Control

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Índice

Portada

Dedicatoria

Agradecimientos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Santo y maldito matrimonio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Biografía

Notas

Créditos

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Este libro es para todos los chicos «buenos»

y las chicas «alocadas» del mundo.

Espero que os encontréis y disfrutéis juntos

de la montaña rusa de la vida.

Agradecimientos

Cuando se publicó Control, había pasado un año desde que se editó el primer libro de la serie «Enredados». ¡Fue un año increíble y muy bonito! Me siento muy agradecida de poder colaborar con personas tan talentosas y con tanta dedicación por su trabajo; profesionales que creen en mí, en lo que escribo y en estas divertidas historias llenas de sentimiento.

Quiero dar las gracias a mi superagente, Amy Tannenbaum, y a todos los empleados de la agencia de Jane Rotrosen por su maravilloso asesoramiento, ánimo y apoyo. Gracias a mi editor, Micki Nuding, a las publicistas Juliana y Kristen, y a toda la familia de Gallery Books por todo lo que habéis hecho para conseguir que estos libros sean mucho más de lo que habrían sido sin vosotros. Siempre me sentiré agradecida a Nina Bocci, de Bocci PR, por sus soberbios consejos y su entusiasmo. Gracias a los incansables blogueros por contribuir a que tantas lectoras descubrieran y se enamoraran de estos personajes, ¡por favor, no dejéis de hacer nunca lo que hacéis!

También quiero dar las gracias a mis lectoras, ¡son las mejores del mundo! Gracias por cada post, correo electrónico y mensaje. ¡Los he leído todos y cada uno! Vuestro entusiasmo es abrumador e inspirador. Gracias por amar tanto como yo a estos personajes.

Y, por último, quiero dar las gracias a mi marido y a toda mi familia: os quiero. Gracias por vuestra paciencia infinita y por tanto apoyo, y por haberme dado toda una vida de inspiración cómica.

1

Estas últimas semanas me he dado cuenta de que, a veces, las mujeres disfrutan llorando. Lloran leyendo libros, viendo programas de televisión, lloran con esos anuncios de animales maltratados y con las películas, en especial con las películas. Para mí, sin embargo, sentarse a propósito a ver algo que te va a hacer infeliz no tiene ningún sentido.

Pero no pasa nada, me limitaré a archivarlo junto a todas las demás cosas que nunca comprenderé de mi novia. Sí, he dicho novia. Dee Warren es oficialmente mi novia.

Lo repetiré una vez más para los de la última fila: novia, Delores, mía.

Repetirlo tantas veces quizá me haga parecer una adolescente obsesionada con Harry Styles, pero me importa un comino. Porque tuve que librar una ardua batalla hasta alzarme con la victoria. Si supierais todo lo que tuve que pasar para conseguirla, lo entenderíais.

En fin, lo que os decía, que a las chicas les gusta llorar; pero ésta no es una de esas historias. Aquí no muere ningún amigo, no se escarba en el pasado traumático de nadie, no hay secretos escondidos, no encontraréis emocionantes rupturas entre vampiros ni rollos sexuales subidos de tono.

Bueno, vale, un poco de sexo salvaje sí que hay, pero es de la clase agradable.

Ésta es la historia de un mujeriego que conoce a una chica un poco alocada, ambos se enamoran y el conquistador cambia para siempre. Es muy posible que ya hayáis oído antes una historia como ésta, quizá incluso la de mi amigo Drew Evans. Pero lo que ocurrió fue que, mientras él y Kate encontraban la forma de entenderse, existía todo un universo paralelo en el que habitábamos Delores y yo y del que no sabéis absolutamente nada. Así que quedaos por aquí aunque creáis que ya sabéis el final, porque la mejor parte del viaje no es llegar al destino, sino todas las aventuras que ocurren por el camino.

Antes de empezar, hay cierta información que deberíais saber. En primer lugar, Drew es un tío estupendo, el mejor amigo que se pueda pedir. Si fuéramos el Rat Pack, él sería Frank Sinatra y yo Dean Martin. Sin embargo, a pesar de lo unidos que estamos Drew y yo, no tenemos la misma opinión sobre las mujeres. En este momento de la historia, él se ve soltero de por vida. Tiene todas esas reglas acerca de no llevar nunca a ninguna mujer a su apartamento, no salir nunca con compañeras de trabajo y la regla de oro: nunca quedar dos veces con la misma chica.

En cambio, a mí me da igual dónde pueda acabar echando un polvo: en mi casa, en la suya, en el observatorio del Empire State...

Ésa fue una gran noche.

Tampoco tengo ningún problema con eso de quedar con alguien del trabajo, aunque la mayoría de las mujeres de mi sector son unas estresadas, fuman como carreteros, beben café en cantidades industriales y están resentidas. No me supone ningún conflicto quedar con la misma chica las veces que haga falta, siempre que las cosas vayan bien. Y algún día me imagino sentando la cabeza: matrimonio, hijos, el paquete completo.

Sin embargo, mientras no encuentre a la chica perfecta, me lo estoy pasando en grande con las equivocadas.

En segundo lugar, tengo que decir que pertenezco al grupo de las personas que ven el vaso medio lleno. Nada me entristece. Tengo una vida estupenda: una buena carrera que me permite disfrutar de los mejores juguetes del mercado, unos amigos fantásticos y una familia un tanto rarita pero que me quiere un montón. La palabra emo1 no forma parte de mi vocabulario, más bien debería apellidarme Carpe Diem.

