Control

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Flexiona las rodillas y se desliza por mi torso dejando un camino de calor al paso de sus cálidas manos, que resbalan por mi pecho y mi estómago.

Yo trago saliva con fuerza.

—Claro que sí.

Me riega el estómago de besos.

—Seremos como una versión moderna de Jack y Rose en Titanic.

Con la respiración acelerada, le digo:

—Jack era un marica. Si yo hubiera estado en su lugar, habría atado y amordazado a Rose y habría metido su culo en un bote salvavidas. Y luego me habría subido con ella.

Me habría gustado señalar que, si Rose hubiera hecho lo que Jack le dijo que hiciera, se habrían salvado los dos.

Dee se humedece los labios con la lengua y empieza a bajarme los vaqueros para liberar mi dolorida polla. Rodea la base con su pequeña mano y empieza a moverla lentamente.

—Hasta que me hagas esas fotos y las reveles aquí, quiero que pienses en esto la próxima vez que estés en esta habitación.

Sin dejar de acariciar la base, rodea la punta con los labios y empieza a chupar con suavidad y a darle golpecitos con la lengua. Cuando advierto que se me están empezando a aflojar las rodillas, apoyo gran parte de mi peso sobre la puerta. Entonces Dee se para, echa todo el prepucio hacia atrás y vuelve a succionarme entero.

Y no puedo evitar gemir:

—Jodeeeeeer.

Su boca está tan caliente, húmeda y firme que empiezo a ver puntitos blancos detrás de los párpados cerrados. Dee aumenta la succión y la velocidad de la mano. Yo entierro la mano en su pelo y la agarro con fuerza.

Ella gime a mi alrededor y yo suplico:

—Más rápido.

Dee me concede el deseo y su cabeza empieza a balancearse más deprisa. Jadeo.

—Dee..., sí..., me voy a correr.

Entonces me chupa con más fuerza y yo me corro, dejando escapar un rugido entrecortado y agarrándola del pelo con fuerza pero intentando no estirar. En cuanto me suelta, resbalo por la pared hasta sentarme en el suelo con la respiración tan agitada como si acabara de correr la maratón de Nueva York.

Alargo el brazo en busca de Delores y tiro de ella hasta pegarla a mi pecho. Le beso la nariz, ambas mejillas y finalmente los labios, intensamente.

—Recordaré esto durante mucho mucho tiempo.

—Misión cumplida.

Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

Me quito el casco y lo ato a la moto.

—No, lo digo en serio.

Dee aún no se ha bajado.

—Si no te importa, yo te esperaré aquí.

—Venga, sólo tengo que dejar un sobre.

—¿Alguna vez has oído el dicho «tan nerviosa como una puta en una iglesia»?

—Deja ya los comentarios autodestructivos. Si eso fuera cierto, yo debería estar hecho un flan. Vamos.

—¿Tendré que beber sangre?

—Sólo si te bautizan.

Por si aún no os lo habéis imaginado, estamos en la iglesia de St. Mary. Es domingo, y los domingos voy a la iglesia, aunque sólo sea a escuchar el final de la misa. Tengo la profunda convicción de que, si no lo hago, pasará algo terrible.

Eso es lo que le hacen a cualquiera doce años de escuela católica.

Arrastro a Dee hasta la puerta. Ella entra con cuidado, como si estuviera entrando en una casa encantada.

Un caballero trajeado de pelo gris entra por las puertas dobles con una cesta de recolecta llena hasta los topes. Hemos llegado en el momento perfecto. Meto mi sobre dentro del cesto y agacho la cabeza mientras las palabras del sacerdote, que ya está llegando a las últimas bendiciones, resuenan a través de los altavoces desde la nave principal. Dee me observa e imita mis movimientos de pie junto a mí. Antes de que el cura acabe, me llama la atención el ruido de unas pisadas que suben la escalera procedente del sótano. Por la puerta lateral que accede a la antecámara aparece la hermana Beatrice Dugan, seguida de una docena de estudiantes organizados en dos filas.

La hermana B fue mi primera experiencia sexual. Bueno, la primera experiencia sexual que tuve conmigo mismo. Fue la primera para todos nosotros; esa mujer es lo más cerca que hemos estado Drew y yo de hacer un trío juntos.

Esperad, eso ha sido una grosería, olvidad que lo he dicho.

En fin, la pubertad es una época confusa para un chico. Y tener una profesora que, además de estar buenísima, es monja lo hizo todo aún más confuso. Cuando descubrí por primera vez los placeres de la masturbación, perdí la cabeza. Por desgracia, no me limité a meneármela, sino que la estrangulé, literalmente. Así fue cómo, a los trece años, acabaron diagnosticándome balanitis. No necesito explicarme más, ¿verdad?

Mi madre quizá se tragara la explicación del doctor cuando dijo que la balanitis era una consecuencia de haber llevado el bañador húmedo demasiado tiempo, pero puedo aseguraros que mi padre no se lo creyó. En una de nuestras conversaciones íntimas me dijo que no debía avergonzarme de masturbarme, que era como la electricidad: Dios no nos habría concedido ese placer si no quisiera que lo experimentáramos. Aunque, como en todo, la clave estaba en la moderación. Después de esa charla, me tranquilicé un poco y empecé a ser capaz de darme placer sin hacerme daño.

La hermana B acalla las risas de los niños con una mirada. Y entonces, con un acento irlandés que el tiempo no ha conseguido mermar, me dice:

—Matthew, ¿cómo estás, chico?

—Fresco como una lechuga, hermana B.

—¿Fresco como una lechuga y llegando tarde a misa? Ay, ay, ay.

