por la manga de mi camisa negra.

—Pues el vertical es un preludio fantástico, me pone a tono. Hay un club en la esquina de mi calle. El DJ que pincha los miércoles es buenísimo. ¿Quieres venir conmigo?

Poso la mano sobre la suya y se la acaricio con el pulgar. Me acerco a ella y me doy cuenta de que cuando mi aliento le hace cosquillas en la oreja se le pone la carne de gallina en el pecho.

—Cuando acabe la noche me estarás llamando Dios.

A Dee se le acelera un poco la respiración y en su cuello pueden distinguirse perfectamente los latidos de su pulso. Me dan ganas de posar la boca sobre ese punto y lamerle la piel para averiguar su sabor.

Pero no tengo la oportunidad de hacerlo.

Delores da un paso atrás; la expectativa brilla en sus ojos ámbar. Y entonces me ordena:

—Tú pagas la cuenta y yo salgo a por un taxi.

Las mujeres independientes son muy sexis. Sólo a los perdedores inseguros les excitan las tías que se te pegan como si fueras el oxígeno que necesitan para vivir. Aunque es evidente que Delores es la clase de chica que va por libre, me alegro de que me deje pagar la cuenta. Habría insistido en hacerlo de todos modos Abrir la puerta, pagar la cuenta: no son señales de debilidad femenina. A veces a los tíos nos gusta hacer las cosas a la antigua.

Dejadnos hacerlo.

Pensad en ello como en una considerada compensación por nuestras futuras meteduras de pata, que están bastante garantizadas.

Después de pagar, salgo a la calle en busca de Dee. Está parada en la acera junto a un taxi. Y, alucinad: alarga el brazo y me abre la puerta del coche. Tiene un brillo juguetón en los ojos que me hace sospechar que puede leerme la mente. Yo me limito a sonreír, le doy las gracias y subo al vehículo.

El club que ha sugerido Delores se llama Greenhouse y está en el SoHo. Ya había oído hablar de él, pero es la primera vez que entro. Me sorprende la gran cantidad de gente que hay. El techo y las paredes que rodean la barra están cubiertos de un musgo coloreado por la luz que proyectan unos focos azules, rojos y verdes. La pista de baile está decorada como si fuera una cueva y del techo cuelgan largos cristales dentados en tonos azules, violetas y rosas. El local está poco iluminado, bastante oscuro, perfecto para un poco de acción contra la pared. Eso me resultará muy útil un poco más tarde.

La música suena muy alta, demasiado como para poder mantener una conversación, pero a mí ya me parece bien. Me gusta hablar, pero la acción me gusta más. Pedimos un par de bebidas y conseguimos una mesa cerca de la pista de baile. Dee le da un sorbo a su copa, la deja sobre la mesa y me esboza una sonrisa como queriendo decir: «Mira esto». Luego se desliza hasta la pista de baile.

Yo me siento a la mesa, me recuesto cómodamente en la silla con las piernas abiertas y me conformo con acariciarla con los ojos de momento. Dee cierra los ojos y empieza a mover la cabeza al ritmo de la música. Balancea las caderas y levanta los brazos por encima de la cabeza. Las luces azules y rosas bailan sobre su pelo y la iluminan haciéndola parecer mágica. El ritmo de la música aumenta y sube el volumen, y Delores se adapta al nuevo ritmo. Agita los hombros y el trasero, y flexiona las rodillas para agacharse en dirección al suelo para después volver a levantarse sin dejar de contonearse.

Sabe cómo moverse y consigue que aún la desee más. Miro a mi alrededor y advierto que ha captado la atención de varios tíos o, mejor dicho, de todos los hombres que hay en el club. La observan bailar con sonrisas de babosos y un asqueroso brillo de esperanza en los ojos.

No suelo ser un hombre posesivo. Alguna vez he ido a una discoteca con una chica y he acabado marchándome con ella y alguien más. Son cosas que pasan.