Y luego tenemos a Delores Warren, Dee si no queréis cabrearla. Según los cánones actuales, es un nombre poco corriente, pero a ella le va como anillo al dedo. Es una chica poco habitual, diferente, en el mejor sentido de la palabra. Se caracteriza por una sinceridad brutal, y es importante poner un énfasis especial en eso de brutal. Es una mujer fuerte y le importa un bledo lo que la gente piense de ella. Siempre se mantiene fiel a sí misma y no se disculpa por lo que quiere ni por lo que es. Es salvaje y preciosa, como un purasangre sin domar al que se cabalga mejor sin montura.

Y ahí fue donde estuve a punto de equivocarme. Quise domarla. Pensé que tenía la paciencia necesaria para conseguirlo, pero la presioné más de lo debido y tiré con demasiada fuerza de las riendas. Y ella las rompió.

¿Os ofende que haya comparado a la mujer que amo con un caballo? Pues superadlo, porque ésta no es una historia hecha a medida de los políticamente correctos.

Aunque estoy corriendo demasiado. Para empezar, sólo necesitáis saber que Kate Brooks trabaja con nosotros y que es la mejor amiga de Delores, la Shirley de la Laverne que hay en Delores.2 Y que en todos los años que hace que conozco a Drew, y lo conozco de toda la vida, jamás lo había visto reaccionar ante una mujer de la forma en que lo hace cuando está con Kate. Su atracción, a pesar de que al principio era básicamente antagónica, era palpable. Cualquiera con ojos en la cara se daba cuenta de que se gustaban.

Bueno..., todo el mundo menos ellos.

Kate es una mujer tan estupenda como Delores. La clase de mujer que —parafraseando a Eddie Murphy en El príncipe de Zamunda—, me estimula sexualmente e intelectualmente.

¿Me seguís? Genial. Pues que empiece la fiesta.

Mi vida cambió hará unas cuatro semanas, un día normal, cuando conocí a una chica que era de todo menos normal.

Cuatro semanas antes

—Matthew Fisher, Jack O’Shay, Drew Evans, ésta es Dee-Dee Warren.

El amor a primera vista no existe. Sencillamente, es imposible. Siento arruinaros la fantasía, pero es lo que hay. La ignorancia puede parecer el paraíso, pero al retirar la primera capa de felicidad, enseguida se da uno cuenta de que sólo era falta de información.

Para amar de verdad a una persona, hay que conocerla: sus singularidades, sus sueños, lo que la cabrea y lo que la hace sonreír, sus fortalezas, sus debilidades y sus defectos. ¿Habéis oído esa cita de la Biblia, la que siempre leen en las bodas: «El amor es paciente, el amor es bondadoso...»? Pues yo tengo una versión propia: el amor es pasar por alto el mal aliento matutino de tu pareja. Pensar que el otro sigue siendo atractivo cuando tiene la nariz más roja que el reno Rudolph y el pelo tan despeinado que parece que un pájaro haya anidado en su cabeza. El amor no es aguantar a alguien a pesar de sus defectos, sino adorarlo por ellos.

Sin embargo, la lujuria a primera vista es completamente real. Y mucho más común. De hecho, cuando la mayoría de los hombres conocen a una mujer, saben, en los primeros cinco minutos, en qué categoría de las tres que existen van a encasillarlas: follar, matar, matrimonio. Y, para los tíos, la categoría «follar» tiene un listón muy bajo.

Me encantaría deciros que lo primero en lo que me fijé de Delores fue en algo que suene romántico, como sus ojos, su sonrisa o el sonido de su voz, pero no fue así. Fue su delantera. Siempre he tenido predilección por los pechos, y Dee tiene un par fantástico. Sobresalían ligeramente por encima de un excitante top rosa y estaban presionados lo justo entre sí para formar un atractivo y precioso escote enmarcado por un jersey gris.

Antes de que me dijera siquiera una palabra, yo ya me había enlujuriado del canalillo de Delores Warren.

Cuando ya lleva un rato metiéndose con Drew, consigo llamar su atención:

—Dime, ¿Dee-Dee es un diminutivo de otro nombre? ¿Donna, Deborah?

Ella posa sobre mí sus cálidos ojos color miel, pero antes de que pueda contestar, Kate desvela su secreto:

—Delores.

Es el nombre de la familia, el de su abuela. Ella lo odia.

Delores le lanza una mirada fulminante con aire juguetón.

Si quieres que una chica se fije en ti, el humor es siempre una apuesta segura. Con un buen chiste les demuestras que eres inteligente, despierto y que estás seguro de ti mismo. Si tienes pelotas, presume de ellas.

Por eso decido decirle lo siguiente a la amiga de Kate:

—Delores es un nombre precioso para una chica preciosa. Me encanta tu nombre.

Tal como había planeado, mi intervención provoca una reacción instantánea. Ella esboza una lenta sonrisa y se desliza el dedo por el labio inferior de forma sugestiva. Y siempre que una mujer se toca el cuerpo en respuesta a algo que le dice un hombre es una buena señal.

Luego rompe el contacto visual y nos dice:

—Bueno, tengo que irme a trabajar. Ha sido un placer conoceros, chicos.

A continuación, abraza a Kate y me guiña el ojo. Eso también es una buena señal.

La observo mientras se aleja y no puedo evitar advertir que la vista que ofrece su parte trasera es casi tan alucinante como la delantera.

Entonces Drew le pregunta a Kate:

—¿Tiene que irse a trabajar? Pensaba que los clubes de estriptis no abrían hasta las cuatro.

