Control

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Luego nos quitaremos los zapatos, bajaremos a la playa y nos acercaremos al agua para observar las olas bajo la luz de la luna sin mojarnos. Hará frío, ella se apoyará en mí y yo le rodearé los hombros con el brazo para darle calor. Y allí, con el rugido de las olas de fondo, se lo diré.

Le diré que ha cambiado mi vida. Que quiero compartir el resto de mis días con ella. Que ya nada es ni parece igual que hace cuatro semanas, por ella, porque su presencia ha hecho que todo sea mucho mejor. No creo que se asuste, aunque sé que existe la posibilidad. Si ocurre le diré que no tiene por qué contestar. Tengo mucha paciencia. Esperaré.

Y entonces nos enrollaremos y será alucinante. El sexo en la playa no es como se cuenta por ahí. La arena no es precisamente amiga de los genitales. Pero si Dee quiere hacerlo, os aseguro que no seré yo quien se niegue.

Cuando oigo que la puerta de mi apartamento se abre, me miro el pelo en el espejo del baño. Todo bien. Luego entro sonriendo al salón hasta que veo la cara de Delores.

Está furiosa. En su rostro se adivina la ira clásica, la que se expresa apretando los dientes, caminando con gesto nervioso de un lado a otro y resoplando. Las palabras salen de su boca como una ráfaga de balas. Y yo estoy justo en su trayectoria.

—¡Tu amigo es un capullo! Y quiero que me digas dónde puedo encontrarlo.

—¿Qué amigo?

—Drew voy-a-cortarle-la-polla-y-hacérsela-tragar Evans.

Me río a pesar de saber que no debería.

—Tranquila, Lorena Bobbitt. Relájate.

«Relájate.» ¿En qué narices estaré pensando? Decir esa palabra es como verter agua en una sartén llena de aceite. Es la segunda forma más segura de cabrear a una mujer que ya está enfadada. Evidentemente, la primera es preguntarle si tiene la regla.

—¿Que me relaje? ¿Quieres que me relaje? —grita Dee.

—¿Qué narices te pasa?

—Lo que me pasa, maldito insensible, es que acabo de salir del apartamento de Kate. Está hecha polvo, completamente destrozada. Porque tu colega, Drew, la sedujo y luego la trató como a una puta a la que ni siquiera iba a molestarse en pagar.

Yo ya sabía que a Drew le gustaba Kate, pero no puedo reprimir la sorpresa que me tiñe la voz cuando digo:

—¿Drew y Kate se han enrollado?

Delores se cruza de brazos.

—Ya lo creo que sí. Él ha estado apoyándola y siendo amable con ella desde que rompió con Billy. Le hizo creer que le importaba. Kate ha pasado el fin de semana en su apartamento. Y esta mañana, cuando han llegado al despacho, básicamente le ha dicho que era un desastre en la cama y que no merecía ni un segundo intento.

Me llevo los dedos a la frente y trato de digerir la información que me está dando Dee, pero nada de lo que dice tiene sentido. Drew no lleva mujeres a su casa, a ninguna mujer. Drew nunca se acuesta dos veces con la misma chica, por lo menos no si recuerda que ya se la ha tirado. Y eso de pasar el fin de semana con una chica... Ni de coña.

—¿Estás segura de que Kate ha dicho que ha sido Drew? —pregunto.

—¡La ha llamado proyecto, Matthew! Un proyecto con el que ya ha acabado. Y yo voy a hacer un proyecto con su cara. Kate es la mejor persona que conozco. Tiene imagen de chica dura, pero por dentro es frágil y vulnerable. Drew no tiene ningún derecho a tratarla así.

Veo asomar el dolor por debajo de la ira de Dee. Está sufriendo porque su amiga lo está pasando mal. Me acerco a ella para tocarla, para apoyarla y tratar de tranquilizarla, pero ella da un paso atrás.

Levanto las manos en señal de rendición e intento razonar con ella.

—Drew no es tan capullo, Dee. Él respeta mucho a las mujeres, a su manera. Le gusta pasarlo bien, sin rencores. No disfruta haciendo sentir mal a las chicas. Y nunca dejaría de ser como es para herir a alguien, especialmente a Kate.

—¡Pues lo ha hecho!

Yo niego con la cabeza.

—Kate debe de haberlo malinterpretado.

Dee se queda mirándome fijamente un momento. Me mira de arriba abajo como si me estuviera viendo por primera vez. Y entonces su expresión deja de reflejar enfado para adoptar una fría incredulidad.

Y su voz se convierte en un áspero susurro.

—¿Lo estás defendiendo?

—Es mi mejor amigo. ¡Claro que lo estoy defendiendo!

Ella levanta la barbilla con rapidez, casi como si hubiera encajado un gancho. Y entonces sisea:

—¡Pues que te jodan a ti también!

—¿Disculpa?

—Si no te parece mal lo que ha hecho, entonces no eres la persona que creía que eras. Ni siquiera te acercas.

Y le grito:

—¿Me estás hablando en serio?

—¡Sí! Soy una imbécil. Y pensar que me he dejado engañar... No debería haber permitido que las cosas llegaran tan lejos. Hemos acabado, Matthew. No vayas a mi casa, ¡no me llames! ¡Será mejor que tú y el capullo de tu amigo os mantengáis alejados de nosotras!

Sus palabras me golpean como un mazo directo al estómago. Me retuercen por dentro. Me duelen. Y me vuelven loco. Dee sigue gritando, pero yo ya no la estoy escuchando. Lo único en lo que puedo pensar es en lo tonto que he sido.

Ciego.

Otra vez.

