Control

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Control

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Me parece que alguien debe de haber puteado a Phil Collins a lo grande.

Canto parte de la letra porque sólo me estáis viendo vosotros y, bueno, porque para ser una canción de los ochenta es bastante buena.

Y entonces, vaya... Empieza a sonar

Total Eclipse of the Heart completando el trío de canciones desgarradoras que más ganas dan de suicidarse de toda la década de los ochenta.

Yupi.

Disculpadme mientras voy a cortarme las venas al baño.

18

La mañana del miércoles hay una reunión de personal en la sala de juntas. Asisto en estado comatoso y escucho sólo parte de lo que se dice. Cuando acaba, todo el mundo se va a excepción de Kate, que sigue sentada a la mesa rebuscando y organizando la pila de documentos y carpetas que tiene delante.

Ella es la mejor amiga de Delores y, sí, eso significa que hay un código. Tan impenetrable como el Código Azul del Silencio.8 Pero llegados a este punto, no tengo nada que perder.

—Hola.

Me sonríe con delicadeza.

—Hola, Matthew.

No me ando por las ramas:

—¿Ella habla de mí alguna vez?

Kate pega los ojos a la mesa de juntas.

—No dice ni una palabra.

Ayyy.

Pero no pierdo la esperanza tan pronto.

—¿Piensa en mí?

Kate me mira a los ojos y en ellos veo empatía y cierta tristeza. No estoy seguro de si la tristeza es por mí o es por Delores. Y susurra:

—Cada día. Todo el tiempo. No ha salido de casa. Está muy deprimida y pasa el rato viendo películas. No quiere admitirlo, pero yo sé que es por ti.

Bueno, eso es algo. La tristeza adora la compañía, y la de Delores me provoca una enfermiza punzada de consuelo. Me reconforta. Me da la sensación de que por lo menos no estoy solo.

—Matthew, ¿por qué no la llamas? A veces las parejas se pelean, y eso no tiene por qué significar que se haya acabado.

Empiezo a negar con la cabeza antes de que termine de hablar.

—No puedo llamarla. A Delores le gusta que la persigan, eso lo entiendo. Pero en algún momento tiene que dejar de correr y permitir que la coja. Yo me he desvivido por ella para demostrarle lo importante que es para mí y para que entienda que creo que lo nuestro va para largo, si ella quiere. No obstante, ahora le toca a ella. Tiene que demostrarme que ella también quiere.

El orgullo no siempre es un pecado. A veces es un salvador que evita que hagas demasiado el imbécil y que, además de parecer tonto, acabes convirtiéndote en uno.

—Yo ya estuve con alguien que quería otra cosa, que quería a otro. Y no pienso volver a pasar por eso.

Kate asiente esbozando una pequeña sonrisa.

—Pues, por si sirve de algo, espero que Dee abra pronto los ojos.

—Gracias.

Doy algunos pasos en dirección a la puerta, pero me detengo porque, aunque no he visto a Drew, mi instinto me dice que lo está pasando mal, que se está lamiendo las heridas.

Las peores heridas que uno puede tener.

Y mi intuición me informa de que Kate es víctima del mismo mal, aunque se le da mejor esconderlo.

—Escucha, Kate... Sobre lo que pasó entre tú y Drew...

Todas las señales de camaradería desaparecen de su rostro. Su mirada se endurece, aprieta las labios y me corta con un tono áspero:

—No, Matthew. No.

Supongo que Drew no es el único empeñado en hacer voto de silencio.

—Vale. —Le estrecho el hombro—. Que tengas un buen día.

Kate esboza una sonrisa tensa y yo me voy a mi despacho.

Por la tarde, me paso por casa de Steven y Alexandra para cuidar de Mackenzie mientras ellos van al cine. Lexi me abre la puerta, me mira durante más tiempo del necesario y luego mira detrás de mí. Al ver el espacio vacío, la compasión se refleja en su rostro.

Me da un abrazo firme y me dice:

—¿Sabes, Matthew? A veces hay personas demasiado diferentes.

Yo trago saliva con fuerza.

—Sí, ya lo sé, Lex.

Pero no tenemos tiempo de regodearnos en la tristeza porque un terremoto rubio aparece corriendo por el pasillo con un camisón de princesa de color azul y agarrando un osito de peluche en una mano. Colisiona contra mis piernas y me rodea las rodillas con los brazos.

