Control

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Él se limita a asentir y luego sale por la puerta.

Dee le da un buen trago a su Martini.

—Bueno, ya ha ocurrido.

—¿Crees que lo arreglarán? —le pregunto.

—No. Estoy segura de que se reconciliarán, seguirán juntos y mantendrán una relación a distancia. Pero llevan mucho tiempo sin estar bien. Su relación es como un depósito de cadáveres, está muerta. Y Billy tiene razón: soy incapaz de recordar la última vez que los vi discutir.

—Y ¿eso no es bueno? —pregunto terminándome la cerveza.

—Para ellos, no. No es que no discutan porque son felices, no se pelean porque, tal como lo veo yo, en el fondo ninguno de ellos quiere admitir que ya no tienen nada por lo que pelear.

Los matrimonios y las relaciones más sólidas son las que mantienen los buenos amigos que quieren acostarse el uno con el otro. Sólidos confidentes que no pueden quitarse las manos de encima. Cuando se lleva muchos años con la misma persona, se supone que se adquiere cierto grado de comodidad, que la pareja se amolda. Es lo mismo que te pasa con tus viejos pantalones de chándal preferidos.

Pero tiene que haber pasión, atracción desesperada. Una necesidad urgente. A veces, como en el caso de Steven y Alexandra, esa pasión es una ola que viene y va. Y ellos la satisfacen siempre que su estilo de vida se lo permite. Pero cuando la pasión desaparece y ya ni siquiera te molestas en reavivarla, lo único que te queda es amistad. Compañerismo.

Y quizá eso baste cuando se tienen ochenta años. Pero a los veinticinco es síntoma de que te estás dejando llevar por el conformismo.

—¿Nos vamos? —pregunta Delores.

—Sí. Por lo visto, ya sólo quedamos tú y yo.

Ella levanta el puño.

—Guerreros de fin de semana un miércoles. Vamos allá.

Delores y yo pasamos las horas siguientes yendo de un bar a otro. Jugamos a los dardos y al billar. En la última partida me gana cincuenta dólares porque no me doy cuenta de que estoy jugando con una estafadora experimentada.

Debería habérmelo imaginado.

Al final acabamos en una discoteca pegados y retorciéndonos el uno contra el otro en la abarrotada pista de baile. Pero Dee está más apagada que de costumbre. Parece agobiada, intranquila. Esta noche no es la impredecible chica jovial con la que he estado saliendo las últimas semanas.

Le sugiero que nos retiremos —mucho más pronto de lo que solía irme estos últimos años—, y nos vamos a su casa. Una vez allí, nos apalancamos en el sofá y hablamos de nada y de todo. Sacamos el tema de las mascotas y yo le hablo de

King, el enorme gran danés negro con el que crecí. Quería mucho a aquel enorme bastardo peludo, y me quedo horrorizado cuando Delores me dice:

—Yo nunca he tenido perro.

—¿De verdad? ¿Nunca? ¿Ni siquiera un chihuahua?

Niega con la cabeza.

—Tuve un hámster; son bastante autosuficientes. Mi madre nunca quiso aceptar la responsabilidad que supone tener perro. Por no hablar de la babafobia.

Sonrío porque ya me imagino que ésta va a ser buena.

—¿La qué?

—Babafobia. Padezco una legendaria aversión a cualquier hombre o animal que tenga unas glándulas salivares demasiado productivas.

—Me tomas el pelo.

—Ya sabes que no tengo ningún problema con los besos con lengua. Bien dados, son muy excitantes. Pero el exceso de saliva es asqueroso. Y los escupitajos y el babeo son definitivos: me provocan náuseas.

A Delores no le molesta la suciedad, el sudor ni el desorden. No le dan miedo los roedores, ni siquiera las ratas del tamaño de gatos que se pasean por la ciudad y que me acojonan hasta a mí. Está enamorada de mi moto y le gustan las serpientes. Por eso no puedo evitar que esta peculiaridad, esta grieta en su armadura de chica a la que todo le da igual, me resulte entrañable. Divertida.

Y quiero sacarle partido.

El niño de nueve años que llevo dentro se apropia de mis acciones, el mismo niño que pensó que sería muy divertido balancear una araña de patas largas en la cara de Alexandra a pesar de las consecuencias. Es la única explicación lógica que se me ocurre para justificar lo que hago a continuación.