Me encojo de hombros.

—Mejor tarde que nunca.

Ella sonríe.

—Supongo que tienes razón, aunque no te irá mal rezar algunos padrenuestros para recordar que debes ser más puntual. He visto a tus padres en la primera misa, están tan estupendos como siempre.

Asiento. Luego me vuelvo hacia Dee y digo:

—Delores, ésta es la hermana Beatrice, mi profesora de primaria. Hermana B, esta es Delores Warren.

La hermana B la saluda.

—Encantada de conocerte.

Dee la saluda con la mano.

—Hola.

La hermana Beatrice frunce el ceño.

—Pareces algo incómoda, querida. ¿Qué te ocurre?

Dee se mueve con nerviosismo.

—Sólo es que... no soy católica. Ni siquiera un poco.

La hermana B le da unas palmaditas en el hombro y le dice en un susurro:

—No pasa nada. Jesús tampoco lo era.

Cuando llegamos a Central Park, cojo la cámara y hago unas cuantas fotos de Dee junto a la fuente. Luego saco algunas de temática natural de las hojas cayendo de los árboles. Al rato, Delores y yo nos tumbamos uno junto al otro en una manta que hemos extendido sobre el césped caliente de esa tarde de otoño. Y nos hacemos preguntas, la clase de preguntas despreocupadas e inapropiadas que siempre suponen una forma divertida y genial de conocer a otra persona.

—¿Te han detenido alguna vez? —me pregunta Dee mientras juguetea con los botones de mi camisa de franela.

—Aún no. ¿Y a ti?

Ella sonríe.

—Me han detenido, pero nunca me han condenado por nada.

Y entonces me explica que en una ocasión ella, su primo y Kate fueron arrestados por colarse en la pista de patinaje de su pueblo cuando estaba cerrada y que el sheriff local acabó llevándolos a sus casas. A su madre no le hizo ninguna gracia.

—¿Alguna vez has practicado sexo en un lugar público? —pregunto, en parte por curiosidad y en parte para valorar futuras opciones.

—Mmm, sí, era un lugar público, pero no creo que nos viera nadie.

Le paso los dedos por el pelo. Los rayos del sol acentúan los reflejos pelirrojos de su melena, dándole un aire más feroz que dorado.

—¿Alguna vez has practicado sexo en tu moto? —me pregunta. Y espero que también lo haga pensando en el futuro.

—Sí. No es tan fácil como parece. Pero es algo que todo el mundo debería probar por lo menos una vez. —Entonces pregunto—: ¿Cuál es tu color preferido y cómo te gusta el café?

—No tengo ningún color preferido, varía en función de mi estado de ánimo. Y no bebo café. Intento no tomar cafeína: es malo para la piel.

Dee es una sibarita. Ha dicho que después quiere ir al mercadillo de agricultores de Brooklyn para comprar hinojo, citronela y otras rarezas de las que sólo he oído hablar en restaurantes de lujo en los que la presentación es más importante que el sabor de los platos. Y ésa no es la idea que yo tengo de una buena comida. Pero ella asegura que el muesli casero que prepara no sabe a comida para conejos.

—¿Hay católicos piadosos en tu familia?

Me río.

Piadoso es una palabra muy fuerte, pero todos vamos a la iglesia. —Lo pienso un poco más y añado—: Bueno, todos menos Drew. Aparte de las bodas y los bautizos, no ha vuelto a pisar una iglesia por voluntad propia desde que éramos niños.

Dee se pone boca abajo y me apoya la barbilla en el pecho.

—Y ¿qué lo convirtió en la oveja negra? ¿Acaso se encontró tres seises tatuados en el cuero cabelludo o algo así?

Sonrío porque estoy convencido de que muchos de nuestros profesores opinaban lo mismo de él.

—No. Drew y Dios partieron peras cuando teníamos unos diez años. Fue cuando le diagnosticaron cáncer de pecho a Janey, la madre de Steven. Nuestros padres nos sentaron a todos, nos explicaron que estaba enferma, que estaba en tratamiento y que debíamos rezar todo lo que pudiéramos para que el tratamiento funcionara.

»Drew no se tomó muy bien la noticia. No comprendía por qué, con todos los imbéciles que había en el mundo, Dios había decidido provocarle a alguien tan bueno como Janey una enfermedad terminal. En fin, ella se sometió a quimioterapia y la enfermedad remitió. Pero cuando estábamos en el instituto, el cáncer volvió con fuerza y ella murió al cabo de pocos meses. Fue la primera muerte en mi círculo de allegados. Cuando nací, ya hacía muchos años que mis abuelos habían muerto. Mis tíos y mis tías aún están vivos, pero Janey murió con treinta y nueve años, edad que, incluso siendo un niño, me parecía muy joven.

Delores esboza una mueca de tristeza con empatía.

—Pero lo más gordo ocurrió en el funeral —prosigo—. George, el padre de Steven, estaba destrozado. Y, por desgracia, no tenía fuerzas para hacer nada. Steven tuvo que hacerlo todo. Fue él quien tomó las decisiones y quien hizo de anfitrión del velatorio que duró tres días. Tenía dieciséis años. Alexandra y él habían empezado a salir pocos meses antes de que Janey muriera.

Observo una bandada de tres gorriones volando en perfecta sincronía mientras prosigo con el viaje por mi memoria.