Es tan deprimente que resulta incluso gracioso, irónico. Dee me dijo, y más de una vez, que no podía hacer esto. Que sus relaciones nunca tenían un final feliz. Pero yo no la escuché. Yo oí lo que quise interpretar y creí que la haría cambiar de idea. Pensé que, si era lo bastante encantador, lo suficientemente hábil, ella terminaría viendo lo mismo que yo, que se daría cuenta de lo bien que podíamos estar juntos.

Menudo imbécil.

En realidad, no es muy distinta de Rosaline. Quizá las banderas rojas no ondearan por el mismo motivo, pero estaban ahí. Y yo las ignoré.

—¡Maldita sea!

Le doy una patada a la mesita, pero no se rompe. Así que vuelvo a golpearla hasta que se parte. La pata se quiebra y, cuando el cristal se hace añicos contra el suelo, Dee se calla en seco.

Da dos pasos atrás con aire precavido, casi temerosa de haberme presionado demasiado. Y yo me odio por haber hecho que me mire de esa forma. Pero estoy demasiado cabreado y demasiado decepcionado con ella para detenerme. Así que le espeto:

—¿Y tú dices que Kate da imagen de chica dura pero es vulnerable por dentro? ¿Por qué no te miras al espejo, Dee? Estás aterrorizada, no eres más que una niña muerta de miedo. Prefieres estar sola y convencerte a ti misma de que es tu elección antes de darle una oportunidad a algo que podría ser mejor. Algo que podría haber sido alucinante. ¡Yo me he volcado contigo! ¡Llevo semanas andando de puntillas para no asustarte! Y ¿adónde me ha llevado eso? ¡A ninguna parte! ¿Crees que has acabado conmigo? ¡Yo sí que he acabado! Porque esto no vale la pena.

Ella se cruza de brazos guardando la compostura. Y ya no parece enfadada, sino triste.

Inspiro y me paso la mano por el pelo. Y me río de mí mismo porque soy un idiota, soy patético.

—Tenía toda la tarde planeada. Iba a llevarte a la feria para conseguirte un oso de peluche. Iba a decirte que creo que eres la mujer más increíble, preciosa y fantástica que he conocido en mi vida. Y también iba a decirte que estoy completamente enamorado de ti. Pero ahora... ahora ya no puedo decirte ninguna de esas cosas. —Niego con la cabeza—. Porque tú sólo estás esperando, buscando un motivo, porque no puedo amar a alguien que tiene tantas ganas de salir corriendo.

Dee me contesta con un tono de voz bajo y más suave:

—Te lo advertí. Te advertí que esto no se me daba bien.

Mi voz suena áspera.

—Sí, bueno, pues supongo que ya te he entendido.

Miro sus ojos color miel. Unos ojos que siempre me han dicho tanto sin necesidad de palabras. Y le doy la espalda.

—Vete, Dee. Márchate. Es lo que has querido hacer desde el primer día.

La oigo respirar. Esperar. Y entonces oigo el ruido de sus pasos. Se detienen junto a la puerta y, por un maravilloso y terrible momento, pienso que quizá haya cambiado de opinión.

Hasta que susurra:

—Adiós, Matthew.

No le contesto y no me doy la vuelta hasta que oigo cómo se cierra la puerta.

17

—¡Joder!

Cuando Dee se marcha, me paso treinta minutos maldiciendo, paseando de un lado a otro y pateando objetos por mi apartamento. Estoy cabreado con todo el mundo.

—¡Mierda!

Estoy enfadado conmigo mismo por haber dejado que las cosas hayan llegado tan lejos, incluso por haberme encoñado de Dee desde un primer momento. Mi autoflagelación es apasionada y variada y no tiene mucho sentido, ni siquiera para mí.

Estoy furioso con Delores por no confiar en mí, porque ni siquiera se ha molestado en intentarlo. Por no pensar que vale la pena arriesgarse por lo que tenemos. Por haber pensado siquiera que soy un riesgo para ella cuando he hecho todo lo posible por demostrarle que no lo soy.

Y estoy muy cabreado con Drew, pero aún no estoy muy seguro del motivo. Quizá haya tratado a Kate como afirmaba Dee. Y, si lo ha hecho, ha sido una gilipollez. Una tontería que me ha salpicado injustamente. Y también me cabrea bastante saber que se ha acostado con Kate y ha quebrantado su preciosa y estúpida regla que se había impuesto por un motivo. Este motivo. Porque, igual que pasa con los terroristas que se inmolan, sus acciones tienen dolorosas consecuencias para todos los que lo rodean.

Pero, por encima de todo, me cabrea que Drew no coja el puto teléfono para que pueda averiguar qué narices ha pasado.

—¡Maldita sea!

Los hombres no somos muy habladores. El teléfono no es una necesidad para nosotros a menos que queramos saber dónde quedamos o los últimos resultados de un partido de béisbol. Sin embargo, ahora mismo necesito hablar con él. Y está desaparecido. Llamo a Erin, su secretaria, que sigue en el despacho. Me informa de que esta tarde se ha ido a casa porque se encontraba mal y que probablemente tenga la gripe.

Estupendo.

A la mierda. Dejo el teléfono, cojo las llaves y me voy a su apartamento para oír la verdad directamente de boca de ese imbécil.

Pero cuando llego no me contesta.

Golpeo la puerta por tercera o decimotercera vez.

—¡Drew! ¡Abre la puta puerta! ¿Qué coño ha pasado hoy? ¡Drew!

Nada. Me quedo en silencio y escucho en busca de alguna señal de vida dentro del apartamento, pero sólo percibo silencio. Ni siquiera oigo el ruido de unos pasos ni el quejido de los muelles del sofá. Hay muchas probabilidades de que ni siquiera esté en casa. Y eso significa que, de momento, sigo sin suerte.