—Entonces ¿te molestaría que hiciera esto?

Rebaño mi conducto nasal haciendo mucho ruido y luego hago bajarla espesa bola de flema hasta la garganta.

Delores se echa hacia atrás, cierra los ojos asqueada y levanta las manos.

—No hagas eso.

Me trago el escupitajo y sigo bromeando.

—Y supongo que no te gustaría que hiciera un John Bender delante de ti.

John Bender:

El club de los cinco. Si no sabéis de qué estoy hablando, mirad y aprended.

Delores parece bastante asustada.

—¡Ni se te ocurra!

Yo sonrío con ganas. Luego echo la cabeza hacia atrás, abro la boca y lanzo un impresionante lapo hacia arriba. El escupitajo vuela una buena distancia, se queda suspendido un momento y luego aterriza dentro de mi boca abierta. Antes de que pueda explicarle lo sabroso que está, Delores se levanta gritando.

—¡Ah! ¡Eso es asqueroso! —Empieza a sacudirse por el salón como si tuviera hormigas debajo del vestido y me señala mientras grita—: ¡Ya no eres Dios! ¡Ahora eres el hombre lapo y me das asco! ¡No pienso volver a besarte jamás!

—¿Me estás desafiando?

Ella se ríe con nerviosismo y empieza a recular.

—No, no. Tú y tu asquerosa lengua, alejaos de mí.

Me levanto del sofá en un santiamén y le rodeo la cintura con los brazos. Dee forcejea para liberarse y nos caemos al suelo gritando, dando vueltas y riendo. Al poco, consigo ponerme encima de ella, me coloco a horcajadas sobre su estómago y le inmovilizo las muñecas sobre la cabeza. Es imposible que consiga zafarse, pero no deja de intentarlo.

Y quizá se deba a la fricción de su cuerpo retorciéndose debajo del mío. Quizá sea porque me lo estoy pasando muy bien. O puede que se deba a las increíbles aventuras sexuales que hemos tenido en esta postura, pero sea cual sea el motivo, me siento instantánea y totalmente excitado.

Sin embargo, ignoro mi erección. No va a ir a ninguna parte y yo tengo una sesión de tortura pendiente. Mi lengua empieza a descender lentamente hacia la cara de Dee como si se tratara de un tentáculo en una película de terror. Ella no para de sacudir la cabeza de un lado a otro, y sus gritos están empezando a perforarme los oídos.

Entonces intenta morderme.

Así que voy al grano. Le lamo la mejilla y la frente asegurándome de dejar un buen reguero de babas, como si fuera una babosa mutante víctima de la radiación. Luego me centro en sus ojos cerrados y, cuando estoy a punto de deslizarme hacia su cuello, oigo un fuerte golpe en la puerta.

Al principio pienso que algún vecino habrá oído gritar a Dee y ha llamado a la policía. Me aparto de ella. Delores se levanta resoplando y haciendo sonidos de asco mientras se limpia la cara con energía. Luego me amenaza:

—Estás muerto, Fisher. Yo de ti, no cerraría los ojos esta noche.

Me río.

Dee abre la puerta sin echar antes un vistazo por la mirilla. Y allí parado, con la cabeza gacha y la guitarra en la mano, está Billy Warren. Levanta los ojos para mirar a Dee y pregunta:

—¿Puedo quedarme aquí esta noche?

—Sí, claro. ¿Qué...? ¿Estás bien?

Él deja la guitarra en una esquina. Tiene los ojos húmedos, parece que se esté esforzando por contener las lágrimas sin mucho éxito.

—Kate y yo... Nosotros... He roto con Kate.

15

Después de adelantarle algunos escasos detalles a Delores, Billy insiste en que debería ir a comprobar cómo está Kate. Por su forma de decirlo, da la impresión de que haya tenido un accidente de tren. Dee coge su abrigo y las llaves y me mira a los ojos desde la puerta. Luego ladea la cabeza en dirección a su primo pidiéndome en silencio que me ocupe de él mientras ella no está.

Yo asiento con seguridad. Ella esboza una sonrisa de agradecimiento y se va.

Y nos deja solos a mí y al bueno de Billy.