En eso estoy de acuerdo. Cuando has ido a tantos clubes de estriptis como nosotros, empiezas a distinguir un patrón. La ropa que llevan las bailarinas, a pesar de ser mínima, siempre es igual. Parece que todas compren en la misma tienda. Y está claro que Dee tiene la tarjeta cliente.

Quizá me esté haciendo ilusiones, pero sería alucinante que fuera bailarina exótica. No sólo son más flexibles, sino también muy fiesteras, y están completamente desinhibidas. Y el hecho de que, por lo general, tengan una opinión tan baja del género masculino es otro plus. Porque eso significa que cualquier sencillo gesto caballeroso es recibido con mucha gratitud. Y una bailarina exótica agradecida significa sexo oral.

Pero Kate acaba con mis esperanzas.

—Delores no es estríper. Sólo se viste de ese modo para confundir a la gente. Así se sorprenden más cuando averiguan a qué se dedica.

—Y ¿a qué se dedica? —pregunto.

—Es ingeniera espacial.

Jack me lee la mente.

—Nos estás tomando el pelo.

—Me temo que no. Delores es química. La NASA es uno de sus clientes. Su laboratorio está intentando mejorar la eficiencia de los combustibles que utilizan los cohetes. —Kate se estremece—. DeeDee Warren con acceso a sustancias altamente explosivas. Es algo en lo que intento no pensar mucho.

Y entonces mi nivel de curiosidad alcanza casi la misma intensidad que mi lujuria. Siempre he sentido debilidad por lo inusual y lo exótico, tanto en mujeres como en música o libros. Y, al contrario que Drew, cuyo apartamento está meticulosamente decorado, yo suelo preferir las piezas con historia. Incluso aunque no combinen, lo poco tradicional siempre me resulta interesante.

—Brooks, tienes que echarme un cable. Soy un tío simpático. Déjame salir por ahí con tu amiga. No lo lamentará.

Kate lo piensa un momento y luego dice:

—Está bien. Vale. Pareces el tipo de Dee. —Me da una tarjeta de visita de color verde eléctrico—. Pero tengo que advertirte una cosa: Delores se rige por la máxima de usarlos y tirarlos. Si lo que buscas es pasarlo bien una o dos noches, entonces llámala. Si estás buscando algo más profundo, yo me quedaría al margen.

Y en ese momento sé cómo se sintió Charlie cuando encontró el último cheque dorado para entrar en la fábrica de chocolate de Willy Wonka.

Me levanto de la mesa y le doy un beso en la mejilla.

—Eres mi nueva mejor amiga.

Durante un segundo me planteo abrazarla también sólo para cabrear a Drew, que me está mirando con el ceño fruncido, pero no quiero arriesgarme a que me dé una patada en los huevos. Tengo mejores planes para mis testículos. Necesito que estén en plena forma.

Kate le dice a Drew que no haga pucheros y él hace un comentario sobre sus tetas, pero sólo los escucho a medias porque estoy demasiado ocupado pensando adónde llevaré a Delores a tomar algo o a lo que surja y en todas las fantásticas actividades lujuriosas que estoy convencido que vendrán a continuación.

Así fue cómo empezó. Se suponía que no debía ser complicado: nada de amor a primera vista, nada de grandes gestos, nada de sentimientos profundos. Algo fácil, pasar un buen rato, un rollo de una noche con opción a una segunda. Eso fue lo que me dijo Kate que le iba a Dee, y eso era lo que yo estaba buscando. Lo que pensé que sería.

Elvis Presley tenía razón: sólo los tontos se lanzan sin pensar. Y, por si aún no os habéis dado cuenta, yo soy bastante tonto.

2

Hay mucha gente que vive para el trabajo. No porque se vean obligados a ello por cuestiones económicas, sino porque su forma de ganarse la vida es lo que son, su profesión les da seguridad, un propósito, quizá incluso algún subidón de adrenalina. No siempre es malo. El despacho es el patio de juegos de los hombres de negocios, y los abogados se sienten como en casa en los tribunales. Y, si alguna vez necesito un cirujano, no quiero que se acerque a mí ninguno que no sea un completo adicto al trabajo.

Yo soy agente financiero en una de las compañías más respetadas y prestigiosas de la ciudad. Soy bueno en mi trabajo, el sueldo está muy bien y doy un buen servicio a mis clientes: los tengo siempre contentos y, de vez en cuando, consigo fichar alguno nuevo. Sin embargo, no diría que me encanta. No es una pasión para mí. Cuando me muera, no me iré de este mundo deseando haber pasado más tiempo en el despacho.

En eso me parezco a mi padre. Está comprometido con la compañía que fundó con John y George, pero no deja que sus obligaciones se interpongan con su partido de golf. Y es un hombre de familia chapado a la antigua, siempre lo fue. Cuando yo era pequeño, la cena siempre se servía a las seis. Cada noche. Si mi culo no estaba calentando la silla del comedor a esa hora, más me valía venir de Urgencias o ya podía prepararme para enfrentarme a las consecuencias. Las conversaciones de la cena solían girar en torno a lo que había hecho durante el día, y «nada» nunca era una respuesta aceptable. Como era hijo único, no tenía hermanos que pudieran distraer la atención de mis padres. Mi viejo era muy consciente de los problemas potenciales derivados de ser un crío privilegiado en Nueva York, así que se esforzó mucho en asegurarse de que no me metía en líos.

Por lo menos, la mayor parte del tiempo.