—¡Ya estás aquí!

La cojo por debajo de los brazos y la levanto del suelo.

—Hola, princesa.

—¿Quieres jugar a tomar el té, tío Matthew? Tu puedes ser Buzz Lightyear y yo seré la señora Nesbit.

—Me parece que ése será el plan más divertido que tendré en toda la semana.

La niña me recompensa con una alucinante sonrisa llena de diminutos dientes. Y, por primera vez en varios días, el peso que tengo en el corazón parece un poco más ligero.

Steven ayuda a Alexandra a ponerse el abrigo y los dos le dan un beso de buenas noches a Mackenzie.

—A la cama a las ocho —me informa Alexandra—. No dejes que intente negociar más tiempo.

—No estoy seguro de poder resistirme a esos enormes ojos azules de cachorrito.

Se ríe.

—Sé fuerte.

Cuando se van, cierro la puerta principal. Paso la siguiente hora y media jugando a tomar el té con Mackenzie y sus Barbies. Luego construimos una pared de bloques y la derribamos con su Humvee teledirigido. Y, antes de meterla en la cama, lanzamos algunos tiros a la canasta infantil que le compré por su cumpleaños.

Cuando ya está bien tapada, me pide que le lea un cuento y saca un finísimo libro de Disney de debajo de la almohada.

La Cenicienta.

Mackenzie abraza su oso y me mira con sus enormes y soñolientos ojos. Cuando llegamos a la parte en la que el príncipe se declara, me pregunta:

—¿Tío Matthew?

—¿Mmm?

—¿Por qué no es la Cenicienta quien va a buscar al príncipe con su zapato de cristal? ¿Por qué no va a decirle que ella es la chica que está buscando? ¿Por qué se queda a esperarlo?

Pienso en lo que me ha preguntado y no puedo evitar compararlo con lo que ha ocurrido entre Delores y yo.

—Quizá..., es posible que la Cenicienta no estuviera del todo segura de lo que el príncipe sentía por ella. Puede que necesitara que fuese él quien fuera a buscarla para estar completamente segura de que la quería.

Esto es muy triste: estoy hablando de amor con una niña de cuatro años.

Cómo caen los poderosos.

Mackenzie asiente para darme a entender que me ha comprendido y yo sigo leyendo hasta que...

—¿Tío Matthew?

—¿Sí?

—¿Cómo es que el príncipe no sabía que la chica era la Cenicienta? Si la quería, habría recordado cómo era, ¿no?

Y entonces me acuerdo de la provocativa sonrisa de Delores, de sus perfectos labios, de la cálida ternura que anida en sus ojos cuando se despierta junto a mí, de cómo me siento acariciándola con las yemas de los dedos, es como tocar el pétalo de una rosa.

Mi voz suena entrecortada cuando contesto:

—Sí, Mackenzie. Si la quería, no debería haber olvidado su aspecto. Jamás.

Ella bosteza. Es un bostezo largo que le abre mucho los ojos. Luego se da media vuelta y se acurruca en su almohada.

Y entonces adopta un tono soñoliento y dice:

—Creo que el tío Drew tiene razón: el príncipe es un mierda.

Y ésas son las últimas palabras que dice antes de dejarse llevar al país de los sueños.

El jueves, en el trabajo, mi padre se pasa por mi despacho y me dice que mi madre me espera esa noche a cenar. Decepcionar a mi madre es un pecado capital, y lo último que necesito en este momento de mi vida es que mi viejo ponga mi nombre en el primer puesto de su lista negra.

Llego a las cinco y media en punto. Mis padres viven en una casa de varios pisos con cuatro habitaciones que data de los años veinte. Conserva sus molduras originales, tiene tres chimeneas ornamentales, un salón, sala de estar, una sala de música, despensa y un espacioso comedor formal.

¿Realmente necesitan tanto espacio? No. Pero jamás se plantearían mudarse. En especial cuando me fui de casa porque, tal como solía decir mi madre, por fin podían volver a tener cosas bonitas.

Imagino que no faltarán muchos años para que tengamos que instalar una de esas geniales sillas automáticas para ayudarlos a subir la escalera.