—Así que el día del funeral y el entierro hubo una visita anticipada sólo para la familia directa. Steven quería llegar el primero para pasar algún tiempo a solas con su madre. Drew y yo lo acompañamos para darle apoyo moral. Por aquel entonces, el sacerdote de la iglesia de St. Mary era el padre Gerald; era un cura asqueroso, de los de la vieja escuela y muy arrogante. No se le ocurrió nada mejor que entrar donde estábamos sentados y decirle a Steven que su madre había muerto porque no era pura, que si hubiera sido más devota, Dios la habría salvado. También dijo que su muerte era una señal de nuestra falta de fe. Que si hubiéramos creído más, Dios habría atendido nuestras plegarias.

Dee abre la boca de par en par.

—Qué horror. Y ¿qué dijo Steven?

—Nada. Estaba demasiado aturdido y apenado como para decir nada. Pero Drew..., a él nunca le han faltado las respuestas. Así que se levantó, se puso justo delante de la fea cara del padre George y le dijo: «Vete a la mierda, padre, tú y el burro al que te tiras cada noche. ¿No hay por ahí ningún monaguillo al que deberías estar emborrachando con vino para poder echar un polvo?».

Dee esboza una sonrisa.

—Cuanto más oigo hablar de Drew, más me gusta.

Asiento.

—El padre Gerald se puso casi violeta y estaba a punto de darle una buena bofetada a Drew cuando entraron John, Anne, George y mis padres. Así que Gerald se contuvo, pero sólo para intentar que expulsaran a Drew de la escuela al día siguiente. Dijo que, si no se disculpaba, haría que lo expulsaran. A pesar de que a John no le gustó lo que había dicho el sacerdote, le dijo a Drew que debía disculparse por haber sido tan irrespetuoso. Pero él no cedió, se negó a pedirle disculpas a ese «mierda asqueroso».

»Y entonces Anne empezó a llorar. No dejaba de gimotear preguntándose qué pasaría si expulsaban a Drew y qué era lo que había hecho mal. Y ahí fue cuando Drew acabó por transigir, porque no podía soportar hacer llorar a su madre.

»Le escribió una carta de disculpa al padre Gerald y pasó por todas las penitencias que le impuso aquel viejo bastardo. Ése es el motivo de que Drew sea capaz de citar la Biblia palabra por palabra, porque Gerald lo obligó a copiarla hasta la última coma cada día después de clase. Para cuando le levantaron el castigo, Drew estaba convencido de que el catolicismo era un fraude y que a Dios no le importábamos una mierda ninguno de nosotros.

Dee ladea la cabeza y me observa con atención. Y entonces me pregunta:

—Pero tú no piensas lo mismo...

—No. Yo fui a preguntarle a la hermana Beatrice si lo que había dicho el padre Gerald era cierto. Quería saber si Dios habría atendido a nuestras plegarias si hubiéramos tenido más fe.

—Y ¿qué te dijo? —pregunta Dee.

Y yo pongo mi mejor acento irlandés y contesto:

—Me dijo: «Matthew, chico, Dios contesta todas nuestras plegarias, pero a veces la respuesta es no».

Dee reflexiona un momento y entonces dice:

—Pues vaya mierda.

Sonrío.

—Es lo mismo que dije yo.

Entonces me pregunto en voz alta:

—Y ¿qué hay de ti? ¿Tuviste una educación religiosa?

—Sí, supongo que sí. Mi madre siempre ha sido muy espiritual. Lo probó todo. Un poco de mormonismo, un tiempo de protestante, pero no se casaba con nadie. Se interesó por la cábala antes de que Madonna la pusiera de moda. Hoy en día le va el budismo, a Tina Turner le fue muy bien.

Cuando volvemos a la moto ya está anocheciendo. Meto la manta doblada y la cámara en el baúl y el olor a perritos calientes recién hechos procedente de la acera se interna en mi nariz y hace rugir a mi estómago. Saco la cartera y le pregunto a Dee:

—¿Quieres uno?

Ella mira el carrito con horror y dice:

—Ah..., no. Prefiero cumplir los cincuenta, gracias.

Pido el mío con extra de picante y le contesto:

—Los perritos calientes de la calle son lo más neoyorquino que hay.

Aunque también se podría decir lo mismo de una porción de pizza.

—Los perritos calientes de la calle son infartos envueltos para llevar. ¿Sabes cuántos nitratos tiene eso?

—Ése es el motivo de que estén tan buenos. ¿Sabes?..., para ser una firme defensora del carpe diem, tienes un montón de prejuicios.

Entonces accede.

—Está bien, vale. —Se dirige al vendedor—:Póngame uno, por favor.

—¿Lo quieres con salsa picante? —le pregunto.

—Claro. Si vas, vas a por todas, ¿no?

Sonrío.

—Me gusta tu forma de pensar.

Nos quedamos junto a la moto comiéndonos los perritos. Cuando Dee acaba con el suyo, me doy cuenta de que tiene una gota de salsa en la barbilla. En lugar de decírselo, se la limpio con la lengua.

—Mmm... —Chasqueo los labios—. Está más buena sobre tu piel.

Ella se ríe. Es un sonido genial.

Nuestra última parada del día es el mercado de agricultores de Brooklyn. Dee no ha podido comprar todo lo que le habría gustado porque no habría cabido en el baúl de la Ducati, pero ha dicho que merecía la pena tener que volver esa misma semana si la causa era que había pasado el rato conmigo. La ayudo a llevar la compra hasta su casa y, cuando estoy a punto de pedirle que cene conmigo, me rodea el cuello con los brazos y me besa en la boca.

La cena puede esperar.