Pero en este momento tengo los puños apretados y sería capaz de coger al primero que intentara acercarse a Delores y patearle el culo hasta la calle. Incluso me cabrea que la estén mirando y que su cuerpo esté alimentando sus fantasías y sus pervertidos deseos.

Quizá me sienta así porque aún no me he acostado con ella. Tal vez no quiera compartir un postre que todavía no he tenido la oportunidad de probar.

O quizá sólo sea porque Delores Warren es sencillamente distinta de una forma que soy incapaz de explicar. Me gusta mucho lo poco que sé de ella, y hay una parte de mí, que aún no he admitido, que se muere por saber más.

La música cambia y me pongo de pie. Por los altavoces empieza a sonar Wake Me Up de Avicii y la canción inunda la sala. La multitud corea su aprobación. Salto a la pista de baile y voy directo a Delores.

El inicio de la canción es lento y suena una guitarra acústica. El cuerpo de Dee se mece de un lado a otro al compás y su larga melena se balancea a su espalda dejando su cuello al descubierto. Me pongo detrás de ella y le rodeo la cintura con el brazo. Le poso la palma de la mano sobre el estómago, justo por encima de la chaqueta, y la atraigo hacia mí.

Se pone tensa un segundo, abre los ojos y vuelve la cabeza. Pero sonríe cuando ve que soy yo.

Luego se relaja contra mí apoyando la espalda en mi pecho y yo me inclino hacia adelante para pegarme más a ella. Su trasero encaja perfectamente con mi polla, que se lleva dura desde ella ha empezado a bailar.

Creo que lo nota; debería.

Dobla la cintura para inclinarse hacia adelante y contonea las caderas dibujando pequeños círculos para frotarse justo contra la zona de mi cuerpo que grita su necesidad de contacto.

Es fan-folla-tástico.

Flexiono las rodillas y me muevo al ritmo de la música a pesar de estar completamente concentrado en Dee.

No quiero presumir. Bueno..., sí, voy a presumir. Bailo muy bien. Se parece mucho a follar: hay que encontrar el ritmo adecuado, estar en armonía con los movimientos de tu pareja y reaccionar en consecuencia.

Le arrancaré la lengua a cualquiera que cuente esto, pero cuando era niño mi madre me obligó a tomar lecciones. Drew, Steven y yo, lo hicimos los tres. Nada de bailes modernos con trajes de lentejuelas, gracias a Dios: fueron bailes de salón. Fue un año o dos antes de la puesta de largo de Alexandra. Sí, en nuestro círculo social las chicas celebran puestas de largo, y saber bailar como un caballero es imprescindible. Todos odiábamos las clases. Drew y yo elaboramos un meticuloso plan para huir y vivir en el Museo de Historia Natural hasta que pasara el peligro, pero no funcionó.

Y, sin embrago, por muy desagradable que me resultara, ahora agradezco haber asistido a aquellas clases. Porque un niño que sabe bailar es un mierda, pero un hombre que sabe bailar da imagen de habilidad y sofisticación.

Para bailar hip-hop se necesita un poco de ritmo natural, algo de lo que el pobre diablo de Steven carece desde que nació. Pero un tío como yo, que posee una capacidad innata sumada a algunos años de entrenamiento, acaba resultando un hacha en la pista de baile.

De pronto arranca la parte sintética de la canción, más rápida, primitiva y con una base más intensa.

Dee se pone derecha y me rodea el cuello con los brazos alargándolos hacia atrás. Yo tengo una mano sobre su cadera y la sujeto mientras me contoneo contra ella. Deslizo la otra por debajo de su chaqueta y rozo la tersa y cálida piel de su estómago.

Cuando la acaricio y muevo la mano hacia arriba noto la vibración de su gemido. Entonces, la música vuelve a bajar el ritmo y Dee da media vuelta entre mis brazos para mirarme. Como lleva tacones, estamos prácticamente a la misma altura. Me pierdo en la bruma oscura de sus ojos mientras el cantante corea algo acerca de viajar por el mundo, ser eternamente joven y conquistar el amor.