Después de que Sarah me abra la puerta —Sarah es la asistenta que lleva toda la vida trabajando para mis padres—, me reúno con mi madre en el salón; se está tomando una copa de jerez junto a la chimenea.

Cuando me ve sonríe, se levanta y me abraza.

—Hola, cariño. Me alegro mucho de que hayas podido venir. —Se me queda mirando—. Pareces cansado. Debes de estar trabajando demasiado.

Yo le sonrío.

—Qué va, mamá, la verdad es que no.

Nos sentamos y me cuenta que ha plantado unos crisantemos y me explica los últimos chismes del club de campo. Cuando mi padre sale de su estudio, es la señal de que ha llegado la hora de cenar.

La mesa del comedor no es demasiado larga, sólo tiene seis sillas, pero mi padre come en un extremo leyendo el periódico por encima, mi madre cena en el extremo opuesto, y yo en medio.

Mientras corta un trozo de su pollo

cordon bleu, mi madre me pregunta:

—¿Te sigues viendo con aquella joven que conocimos en la fiesta del despacho? Me gustó mucho, Matthew. Era muy alegre. ¿Verdad, Frank?

—¿Qué?

—La chica que Matthew llevó a la fiesta del despacho. Nos gustó mucho, ¿verdad? ¿Cómo se llama? ¿Deanna?

—Delores —ruge mi padre demostrando que sí que se entera de lo que pasa a su alrededor.

A veces creo que sólo se hace el despistado y el sordo para no tener que participar de conversaciones que no le interesan. Es un buen truco.

Yo me esfuerzo en conseguir que me baje la comida por la garganta, que se ha cerrado de repente.

—No, mamá. Dee y yo... Bueno, no salió bien.

Ella chasquea la lengua decepcionada.

—Oh, qué pena. —Bebe un sorbo de vino—. Me gustaría que sentaras la cabeza, cariño. El tiempo pasa para todos.

Ya empezamos.

Mi madre es estupenda, es una mujer buena y tierna, pero sigue siendo una madre. Cosa que significa que en cualquier momento empezará a hablar de lo mucho que necesito encontrar a alguien que cuide de mí y de lo mucho que le gustaría tener nietos.

Es una conversación que ya hemos mantenido unas cuantas veces.

Entonces se inclina hacia mí y susurra con aire conspirador:

—¿Habéis tenido algún problema sexual?

El trozo de pollo que tenía en la boca se me queda atascado en el esófago. Me golpeo el pecho y consigo desatascarlo, pero mi voz suena rasposa cuando digo:

—¿Qué?

Ella se endereza.

—No hay de qué avergonzarse, Matthew. Yo te he limpiado el trasero, no veo por qué no podemos mantener una discusión adulta sobre tu vida sexual.

«Te he limpiado el trasero» y «vida sexual» jamás deberían utilizarse en la misma frase a menos que seas Woody Allen.

Vuelvo a carraspear. Me sigue ardiendo la garganta.

—No, mamá. En ese aspecto nos entendíamos muy bien.

—¿Estás seguro? No todas las mujeres se sienten cómodas expresando sus necesidades...

Me niego a creer que esto esté ocurriendo.

—...o a comunicar sus deseos. Este mes estamos hablando sobre una novela que aborda ese tema en el club de lectura.

Cincuenta sombras de Grey. ¿Quieres que te lo preste, Matthew?

Doy un largo trago de agua.

—No. Ya lo conozco, gracias.

Y el hecho de que mi querida y dulce madre también lo conozca me va a provocar pesadillas.

Me da una palmadita en la mano.

—Está bien. Pero si cambias de opinión me lo dices. Hay que reconocer que el señor Grey es muy creativo con su corbata.

Por suerte, el resto de la conversación gira en torno a temas menos nauseabundos.

Cuando acabamos de comer, me levanto y beso a mi madre en la mejilla.

—Buenas noches, mamá. Y... gracias por tu consejo.

Sonríe.

—Buenas noches, cariño.

Mi padre se limpia la boca y deja la servilleta en el plato.

—Te acompaño. Así me fumo un cigarrillo.

Mi padre lleva toda la vida fumando, pero no sabe que yo también lo hago. No importa que tenga treinta años o trece, si alguna vez lo averigua me romperá los dedos.