Todos los niños merecen buscarse unos cuantos problemas. Así aprenden a ser creativos y a pensar por sí mismos. Cuando los padres no permiten que un adolescente viva un poco, luego el crío llega a la universidad como una moto. Y eso no puede tener buen final.

Mi padre tenía tres reglas básicas: saca buenas notas, mantén limpia tu ficha policial y lleva siempre los pantalones abrochados.

Dos de tres no está nada mal, ¿no?

Aunque mi padre priorice siempre la familia y apueste por separar los negocios del placer, eso no significa que yo tenga carta blanca en el trabajo sólo porque soy su hijo. En realidad, creo que me trata con mucha más dureza que a los demás empleados precisamente para evitar cualquier suspicacia de favoritismo. Jamás toleraría que yo tuviera un mal comportamiento en el trabajo. Me aplastaría más rápido de lo que Gallagher tarda en acabar con una de sus sandías.3

Y ése es otro de los motivos por los que mi padre y sus socios consiguieron montar un negocio tan exitoso, porque cada uno de ellos aporta su talento personal. John Evans, el padre de Drew y Alexandra, es como Fénix de «El equipo A». Es un hombre encantador, siempre convence a cualquiera; él es quien se asegura de que los clientes estén contentos y los empleados no sean sólo personas satisfechas, sino que vivan entusiasmados de trabajar en esta empresa. Luego está George Reinhart, el padre de Steven. George es el cerebro de la operación. No es que mi padre y John anden precisamente cortos en ese aspecto, pero George es como Stephen Hawking, aunque sin esclerosis lateral amiotrófica. Es el único hombre que conozco que realmente disfruta del aspecto técnico y numérico del negocio financiero.

Y luego está mi padre, Frank, él es el músculo, el intimidador. Es hombre de pocas palabras, cosa que significa que, cuando habla, más te vale estar escuchando porque está diciendo algo importante. Y nunca le ha supuesto ningún problema despedir a la gente. Mi padre hace que Donald Trump parezca un blandengue. A él le da igual que seas el único proveedor del pan familiar o una mujer embarazada en su tercer trimestre de gestación: si no estás haciendo bien tu trabajo, te dará una buena patada en el culo. Las lágrimas no le hacen mella, y no suele dar segundas oportunidades. Cuando yo era niño ya lo oía repetir: «Matthew, la familia es la familia, los amigos son los amigos y los negocios son los negocios. No los confundas nunca»..

Pero, aunque es un tipo duro, es siempre justo. Honesto. Siempre que los puntos estén bien puestos sobre las íes, sé que no tendré ningún problema. No sólo porque prefiero conservar mi trabajo, sino porque nunca he querido decepcionar a mi viejo. Es una lástima que esta actitud sea cada vez más inusual. Hoy en día, hay muchos niñatos corriendo por ahí a los que les importa un pimiento que sus padres se sientan orgullosos de ellos, pero así es como nos educaron a Drew, a Alexandra, a Steven y a mí.

En fin, volvamos a la historia.

Después de comer con los chicos, paso el resto de la tarde sentado a mi mesa esbozando un contrato y haciéndoles la pelota a algunos clientes por teléfono. Sobre las seis en punto, empiezo a recoger mis cosas y Steven entra por la puerta de mi despacho a toda prisa.

—Adivina quién ha pasado la hora de comer haciendo cola y rodeado de adictos a los videojuegos para adquirir la última novedad.

Me meto una carpeta en el maletín con un poco de lectura aburrida para antes de irme a dormir. Si no quieres pasarte la vida encadenado a tu escritorio, es crucial saber gestionar bien el tiempo.

Le contesto:

—Supongo que tú.

Steven sonríe y asiente.

—Correcto, hermano. Y mira lo que tengo.

Me enseña un paquete cuadrado envuelto en papel transparente.

Cuando mi padre era joven, los chicos quedaban de vez en cuando para ir a pescar o para tomarse unas copas en el bar y relajarse después de un largo día de trabajo. Pero lo que Steven tiene en la mano es más adictivo que el alcohol y mucho más divertido que lanzar un anzuelo al río.

Es la última edición de Call of Duty.

—Qué guay.

Cojo el juego y le doy la vuelta para admirar los nuevos y realistas gráficos mejorados.

—¿Te apetece ir de misión esta noche? ¿Sobre las nueve?

Por si aún no lo sabéis, Steven está casado. Y no sólo está casado: está casado con Alexandra Evans, también conocida como la Perra. Pero eso no lo sabéis por mí.Si una esposa normal es una bola al final de la cadena, Alexandra es un yunque. Tiene a Steven atado bien corto, no lo deja salir de bares los sábados por la noche y sólo lo deja quedar con nosotros para jugar al póquer una vez al mes. A pesar de que Steven no es ningún insensato, Alexandra cree que salir con un grupo de amigos solteros y despreocupados sería una mala influencia para su marido. Y es probable que tenga razón.

Pero todo buen guardián sabe que no se puede apretar mucho las tuercas de los reclusos. Puedes encerrarlos en una celda diez horas al día, prohibirles salir a pasear al patio, pero si intentas quitarles sus cigarrillos acabarás siendo responsable de una revuelta.

La Xbox es el único vicio que Steven tiene permitido. Siempre que el juego no moleste a su hija Mackenzie cuando se va a dormir. Una vez, Steven levantó demasiado el tono cuando cayó presa de una emboscada y despertó a la niña. Estuvo castigado durante una semana. Lección aprendida.

—Claro, tío, me apunto.