Inspiro hondo y salgo del edificio. Me subo a la moto y conduzco, rápido y con agresividad. Probablemente no sea la mejor idea en estos momentos, pero me da igual. Me meto en el túnel y entro en la autopista de peaje, donde hay muy poco tráfico.

Y ahí es donde acelero a fondo. El viento sopla tan frío y áspero que se me entumece la cara. Pero eso es bueno. Porque no sentir nada es mucho mejor que sentir la pérdida de lo que teníamos Dee y yo, de todo lo que podríamos haber tenido.

Conduzco durante horas intentando dejarlo todo atrás, intentando olvidar lo que ha ocurrido hoy y las cuatro semanas anteriores.

Dejo la moto en el parking y me bajo todavía congelado del viaje. No creía que seguiría deseando que Delores estuviera allí, esperándome. Que querría que me dijera que se ha dado cuenta de que ha cometido un terrible error y que seguiría albergando la esperanza de que se presentara en mi puerta a suplicarme y disculparse. En especial a suplicar.

Sin embargo, cuando llego a la puerta de mi apartamento y compruebo que ella no está, enseguida me doy cuenta de que es exactamente lo que estoy esperando.

Y la decepción es devastadora.

La desilusión aumenta cuando miro la lista de llamadas perdidas del teléfono y veo que ninguna es de Dee.

Pero no me siento tentado de llamarla.

Estoy frustrado y la echo de menos, mas no voy a llamarla. No voy a ir tras ella. Esta vez no. En realidad, no pienso hacerlo nunca más.

Drew tampoco me ha devuelto las llamadas. Estoy deseando llegar al trabajo al día siguiente para poder verlo, para que me lo cuente todo y con suerte poder darle un buen puñetazo en esa estúpida cara que tiene. Unos golpes entre amigos no tienen mucha importancia.

Me salto la cena; no tengo hambre. Sólo me doy una ducha y me dejo caer, desnudo y mojado, sobre la cama. Y cuando mi cara se entierra en la almohada, la huelo. La fragancia de su piel, de su pelo... Es un olor dulce y aromático, manzanas y canela, diferente.

Y me provoca un dolor en el pecho.

En lugar de levantarme y dormir en el sofá como probablemente debería hacer, me abrazo a la almohada y me envuelvo en las sábanas para rodearme del recuerdo de Dee hasta que me quedo dormido.

Es bastante patético, ¿no?

Sí, yo también lo creo.

El martes por la mañana tengo que arrastrar mi culo hasta el despacho a pesar de haber dormido como un tronco. Estoy de mal humor, hecho un desastre, y me siento como una mierda. Una vez allí, me cuentan el espectáculo que Billy Warren montó para Kate en el vestíbulo y me pregunto si habrán vuelto. En la clasificación de gestos memorables, hay pocas cosas que superen una serenata pública y un vestíbulo lleno de flores. Pero si Kate ha vuelto con Billy, ¿por qué iba a importarle lo que Drew sienta o piense de ella?

No dejo de esperar a que llegue Drew durante todo un día asqueroso. Sin embargo, no aparece. Y me pregunto si estará enfermo de verdad. O si lo que pasara entre él y Kate, y la posibilidad de que ella volviera con su ex justo después, lo habrá dejado más hecho polvo de lo que pretende mostrar.

Me paso todo el tiempo preguntándome esas cosas para no tener que pensar en Dee. Pero al final mi mente logra encontrar la manera de deslizar algunos pensamientos sobre ella en el interior de mi cerebro.

Abundantes y dolorosos recuerdos.

Me pregunto dónde estará y lo que estará sintiendo, si existirá alguna posibilidad de que lo esté pasando tan mal como yo.

Erin nos reúne a Steven, a Jack O’Shay y a mí y nos pide que cubramos a Drew hasta que vuelva. Sus clientes son el vivo reflejo de sí mismo, y son una panda de mimados con tendencia a dramatizar cuando no lo tienen cerca para darles la manita. Me quedo con un par de sus clientes porque, aunque en este momento creo que es un mierda, no voy a dejar que su carrera se vaya a pique por eso.

La carga de trabajo extraordinaria hace que el día pase más deprisa y, antes de darme cuenta, ya es hora de salir. A pesar de sentirme como una mierda, me voy al gimnasio, me someto a una sesión brutal de ejercicios y peleo unos cuantos asaltos.

Porque esto es lo que hacen los hombres cuando se sienten mal: o bien se castigan a sí mismos o —como el típico jefe toca narices que necesita desesperadamente echar un polvo— putean a todas las personas que tienen a su alrededor.

Al salir del gimnasio, vuelvo a pasar por casa de Drew bastante más calmado que la noche anterior. Sigue sin abrir la puerta, pero esta vez oigo la televisión. Parece que esté viendo El Reportero: La leyenda de Ron Burgundy.

Golpeo la puerta.

—¡Abre, capullo!

La única respuesta que consigo es el rugido de la pantera, uno de los gags de la película. Vuelvo a llamar.

—Venga, gilipollas. No eres el único que tiene problemas, ¿sabes?

Cuando me doy cuenta de que sigue sin responder, empiezo a preocuparme de verdad.

—Drew, ahora en serio. Necesito que me hagas alguna señal. Si no lo haces, supondré que te estás muriendo y llamaré a la policía.

Pasa un minuto. Y otro más. Y, justo cuando estoy a punto de sacar el teléfono, algo golpea la puerta por dentro. Como si lo hubieran lanzado contra ella. Parece una pelota de béisbol.

Pum.

—¿Drew? ¿Has sido tú?

Pum.

—¿Necesitas que eche la puerta abajo?

Pum... Pum.