Me siento como si tuviera que hacer de anfitrión, pero éste es el apartamento de su prima y es evidente que se siente cómodo porque ya sabe dónde están las bebidas más potentes. En cuanto se cierra la puerta, Billy entra en la cocina y vuelve con una botella de vodka, dos vasos de chupito y dos cervezas.

Se sienta en el sofá, deja su parafernalia de borracho en potencia sobre la mesa y sirve dos chupitos. Desliza uno en mi dirección y se bebe el suyo de un trago. Cuando me acabo el mío, Billy ya se ha tomado el segundo.

Deja escapar un intenso suspiro y se queda mirando la mesa fijamente. Y entonces, sin levantar la mirada, me informa:

—Eres bueno para mi prima. La haces feliz. Dee elige fatal a los hombres, siempre ha tenido un gusto espantoso. Su tipo más habitual son los capullos, pero tú pareces decente.

Destapo mi cerveza.

—Me gusta pensar que sí. Ella también me hace feliz a mí.

Asiente. Luego me mira.

—Vale la pena. Me refiero al infierno que te habrá hecho pasar. Delores puede ser un grano en el culo, pero sólo es así porque le han hecho daño. Ha confiado en personas que no le convenían y ahora tiene miedo de volver a equivocarse. Pero su forma de amar es intensa. Siempre da todo lo que tiene. Si te deja llegar hasta ella, nunca te fallará.

—Ya sé que vale la pena. —Me río—. Y me estoy esforzando para que me deje llegar hasta ella.

Billy le da un trago a su cerveza.

—Bien.

Me ofrece otro chupito. Yo niego con la cabeza y se lo bebe él.

Entonces dice:

—Ya sé que no me conoces, tío, pero espero que seas sincero conmigo. ¿Hay algo entre Kate y ese tal Evans?

Las palabras quedan suspendidas entre nosotros un momento y luego le pregunto con cautela:

—¿Te ha dicho algo Kate?

Le da un trago a la cerveza y luego niega con la cabeza.

—No, sólo es un presentimiento. Siempre está hablando de él, ya sea porque la ha cabreado, porque la ha ayudado con algo o porque ha hecho algo jodidamente brillante.

En situaciones así, no me gusta mentir. Me educaron en la idea de que el mundo te tratará de la misma forma que tú trates a los demás. Por otro lado, Drew es mi mejor amigo. Y, aunque Billy parece un buen tío, si tengo que salvar el culo de alguien, no será el suyo.

—Kate no parece la clase de chica capaz de engañar, Billy.

—Y no lo es. Por lo menos, nunca lo ha sido.

Asiento.

—Y Drew... Bueno, él no se lía con las chicas del despacho. Es una especie de regla de oro para él. Nunca la ha quebrantado. Ni una sola vez.

Billy se recuesta en el sofá tranquilizado, aliviado por mi afirmación.

Y entonces dice con amargura:

—Esto es una mierda.

Estoy de acuerdo.

—Las rupturas siempre son una mierda.

Billy resopla.

—Para mí es la primera vez. Kate y yo llevamos toda la vida juntos, desde que teníamos quince años. Ella ha sido mi primera vez para todo. Pensé que también sería la última. La única.

Yo me limito a asentir y a dejarlo hablar.

—Pero estos últimos años... Tengo la sensación de que sólo hemos estado cuidando el uno del otro, ¿sabes? Creo que nunca dejaré de quererla, pero ya no es lo mismo. No es suficiente. Ya no encajamos.

—Eso pasa a menudo —admito con empatía—. La gente cambia.

Él también asiente.

—Sí. —Le da otro trago a la cerveza—. Pero sigue siendo una mierda.

—Irá a mejor.

Nos quedamos sentados en silencio durante algunos minutos; nuestro momento de confesión ha pasado.

Así pues, cojo el mando a distancia del televisor y busco las películas a la carta.

—¿Quieres ver

Depredador?

Billy se sirve otro chupito.

—Claro. No la he visto.

Sonrío.

—Te cambiará la vida.

Delores vuelve pocas horas antes del amanecer. Yo estoy medio dormido en el sillón abatible y Billy está totalmente frito en el sofá.

La botella de vodka está vacía sobre la mesita: ha cumplido su propósito.

Dee se quita los zapatos y suspira. Entonces me ve y se sorprende.

—¿Aún estás aquí?

—¿Debería haberme ido?

—No, no pasa nada.