El ritmo vuelve a subir, pero nosotros continuamos mirándonos a los ojos. Nuestros cuerpos se mueven el uno contra el otro calientes y necesitados. Mis dedos se entierran en la carne del trasero de Dee y la presiono contra mí con más fuerza.

Cuando la letra habla de un hombre que no sabía lo perdido que estaba hasta que encontró lo que le faltaba, Dee me acaricia la cara. Y su gesto es tierno e íntimo.

Sincero.

Agacho la cabeza y poso los labios sobre los suyos. Y ella se entrega enseguida, se abre para mí, cálida y húmeda, aceptando todo lo que le ofrezco y devolviéndome el beso con el mismo ardor. La rodeo con ambos brazos y me olvido del baile. Dejo una mano sobre la parte inferior de su espalda y entierro la otra en la suavidad de su pelo mientras nuestras bocas se mueven al unísono. Ella se agarra de mis hombros, me masajea y tira de mí hacia su cuerpo.

¿Alguna vez habéis estado en una situación en la que habéis pensado que lo que estuvierais haciendo lo iba a cambiar todo? ¿Que de ese punto en adelante habría un antes y un después y que eso lo dividiría para siempre?

A la mayoría de la gente no le ha pasado nunca. Están demasiado perdidos en el momento como para reconocer la importancia de lo que está sucediendo.

Y eso fue lo que me ocurrió a mí.

Pero ahora, al mirar atrás, me doy cuenta de que ése fue el momento: ese perfecto y abrasador beso. Ése fue el momento que cambiaría el resto de mi vida. Y nada de lo que ocurriera después volvería a ser lo mismo.

4

Al rato nos vamos al apartamento de Dee, aunque sería más apropiado decir que nos tambaleamos hasta allí.

También sería correcto puntualizar que vamos magreándonos hasta que llegamos.

Me asalta la irresistible necesidad de besarla a cada paso, de atraerla hacia mí o empotrarla contra la pared de un edificio para conseguir la ansiada fricción. Y ella tampoco se queda precisamente quieta: arrastra las uñas por la piel desnuda de mis abdominales y me mete las manos dentro de los pantalones para estrujarme el culo. Somos como dos adolescentes sobrehormonados enrollándose en el pasillo del instituto a los que les importa un pimiento que los pillen.

Al final conseguimos llegar a la puerta de su apartamento. Mientras Dee se pelea con la cerradura doble, yo me quedo detrás de ella sin dejar de frotar la pelvis contra su culo, agarrándole las tetas con las manos y masajeando y estimulando sus preciosos atributos. Una vez dentro, Dee se pega a mí y se pone de puntillas para darme un intenso beso con lengua. Tiene las manos enterradas en mi pelo y las despega sólo lo necesario para que yo pueda quitarle la chaqueta. Luego me agacho y me apresuro a quitarle los minúsculos shorts dejándola sólo con su top blanco y un tanga brasileño con un escaso triángulo de encaje.

Ya creía que Delores era guapa vestida, pero desnuda es arrebatadora. Tiene unas piernas largas y torneadas, las caderas estrechas y un estómago firme, con una piel tan suave que parece una caricia. No es demasiado musculosa, tiene un cuerpo de yoga: está delgada y se le intuye la musculatura justo por debajo de la superficie. Aún de rodillas, me desabrocho la camisa. Dee se agacha y me la quita paseando sus manos por mi espalda con apreciación.

—Dios, estás buenísimo —jadea.

Ya está utilizando mi nuevo mote y aún no la he llevado al orgasmo. Qué bueno soy.

Sin esperar, le separo las piernas lo justo para poder colarme entre ellas. Dee apoya la mitad superior de su cuerpo sobre la pared para no perder el equilibrio y yo poso un largo beso con la boca abierta sobre la fina tela que cubre su sexo. Ella levanta la barbilla y gime. Su olor es dulce, afrutado, y tiene un ligero toque picante, como una manzana madura con una pizca de canela. Utilizo mi húmeda y caliente lengua para repasar su recortado rectángulo de vello rubio y luego me deslizo hacia abajo para lamer y mordisquear los contornos de su sexo. Cuando he acabado con el calentamiento, me entierro en ella para lamerla, chuparla y conseguir que gimotee y se retuerza.