Le devuelvo el juego y me dice:

—Guay. Nos vemos a las veintiuna horas.

Luego se despide y sale por la puerta.

Poco después, cojo el maletín y la bolsa del gimnasio y salgo yo también del despacho. De camino al ascensor, paso por el despacho de Drew.

Está inclinado sobre un escritorio repleto de papeles, tomando notas en un documento con un bolígrafo rojo.

—Eh.

Él levanta la mirada.

—Eh.

—Esta noche hay partida. Steven ha conseguido la nueva versión de Call of Duty.

Drew vuelve a centrar su atención en los documentos y dice:

—No puedo. Voy a quedarme aquí por lo menos hasta las diez.

¿Recordáis que os he dicho que hay gente que vive por su trabajo? Drew Evans es una de esas personas.

Pero a él ya le va bien. No es una rata de biblioteca estresada, todo lo contrario. Drew disfruta de verdad. Para él, negociar es adrenalínico, incluso cuando la negociación se pone difícil. Sabe que puede cerrar el trato y que probablemente es el único que puede conseguirlo.

O por lo menos era así hasta que cierta morena empezó a trabajar con nosotros.

Vuelvo la cabeza en dirección al despacho de Kate. Está sentada a su mesa. Es la viva imagen de Drew, aunque ella está mucho más buena.

Me reclino en la silla y le digo:

—¿Sabes que Kate está a punto de conseguir la cuenta de Pharmatab?

Sin levantar la mirada, gruñe:

—Sí, ya lo sé.

Sonrío.

—Será mejor que espabiles, tío. Si consigue esa cuenta, tu viejo se va a poner tan eufórico que no me extrañaría que quisiera adoptarla. Y el incesto, incluso entre hermanos adoptivos, es ilegal en Nueva York.

Los buenos amigos se tocan las narices. Es la maniobra equivalente a esos besos al aire que se dan las mujeres. Una señal de afecto.

—Aunque me parece que si ella sigue machacándote como lo está haciendo, tampoco tendrás la opción del incesto.

—Chúpamela.

Me río.

—Esta noche no, querido. Me duele la cabeza. —Me levanto y voy en dirección a la puerta—. Pásalo bien.

—Nos vemos.

Al salir del despacho, cojo el metro —como hago todos los días después de trabajar— y me voy al gimnasio. Está en Brooklyn y es un local muy auténtico. Hay quien diría que es un agujero, pero para mí es un auténtico diamante en bruto. El suelo está viejo y sucio y hay un montón de sacos de boxeo desgastados de color rojo alineados en la pared del fondo. Las pesas están apiladas frente a un espejo agrietado, y hay una caja de leche llena de cuerdas para saltar junto a la única máquina de remo del local. Aquí no veréis trajes de licra ni aburridas amas de casa intentando ligar o presumiendo de su maquillaje. No hay bicicletas elípticas ni cintas para correr de última generación como las que tienen en el gimnasio de mi edificio. Vengo aquí a sudar y a poner mis músculos al límite con ejercicios de calistenia. Y, sobre todo, vengo por el ring de boxeo que hay en el centro del gimnasio.

La primera vez que vi Rocky tenía doce años. Está ambientada en Filadelfia, pero podría haberse rodado en Nueva York. Desde entonces, me encanta el boxeo. No voy a dejar mi trabajo para entrenar para el campeonato de pesos pesados ni nada de eso, pero no hay mejor forma de hacer ejercicio que pelear unos cuantos asaltos contra un rival decente en el ring.

Ahí está Ronny Butler. Es el cincuentón con barba de cuatro días del chándal gris y el crucifijo de oro macizo colgado del cuello que está en la esquina del cuadrilátero gritando críticas a los dos luchadores que se miden en el ring. Es el dueño. Ronny no tiene nada que ver con Mickey, el entrenador de Rocky Balboa, pero es un buen hombre y un gran entrenador.

Con el paso de los años, he ido reuniendo la poca información que se le iba escapando cada vez que me quedaba el último antes de cerrar. En los ochenta, Ronny era un pez gordo de Wall Street y vivía el gran sueño americano. Un viernes por la noche, llevaba a su familia en coche a los Hamptons. Salieron tarde porque él se entretuvo más de la cuenta en el despacho, y un camionero se durmió al volante, sobrepasó la mediana, invadió el carril contrario y chocó de frente contra el BMW de Ronny. Él sólo tenía una contusión y el fémur fracturado, pero su mujer y su hija no sobrevivieron.

Pasó algunos años ahogando las penas en una botella y unos cuantos más desintoxicándose. Luego utilizó el dinero del seguro para montar ese negocio. No es un hombre amargado ni triste, pero tampoco lo describiría como una persona feliz. Creo que el gimnasio lo ayuda a seguir adelante y le da un motivo para levantarse por las mañanas.

—¡Atrás, Shawnasee! —Ronny le grita al púgil que tiene arrinconado a su sparring contra las cuerdas y le está castigando las costillas—. Esto no es Las Vegas, joder, déjalo respirar.

El tal Shawnasee es un imbécil. Ya conocéis el tipo: joven, impulsivo, la clase de idiota que se bajaría del coche para pegarle un puñetazo a un pobre diablo por haberle cerrado el paso en la autopista. Ése es otro de los motivos por los que me gusta boxear: es la oportunidad perfecta de poner a los idiotas en su sitio sin que te condenen por agresión. Shawnasee lleva meses intentando que me suba al ring con él, pero pegarle a alguien con una técnica tan pobre como la suya no me resulta divertido. Da igual lo fuerte que pegue, no tiene ninguna posibilidad de ganar. Estoy esperando a que mejore y entonces le daré una paliza.