Salimos y nos quedamos en el umbral de la puerta, donde aprovecha para encenderse un pitillo. La combinación del olor de la colonia de mi padre y el cigarrillo recién encendido me resulta familiar. Y extrañamente reconfortante.

—¿Qué te pasa? —espeta con su áspera voz de padre—. Llevas unos días paseándote por ahí con la misma cara que tenías cuando tuvimos que sacrificar a

King.

¿Lo veis? Es posible que no hable mucho, pero sólo es porque está demasiado ocupado escuchando, observando y fingiendo no hacerlo.

Yo pateo una piedrecita que veo en la puerta.

—Estoy bien, papá.

Siento su mirada sobre mí. Escrutándome.

—No es verdad. —Apaga el cigarrillo en una lata llena de arena—. Pero lo estarás.

Y entonces me abraza.

Con fuerza, como un oso. De la misma forma que me abrazaba cuando era un niño y se marchaba a algún viaje de negocios.

—Eres un buen chico, Matthew. Siempre lo has sido. Y, si ella no se da cuenta, entonces no te merece.

Yo le devuelvo el abrazo porque realmente necesito hacerlo.

—Gracias, papá.

Nos separamos. Me limpio la nariz y él me da una palmada en la espalda.

—Nos vemos en el despacho.

—Buenas noches, hijo.

Cierra la puerta.

No me voy a casa inmediatamente. Camino una docena de manzanas tratando de no pensar en Dee ni de ver su cara en mi cabeza a cada nuevo paso que doy. Bajo una calle en dirección al edificio de Drew.

El portero me saluda y, cuando llego al ático, me siento en el pasillo y apoyo la espalda contra la puerta de mi amigo.

No estoy del todo seguro de que esté escuchando, pero tengo la sensación de que está ahí.

Y me río.

—Tío, espero que estés sentado, porque no te vas a creer la conversación que acabo de tener con mi madre...

El viernes es muy duro. La echo de menos. El dolor es agudo e implacable. Los recuerdos y la imagen de su cara aparecen en mi cabeza cada segundo y se burlan de mí. No puedo concentrarme, no quiero comer. Me siento pesado, tengo el pecho apelmazado y dolorido, como si tuviera bronquitis. Añoro todo lo que tiene que ver con ella: su risa, sus ridículas teorías y, sí, no voy a mentir, echo de menos sus exquisitas tetas. Me había acostumbrado a dormir junto a Dee —o encima de ella—, piel contra piel, rodeándola con los brazos o con la cabeza acurrucada entre la suave cuna de sus pechos.

Mi maldita almohada no tiene ni punto de comparación.

Lo que necesito es echar un polvo. Puede que no os guste escucharlo, pero lo siento, es la verdad.

Cuando vuestro coche pasa a mejor vida, ¿os sentáis en su interior a recordar todas las veces que lo condujisteis al trabajo, a casa de algún amigo o durante algún fantástico viaje? Claro que no. Eso es una estupidez. Lo más lógico —lo único que se puede hacer— es ir a comprar uno nuevo. Ésa es la única forma de seguir adelante.

Para un hombre o una mujer, echar un polvo después de una ruptura es bastante parecido a esa situación. Sienta bien, aunque sólo sea un rato, y te recuerda que la vida no se detiene, que el mundo no se ha acabado porque tu relación haya fracasado. Renueva tu fe en un prometedor mañana, en un futuro libre de tristeza.

Aun así, mientras se me ocurre la idea y a pesar de saber que debería hacerlo, la verdad es que no me apetece. No tengo ganas de acostarme con otra mujer que no sea Delores Warren. Y os diré la verdad: hay una pequeña y encoñada parte de mí que incluso tiene miedo de hacerlo. Miedo de intentarlo siquiera.

Es la misma parte de mí que se desmorona bajo el peso de la decepción cada vez que llego a casa y ella no está. La parte que todavía cree que aún hay alguna posibilidad de que ella se dé cuenta de lo bien que estamos juntos, de que está completamente enamorada de mí y de que tiene que volver corriendo a mis brazos. Y, si hay alguna probabilidad de que algo o todo eso ocurra, no querría tener que explicarle que durante nuestra crisis me acosté con otra mujer. Entonces ya no importaría lo bien o lo mal que estuviera lo que hice, la confianza que tanto me he esforzado por construir con Delores quedaría destruida. Así que, en el fondo, es un riesgo que no estoy dispuesto a correr, y menos por un culo cualquiera al que ni siquiera deseo.