Sé cómo manejar un clítoris, y no lo digo por decirlo. La mayoría de los tíos creen que la mejor técnica es ir directamente en busca del punto más caliente, pero se equivocan. Demasiado placer, provocado demasiado deprisa, no es agradable, puede incluso resultar incómodo para una mujer. Hay que provocarlo, ir estimulándolo gradualmente hasta que se pone duro y erecto y suplica ser acariciado. Cuando Dee alcanza el punto más álgido, le separo los labios con los dedos y paseo la lengua por encima de su abultado montículo.

Ella grita presa de un aliviado y exquisito éxtasis. La chupo con más intensidad de arriba abajo sin perder el contacto en ningún momento y luego deslizo dos dedos en su empapado y palpitante sexo. Sus caderas se contonean contra mi cara y alcanza el orgasmo gritando con la boca abierta.

Con el sonido de la intensa respiración de Dee resonando en los oídos, me pongo en pie y la rodeo por la cintura. Ella se deja caer contra mí debilitada por el placer. Le levanto los pies del suelo, pero no parece tener la fuerza suficiente para rodearme con las piernas. Sus labios buscan los míos y se cuelga de mis hombros con los brazos.

—¿Dónde está el dormitorio? —le pregunto entre beso y beso.

—La última puerta a la izquierda.

Mis tensas piernas nos llevan a ambos hasta la habitación. Cuando entro, no me detengo a observar la estancia ni a valorar la decoración, mis sentidos están clavados en Dee y en mi propio deseo desatado. Ligeramente recuperada de su coma-orgasmo, Delores se sienta al borde de la cama y me atrae hacia sí con sus suplicantes ojos color ámbar. Me desabrocha los pantalones sin perder el contacto visual. El siseo de la cremallera y nuestras respiraciones agitadas son los únicos sonidos que se oyen en el dormitorio. Me los baja y yo acabo de quitármelos. Ella me mira con impaciencia, como un rastreador de tesoros buscando una ansiada recompensa.

Mi polla está a tope: larga, gruesa y dolorosamente anhelante. Delores se lame la palma de la mano.

Y es lo más sexi que he visto en mi vida. Atrevido y descarado.

Luego rodea mi polla con su resbaladiza y abrasadora mano para agarrarla con firmeza y acariciármela con ternura. Yo me acerco un poco más sin pensar en lo que estoy haciendo y Dee se lo toma como una señal para que su boca se una a la fiesta. La miro mientras me la chupa de la base a la punta y hace girar la lengua sobre el prepucio antes de metérsela entera dentro de la boca tan profundamente que puedo sentir su garganta.

Se me cierran los ojos. Jadeo, maldigo y suplico más. Dee no me decepciona y no deja de hacerme entrar y salir del paraíso de su boca una y otra vez. Pero cuando me coge los testículos con la mano, los acaricia y tira de ellos de un modo delicioso, tengo que pisar el freno. Me da demasiado miedo perder la carga, y tengo muchas ideas para la noche como para dejar que eso ocurra.

La agarro del pelo y la separo de mí con suavidad. Luego me agacho y la beso mientras la sangre me aporrea los oídos. Dee se tumba en la cama y me arrastra consigo hasta que estamos estómago contra estómago y muslo sobre muslo. Entonces tiro de la tela de su top hacia abajo para dejar al descubierto sus generosos pechos.

Y en uno de ellos descubro un brillante piercing coronado por un diamante.

Dios todopoderoso.

La imagen hace gimotear a mi polla, que se pone un poco más dura si cabe. Ataco sus pechos como un animal hambriento, los chupo y los muerdo, los agarro y tiro de ellos con las manos. Mi boca se posa sobre su pezón decorado y degusto el contraste del frío metal sobre la cálida piel. Tiro de él con los dientes y lo acaricio con la lengua. Dee se retuerce y jadea debajo de mí mientras me araña la espalda con las uñas y deja abrasadoras señales a su paso.