Mi mirada se cruza con la de Ronny justo cuando separa a los boxeadores y lo saludo asintiendo con la cabeza. Me voy a los vestuarios, me quito el traje y paso una hora golpeando el saco. Luego me siento en la máquina de remo hasta que mis bíceps gritan clemencia y mis piernas parecen de gelatina. Acabo con diez minutos de saltos con la cuerda, lo que puede parecer fácil pero no lo es. Intentad saltar a la cuerda la mitad de ese tiempo y me apuesto lo que queráis a que acabaréis teniendo la sensación de que os va a dar un ataque al corazón.

Cuando el ring queda libre, subo y peleo tres asaltos contra Joe Wilson, un abogado de la parte alta de la ciudad con el que ya me he medido otras veces. Es un buen oponente, pero el resultado se decanta claramente a mi favor. Cuando acabamos, hacemos chocar los guantes con deportividad y yo vuelvo al vestuario a recoger mis cosas. De camino a la salida, le doy una palmada en la espalda a Ronny, voy corriendo hasta el metro y lo cojo para volver a casa.

No me avergüenza confesar que mis padres me compraron este apartamento cuando me gradué en la universidad. Por aquel entonces, este piso estaba ligeramente por encima de mis posibilidades económicas. Está muy bien situado, desde aquí puedo ir caminando al despacho y tiene unas vistas impresionantes de Central Park. Como llevo viviendo aquí desde que acabé la universidad, carece del estilo que uno esperaría de un exitoso hombre de negocios. Echad un vistazo.

Los sofás de piel negra están frente a una enorme pantalla de televisión equipada con un sistema de sonido de alta calidad. En los estantes de cristal de debajo hay alineados un buen número de videojuegos. La mesita también es de cristal, pero está mellada por las esquinas de tantos años de apoyar pies y botellas. De la pared cuelga una sombría pintura de una montaña de un artista japonés de renombre y, en la pared de enfrente, está expuesta mi valiosa colección de gorras de béisbol clásicas. En una esquina hay una vitrina donde se puede admirar el premio que gané el año pasado por mi excelente gestión como agente financiero. Junto al premio tengo el casco auténtico de Boba Fett, el que llevó el actor durante el rodaje de El imperio contraataca. También hay varias estanterías empotradas de madera oscura en las que tengo varios recuerdos deportivos, libros de arte, fotografía y economía, y una docena de marcos de distintas clases con instantáneas de mi familia y amigos hechas en los mejores momentos de mi vida. Fotografías que saqué yo mismo.

La fotografía es mi pasatiempo. Ya os contaré más cosas sobre el tema más adelante.

En el salón, en lugar de tener la clásica e inservible mesa rodeada de sillas, puse una mesa de billar y una máquina antigua con el juego de los Space Invaders. Pero mi cocina está perfectamente equipada: encimeras de granito negro, suelos de mármol italiano, apliques de acero inoxidable y una batería de cocina que haría las delicias de cualquier ama de casa. Me gusta cocinar, y lo hago muy bien.

Quizá sea cierto eso de que al corazón de un hombre se llega a través de su estómago, pero también es la ruta más directa a las bragas de una chica. Para una mujer, un hombre que sabe desenvolverse en la cocina es todo un hallazgo. Decidme que me equivoco.

En fin, mi apartamento es genial. Es grande pero confortable, impresionante pero sin llegar a ser intimidante. Después de darme un agua en mi ducha de cristal con triple chorro, me seco con una toalla y paso un minuto observando mi propia imagen en el espejo de cuerpo entero. Mi pelo, que normalmente es castaño claro, está más oscuro a causa de la humedad y despunta de formas extrañas por haberlo frotado con la toalla. Debería cortármelo, si lo dejo crecer demasiado me salen ricitos de niño mono. Me paso la mano por la barba de tres días que me ensombrece la barbilla, pero no me apetece afeitarme. Me pongo de lado, flexiono el bíceps y me enorgullezco del músculo que sobresale. No estoy tan musculado como esos cabezas huecas que se pasan la vida en los gimnasios, pero tengo un cuerpo fibroso, esbelto y poderoso: en la tableta de chocolate que recubre mi estómago no hay ni un gramo de grasa.

Quizá estéis pensando que soy un imbécil por estar aquí parado mirándome en el espejo pero, creedme, lo hacen todos los tíos. Lo que pasa es que no nos gusta que nos sorprendan haciéndolo. Y, cuando uno dedica tanto tiempo a su cuerpo como yo, la recompensa hace que valga la pena.

Me pongo un bóxer de seda y caliento un plato de pasta con pollo que me sobró ayer. No soy italiano, pero si pudiera comería pasta cada día de la semana. Cuando acabo de lavar los platos ya son las ocho y media. Sí, soy un hombre que se lava sus propios platos.

Moríos de envidia, chicas: soy un bicho raro.

Luego me dejo caer en mi alucinante cama extragrande y cojo el cheque dorado que llevo metido en el bolsillo trasero de los pantalones.

Deslizo el dedo por las letras que se leen sobre el cartón verde.

DEE WARREN

QUÍMICA

COMBUSTIBLES LINTRUM

Y automáticamente recuerdo la suave y tersa piel que asomaba por debajo de su ajustada camiseta rosa. Mi polla cabecea; supongo que ella también se acuerda.