Dejo las bolsas en el suelo y busco su culo rápidamente. Agarro y masajeo sus pantalones negros, que, a pesar de ser finos, son una barrera molesta. Ella entierra las manos en mi pelo mientras la levanto y me rodea la cintura con las piernas para dar a mi durísima polla el contacto que tanto ansía. Le chupo el labio inferior mientras ella me masajea los hombros y noto la relajante calidez que emana de las yemas de sus dedos. Paseo los dientes por su mandíbula y me doy media vuelta agarrándola para empotrarla contra la nevera. Ella gime mientras nuestras caderas se frotan y se contonean.

Ambos jadeamos con fuerza y yo le mordisqueo el cuello. Entonces ella gime:

—Matthew... Matthew, necesito...

Mis labios se pasean por su piel caliente.

—Dios, yo también...

—Yo me...

Y entonces Dee se deshace de mi abrazo y me tira al suelo al pasar corriendo a toda prisa por mi lado en dirección al pasillo. Me quedo tumbado en el suelo respirando con dificultad e intentando comprender lo que acaba de ocurrir cuando el inconfundible sonido de un vómito llega a mis oídos procedente del baño.

Supongo que no os lo esperabais, ¿eh? Yo tampoco.

Mientras avanzo por el pasillo, se me revuelve el estómago, los sonidos del malestar de Dee me están poniendo malo. Me agarro al marco de la puerta.

—¿Estás bien?

Ella se sienta delante del lavabo tapándose la boca con un pañuelo de papel y cierra los ojos.

—¿A ti qué te parece, genio?

—Que no.

Gime de un modo nada atractivo.

—Tú y tus estúpidos perritos calientes con salsa picante. Creo que estaban en mal estado.

Yo contraataco como haría cualquier hombre acusado:

—No estaban malos, si hubieran estado malos, yo...

Pero ni siquiera puedo acabar la frase. Porque de repente me sube el calor a la cara, se me revuelve el estómago y me lanzo hacia la papelera que hay en la esquina del baño.

Cosa que hace vomitar más a Dee.

Entonces me acuerdo de la historia de CuloGrasa que cuenta el niño de la película Cuenta conmigo. Y probablemente me habría reído de toda la situación si no me hubiera encontrado tan mal.

Al final conseguimos meternos en la cama y nos tumbamos uno al lado del otro, yo completamente estirado y Dee en posición fetal.

—Esto es culpa tuya —gimotea.

—Tienes razón. Tienes mucha razón.

—Te odio. No, no es verdad; me gustas mucho. Creo que me estoy muriendo, Matthew.

—No te estás muriendo. Pero es posible que yo sí.

A pesar de que somos más fuertes que las mujeres, todo el mundo sabe que a los hombres las enfermedades nos afectan diez veces más que a ellas. Si no os lo creéis, preguntad a vuestros maridos o novios.

Dee abre el cajón de su mesilla de noche y la cama se mueve cuando saca algo de su interior.

—¿Qué haces? —rujo—. Deja de moverte.

Es la primera vez en mi vida que le digo eso a una chica.

—Le estoy escribiendo una nota a Katie para que haga que te detengan por homicidio imprudente si muero, a ti y al vendedor de perritos calientes, por cómplice.

—Eres una mujer muy fría, Delores.

—Es mejor que lo sepas ahora —dice ella acercándose a mí.

Yo dibujo círculos relajantes en su espalda hasta que se da la vuelta y me coge de la mano. Y seguimos en esa postura hasta que los dos nos quedamos dormidos.

9

Es increíble lo unido que uno puede sentirse a otra persona después de pasar por la tortura de una intoxicación alimentaria de veinticuatro horas. En circunstancias normales, se puede tardar meses o incluso años en llegar a compartir esta clase de intimidad. Ahora ya he visto la cara que pone Dee cuando se corre y la cara que pone cuando vomita.

El lunes por la mañana, los dos llamamos al trabajo para avisar de que estamos enfermos porque seguimos muy cansados. Nos duchamos por separado y yo me pongo unos pantalones de chándal de su primo. Normalmente me daría mal rollo usar los pantalones de otro tío sin ponerme calzoncillos, pero éstos están limpios y Dee los tenía bien doblados en el fondo del armario, así que la cantidad de tiempo que haya podido pasar desde que se los puso Warren los convierte en una prenda segura. Además, me da mucho asco la idea de volver a ponerme la ropa de anoche.

Delores está sentada a mi lado en el sofá. Tiene las zapatillas de conejito apoyadas en la mesita y lleva una bata violeta acolchada que en cualquier otra mujer estaría a años luz de ser una prenda sexi. Pero como sé que debajo no hay otra cosa más que suave piel desnuda, me parece erótico.

Voy cambiando los canales de la televisión mientras intentamos ponernos de acuerdo acerca de qué película podemos ver. El problema es que Delores tiene vagina, cosa que significa que sus gustos cinematográficos son entre terribles e inexistentes.

No me miréis así, sólo estoy apuntando algo que ya saben todos los hombres del mundo. El motivo de que películas como El paciente inglés y El discurso del rey hayan ganado Oscar es que las mujeres se ponen como cabras viendo a Ralph Fiennes y a Colin Firth. Ya sé que Braveheart ganó un montón de merecidas estatuillas, pero no fue por ser la película perfecta. ¿A alguien le suena Mel Gibson? Fin de mi alegato.

Dee defiende un terrible argumento típico de las mujeres:

—Me gustan las películas sobre la amistad verdadera, me hacen sentir poderosa. Thelma & Louise, Eternamente amigas, Magnolias de acero, ésa es la que más me gusta. Siempre me imagino que Kate y yo acabaremos siendo como Ouiser y Clairee cuando seamos viejas.