—Fóllame, Matthew —gime—. Necesito que me folles ahora.

En un abrir y cerrar de ojos, saco un preservativo de la cartera y me lo pongo en un tiempo récord. La agarro de los tobillos y tiro de ella hacia mí hasta que su trasero llega al filo de la cama. Arrastro la punta de la polla por encima de su necesitado sexo estimulando su abertura.

Luego la miro a los ojos y le pregunto:

—¿Cómo lo quieres?

—Con fuerza —dice Dee—. Con fuerza y profundidad. Quiero sentir cada centímetro de ti.

Me interno en ella con aspereza lo más profundamente que puedo. Delores arquea la espalda y grita:

—¡Sí! Por favor..., sí.

Me retiro despacio hasta que sólo la punta sigue dentro de su cuerpo y luego vuelvo a penetrarla. Cuando estoy enterrado hasta los testículos, empiezo a dibujar círculos con las caderas para frotarme contra su clítoris.

Esto es lujuria en estado puro: pasión primitiva, apetito visceral.

Mantengo el ritmo que a Dee le gusta y sigo follándomela hasta dejarla sin sentido tras cada embestida. Hasta que estira los brazos hacia mí y suplica más velocidad. Entonces me tumbo encima de su cuerpo y ella me rodea el cuello con los brazos y se pierde en mi boca mientras yo me entierro furiosamente en su sexo.

Cuando se entrega al orgasmo, tiene la mejilla pegada a la mía, los ojos cerrados, y no deja de repetir mi nombre una y otra vez, un sonido espectacular que no olvidaré jamás. Cuando su placer me aprieta la polla, yo también me corro; tengo un orgasmo tan exquisitamente largo e intenso que estoy seguro de que llego incluso a desmayarme.

Es alucinante. Revolucionario. Estoy convencido de que es la mejor experiencia sexual de mi vida. Y, mientras sigo dentro de ella, antes de que mi corazón se relaje, sé que Dee Warren no se parece a ninguna otra mujer que haya conocido en mi vida.

Antes de que recuperemos la respiración, Delores se levanta y desaparece en el baño para salir poco después con una colorida bata de seda estampada. Yo cojo mis pantalones del suelo, saco el paquete de cigarrillos del bolsillo y le pregunto:

—¿Te importa?

Ella abre una ventana y coge medio porro del joyero de madera que tiene sobre la cómoda. Lo levanta.

Carpe diem.

Me tumbo en la cama, apoyo la cabeza sobre un brazo y me enciendo un cigarrillo. Dee se tumba junto a mí y coloca un cenicero sobre mi pecho mientras fuma. Se le abre la bata y su magnífico seno decorado queda al descubierto. Yo suelto el humo y deslizo el dedo por el piercing.

—¿Cuál es la historia?

Ella inspira profundamente y el humo escapa entre sus labios cuando me dice:

—¿Recuerdas que te he dicho que Billy, Kate y yo crecimos juntos?

Asiento.

—Billy es el más joven, aunque sólo por unos cuantos meses. Cuando cumplió los veintiuno nos emborrachamos. Kate y Billy se hicieron unos tatuajes. Yo me hice un piercing.

Tiro suavemente del anillo tocándolo y manipulándolo como si fuera un niño con un juguete nuevo la mañana de Navidad.

—Es muy sexi. Pero tengo curiosidad, ¿por qué no te tatuaste?

Dee tira la ceniza en el cenicero.

—Los tatuajes implican demasiado compromiso. No me gusta tener nada en mi cuerpo de lo que no pueda deshacerme.

Apago el cigarrillo y dejo el cenicero sobre la mesilla de noche. Luego me tumbo de lado para estar frente a Dee.

Ella desliza la mano por mi estómago, me coge la polla y roza el prepucio con el dedo.