Pienso un momento. Para asegurarme de que mi deducción es correcta, le pregunto:

—¿Un golpe para sí y dos para no?

Pum.

Supongo que tendré que conformarme con eso. Me siento en el suelo y apoyo la espalda contra la puerta de Drew. Y empiezo a hablar, a hacer preguntas cuya respuesta sólo puede ser «sí» o «no»; me siento como un completo idiota, como si fuera un adolescente en una película de miedo comunicándose con la otra orilla a través de una ouija porque es demasiado idiota para recordar que esas cosas nunca acaban bien.

—Erin me ha dicho que le has escrito. ¿De verdad tienes la gripe?

Pum.

—¿Tú y Kate os habéis enrollado este fin de semana?

Pum.

—¿Ha sido tan guay cómo imaginabas?

Pum... Pum.

Es posible que su respuesta os resulte extraña. A mí no.

—¿Fue mejor?

Se hace una pausa cargada de significado. Y entonces: pum.

—¿Te comportaste como un gilipollas con ella después?

Pum... Pum.

«No.» Así pues, Dee debió de malinterpretarlo. Pero entonces Drew se explica, o algo parecido.

Pum.

«No» y «sí». Drew trató mal a Kate pero parece creer que tenía un motivo para hacerlo. Continúo:

—Delores ha roto conmigo por cómo has tratado a Kate. Y me gustaba mucho, tío. Me... me había enamorado de ella. —Levanto la voz y mi tono suena irritado—. ¿Ni siquiera te importa? ¿Es que ni siquiera lo lamentas?

Se hace otra pausa significativa. Y entonces... pum.

Y, aunque agradezco oír el sonido de su remordimiento, no me ayuda en absoluto. Lo cierto es que no fue Drew quien acabó con la relación que teníamos Dee y yo. Fuimos nosotros. El problema fue que ella se negara a confiar en mí y que yo me negara a seguir intentándolo.

No sé qué fue lo que Drew le dijo a Kate, pero es evidente que está sufriendo por ello. Así que lo descargo de culpa.

—La verdad es que no ha sido todo culpa tuya. Teníamos nuestras cosas. Problemas que pensé que podría superar por los dos. Pero ella no lo deseaba con la misma intensidad que yo. Ya sabes cómo son estas cosas.

Pum.

—¿Pretendes quedarte ahí encerrado para siempre?

Pum... Pum.

—¿Necesitas algo? ¿Puedo hacer algo por ti?

Pum... Pum.

Asiento, aunque sólo lo hago para mí.

—¿Quieres que vuelva mañana?

Se hace un momento de silencio y supongo que lo está pensando. Y entonces contesta: pum.

Regreso a casa y no hago otra cosa más que ver la televisión durante el resto de la tarde. En mi rostro únicamente hay espacio para una expresión: la tristeza. Al ir cambiando de canal, veo uno de esos anuncios más largos que un día sin pan en el que publicitan la última colección de baladas rock de los ochenta mientras de fondo suena One More Night de Phil Collins. Es la parte de la canción en la que él se pregunta si debería llamar a la chica.

Y es como una de esas películas de ciencia ficción tan raras, como si la televisión me estuviera leyendo la puta mente. Miro fijamente el teléfono. Lo contemplo durante un rato.

E intento manipularlo con mi mente de Jedi: «Suena, cabrón. Suena».

Lo cojo y deslizo los dedos sobre los números, y tecleo nueve de los diez dígitos del teléfono de Dee.

Hasta que la letra de la canción que está sonando en la televisión me recuerda que quizá no esté sola.

Suelto el teléfono como si fuera un burrito ardiente recién salido del microondas. Y luego entierro la cara en el cojín del sofá y grito contra él.

—¡Joder!

La música del anuncio cambia y empieza a sonar Against All Odds, una canción sobre un chico que tiene muchas cosas que decirle a una chica, pero ella ni siquiera se vuelve para que él pueda hablar.

Me parece que alguien debe de haber puteado a Phil Collins a lo grande.

Canto parte de la letra porque sólo me estáis viendo vosotros y, bueno, porque para ser una canción de los ochenta es bastante buena.

Y entonces, vaya... Empieza a sonar Total Eclipse of the Heart completando el trío de canciones desgarradoras que más ganas dan de suicidarse de toda la década de los ochenta.

Yupi.

Disculpadme mientras voy a cortarme las venas al baño.

18

La mañana del miércoles hay una reunión de personal en la sala de juntas. Asisto en estado comatoso y escucho sólo parte de lo que se dice. Cuando acaba, todo el mundo se va a excepción de Kate, que sigue sentada a la mesa rebuscando y organizando la pila de documentos y carpetas que tiene delante.

Ella es la mejor amiga de Delores y, sí, eso significa que hay un código. Tan impenetrable como el Código Azul del Silencio.8 Pero llegados a este punto, no tengo nada que perder.

—Hola.

Me sonríe con delicadeza.

—Hola, Matthew.

No me ando por las ramas:

—¿Ella habla de mí alguna vez?

Kate pega los ojos a la mesa de juntas.

—No dice ni una palabra.

Ayyy.

Pero no pierdo la esperanza tan pronto.

—¿Piensa en mí?

Kate me mira a los ojos y en ellos veo empatía y cierta tristeza. No estoy seguro de si la tristeza es por mí o es por Delores. Y susurra:

—Cada día. Todo el tiempo. No ha salido de casa. Está muy deprimida y pasa el rato viendo películas. No quiere admitirlo, pero yo sé que es por ti.

Bueno, eso es algo. La tristeza adora la compañía, y la de Delores me provoca una enfermiza punzada de consuelo. Me reconforta. Me da la sensación de que por lo menos no estoy solo.