Normalmente esperaría un día o dos para llamar a una chica como Delores. La planificación es crucial. Parecer demasiado impaciente es un error de novato: a las mujeres les gusta que las persigan los cachorritos, no los hombres.

Pero ya es miércoles por la noche y me encantaría quedar con Dee el viernes. El siglo XXI es la era de películas como Qué les pasa a los hombres y libros como El arte de seducir para dummies, cosa que significa que llamar a una chica cualquiera para juguetear una noche ya no es tan fácil como antes. Ahora hay todas esas malditas reglas; reglas que yo aprendí a base de leches.

Como, por ejemplo, que si un tío quiere quedar con vosotras la misma noche que llama se supone que debéis decir que no porque eso significa que no os respeta. Y si quiere salir con vosotras un martes es porque tiene mejores planes para el sábado por la noche.

Intentar estar al día de esas reglas tan cambiantes es más difícil que seguir el hilo del debate sobre salud en el Congreso. Es como un campo de minas: un solo paso en falso y tu polla no volverá a ver acción en mucho tiempo. Pero si conseguir echar un polvo fuera fácil, todo el mundo lo haría a todas horas. Y muy probablemente no harían nada más.

Cosa que me lleva al pensamiento siguiente: ya sé que las feministas siempre se quejan de que los hombres tienen todo el poder, pero cuando se trata de las citas, y por lo menos en Estados Unidos, eso no es así. En cualquier bar, todos los fines de semana, siempre son ellas las que eligen. Las mujeres pueden escoger porque los hombres jamás rechazarían una oportunidad.

Imagináoslo: la música a todo volumen, cuerpos frotándose los unos contra los otros y una mujer del montón acercándose a un tío que se está tomando una copa en la barra. Y le dice: «Quiero follarte hasta que pierdas el sentido». Y él contesta: «No, gracias, la verdad es que esta noche no estoy de humor para el sexo». ESO JAMÁS HA SALIDO DE LA BOCA DE NINGÚN HOMBRE.

Las chicas nunca tienen que preocuparse de que las rechacen, siempre que no estén apuntando muy por encima de sus posibilidades, claro. No tienen por qué agobiarse pensando en si van a tener suerte. Para las mujeres, el sexo es como un bufet libre: sólo tienen que elegir el plato que más les gusta. Dios creó al hombre con un fuerte apetito sexual para asegurar la supervivencia de la especie. Sed fecundos y multiplicaos y todo eso. Y para tíos como yo, que sabemos lo que hacemos, tampoco es tan complicado. Pero para los menos diestros de mi especie, mojar puede resultar una tarea compleja.

Cuando cojo el teléfono para marcar el número que aparece en la tarjeta de visita, siento una ligera inyección de adrenalina. No estoy nervioso, es más bien una consecuencia de la expectativa. Me doy unas palmaditas sobre la pierna al ritmo de Enter Sandman de Metallica y, cuando empiezo a oír los tonos, se me hace un nudo en el estómago.

Supongo que se acordará de mí. Me encargué de hacerme notar. Y también doy por hecho que se mostrará receptiva a mi proposición; quizá esté incluso impaciente. Pero lo que no espero es que su voz me perfore el tímpano cuando descuelga y la oigo gritar:

—¡No, gilipollas, no quiero volver a escuchar la canción! ¡Llama a Kate si necesitas público!

Me separo el auricular de la oreja y compruebo que he marcado el número correcto. Sí que lo es.

Y entonces digo:

—Mmm, ¿hola? ¿Dee?

Hace una pausa cuando se da cuenta de que no soy el gilipollas.

Y entonces contesta:

—Sí, soy Dee. ¿Quién es?

—Hola, soy Matthew Fisher. Trabajo con Kate. Nos hemos conocido en el restaurante esta tarde.

Hace otra breve pausa y entonces se le ilumina la voz.

—Ah, sí. Te recuerdo.

Veo que he conseguido dejar huella en ella.

—El mismo.

—Siento haberte gritado. Mi primo lleva todo el día dándome por el culo.

Mi polla se despereza al oír la palabra culo y tengo que esforzarme mucho para no ofrecerme a ocupar el puesto de su primo.

—¿Qué puedo hacer por ti, Matthew Fisher?

Se me desata la imaginación. De una forma muy detallada. Oh, todo lo que podría hacer...

Por un momento me pregunto si está hablando así a propósito o si estoy completamente salido.

Me decanto por pisar sobre seguro.

—Me estaba preguntando si te gustaría salir conmigo algún día. Quizá ir a tomar algo.

Detengámonos aquí un momento. Porque, a pesar de mis recientes quejas sobre las modernas complejidades a las que deben enfrentarse los hombres para ligar, yo siento que es mi deber ayudar a otros y extender mis conocimientos sobre cómo decodificar los mensajes masculinos. Pensad en mí como una versión semental de Edward Snowden o Julian Assange. Quizá debería montar mi propia web y llamarla DickiLeaks.4 Aunque, pensándolo mejor, no me gusta ese nombre: parece el síntoma de una enfermedad de transmisión sexual.

Por lo que al mundo de la pareja se refiere, hay tres categorías: follar, matar y matrimonio. Si un hombre os propone ir a tomar algo o salir por ahí, os está encasillando en la categoría «follar». No, no me lo discutáis, es completamente cierto. Si un hombre os pide una cita o quiere llevaros a cenar, también si os quiere llevar al cine, probablemente sigáis en la categoría «follar», pero en este caso tenéis potencial para progresar.