—Y ¿cuál es la historia de esto? Pensaba que todos los chicos católicos estaban circuncidados.

—Creo que son los judíos. —Luego me explico—:Yo fui un niño enfermizo. Nada grave, pero lo bastante para que mi madre evitara cualquier cosa que pudiera acarrear complicaciones.

No sé por qué motivo, mis padres supusieron que me haría circuncidar cuando fuera un hombre fuerte y sano. Como si se me fuera a ocurrir dejar que un bisturí se acercara a mi polla a menos que mi vida dependiera de ello.

Y quizá ni siquiera lo hiciera en esas circunstancias.

Sí, por si acaso os lo estáis preguntando, hubo algunas chicas en el instituto que se mostraron un poco inseguras sobre la mejor forma de proceder con una polla sin circuncidar. Pero cuando la probaron y se dieron cuenta de que funcionaba igual que las demás, estuvo muy solicitada.

Dee sigue acariciándome hasta que consigue que se me ponga dura. Luego baja la mirada y dice:

—Me gusta. Es muy bonita.

La agarro de la cadera, me pongo boca arriba y la coloco sobre mí para que se siente a horcajadas sobre mi cintura.

—Vale, es oficial: adjetivar no es lo tuyo. Las vaginas son bonitas, las pollas no.

Se le abre la bata del todo y yo me chupo el pulgar para presionarlo sobre su clítoris y demostrarle lo bonito que creo que es su sexo. Es jodidamente precioso.

Al principio Dee se ríe, pero acaba gimiendo.

—Ilumíname. ¿Qué adjetivo es lo suficientemente masculino para describir una poderosa polla?

Sus caderas empiezan a moverse al ritmo que marca mi pulgar y rotan en pequeños círculos.

—Tildarla de poderosa es un buen comienzo. Estremecedora no está mal. Potente e impresionante son un triunfo seguro.

Aplico un poco más de presión a mis caricias. Ella jadea.

—Lo tendré en cuenta para la próxima vez. —Luego se muerde el labio y me mira a los ojos—. Me encanta follar cuando estoy colocada.

Se incorpora sobre las rodillas y se alinea con mi cuerpo.

—Me parece que a mí también me va a encantar.

—Joder, ha sido alucinante —exclama Dee contra la almohada en la que acaba de enterrar la cara.

Yo sigo de rodillas detrás de ella y me quito el segundo preservativo de la noche utilizando un pañuelo de papel. Luego me dejo caer a su lado.

—Ya lo creo.

El estilo perrito nunca falla.

Dee levanta la cabeza y mira el reloj que tiene sobre la mesilla de noche.

—Mierda. Tengo que irme a trabajar dentro de solamente cuatro horas.

Para que quede claro: ésa es la señal para marcharme. Es la forma agradable de decir: «Gracias por el sexo. Adiós». La mayoría de mis rollos de una noche no han acabado en desayuno. A menos que esté destrozado, prefiero dormir en mi cama.

Me levanto y comienzo a vestirme. Me abrocho los pantalones y, antes de ponerme la camisa, le digo:

—Me lo he pasado muy bien esta noche.

Ella se da la vuelta hasta ponerse boca arriba sin molestarse en esconder su exquisita desnudez.

—Yo también.

Mis ojos resbalan por el brillo postsexo que le cubre la piel y se posan sobre el piercing de su pezón, que suplica un poco más de juego.

—Quiero volver a verte.

Dee sonríe.

—Querrás decir que quieres volver a acostarte conmigo.

Me pongo la camisa y admito:

—Nena, eso no hay ni que decirlo. —Recojo el paquete de cigarrillos del suelo y me lo meto en el bolsillo—. Te llamaré.

Ella responde con una corta carcajada y pone los ojos en blanco. Coge la bata de seda y se pone de pie junto a mí.

—¿Qué? —le pregunto un poco confundido.

Niega con la cabeza con aire condescendiente.