—Matthew, ¿por qué no la llamas? A veces las parejas se pelean, y eso no tiene por qué significar que se haya acabado.

Empiezo a negar con la cabeza antes de que termine de hablar.

—No puedo llamarla. A Delores le gusta que la persigan, eso lo entiendo. Pero en algún momento tiene que dejar de correr y permitir que la coja. Yo me he desvivido por ella para demostrarle lo importante que es para mí y para que entienda que creo que lo nuestro va para largo, si ella quiere. No obstante, ahora le toca a ella. Tiene que demostrarme que ella también quiere.

El orgullo no siempre es un pecado. A veces es un salvador que evita que hagas demasiado el imbécil y que, además de parecer tonto, acabes convirtiéndote en uno.

—Yo ya estuve con alguien que quería otra cosa, que quería a otro. Y no pienso volver a pasar por eso.

Kate asiente esbozando una pequeña sonrisa.

—Pues, por si sirve de algo, espero que Dee abra pronto los ojos.

—Gracias.

Doy algunos pasos en dirección a la puerta, pero me detengo porque, aunque no he visto a Drew, mi instinto me dice que lo está pasando mal, que se está lamiendo las heridas.

Las peores heridas que uno puede tener.

Y mi intuición me informa de que Kate es víctima del mismo mal, aunque se le da mejor esconderlo.

—Escucha, Kate... Sobre lo que pasó entre tú y Drew...

Todas las señales de camaradería desaparecen de su rostro. Su mirada se endurece, aprieta las labios y me corta con un tono áspero:

—No, Matthew. No.

Supongo que Drew no es el único empeñado en hacer voto de silencio.

—Vale. —Le estrecho el hombro—. Que tengas un buen día.

Kate esboza una sonrisa tensa y yo me voy a mi despacho.

Por la tarde, me paso por casa de Steven y Alexandra para cuidar de Mackenzie mientras ellos van al cine. Lexi me abre la puerta, me mira durante más tiempo del necesario y luego mira detrás de mí. Al ver el espacio vacío, la compasión se refleja en su rostro.

Me da un abrazo firme y me dice:

—¿Sabes, Matthew? A veces hay personas demasiado diferentes.

Yo trago saliva con fuerza.

—Sí, ya lo sé, Lex.

Pero no tenemos tiempo de regodearnos en la tristeza porque un terremoto rubio aparece corriendo por el pasillo con un camisón de princesa de color azul y agarrando un osito de peluche en una mano. Colisiona contra mis piernas y me rodea las rodillas con los brazos.

—¡Ya estás aquí!

La cojo por debajo de los brazos y la levanto del suelo.

—Hola, princesa.

—¿Quieres jugar a tomar el té, tío Matthew? Tu puedes ser Buzz Lightyear y yo seré la señora Nesbit.

—Me parece que ése será el plan más divertido que tendré en toda la semana.

La niña me recompensa con una alucinante sonrisa llena de diminutos dientes. Y, por primera vez en varios días, el peso que tengo en el corazón parece un poco más ligero.

Steven ayuda a Alexandra a ponerse el abrigo y los dos le dan un beso de buenas noches a Mackenzie.

—A la cama a las ocho —me informa Alexandra—. No dejes que intente negociar más tiempo.

—No estoy seguro de poder resistirme a esos enormes ojos azules de cachorrito.

Se ríe.

—Sé fuerte.

Cuando se van, cierro la puerta principal. Paso la siguiente hora y media jugando a tomar el té con Mackenzie y sus Barbies. Luego construimos una pared de bloques y la derribamos con su Humvee teledirigido. Y, antes de meterla en la cama, lanzamos algunos tiros a la canasta infantil que le compré por su cumpleaños.

Cuando ya está bien tapada, me pide que le lea un cuento y saca un finísimo libro de Disney de debajo de la almohada.

La Cenicienta.

Mackenzie abraza su oso y me mira con sus enormes y soñolientos ojos. Cuando llegamos a la parte en la que el príncipe se declara, me pregunta:

—¿Tío Matthew?

—¿Mmm?

—¿Por qué no es la Cenicienta quien va a buscar al príncipe con su zapato de cristal? ¿Por qué no va a decirle que ella es la chica que está buscando? ¿Por qué se queda a esperarlo?

Pienso en lo que me ha preguntado y no puedo evitar compararlo con lo que ha ocurrido entre Delores y yo.

—Quizá..., es posible que la Cenicienta no estuviera del todo segura de lo que el príncipe sentía por ella. Puede que necesitara que fuese él quien fuera a buscarla para estar completamente segura de que la quería.

Esto es muy triste: estoy hablando de amor con una niña de cuatro años.

Cómo caen los poderosos.

Mackenzie asiente para darme a entender que me ha comprendido y yo sigo leyendo hasta que...

—¿Tío Matthew?

—¿Sí?

—¿Cómo es que el príncipe no sabía que la chica era la Cenicienta? Si la quería, habría recordado cómo era, ¿no?

Y entonces me acuerdo de la provocativa sonrisa de Delores, de sus perfectos labios, de la cálida ternura que anida en sus ojos cuando se despierta junto a mí, de cómo me siento acariciándola con las yemas de los dedos, es como tocar el pétalo de una rosa.

Mi voz suena entrecortada cuando contesto:

—Sí, Mackenzie. Si la quería, no debería haber olvidado su aspecto. Jamás.

Ella bosteza. Es un bostezo largo que le abre mucho los ojos. Luego se da media vuelta y se acurruca en su almohada.

Y entonces adopta un tono soñoliento y dice:

—Creo que el tío Drew tiene razón: el príncipe es un mierda.

Y ésas son las últimas palabras que dice antes de dejarse llevar al país de los sueños.