Tapa a su primo con una manta y le acaricia el pelo con ternura como haría una madre con un niño con fiebre. Luego pasa junto a mí de camino a su dormitorio. Yo me levanto para seguirla.

—¿Cómo está Kate?

Delores se quita el conjunto que llevaba cuando salimos y su ropa se desliza hasta el suelo. La deja ahí y se queda en braguitas con estampado de leopardo y un sujetador a juego.

—Kate está hecha un desastre. Está dolida. Billy le dijo cosas bastante feas durante la discusión. Cosas duras. Y ella se siente culpable. Billy se esforzó mucho para apoyar a Kate cuando ella estaba estudiando. Y, ahora que ve que no podrá devolverle el favor, se odia por ello.

Dee me da la espalda para quitarse el sujetador y se vuelve después de ponerse una camiseta roja de los Philadelphia Phillies.

—Gracias por quedarte con él, Matthew.

—No hay de qué.

Suspira, pero se la ve tensa.

—Estoy muy cansada.

Empiezo a desabrocharme la camisa para meterme en la cama con ella. No tengo ninguna intención de echar un polvo, aunque con lo que ha bebido su primo esta noche, no creo que lo despertara ni el revolcón más festivo. Y entonces Dee me coge por sorpresa.

—Ya puedes irte.

Mis dedos se quedan petrificados sobre los botones.

—¿Qué?

—He dicho que muchas gracias, estoy cansada, ya puedes irte.

Sus ojos están vacíos y su expresión inerte, como un maniquí en un escaparate.

Doy un paso hacia ella intentando quebrantar su actitud.

—Dee, ya sé que estás triste...

—¡O quizá sólo sea que no quiero que estés aquí, Matthew! —espeta—. Tal vez sólo quiera estar sola.

Y, sí, por si os lo estáis preguntando, ésta es mi cara de cabreado. Dientes y labios apretados y la adrenalina brillando en los ojos. Me cabrean sus palabras, su actitud y su puta incapacidad para vernos a mí y a nuestra relación sin la nube negra de su pasado flotando sobre ella.

—Tú no quieres estar sola, sólo estás asustada. Ves a Kate y a tu primo y no quieres sentir lo que ellos están sintiendo.

Comienza a aplaudir despacio, con sarcasmo.

—Brillante deducción, Watson. Olvídate del estriptis si te falla el mundo de las finanzas, por lo visto quieres ser psicoanalista.

Me paso la mano por el pelo tratando de controlar la frustración que me está dando ganas de atravesar la pared de su dormitorio de un puñetazo.

—Esto de apartarme de tu vida está empezando a ser aburrido, Delores.

—Pues ahí está la puerta. —La señala—. ¿Por qué no vas a buscar algo nuevo?

Le contesto en voz baja pero muy enfadado:

—Buena idea. Eso haré.

Y entonces doy media vuelta y salgo del dormitorio.

Cruzo el comedor y, cuando pongo la mano sobre el pomo de la puerta, me detengo. Porque esto es exactamente lo que ella espera que haga. Que abandone. A ella.

Lo nuestro.

Dee prefiere golpear primero y luego tirar la toalla arriesgarse a recibir algún golpe después.

Eso ya lo tengo claro. Y también sé que lo último que quiere es que me vaya.

Y que la deje sola.

Suelto el pomo y vuelvo decidido al dormitorio. Está sentada en el borde de la cama, de espaldas a mí.

—No pienso irme. ¿Quieres gritar? Puedes gritarme a mí. ¿Tienes ganas de golpear algo? Yo puedo encajar el golpe. O, si lo prefieres, no tenemos por qué hablar. Pero yo no me voy a ninguna parte.

Me siento en la cama y me quito los zapatos; luego me quito el resto de la ropa. Dee se desliza bajo las sábanas y acto seguido apaga la lámpara, pero la habitación no se queda del todo a oscuras. Por la ventana entra la luz suficiente como para recortar su silueta: está boca arriba, mirando al techo. Me tumbo junto a ella con los calzoncillos puestos y, en cuanto mi cabeza se posa sobre la almohada, ella se acerca a mí, se coloca de lado y apoya la frente sobre mi bíceps.

—Me alegro de que no te hayas ido.