—¿Qué es una magnolia de acero? Es más, ¿qué narices es una ouiser?

Dee parece sorprendida y apenada a un mismo tiempo.

—¿No has visto Magnolias de acero? ¿Es que no eres humano? Fue una de las primeras películas de Julia Roberts.

Levanto la mano para objetar.

—No. Ni de coña pienso ver una película de Julia Roberts. Drew pasó por un año entero de Julia Roberts cuando era niño y aún no se ha recuperado. A día de hoy, todavía siguen saliendo de su boca citas de Pretty Woman de forma incontrolada. Me niego rotundamente.

—Y ¿qué vamos a ver entonces?

Voy bajando por la lista de películas hasta que encuentro un peliculón.

Conan el Bárbaro. Es la mayor historia de amor jamás contada.

Dee arruga la nariz.

—Normalmente no me importaría pasar un rato viendo a Schwarzenegger, pero ahora mismo no me apetece. Vamos a ver Magnolias de acero.

Yo niego con la cabeza.

—No. Serán dos horas de mi vida que jamás recuperaré.

Delores se pone de rodillas y se sienta sobre sus pies. En su rostro aparece una taimada y persuasiva sonrisa, gesto que empiezo a reconocer como una señal de que está de humor para el asunto. Se inclina sobre mí y yo echo la cabeza hacia atrás para no perder el contacto visual.

—¿Te encuentras mejor, Matthew? Porque yo me encuentro mucho mejor.

Hago un rápido chequeo mental de mis facultades.

—Sí, estoy bien.

La sonrisa de Dee se acentúa y adquiere un aire más sugestivo.

—Entonces hagamos una apuesta. El que consiga que el otro se corra más rápido puede elegir la película. ¿Qué me dices?

Tengo clarísimo cuál es el motivo de que Delores sea tan buena química: tiene una mente increíblemente innovadora.

Me paso los dientes por el labio inferior mientras reflexiono.

—Te digo que ésta es una apuesta que voy a disfrutar mucho ganando.

Ella se echa hacia atrás y comienza a abrirse la bata muy despacio.

—No tanto como voy a disfrutar yo consiguiendo que pierdas.

Ha estado muy reñido. Si esto fuera el NASCAR, sería una foto finish con pocos segundos de diferencia. Pero al final ha ganado Dee. Ella es quien se ha ganado el derecho a elegir la película. Aunque tampoco es que la derrota me haya dado por echarme a llorar. Si tienes que perder una apuesta, ésta es la mejor forma de hacerlo.

En fin, ya hace un buen rato que ha empezado Magnolias de acero. Y sólo ha hecho que reforzar mi opinión sobre las mujeres y las películas, porque en ésta no pasa nada. Empieza con una boda y ahora parece que Julia Roberts va a morir. Aparte de eso, sólo ha salido un grupo de mujeres hablando, yendo a la peluquería y hablando un poco más.

Dee está sentada junto a mí y mira la pantalla embelesada mientras la mujer de Los Caraduras —la madre de Julia Roberts— empieza a hablar con sus amigas en el cementerio. Dee ya tiene la nariz roja y los ojos llorosos. Vuelvo a concentrarme en la película justo cuando la mujer empieza a gritar y a preguntar por qué su nieto no llegará a saber nunca lo mucho que lo quería su madre.

Y de repente empiezo a pensar en Mackenzie y, Dios no lo quiera, en cómo se sentiría si le pasara algo a Alexandra. Quién se lo diría, en todo lo que se perdería. Steven es un tipo estupendo, un padre genial, pero una madre..., y en especial una madre como Alexandra, esa clase de amor es diferente. Es más intenso.

Irremplazable.

Y aunque el apartamento de Dee no parece sucio, me parece que se me ha metido alguna mota de polvo en los ojos. Me los froto para aliviar la irritación.

Y sorbo por la nariz. Malditas alergias.

—¿Estás llorando? —me pregunta Dee con sorpresa y risa en la voz.

Me giro hacia ella disgustado.

—Claro que no.

Entonces vuelvo a mirar la pantalla de televisión, donde la pobre y desconsolada madre de Julia Roberts está gritando que está bien cuando es evidente que no lo está y hablando de todas las cosas que puede hacer y que su hija ya no podrá.

Cielo santo, esto es deprimente.

—¡Esto es muy triste! —espeto gesticulando en dirección a la televisión—. ¿Cómo puedes ver esta mierda y no sentir ganas de volarte la tapa de los sesos con una escopeta de calibre doce?

Dee se tapa la boca con las manos y ríe pegada a ellas.

—El hecho de que consiga hacerme llorar es uno de los motivos por los que me gusta tanto.

¿Habéis oído eso? Eso es lo mismo que decir que me encanta la mesa que mis padres tienen en el vestíbulo porque me tropiezo con ella cada vez que paso por allí descalzo.

—¿Por qué?

Se encoge de hombros.

—A veces sienta bien llorar un poco. Es liberador. ¿Nunca has llorado viendo una película?

Me ofende el mero hecho de que sienta la necesidad de preguntarme eso.

Empiezo a negar con la cabeza, pero de repente me asalta un recuerdo y me detengo.

Rocky III. Lloré viendo Rocky III, pero no cuenta. Si hay alguien que no se emocione cuando muere Mickey, es un desalmado.

Dee se encoge de hombros.

—Me tomas el pelo —exclamo—. ¿No has visto Depredador? —Ella niega con la cabeza—. ¿Rescate en Nueva York? —Otra negativa—. ¿Los amos de la noche?

—No.

Entonces me asalta una idea.