Las cosas tampoco mejoran el sábado. Jack me suplica que salga con él, se queja de que se siente abandonado y dice que añora a su camarada.

Pero no tengo ganas.

En lugar de salir, compro seis latas de cerveza y una pizza y hago un patético pícnic en la puerta del apartamento de Drew. Básicamente hablo yo. Él se limita a golpear la puerta cuando le pregunto si sigue vivo. Parece que ha empezado a ver

Patinazo a la gloria. ¿De qué irá esa fijación con Will Ferrell? Es muy raro, ¿no?

En fin, cuando me acabo la pizza y estoy a punto de terminar con la última cerveza, apoyo la cabeza contra la puerta un poco borracho. Y me pongo filosófico. Le hablo de un fin de semana cuando éramos niños y mi tío nos llevó a Drew, a Steven y a mí de acampada a su cabaña de las montañas Adirondack.

Steven es muy alérgico al roble venenoso y se hinchó como una garrapata. Sin embargo, ni siquiera eso le impidió acompañarnos en nuestra búsqueda del tesoro escondido. Mi tío nos había dado un mapa que él y mi padre habían hecho cuando eran niños. Conducía a una caja con algunos dólares; por lo visto, les pareció buena idea enterrarla.

Los tres primeros días no hicimos otra cosa que buscarla. Pero poco después, como suelen hacer los niños, abandonamos. Empezamos a hacer otras cosas, como trepar a los árboles, pegarnos con palos y espiar a las chicas de la universidad local que se bañaban desnudas en el lago.

Pienso en esos días y por supuesto en Delores, siempre pienso en ella. Y me pregunto con tristeza:

—¿Crees que si hubiéramos aguantado un poco más, que si hubiéramos buscado con más ganas..., crees que habríamos encontrado el tesoro, Drew?

No me contesta. Y yo estoy más borracho de lo que pensaba. Así que, antes de quedarme traspuesto en su puerta, recojo mis cosas y cojo un taxi hasta mi cama.

Y, como cada noche, sueño con Dee.

19

Cuando un hombre se está recuperando de un corazón roto siempre hace una de estas tres cosas: bebe, folla o se pelea. A veces hace las tres cosas en una misma noche.

Ya han pasado seis días desde la última vez que vi a Delores y no me he tirado a nadie y no he bebido mucho, pero me muero por pelear con alguien. He ido al gimnasio cada día y me he entrenado con más intensidad que de costumbre intentando canalizar los sentimientos de pérdida y convertirlos en algo positivo.

El domingo por la mañana, cuando entro por la puerta del gimnasio, la primera cara que veo es la de Shawnasee. Lo recordáis, ¿verdad? Es el imbécil que mencioné hace un rato, ese que está pidiendo a gritos una buena paliza.

Me parece que hoy es su día de suerte.

Esboza una sonrisa amenazadora.

—¿Quieres que peleemos unos cuantos asaltos o te vas a volver a rajar?

Y algo se rompe en mi interior, como cuando a Hulk se le rasga la camiseta. Y le contesto:

—Acabemos con esto.

Me muero por subir al ring, por golpear algo para descargar la frustración, la culpabilidad y en general todos los malos sentimientos que llevan agitándose en mi interior durante los últimos seis días. Me balanceo sobre mis pies y ladeo la cabeza de derecha a izquierda haciendo crujir el cuello. Luego me deslizo por debajo de las cuerdas, hago chocar mis guantes y me acerco al centro del cuadrilátero.

Shawnasee ya me está esperando, parece seguro y ansioso. Ronny se coloca entre nosotros y nos recita las típicas normas sobre las peleas limpias y la deportividad. Hacemos chocar los guantes, volvemos a nuestras esquinas y esperamos.

Suena la campana.

Me acerco a él con fuerza y rapidez, pero mi cabeza no está aquí. Si queréis saber la verdad, no debería estar peleando ahora mismo. Porque mi mente no está para nada centrada en mi oponente. Está pensando en lo injusta que es la vida. En la amargura de desear algo —o a alguien— que no me desea de la misma forma. En este momento sólo siento dolor y las consecuencias derivadas de un corazón roto, sentimientos que espero que se lleven los golpes.