La rodeo con el brazo para acercarla más a mí. Ahora tiene la mejilla sobre mi pecho, la mano sobre mi estómago, y nuestras piernas están entrelazadas. Delores susurra:

—¿Qué se supone que debería hacer mañana? Es Acción de Gracias. Kate, Billy y yo íbamos a pasar el día juntos, queríamos salir a comernos un buen filete.

Frunzo el ceño.

—¿Un filete?

Noto cómo se encoge de hombros.

—Todo el mundo come pavo. Odio hacer lo que hace todo el mundo.

Y no puedo evitar sonreír.

—No puedo elegir entre ellos —continúa—. Esto ya va a ser lo bastante duro, no quiero que ninguno de los dos se sienta solo. —Levanta la cabeza y me mira a los ojos—. Si Steven y Alexandra rompieran, ¿con quién elegirías pasar el día?

Le acaricio la espalda con suavidad y le respondo de la forma menos útil que existe:

—No lo sé.

Vuelve a apoyarse sobre mi pecho. Y yo añado:

—No tienes por qué elegir. Podrías pasar de los dos y quedarte conmigo todo el día.

Resopla.

—No puedo hacer eso.

En ningún momento he pensado que aceptaría.

Le sugiero una alternativa.

—Tu primo estará durmiendo la mona durante varias horas. Y, cuando se despierte, te puedo garantizar que no querrá comer. Déjale una nota a Billy, queda con Kate para almorzar, pasa la tarde con ella y luego sal con él y coméis algo juntos más tarde.

—Pero los dos seguirán estando solos durante una parte del día.

—Son adultos, Dee. Se las apañarán. Y, quién sabe, quizá mañana incluso acaben arreglando las cosas.

—No lo creo —dice con delicadeza—. Y probablemente lo mejor sea que no lo hagan.

—Tu primo ha dicho más o menos lo mismo.

Me da un suave beso en el pecho, un besito muy dulce.

—Es muy triste. Es el fin de una era.

La abrazo. Dee echa la cabeza hacia atrás para mirarme.

—Matthew, estas últimas semanas, tú y yo... Yo... —Se queda en silencio un momento y se humedece los labios—. Me alegro mucho de que te hayas quedado esta noche.

—Yo también.

Algunos minutos después, su respiración se vuelve regular y profunda. Pienso que se ha quedado dormida hasta que me dice con un hilo de voz:

—No me hagas daño, ¿vale?

Le paso la mano por el pelo y la abrazo con fuerza.

—Jamás, Delores. Te lo prometo.

Y ésas son las últimas palabras que decimos antes de quedarnos dormidos.

A la mañana siguiente, Dee se despierta el rato suficiente para darme un beso de despedida. Paso junto a Billy, que sigue muerto en el sofá, y me voy a casa a darme una larga ducha. Luego conduzco hasta la casa de campo de los padres de Drew para celebrar el día en familia.

Allí me encuentro con los sospechosos habituales: John y Anne, Steven y Alexandra, George, y mi madre y mi padre. Hago la ronda de apretones de manos y abrazos en dirección al invernadero que hay en la parte de atrás, donde disfruto un momento de las vistas panorámicas del impoluto jardín y de la imagen de Drew y Mackenzie subidos en extremos opuestos del mismo balancín en el que jugábamos cuando éramos niños, en una vida pasada.

Da la sensación de que estén manteniendo una conversación seria, pero decido salir por la puerta de atrás para ir con ellos de todos modos. Drew le dice a Mackenzie que he llegado y la niña salta del balancín, corre y se abalanza entre mis brazos como si no me hubiera visto en meses. Yo la estrecho con fuerza cuando sus pequeños brazos me rodean el cuello.

Al poco, la dejo de nuevo en el suelo y volvemos con Drew.

—Hola, tío —me saluda.

—¿Qué pasa? —le pregunto—. Anoche te marchaste pronto. No volviste a la fiesta.

Se encoge de hombros.

—No estaba de humor. Me fui al gimnasio y luego me metí en la cama.

Vaya. Esa clase de comportamiento no es propio de Drew, y me pregunto si tendrá algo que ver con la actitud malhumorada que mostró con Kate y Billy en la fiesta.

—¿Tú saliste con Delores? —pregunta.

Asiento y sondeo el terreno.

—Con ella, Kate y Billy.

Niega con la cabeza.

—Ese tío es un lameculos.