—Espera un momento. Tu primo se crio contigo y con tu madre, ¿verdad?

—Sí, desde que yo tenía unos seis años.

—Entonces había un chico en tu casa; ¿cómo es posible que no hayas visto ninguno de esos clásicos? —pregunto, aunque estoy bastante seguro de que ya sé la respuesta.

Dee se encoge de hombros.

—A Billy nunca le importó ver lo que yo proponía.

Lo sabía. Y es justo en ese momento cuando decido acoger a ese pobre y reprimido hombre bajo mi ala.

El lunes por la noche, ya me encuentro lo bastante bien como para volver a mi apartamento. Quizá estéis pensando que después de estar dos días fuera lo echaré de menos, que me alegraré de volver. Pero está demasiado tranquilo. Es incluso aburrido.

Me pongo a revelar las fotos que hice en el parque con Dee. Y mientras espero en el cuarto oscuro, pienso en la última vez que estuve en él. Con ella. Su húmeda boca, las suaves caricias de su lengua, la forma en que se le hundían las mejillas cuando me la chupaba hasta dejarme seco.

Y mientras mi pobre memoria enloquece, a duras penas soy capaz de soportar la necesidad de enchochado total que me asalta de llamar a Delores para suplicarle que venga a verme. Al final consigo controlarme, pero sólo porque ya hemos hecho planes para vernos el miércoles por la noche.

Aunque, tal como yo lo veo, falta una eternidad para que llegue ese momento.

La tarde del miércoles quedo con Alexandra para comer en el centro.

Como hace bueno, elegimos una mesa de la terraza. Le doy un bocado a mi hamburguesa mientras Alexandra picotea su ensalada con gambas a la plancha. Y entonces le digo:

—He conocido a alguien.

Como crecí con Drew, Lexi siempre ha sido como una hermana mayor para mí, pero el hecho de no compartir la carga genética ni haber tenido que vivir juntos permite que nuestra relación sea mucho menos polémica que la que mantiene con su hermano. Ella se preocupa por mí, pero no me hace de madre como hace con Drew. Se enfada cuando meto la pata, pero no se siente responsable de ello. A mí me parece que tengo lo mejor de ambos mundos: todas las ventajas de una hermana mayor sin los daños colaterales derivados de su faceta de grano en el culo.

—Por lo que tengo entendido, tú y mi hermano «conocéis» a muchas mujeres.

Sonrío.

—Ésta me gusta.

Asiente.

—Como iba diciendo, a ti y a Drew os «gustan» un montón de pobres e inocentes chicas. ¿Por qué ésta es tan especial?

—Porque ésta «me gusta gusta».

Alexandra abre sus ojos azules.

—Vaya. Una referencia a «Aquellos maravillosos años». La cosa debe de ir en serio. Cuéntamelo.

Mis avergonzados ojos se posan sobre la hamburguesa.

—Se llama Delores.

—Qué nombre tan raro.

—Es distinta de las demás.

Lexi intenta sonsacarme más detalles.

—¿Es distinta porque tiene tres tetas?

Me río.

—No. Aunque, sólo para que conste, si fuera el caso no le quitaría puntos. Es... divertida. Me lo paso muy bien hablando con ella, ¿sabes? Dice que no le gustan las relaciones, pero tengo la esperanza de conseguir que cambie de opinión. No había vuelto a sentirme así desde...

Alexandra levanta la palma de la mano.

—No. No te atrevas a mencionar siquiera el nombre de esa guarra. Estoy comiendo.

—Como quieras. No sé si esto irá a alguna parte, pero...

Pero no consigo acabar la frase. Porque una ráfaga de helado líquido rojo me baña la cara.

Sabe a cereza.

—¡Hijo de puta mentiroso!

Me limpio la cara y me quito el líquido de las pestañas. Cuando mi visión se aclara, veo a Delores parada en la acera con un vaso —ahora vacío— de granizado en la mano.

Que también me tira a la puta cabeza.

—¡Todo ese rollo de no salir con otras personas!... ¡Dijiste que íbamos a ser follamigos exclusivos! ¡Me habrías gustado si hubieras sido sincero conmigo! Lo sabía. ¡Sabía que eras otro falso bastardo que no quiere compartir sus juguetes sexuales pero que no tiene ningún problema en jugar con otros por su cuenta!

Cuando Delores acaba su discurso, Alexandra y yo ya estamos de pie. Y yo no tengo ni idea de lo que está pasando.

Intento hablar:

—Delores...

Pero ella me interrumpe:

—¡Cuatro días! Hace cuatro días que me dijiste que no estabas interesado en follar con nadie más y te encuentro aquí con... con...

Lexi le tiende la mano para estrechársela.

—Alexandra Reinhart.

La incendiaria mirada de Dee se posa sobre Lexi. Pero entonces se pregunta en voz alta:

—Reinhart. ¿De qué me suena ese nombre?

Me deja contestar. Por fin.

—Es la madre de Mackenzie.

Si miráis con atención, quizá podáis ver nuestra anterior conversación reproduciéndose en los ojos de Delores.

—Mackenzie... ¿la pseudosobrina? —Vuelve la cabeza completamente hacia mí—. Eso significa que ella es...

—La chica con la que crecí, sí. La hermana de Drew.

Alexandra me releva.

—La hermana de Drew, la esposa de Steven, hija de John y de Anne. Tengo muchos títulos. Y hay uno en particular que está a punto de adquirir sentido.

En momentos como éste, sospecho que Alexandra sabe lo de su apodo. Y me asusta.

Mucho.