El jueves, en el trabajo, mi padre se pasa por mi despacho y me dice que mi madre me espera esa noche a cenar. Decepcionar a mi madre es un pecado capital, y lo último que necesito en este momento de mi vida es que mi viejo ponga mi nombre en el primer puesto de su lista negra.

Llego a las cinco y media en punto. Mis padres viven en una casa de varios pisos con cuatro habitaciones que data de los años veinte. Conserva sus molduras originales, tiene tres chimeneas ornamentales, un salón, sala de estar, una sala de música, despensa y un espacioso comedor formal.

¿Realmente necesitan tanto espacio? No. Pero jamás se plantearían mudarse. En especial cuando me fui de casa porque, tal como solía decir mi madre, por fin podían volver a tener cosas bonitas.

Imagino que no faltarán muchos años para que tengamos que instalar una de esas geniales sillas automáticas para ayudarlos a subir la escalera.

Después de que Sarah me abra la puerta —Sarah es la asistenta que lleva toda la vida trabajando para mis padres—, me reúno con mi madre en el salón; se está tomando una copa de jerez junto a la chimenea.

Cuando me ve sonríe, se levanta y me abraza.

—Hola, cariño. Me alegro mucho de que hayas podido venir. —Se me queda mirando—. Pareces cansado. Debes de estar trabajando demasiado.

Yo le sonrío.

—Qué va, mamá, la verdad es que no.

Nos sentamos y me cuenta que ha plantado unos crisantemos y me explica los últimos chismes del club de campo. Cuando mi padre sale de su estudio, es la señal de que ha llegado la hora de cenar.

La mesa del comedor no es demasiado larga, sólo tiene seis sillas, pero mi padre come en un extremo leyendo el periódico por encima, mi madre cena en el extremo opuesto, y yo en medio.

Mientras corta un trozo de su pollo cordon bleu, mi madre me pregunta:

—¿Te sigues viendo con aquella joven que conocimos en la fiesta del despacho? Me gustó mucho, Matthew. Era muy alegre. ¿Verdad, Frank?

—¿Qué?

—La chica que Matthew llevó a la fiesta del despacho. Nos gustó mucho, ¿verdad? ¿Cómo se llama? ¿Deanna?

—Delores —ruge mi padre demostrando que sí que se entera de lo que pasa a su alrededor.

A veces creo que sólo se hace el despistado y el sordo para no tener que participar de conversaciones que no le interesan. Es un buen truco.

Yo me esfuerzo en conseguir que me baje la comida por la garganta, que se ha cerrado de repente.

—No, mamá. Dee y yo... Bueno, no salió bien.

Ella chasquea la lengua decepcionada.

—Oh, qué pena. —Bebe un sorbo de vino—. Me gustaría que sentaras la cabeza, cariño. El tiempo pasa para todos.

Ya empezamos.

Mi madre es estupenda, es una mujer buena y tierna, pero sigue siendo una madre. Cosa que significa que en cualquier momento empezará a hablar de lo mucho que necesito encontrar a alguien que cuide de mí y de lo mucho que le gustaría tener nietos.

Es una conversación que ya hemos mantenido unas cuantas veces.

Entonces se inclina hacia mí y susurra con aire conspirador:

—¿Habéis tenido algún problema sexual?

El trozo de pollo que tenía en la boca se me queda atascado en el esófago. Me golpeo el pecho y consigo desatascarlo, pero mi voz suena rasposa cuando digo:

—¿Qué?

Ella se endereza.

—No hay de qué avergonzarse, Matthew. Yo te he limpiado el trasero, no veo por qué no podemos mantener una discusión adulta sobre tu vida sexual.

«Te he limpiado el trasero» y «vida sexual» jamás deberían utilizarse en la misma frase a menos que seas Woody Allen.

Vuelvo a carraspear. Me sigue ardiendo la garganta.

—No, mamá. En ese aspecto nos entendíamos muy bien.

—¿Estás seguro? No todas las mujeres se sienten cómodas expresando sus necesidades...

Me niego a creer que esto esté ocurriendo.

—...o a comunicar sus deseos. Este mes estamos hablando sobre una novela que aborda ese tema en el club de lectura. Cincuenta sombras de Grey. ¿Quieres que te lo preste, Matthew?

Doy un largo trago de agua.

—No. Ya lo conozco, gracias.

Y el hecho de que mi querida y dulce madre también lo conozca me va a provocar pesadillas.

Me da una palmadita en la mano.

—Está bien. Pero si cambias de opinión me lo dices. Hay que reconocer que el señor Grey es muy creativo con su corbata.

Por suerte, el resto de la conversación gira en torno a temas menos nauseabundos.

Cuando acabamos de comer, me levanto y beso a mi madre en la mejilla.

—Buenas noches, mamá. Y... gracias por tu consejo.

Sonríe.

—Buenas noches, cariño.

Mi padre se limpia la boca y deja la servilleta en el plato.

—Te acompaño. Así me fumo un cigarrillo.

Mi padre lleva toda la vida fumando, pero no sabe que yo también lo hago. No importa que tenga treinta años o trece, si alguna vez lo averigua me romperá los dedos.

Salimos y nos quedamos en el umbral de la puerta, donde aprovecha para encenderse un pitillo. La combinación del olor de la colonia de mi padre y el cigarrillo recién encendido me resulta familiar. Y extrañamente reconfortante.

—¿Qué te pasa? —espeta con su áspera voz de padre—. Llevas unos días paseándote por ahí con la misma cara que tenías cuando tuvimos que sacrificar a King.

¿Lo veis? Es posible que no hable mucho, pero sólo es porque está demasiado ocupado escuchando, observando y fingiendo no hacerlo.

Yo pateo una piedrecita que veo en la puerta.