No tenéis por qué reaccionar a la propuesta de un tío basándoos en esa información, pero he pensado que querríais saberlo.

Ahora volvamos a la conversación telefónica.

Puedo percibir la sonrisa que destila su voz cuando acepta mi proposición.

—Yo siempre estoy disponible para una copa.

Fantástico. Más indirectas sexuales. Está claro que no me lo estoy imaginando. No hay duda de que me la voy a tirar.

—Genial. ¿Te va bien el viernes?

El silencio se apodera de mis oídos un segundo, y entonces sugiere:

—Y ¿qué tal esta noche?

Vaya. Supongo que Delores Warren no leyó el capítulo en el que se explica que hay que exigir dos días de margen para cualquier proposición sexual.

Soy un tío con suerte.

Y entonces se explica:

—Porque, claro, de aquí al viernes podría haber un apagón mundial, una sequía, los alienígenas podrían decidirse por fin a invadir la Tierra y esclavizar a toda la raza humana...

Jamás había oído nada parecido.

—Eso sería una desgracia. ¿Para qué esperar hasta el viernes?

Me gusta la forma que tiene de pensar esta chica. Y, como reza el dicho: no dejes para mañana a nadie a quien puedas tirarte hoy. O algo así.

—Hoy me va bien. —Me apresuro a aceptar—. ¿A qué hora?

Algunas chicas tardan una eternidad en arreglarse. Es muy molesto. Nadie debería necesitar tiempo para arreglarse para ir al gimnasio o a la playa.

—¿Qué te parece dentro de una hora?

Dos puntos para Dee: preciosas tetas y poco mantenimiento. Creo que me he enamorado.

—Perfecto —le digo—. Dime tu dirección y pasaré a recogerte.

Mi edificio tiene parking privado para los inquilinos. Muchos neoyorquinos gastan miles de dólares en pagar aparcamientos privados para no tener que conducir sus coches y evitar el tráfico de la ciudad. Pero a mí las caravanas no me afectan, siempre salgo con tiempo de sobra. Como ya he dicho antes, la planificación es la clave de todo.

Y, otra cosa, yo no tengo coche. Tengo una Ducati Monster 1.100 S personalizada. No tengo ninguna intención de cortarme el pelo y unirme a una banda ilegal ni nada de eso, pero ir en moto es otro de mis pasatiempos. Hay pocas cosas que me hagan sentir mejor que cruzar una autopista bajo el cielo azul de un precioso día de otoño cuando el color de las hojas está empezando a cambiar. Para un ser humano es lo más parecido a volar.

Saco la moto cada vez que se me presenta la ocasión. A veces alguna chica se queja del frío o de que se despeina, pero la verdad es que a las tías les encantan las motos.

Delores contesta:

—Y ¿qué tal si quedamos en algún sitio?

Ésa es una respuesta inteligente para una chica soltera. ¿Verdad que no se os ocurriría dar vuestro número de la seguridad social por internet? Pues tampoco debéis darle vuestra dirección a un tío que apenas conocéis. El mundo es una jungla y las mujeres, en especial, deberían hacer todo lo posible para evitar que esa jungla acabe llamando a la puerta de su casa.

No obstante, por desgracia eso también significa que mi moto se va a quedar en casa esta noche. Eso me entristece un poco.

—Como quieras.

Y antes de que pueda sugerir un sitio, Dee me toma la delantera.

—¿Conoces Stitch’s, en el número 37 de la calle West?

Claro que lo conozco. Es un local sencillo con buenas bebidas, música en directo y sillas cómodas. Como es miércoles por la noche, no estará a reventar, pero en Nueva York los bares nunca están vacíos.

—Sí, me suena.

—Genial. Te veré allí dentro de una hora más o menos.

—Estupendo.

Después de colgar no empiezo a vestirme enseguida. Yo no tengo manías con la ropa como esos jóvenes semiasexuales, pero tampoco soy un dejado. Podría estar listo para salir por la puerta en sólo siete minutos. Así que cojo la carpeta que llevo en el maletín y aprovecho el tiempo que me sobra para acabar de leer el informe que pensaba repasar antes de irme a dormir. Porque parece que no me iré a la cama precisamente pronto y, cuando lo haga, está claro que no lo haré solo.

3

Cuando llego a Stitch’s, aún es pronto. Me tomo una cerveza en la barra y luego salgo a fumarme un cigarrillo. Sí, soy fumador. Sacad el martillo y los clavos y empezad con la crucifixión.

Ya sé que es malo para la salud. No necesito ver los órganos internos de pacientes muertos de cáncer en esos anuncios escalofriantes para comprender que es un mal hábito. Gracias, alcalde Bloomberg, pero hacerme salir del local para fumar no conseguirá que deje de hacerlo, sólo me cabrea. Es una inconveniencia, no una medida disuasoria.

Sin embargo, soy considerado al respecto. No tiro las colillas por la calle ni soplo el humo en la cara de los ancianos y los niños. Alexandra me cortaría el cuello si se me ocurriera fumar cerca de Mackenzie. Y hablo en sentido literal.

Pero no tengo pensado dejarlo; por lo menos, de momento.

Por ahora, el daño a largo plazo que pueda estar haciendo a mis pulmones está eclipsado por lo mucho que disfruto fumando. Me hace sentir bien. Es así de sencillo. Ya os podéis quedar todas las galletitas saladas del mundo: no hay nada que combine mejor con una cerveza fría que un pitillo. Es tan exquisito como los bocadillos que preparaba mamá.

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