Mackenzie viene hacia nosotros y le acerca a Drew el Tarro de las Palabrotas, un invento de Alexandra para tenernos controlados cuando estamos con su hija. Es mi perdición y un completo incordio, todo al mismo tiempo.

—No está tan mal.

Pero Drew dice:

—Los idiotas me ponen de mal humor.

Y pierde otro dólar.

Creo que lo hace a propósito. En realidad, dice más palabrotas de las que diría si no existiera ese tarro. Es como una especie de psicología inversa retorcida, sólo lo hace para transgredir el sistema y demostrarle a su hermana que no piensa dejarse controlar.

Quizá os estéis preguntando por qué no le he contado lo de la ruptura de Billy y Kate. La respuesta es muy sencilla: los tíos no cotilleamos. No hablamos de cosas como las relaciones de los demás. A duras penas hablamos de nuestras relaciones. Es así de fácil.

Además, si supiera que lo han dejado, Drew se abalanzaría sobre Kate como las moscas a la miel. Todo el mundo sabe que las chicas abandonadas son como fruta madura. Presas fáciles. Y creo que eso podría darle a él una ventaja injusta en su pequeña batalla de sexos. Una ventaja que no necesita.

Y la verdad es que las parejas rompen continuamente y acaban reconciliándose al día siguiente. A pesar de lo que dijo Dee, Billy parecía bastante hecho polvo por Kate. Tengo la sensación de que lo intentará una última vez antes de dar por concluido el juego.

No tiene ningún sentido darle esperanzas a Drew.

—Y ¿qué hay entre Delores y tú? —me pregunta.

Sonrío y respondo con sencillez:

—Estamos saliendo. Es muy guay.

—Supongo que ya te la has tirado.

Frunzo el ceño. Porque aunque ya sé que no pretende ser irrespetuoso, Dee no es una chica cualquiera, y oírlo hablar de ella como si lo fuera suena irrespetuoso. Así que lo corto directamente:

—No va de eso, Drew.

Está confuso.

—Y entonces ¿de qué va, Matthew? Llevas dos semanas sin salir. Puedo entender que no te apetezca porque estás encoñado y tienes el cupo cubierto. Pero, si no es así, ¿qué pasa?

Espero a que Mackenzie se acerque a nosotros con el Tarro de las Palabrotas, pero no lo hace. Supongo que ésa no la ha oído.

Me gustaría que Drew me entendiera, pero como nunca ha estado enamorado de nadie que no sea él mismo, no tengo muy claro que consiga entenderlo.

—Ella es... diferente. Es difícil de explicar. Hablamos, ¿sabes? Y me paso todo el día pensando en ella. Es como si en cuanto me despidiera de ella no pudiera esperar ni un minuto más para volver a verla. Es que simplemente... me alucina. Ojalá supieras a qué me refiero.

Él me advierte:

—Estás entrando en un territorio muy peligroso, tío. Ya ves cómo le va a Steven. Ese camino va directo al Lado Oscuro. Y siempre dijimos que no nos dejaríamos arrastrar ahí. ¿Ya sabes lo que haces?

Yo me limito a seguir sonriendo y pongo mi mejor voz de Darth Vader para decirle:

—No conoces el poder del Lado Oscuro.

No hay ninguna duda de que esta comida de Acción de Gracias la recordaremos toda la vida. O que tendremos pesadillas con ella. Si hubiera tenido mi cámara a mano, habría documentado toda la divertida y terrible debacle. Fui un ingenuo al pensar que Mackenzie no había oído a Drew cuando dijo «encoñado». Ya lo creo que lo oyó. El motivo por el que no le pidió que pagara fue porque no sabía que era una palabrota.

Pero cuando repitió la palabra sentada a la mesa de Acción de Gracias, le quedó muy claro. Y se desató el infierno.

No puedo evitar volver a reírme al recordarlo. El momento en que la niña le preguntó a Steven «¿Qué significa encoñado, papá?» quedará archivado en mi mente como lo más divertido que he oído en la vida. Me sorprendí tanto que escupí la aceituna que tenía en la boca y casi dejo ciego a Steven al alcanzarlo justo en el ojo. El padre de Drew estuvo a punto de atragantarse con el pavo y mi madre tiró una copa de vino, dejando así un recuerdo permanente del momento en el mantel de encaje de Anne Evans.

Un gran momento.

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