—Estoy bien, papá.

Siento su mirada sobre mí. Escrutándome.

—No es verdad. —Apaga el cigarrillo en una lata llena de arena—. Pero lo estarás.

Y entonces me abraza.

Con fuerza, como un oso. De la misma forma que me abrazaba cuando era un niño y se marchaba a algún viaje de negocios.

—Eres un buen chico, Matthew. Siempre lo has sido. Y, si ella no se da cuenta, entonces no te merece.

Yo le devuelvo el abrazo porque realmente necesito hacerlo.

—Gracias, papá.

Nos separamos. Me limpio la nariz y él me da una palmada en la espalda.

—Nos vemos en el despacho.

—Buenas noches, hijo.

Cierra la puerta.

No me voy a casa inmediatamente. Camino una docena de manzanas tratando de no pensar en Dee ni de ver su cara en mi cabeza a cada nuevo paso que doy. Bajo una calle en dirección al edificio de Drew.

El portero me saluda y, cuando llego al ático, me siento en el pasillo y apoyo la espalda contra la puerta de mi amigo.

No estoy del todo seguro de que esté escuchando, pero tengo la sensación de que está ahí.

Y me río.

—Tío, espero que estés sentado, porque no te vas a creer la conversación que acabo de tener con mi madre...

El viernes es muy duro. La echo de menos. El dolor es agudo e implacable. Los recuerdos y la imagen de su cara aparecen en mi cabeza cada segundo y se burlan de mí. No puedo concentrarme, no quiero comer. Me siento pesado, tengo el pecho apelmazado y dolorido, como si tuviera bronquitis. Añoro todo lo que tiene que ver con ella: su risa, sus ridículas teorías y, sí, no voy a mentir, echo de menos sus exquisitas tetas. Me había acostumbrado a dormir junto a Dee —o encima de ella—, piel contra piel, rodeándola con los brazos o con la cabeza acurrucada entre la suave cuna de sus pechos.

Mi maldita almohada no tiene ni punto de comparación.

Lo que necesito es echar un polvo. Puede que no os guste escucharlo, pero lo siento, es la verdad.

Cuando vuestro coche pasa a mejor vida, ¿os sentáis en su interior a recordar todas las veces que lo condujisteis al trabajo, a casa de algún amigo o durante algún fantástico viaje? Claro que no. Eso es una estupidez. Lo más lógico —lo único que se puede hacer— es ir a comprar uno nuevo. Ésa es la única forma de seguir adelante.

Para un hombre o una mujer, echar un polvo después de una ruptura es bastante parecido a esa situación. Sienta bien, aunque sólo sea un rato, y te recuerda que la vida no se detiene, que el mundo no se ha acabado porque tu relación haya fracasado. Renueva tu fe en un prometedor mañana, en un futuro libre de tristeza.

Aun así, mientras se me ocurre la idea y a pesar de saber que debería hacerlo, la verdad es que no me apetece. No tengo ganas de acostarme con otra mujer que no sea Delores Warren. Y os diré la verdad: hay una pequeña y encoñada parte de mí que incluso tiene miedo de hacerlo. Miedo de intentarlo siquiera.

Es la misma parte de mí que se desmorona bajo el peso de la decepción cada vez que llego a casa y ella no está. La parte que todavía cree que aún hay alguna posibilidad de que ella se dé cuenta de lo bien que estamos juntos, de que está completamente enamorada de mí y de que tiene que volver corriendo a mis brazos. Y, si hay alguna probabilidad de que algo o todo eso ocurra, no querría tener que explicarle que durante nuestra crisis me acosté con otra mujer. Entonces ya no importaría lo bien o lo mal que estuviera lo que hice, la confianza que tanto me he esforzado por construir con Delores quedaría destruida. Así que, en el fondo, es un riesgo que no estoy dispuesto a correr, y menos por un culo cualquiera al que ni siquiera deseo.

Las cosas tampoco mejoran el sábado. Jack me suplica que salga con él, se queja de que se siente abandonado y dice que añora a su camarada.

Pero no tengo ganas.

En lugar de salir, compro seis latas de cerveza y una pizza y hago un patético pícnic en la puerta del apartamento de Drew. Básicamente hablo yo. Él se limita a golpear la puerta cuando le pregunto si sigue vivo. Parece que ha empezado a ver Patinazo a la gloria. ¿De qué irá esa fijación con Will Ferrell? Es muy raro, ¿no?

En fin, cuando me acabo la pizza y estoy a punto de terminar con la última cerveza, apoyo la cabeza contra la puerta un poco borracho. Y me pongo filosófico. Le hablo de un fin de semana cuando éramos niños y mi tío nos llevó a Drew, a Steven y a mí de acampada a su cabaña de las montañas Adirondack.

Steven es muy alérgico al roble venenoso y se hinchó como una garrapata. Sin embargo, ni siquiera eso le impidió acompañarnos en nuestra búsqueda del tesoro escondido. Mi tío nos había dado un mapa que él y mi padre habían hecho cuando eran niños. Conducía a una caja con algunos dólares; por lo visto, les pareció buena idea enterrarla.

Los tres primeros días no hicimos otra cosa que buscarla. Pero poco después, como suelen hacer los niños, abandonamos. Empezamos a hacer otras cosas, como trepar a los árboles, pegarnos con palos y espiar a las chicas de la universidad local que se bañaban desnudas en el lago.

Pienso en esos días y por supuesto en Delores, siempre pienso en ella. Y me pregunto con tristeza:

—¿Crees que si hubiéramos aguantado un poco más, que si hubiéramos buscado con más ganas..., crees que habríamos encontrado el tesoro, Drew?