—No tienes por qué hacer eso. No soy la clase de mujer a la que debas hacer promesas que no tienes ninguna intención de cumplir. Ha sido divertido, dejémoslo así. Y, si alguna vez vuelvo a saber de ti, también me parecerá bien.

Ésa no es la reacción que espero de una chica a la que he estado provocando múltiples orgasmos durante las últimas horas. La mayoría de las veces lo que quieren es registrarme el teléfono para asegurarse de que tengo su número en la lista de contactos. Me piden detalles específicos, fechas y horas en las que deben esperar que suene su teléfono.

La actitud de Dee es original. E intrigante. Y definitivamente desafiante.

Mientras caminamos por el pasillo, insisto:

—Eso está muy bien, pero volverás a saber de mí.

Ella me da una palmada en el hombro.

—Claro que sí. Pero si no te importa, no te estaré esperando sentada.

Le cojo la mano que me ha apoyado en el hombro y le beso los nudillos. Ella me observa. Y la sonrisa de sus labios desaparece y en su lugar veo una expresión de sorpresa, de anhelo.

—No hace falta que esperes sentada.—Le guiño el ojo—. Pero asegúrate de que no te alejas mucho del teléfono.

Delores vuelve a sonreírme. Me abre la puerta y, antes de cruzar el umbral, me acerco a ella y le doy un beso en la mejilla.

—Buenas noches, Dee.

Ella se lleva la mano al lugar donde la he besado. Sus ojos color miel se posan sobre los míos. Y con cierta tristeza en la voz me dice:

—Adiós, Matthew.

Cuando cierra la puerta me quedo allí un momento hasta que la oigo echar los cerrojos. Luego me voy a casa para disfrutar de un merecido descanso.

5

El jueves por la noche se celebra en el hotel Waldorf Astoria una cena organizada por la Universidad de Columbia para recoger fondos. Normalmente me limitaría a mandarles un cheque y pasar de la cena. Pero Alexandra es una de las organizadoras, así que la asistencia es obligatoria. A pesar de que criar a Mackenzie ya es un trabajo a tiempo completo, Alexandra siempre ha sido una alumna aventajada y está plenamente capacitada para hacer varias cosas al mismo tiempo. Como muchas de las mujeres que están en su misma situación —mamás y amas de casa de Manhattan a las que les sobra el dinero—, ella también quiere hacer algo por su comunidad. Además, creo que las actividades filantrópicas la ayudan a sentirse conectada con el mundo exterior cuando su día a día se convierte en un agujero negro de dibujos animados, collares de macarrones y salidas al parque que podrían acabar destruyendo su brillante cerebro. Steven dice que se la ve mucho más contenta cuando está planificando un evento, pero cuando llega el día D tiene tendencia a ponerse nerviosa. En plan Perra, si lo preferís.

Ya os he avisado.

Estoy con Drew y Lexi observando la elegante decoración de un salón lleno de alumnos de Columbia vestidos de esmoquin y trajes de fiesta. Tal como yo lo veo, la fiesta es todo un éxito: los invitados comen aperitivos, beben sin parar y todo el mundo charla y ríe animadamente. A pesar de que su expresión es serena, los ojos de Alexandra recorren la sala con la precisión de un francotirador en busca de posibles objetivos.

—¿Puedo marcharme ya? —le pregunta Drew a su hermana.

—No —le espeta Alexandra con un tono que me da a entender que ésa no es la primera vez que Drew le hace esa pregunta—. Esto es una fiesta: come, bebe, alterna.

Drew frunce el ceño.

—Es evidente que hace mucho tiempo que no vas a una fiesta. Esto no es una fiesta. Esto es una excusa para que antiguas rivales puedan exhibir sus vestidos de lentejuelas y comparar los quilates de sus anillos de diamantes. —Le da un trago a su copa—. Aunque tengo que admitir que el vino es excelente. Buena elección.

Lexi bebe también un sorbo.

—El vino suelta los labios y abre carteras.

—Y el tequila hace que la ropa acabe en el suelo —intervengo haciendo ondear las cejas.