Alexandra no deja de mirar a Dee, pero me dice:

—Ya veo a qué te refieres cuando dices que es diferente. —Y entonces se dirige a Delores—: Tú debes de ser Delores. Justamente Matthew me estaba hablando de ti. Me encantaría decirte que es un placer conocerte, pero esta semana ya he cubierto mi cupo de gilipolleces.

Alexandra se pasea alrededor de Dee como si fuera un tiburón valorando el estado de una foca herida.

—¿Sabes, Delores?, mi madre siempre me decía que, aunque se supone que un hombre nunca debe pegarle a una mujer, yo no debía aprovecharme de eso. Que jamás debía actuar sin esperar la misma y merecida reacción.

Dee se cruza de brazos y aguanta con obstinación el peso de la mirada desaprobadora de Lexi.

—Matthew ya te ha contado la clase de relación que tenemos. Es como un segundo hermano para mí. Y él es el mejor de los dos. Deberías recordarlo cuando vuelvas a tener ganas de tirarle un té helado por encima.

Dee cede sólo un poco. Agacha la cabeza y murmura a la defensiva:

—Era un granizado.

Alexandra chasquea los dedos en mi dirección.

—Dame la camisa y la chaqueta.

Me quito la corbata, le doy las prendas de ropa que me ha pedido y me quedo de pie en la acera en camiseta interior y pantalones grises. Dee alarga el brazo en dirección a la ropa manchada que Lexi tiene entre las manos.

—Yo pagaré la tintorería.

Alexandra pone los ojos en blanco.

—En la tintorería no quitarán estas manchas. Por suerte, yo tengo una pasta casera que debería funcionar. —Se vuelve hacia mí y añade—: Puedes pasar a recogerlo el domingo.

Me posa las manos en los hombros y me da un beso en la mejilla mientras me limpia un poco más de granizado de la oreja con una servilleta.

—Tengo que irme. Buena suerte; la necesitarás.

Antes de que Alexandra se marche, Dee le dice:

—Espero que la próxima vez que nos veamos sea en mejores circunstancias.

Y Alexandra le contesta:

—Dudo mucho que volvamos a vernos. Matthew es bueno, no estúpido.

Entonces coge el bolso y se marcha.

Dee y yo miramos cómo se va.

Casi como si hablara para sí, Dee pregunta:

—¿Siempre es así de desagradable?

Sonrío.

—Lexi es así. —Luego me paso la mano por el pelo pegajoso y acartonado—. ¿A qué coño ha venido esto, Dee?

Ella vuelve a cruzarse de brazos y balbucea:

—No pienso disculparme. Ha sido un error comprensible. Ya te dije que esto no se me da bien. Y, por lo visto, la lío incluso con los follamigos. He salido a comer, estaba dando una vuelta y cuando te he visto no me lo podía creer. ¿Qué otra cosa iba a pensar? Si quieres mandarme a paseo, es decisión tuya, pero no lo lamento.

La cojo de los hombros, agacho la cabeza y la hago callar con un beso. Luego le digo:

—No voy a mandarte a paseo. Y no tienes por qué disculparte.

Lo sé, lo sé: «¿Estás loco, Matthew?». No, no estoy loco. Lo que pasa es que no me importa que una chica sea apasionada. Y tampoco me preocupa que sea un poco posesiva. Además, como bien explicaba Barney Stinson, Delores está lo bastante buena como para hacer las locuras que quiera sin que la eche de la cama.

Por supuesto, eso no significa que vaya a dejar que escape sin vengarme. Así pues, la aplasto contra mí y le froto la cabeza por la cara y por el pelo. Para esparcir el amor y la mayor cantidad de granizado que pueda.

—¡Ah! —grita. Luego se ríe y me pega en la espalda.

Al rato, me separo de ella y le digo:

—Bueno, ahora ya estamos en paz. —Le doy un rápido beso en los labios—. Me voy a casa a darme una ducha. —Y entonces tengo una idea alucinante—: ¿Te apuntas?

Ella sonríe mientras se limpia la mejilla pegajosa.

—Tengo que volver al trabajo.

Asiento.

—Pero ¿te veré esta noche?

—Claro.

Cuando se aleja me doy cuenta de que lleva una bata de laboratorio de color blanco encima de un vestido de piel negra, medias púrpuras y botas de piel de tacón alto. La llamo:

—Eh, Dee.

Ella se vuelve.

—Tráete la bata esta noche. Y también un par de gafas de protección si tienes.

Quizá penséis que hace muy poco que nos conocemos para montar una escenita, pero os contaré un secreto: nunca es demasiado pronto para las escenitas.

10

Las noches siguientes, Delores y yo pasamos mucho tiempo juntos. Quedamos para ir a bailar pero no llegamos a salir de casa, empezamos a ver películas y nos perdemos el final, y disfrutamos de largas horas de sexo sudoroso, la clase de sexo que te hace sentir sucio cuando terminas pero al mismo tiempo te mueres por repetir.

Y, sorprendentemente, también hablamos. En la cama o en la mesa.

Encima de la mesa.

Dee es muy habladora. Le gusta compartir y contar cosas. También tiene teorías sobre casi todo que uno pueda imaginar. A pesar de que sus teorías son entretenidas, algunas son bastante alocadas. Por ejemplo, ésta:

—John Hughes era un cerdo sexista.

—¿Cómo lo sabes?