Shawnasee y yo bailamos y nos esquivamos el uno al otro dibujando círculos sobre la lona, y entonces distingo un movimiento en la puerta que me distrae. Y me olvido de cómo debo poner los pies, de las posturas defensivas, de los golpes directos, de los ganchos de derecha y los golpes al cuerpo.

Porque ahí, justo en la puerta del gimnasio, está Delores Warren.

Mi mente la analiza de pies a cabeza en un nanosegundo: lleva el pelo recogido en una cola alta que deja perfectamente despejada su preciosa cara sin maquillar. Viste una camiseta blanca con un nudo en la base, unos vaqueros azules y unas deportivas Converse negras. Pero no me da tiempo de saludarla ni de preguntarle qué hace aquí.

Porque, un segundo después de verla, el puño de Shawnasee entra en contacto con mi barbilla como si fuera un gancho del martillo de Thor.

Me crujen los dientes y mi cabeza cae hacia atrás. Se me cierran los ojos automáticamente mientras me desplomo de espaldas y aterrizo en el suelo.

No sé cuánto tiempo paso inconsciente, pero debe de ser sólo un momento. Cuando abro los ojos, la barba de Ronny está a escasos centímetros de mi cara. Veo borroso, los colores y las luces se alargan y se mezclan los unos con los otros. Los sonidos rugen en mis oídos, como la estática de una televisión demasiado vieja.

Al poco empiezo a oír la voz de Ronny abriéndose paso a través del estrépito.

—¡Fisher! ¿Puedes oírme, Fisher?

Parpadeo y contesto, pero mi voz suena amortiguada, como si estuviera hablando bajo el agua.

—Sí, te oigo.

—¿Me ves bien?

—Claro, Ronny. Te veo demasiado bien.

Él se vuelve y habla con la persona que tiene al lado. Sólo consigo distinguir algunas palabras:

contusión y

hospital. Y entonces se inclina sobre mí.

—Necesito que te levantes, Fisher.

A mis piernas no les parece tan buena idea.

—Preferiría quedarme donde estoy, si no te importa.

—Tienes que levantarte, Matthew.

Mis piernas siguen diciendo que no.

—Vete a la mierda.

—No creo que pueda.

Y entonces la veo. Está arrodillada junto a Ronny, junto a mí. Me toca el bíceps con su cálida mano, justo por donde acaba mi camiseta. Y susurra:

—Levántate, hijo de puta. Mickey te quiere.

Y me quedo sin habla. No por la conmovedora cita de la película, sino por lo que podrían significar esas palabras.

Por nosotros.

—¿Has visto

Rocky V?

Delores asiente.

—Las he visto todas. Y lo más triste que he visto en mi vida es la muerte de Mickey, capullo.

Entonces arruga el rostro y se echa a llorar.

No intenta esconderlo. No se lleva la mano a la cara para taparse ni reprime los sollozos. Porque no pretende ser alguien que no es. Tómala o déjala, pero lo que ves es lo que hay.

Eso es lo que más me gusta de ella. Una de las muchas cosas que me encantan.

Me pesa mucho el brazo, pero lo levanto. Y uno de mis guantes de boxeo roza su mejilla llena de lágrimas.

—No llores, Dee.

—Lo siento. Lo siento mucho. Me porté muy mal contigo.

—No, yo me comporté como un capullo. Te prometí que sería paciente y no lo fui.

—No, tenías razón. Tenías razón en todo.

Y entonces Ronny se pone a gritar y yo recuerdo que tenemos público.

—Muy bien, chicos, vamos un rato a los vestuarios. Demos a los enamorados un poco de espacio. —Cuando los demás chicos empiezan a marcharse, nos mira a Dee y a mí y niega con la cabeza—. Éste es el motivo por el que no quiero mujeres en mi gimnasio.

Una vez solos, me obligo a sentarme. No quiero mantener esta conversación tumbado. Bueno, si estuviera desnudo no me importaría.

Dee me ayuda a quitarme los guantes y yo apoyo la parte superior del cuerpo contra la esquina del ring.

Entonces me pregunta:

—¿Estás bien?

—Sí. Parece que me haya pasado un monovolumen por la cara, pero por lo demás estoy bien.

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