Justo en ese momento, una enorme mujer morena con un peinado que parece una colmena, mucho maquillaje y un vestido color tapete de mesa de billar se acerca a nosotros.

Drew susurra entre dientes:

—Esperemos que el tequila esté bien guardadito.

—Alexandra, querida —dice la mujer riendo a carcajadas—. ¡Esta vez te has superado! Esta velada estará en boca de toda la ciudad durante días.

Lexi se lleva la mano al pecho de su vestido blanco con humildad.

—Es usted muy amable, señora Sinclair.

Sinclair. Ese nombre me suena. Es una ricachona de toda la vida, su abuelo hizo una fortuna con el acero gracias al boom de la construcción de principios de siglo. Y su sobrino, el principal heredero, es un pésimo gerente con una legendaria adicción a la cocaína. Os daré un consejo: tened cuidado con el dinero, no puede comprar la clase, pero sí puede comprar un buen montón de problemas.

Alexandra me presenta a la señora Sinclair.

—¿Conoce usted a nuestro buen amigo Matthew Fisher?

La sociedad neoyorquina es como la mafia: si no eres un amigo o formas parte de sus asuntos, no quieren tener nada que ver contigo.

—Ah, sí —dice—. Eres el chico de Estelle.

Asiento con respeto.

—Me alegro de verla, señora Sinclair.

Alexandra sigue con las presentaciones:

—Y ¿conoce a mi hermano Andrew?

Drew, que siempre se comporta como un caballero, la saluda con una sonrisa.

—Es un placer.

A la señora Sinclair le brillan los ojos cuando se vuelve para observarlo y se abanica la cara con una de sus rollizas manos.

—No, no lo conocía, pero he oído hablar mucho de ti.

—Rumores malintencionados. —Drew le guiña el ojo—. Que casualmente son ciertos.

A juzgar por su acelerada respiración y el rubor de sus mejillas, diría que hay muchas posibilidades de que la señora Sinclair acabe desmayándose. La verdad es que eso le daría un poco de gracia a la noche. Pero no se desmaya. Una vieja amiga que lleva muchos años sin verla se acerca a nosotros y se la lleva.

Una vez solos, Drew vuelve a intentarlo.

—¿Y ahora? ¿Puedo irme?

—Deja de preguntarme eso. Ni siquiera nos hemos sentado a cenar —sisea Alexandra.

Drew no gimotea, pero le falta poco. Y entonces habla por boca de los dos cuando dice:

—Es que yo no quiero estar aquí. He venido, he sonreído, te he extendido un cheque. A diferencia de otras personas, yo sí tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo.

Antes de que la diferencia de opinión entre ellos suba demasiado de tono, a Alexandra le llama la atención alguien que está al otro lado del salón. Se le abren mucho los ojos, pero su expresión se tiñe de decepción. Ignora a su hermano y se queda boquiabierta. Drew y yo volvemos la cabeza hacia donde está mirando.

Y entonces la veo.

Casi todos los hombres tienen a una mujer como ella en su pasado. Para algunos tristes diablos hay más de una. La chica que lo destrozó, la que le rompió el corazón, la que destruyó su autoestima. Dicen que el primer corte es el más profundo, y la incisión que me hizo ella me llegó hasta los huesos.

Shakespeare escribió «Oh, corazón de serpiente oculto bajo un semblante de flores». Y, si no supiera nada sobre él, juraría que compuso esos versos pensando en Rosaline Nicolette du Bois Carrington.

Nos conocimos el segundo año que pasamos en Columbia y estuvimos saliendo formalmente durante dos. Rosaline es inteligente, encantadora y una experta amazona. No le interesaban las fiestas de la fraternidad ni salir de bares, ella prefería pasar el tiempo enzarzada en discusiones intelectuales sobre arte y viajes. Para mí era perfecta, la mujer con la que quería casarme y con la que tendría hijos, la chica a la que amaría cuando se arrugara y le salieran canas y la que debía amarme a mí.

Sally Jansen fue mi primer amor y Rosaline tenía que ser la última.

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