—Mira El club de los cinco. Los hombres están representados mediante cinco estereotipos básicos: el atleta, el delincuente, el empollón, el profesor capullo y el conserje enrollado. ¿Y las chicas? Sólo dos. La reina de la belleza y la loca. Dando el mensaje subliminal a generaciones de chicas adolescentes de que pueden ser guapas o estar locas, pero no pueden ser las dos cosas. Porque, al final, cuando la chica loca se vuelve guapa ya no está loca. Es una mierda. Voy a poner una queja contra esa película.

O esta otra:

—Los microondas son malos, yo nunca tendré uno.

—Vale.

—Se puede fechar el origen del aumento de las enfermedades infantiles, las alergias y los retrasos del desarrollo en el momento en que los microondas comenzaron a ser un electrodoméstico habitual en los hogares. Es un maltrato malintencionado de la confianza del consumidor. Pero es mejor callarse. La industria tiene oídos y ojos por todas partes y no hay lugar al que no sean capaces de llegar para ocultarlo.

—Mis labios están sellados.

Y luego tenemos esta pequeña joya:

—¿Tú te crees eso de que los egipcios construyeron las pirámides?

—Claro, está muy bien documentado.

—Oh, pobre ingenuo. Y ¿cómo fueron capaces de mover piedras del tamaño de casas? ¿Cómo pudieron construir túneles y cámaras subterráneas dotadas de estructuras firmes sin equipos de ingeniería? O ¿cómo consiguieron dar forma y cortar los bloques de piedra en precisos ángulos idénticos?

—Y, si no fueron los egipcios, ¿quién lo hizo?

—Los extraterrestres.

—¿Los extraterrestres?

—Claro. Hay millones de pruebas que certifican que los extraterrestres llevan siglos visitando la Tierra, pero no te enteras.

Pues no. Y no quiero enterarme. Esta última teoría es demasiado rara —y creíble— para mí.

El sábado por la mañana me despierta el ruido de agua procedente de la ducha. Y el chirriante eco de la voz de Delores cantando en su interior. Es probable que I Knew You Were Trouble de Taylor Swift sea la canción más molesta que se ha escrito jamás. Pero escuchar la terrible versión de Delores me hace reír.

Como nunca he sido de los que dejan pasar una buena oportunidad —en especial las que se presentan de buena mañana—, cojo un preservativo de la mesilla de noche, me levanto de la cama y entro en el baño.

...trouble..., ah..., ah... —Tiene los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás para aclarar su larga melena bajo el chorro de agua—. Ah...

Me meto en la ducha y no pierdo ni un segundo en atacar el suculento pezón de Dee, que ya está erecto y orgulloso. Ella no se asusta. Tampoco chilla. Su gritón «Ah» se transforma en un gemido sofocado que alarga al mismo tiempo que deja resbalar las manos por mis omóplatos para acercarme más a ella.

Me gusta que sepa que soy yo sin necesidad de abrir los ojos.

Soy consciente de que la probabilidad de que haya otro hombre rendido a la tentación de sus preciosos pechos en este lugar es muy baja, por no decir nula. Lo que quiero decir es que ella conoce mis caricias, mis sonidos, mis movimientos. Nos hemos acostumbrado el uno al otro, hemos encajado de la forma más alucinante posible. Ahora ya sé que le gusta que le tiren lo justo del pelo cuando está a punto de correrse. Y ella sabe que me vuelve loco ver cómo se toca el piercing del pezón o que pasee la lengua por mis abdominales.

Cuando empieza a frotarse y a retorcerse contra mí, suelto su pecho y devoro sus labios deslizando la boca contra la suya y metiendo la lengua en el interior de su calidez. Me pongo el condón con habilidad sin dejar de besarla. Luego le rodeo la cintura con el brazo y la levanto contra mí sin mucho esfuerzo.

Sus piernas encuentran su espacio natural alrededor de mis caderas. Con la polla en la mano, arrastro el glande por su sexo y, a pesar de la calidez del agua que resbala a nuestro alrededor, puedo sentir lo caliente y dispuesta que está.

Me interno completamente en ella y pego su espalda a las baldosas de la pared. Ella separa la boca de la mía y gime. Cuando comienzo a moverme, Dee deja caer la cabeza hacia atrás para sentir mis fuertes y deliberadas embestidas que la llenan por completo. Jadeo contra su mejilla. Ella me muerde el hombro y yo rujo.

Me estrecha más fuerte con las piernas y yo me muevo más deprisa. Quiero internarme más. Con más fuerza. Más.

Siempre más.

Ella gime:

—Me encanta tu polla. Es perfecta. —Se retuerce contra mí contoneándose al ritmo de los movimientos de mis caderas—. Fóllame, Matthew. Fóllame con tu polla perfecta.

Sus palabras me excitan más y me la ponen más dura aún.

Siento el pálpito de sus músculos que empiezan a contraerse a mi alrededor, apretándome, provocando que cada nueva embestida de mis caderas sea más intensa y placentera. Aumento un poco más el ritmo porque quiero que lleguemos juntos al orgasmo.

Mientras yo me interno más y más profundamente, ella tiene la espalda completamente pegada a la pared: no queda ni un centímetro de espacio entre nuestros cuerpos. Y entonces me aprieta y me succiona hacia adentro mientras se corre dejando escapar un agudo quejido. Y yo me uno a ella y grito su nombre al tiempo que cada uno de los nervios de mi cuerpo explota en eufórico frenesí.

Dee vuelve a besarme, esta vez más despacio, casi con ternura. No tengo ninguna prisa por soltarla. Entierro la cara en la curva de su cuello muy contento de quedarme ahí con ella. Si pudiera, estaría así todo el día.

Dee me acaricia la oreja con los labios y susurra:

—Buenos días.

—Ya lo creo.

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