No me contesta. Y yo estoy más borracho de lo que pensaba. Así que, antes de quedarme traspuesto en su puerta, recojo mis cosas y cojo un taxi hasta mi cama.

Y, como cada noche, sueño con Dee.

19

Cuando un hombre se está recuperando de un corazón roto siempre hace una de estas tres cosas: bebe, folla o se pelea. A veces hace las tres cosas en una misma noche.

Ya han pasado seis días desde la última vez que vi a Delores y no me he tirado a nadie y no he bebido mucho, pero me muero por pelear con alguien. He ido al gimnasio cada día y me he entrenado con más intensidad que de costumbre intentando canalizar los sentimientos de pérdida y convertirlos en algo positivo.

El domingo por la mañana, cuando entro por la puerta del gimnasio, la primera cara que veo es la de Shawnasee. Lo recordáis, ¿verdad? Es el imbécil que mencioné hace un rato, ese que está pidiendo a gritos una buena paliza.

Me parece que hoy es su día de suerte.

Esboza una sonrisa amenazadora.

—¿Quieres que peleemos unos cuantos asaltos o te vas a volver a rajar?

Y algo se rompe en mi interior, como cuando a Hulk se le rasga la camiseta. Y le contesto:

—Acabemos con esto.

Me muero por subir al ring, por golpear algo para descargar la frustración, la culpabilidad y en general todos los malos sentimientos que llevan agitándose en mi interior durante los últimos seis días. Me balanceo sobre mis pies y ladeo la cabeza de derecha a izquierda haciendo crujir el cuello. Luego me deslizo por debajo de las cuerdas, hago chocar mis guantes y me acerco al centro del cuadrilátero.

Shawnasee ya me está esperando, parece seguro y ansioso. Ronny se coloca entre nosotros y nos recita las típicas normas sobre las peleas limpias y la deportividad. Hacemos chocar los guantes, volvemos a nuestras esquinas y esperamos.

Suena la campana.

Me acerco a él con fuerza y rapidez, pero mi cabeza no está aquí. Si queréis saber la verdad, no debería estar peleando ahora mismo. Porque mi mente no está para nada centrada en mi oponente. Está pensando en lo injusta que es la vida. En la amargura de desear algo —o a alguien— que no me desea de la misma forma. En este momento sólo siento dolor y las consecuencias derivadas de un corazón roto, sentimientos que espero que se lleven los golpes.

Shawnasee y yo bailamos y nos esquivamos el uno al otro dibujando círculos sobre la lona, y entonces distingo un movimiento en la puerta que me distrae. Y me olvido de cómo debo poner los pies, de las posturas defensivas, de los golpes directos, de los ganchos de derecha y los golpes al cuerpo.

Porque ahí, justo en la puerta del gimnasio, está Delores Warren.

Mi mente la analiza de pies a cabeza en un nanosegundo: lleva el pelo recogido en una cola alta que deja perfectamente despejada su preciosa cara sin maquillar. Viste una camiseta blanca con un nudo en la base, unos vaqueros azules y unas deportivas Converse negras. Pero no me da tiempo de saludarla ni de preguntarle qué hace aquí.

Porque, un segundo después de verla, el puño de Shawnasee entra en contacto con mi barbilla como si fuera un gancho del martillo de Thor.

Me crujen los dientes y mi cabeza cae hacia atrás. Se me cierran los ojos automáticamente mientras me desplomo de espaldas y aterrizo en el suelo.

No sé cuánto tiempo paso inconsciente, pero debe de ser sólo un momento. Cuando abro los ojos, la barba de Ronny está a escasos centímetros de mi cara. Veo borroso, los colores y las luces se alargan y se mezclan los unos con los otros. Los sonidos rugen en mis oídos, como la estática de una televisión demasiado vieja.

Al poco empiezo a oír la voz de Ronny abriéndose paso a través del estrépito.

—¡Fisher! ¿Puedes oírme, Fisher?

Parpadeo y contesto, pero mi voz suena amortiguada, como si estuviera hablando bajo el agua.

—Sí, te oigo.

—¿Me ves bien?

—Claro, Ronny. Te veo demasiado bien.

Él se vuelve y habla con la persona que tiene al lado. Sólo consigo distinguir algunas palabras: contusión y hospital. Y entonces se inclina sobre mí.

—Necesito que te levantes, Fisher.

A mis piernas no les parece tan buena idea.

—Preferiría quedarme donde estoy, si no te importa.

—Tienes que levantarte, Matthew.

Mis piernas siguen diciendo que no.

—Vete a la mierda.

—No creo que pueda.

Y entonces la veo. Está arrodillada junto a Ronny, junto a mí. Me toca el bíceps con su cálida mano, justo por donde acaba mi camiseta. Y susurra:

—Levántate, hijo de puta. Mickey te quiere.

Y me quedo sin habla. No por la conmovedora cita de la película, sino por lo que podrían significar esas palabras.

Por nosotros.

—¿Has visto Rocky V?

Delores asiente.

—Las he visto todas. Y lo más triste que he visto en mi vida es la muerte de Mickey, capullo.

Entonces arruga el rostro y se echa a llorar.

No intenta esconderlo. No se lleva la mano a la cara para taparse ni reprime los sollozos. Porque no pretende ser alguien que no es. Tómala o déjala, pero lo que ves es lo que hay.

Eso es lo que más me gusta de ella. Una de las muchas cosas que me encantan.

Me pesa mucho el brazo, pero lo levanto. Y uno de mis guantes de boxeo roza su mejilla llena de lágrimas.

—No llores, Dee.

—Lo siento. Lo siento mucho. Me porté muy mal contigo.

—No, yo me comporté como un capullo. Te prometí que sería paciente y no lo fui.

—No, tenías razón. Tenías razón en todo.

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