Control

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He ganado.

Deslizo la mano por debajo de la bata y agarro su suave y fantástico pecho. Y le susurro:

—Dime que esta noche me has echado de menos.

Ella se presiona contra mi mano en busca de más.

—Te he echado de menos.

Dibujo un suave camino de besos por su pecho y flexiono las rodillas para alcanzar mi objetivo. Froto la cara contra la aterciopelada piel de su pecho y dejo que mi aliento roce su pezón erecto.

—Dime que has pensado en mí, Kate.

—Mmm, yo siempre pienso en ti.

Recompenso sus palabras con una caricia de mi lengua. Chupo su magnífico pezón y luego me lo meto en la boca. Kate se agarra a mi cabeza con fuerza, y justo cuando mi mano empieza a subir por su muslo...

Llaman a la puerta y se oye una voz al otro lado.

Es una voz chillona, como las que debían de oír esos adolescentes adoradores de Satán de los años ochenta cuando reproducían los discos al revés.

—¿Kate? Katie..., ¿te has quedado dormida o qué?

Delores pensó que sería una gran idea que ella y Kate compartieran una suite de dos habitaciones. Sus madres comparten una exactamente igual unas cuantas puertas más allá.

Kate se pone tensa y yo cierro los ojos y rezo para que Dee desaparezca.

Pero evidentemente mis plegarias son desatendidas. El pomo gira.

—Kate, abre la puerta.

Succiono una última vez el pecho de Kate y lo suelto. Ella se abrocha la bata, me arrastra hasta la puerta y me empuja contra la esquina para que no se me vea cuando la abra. Luego inspira hondo, se aparta el pelo de la cara y abre lo justo para ver a Delores.

Entonces Kate le dice:

—Estoy aquí. Me estaba dando un baño, ¿qué pasa?

—El fotógrafo está de camino. Mueve el culo, llegará dentro de una hora. —Delores hace una pausa y luego pregunta—: ¿Estás bien?

—Sí, claro. Perfectamente.

El tono de Delores se tiñe de sospecha.

—Estás roja. ¿Por qué estás tan sonrojada?

Kate es muy buena en casi todo lo que hace. Excepto mintiendo. Eso se le da fatal.

Se pasa la mano por la cara.

—No... no lo sé.

—¿Te estabas masturbando? —bromea Dee.

Oh, por todos los santos, cómo me gustaría que fuera así.

Sería épico poder verla masturbándose delante de mí. Es una de mis mayores fantasías. Pero ella está indecisa, le da vergüenza. Estoy intentando que se sienta cómoda con la idea. Dos pájaros, una piedra y todas esas cosas.

Para los tíos es muy excitante. Así que, si estáis pensando en la forma de animar un poco las cosas, intentad poner en práctica un poco de autoestimulación. Confiad en mí: vuestro público acabará suplicando un bis.

Kate se burla:

—No, Dee, no me estaba masturbando.

Delores sigue sin estar convencida.

—¿Estabas practicando sexo telefónico con ese follacabras?

Sexo telefónico.

Otra cosa que ocupa los primeros puestos de mi lista de cosas pendientes.

—Te he dicho que dejes de llamar así a Drew —la regaña Kate.

—Sí, ya lo sé, tienes razón. No puedo evitarlo. Es que cuando recuerdo su cara me sale sin pensar.

Y de repente Kate parece impacientarse.

—Está bien, sí, ¿vale? Estaba practicando sexo telefónico con Drew.

—¡Puaj! ¿Por qué me lo dices? No quiero saberlo.

Kate suspira.

—Y entonces ¿por qué preguntas? Mira, tú céntrate en ti, ¿vale? Yo me encargo de estar preparada cuando llegue el fotógrafo.

Delores contesta a regañadientes:

—Está bien. Si necesitas ayuda, tu madre ya está casi lista. —Y luego sugiere—: Eh, ¿por qué no lo dejas con las ganas? Los huevos de ese imbécil podrían ser nuestro «algo azul».

—Adiós, Delores.

Kate cierra la puerta.

Cuando oímos cómo Dee cierra también la de su habitación, Kate echa la llave y se vuelve hacia mí.

—Sospecha algo —dice—. Tendré que asegurarme de que está completamente ocupada antes de que salgas. Es posible que tengas que quedarte un buen rato.

Sonrío.

—Oh, no... ¿En qué vamos a ocupar el tiempo?

Kate da media vuelta y empieza a caminar en dirección a la silla olvidada. La bata de seda se mece provocativamente revelando parte de su suculento trasero.

—Tú ocuparás el tiempo en leer la revista

Novias mientras yo me visto. No todos podemos estar presentables en cinco minutos.

Me encojo de hombros.

—Siete, si necesito afeitarme.

—Lo que sea. No tenemos tiempo de meternos mano, ni siquiera para uno rapidito.

Me acerco a ella.

—A: siempre hay tiempo para meterse mano. B: depende de lo que entiendas por «uno rapidito». Mi interpretación se basa en lo rápido que puedo conseguir que grites mi nombre. Y la experiencia demuestra que puedo conseguirlo bastante rápido.

Entonces advierto por primera vez la ropa interior de encaje que está preparada sobre la cómoda. Un corsé completamente blanco y un tanga a juego. La señalo con la barbilla.

—¿No llevas liguero?

No soy un gran fan de la lencería, pero si vas a llevarla, el liguero siempre le da el toque maestro.

Kate se deshace el moño y sacude la melena. Sus brillantes mechones resbalan a alrededor de su cara dándole un aire sexualmente salvaje y acentúan la refinada belleza de sus ojos, su nariz respingona y sus dulces y besables labios.

—No, no llevo liguero —contesta—. Entenderás por qué cuando veas el vestido... —Guarda silencio y pone cara de pánico. Mira en dirección al portatrajes que cuelga junto a la cama—. No has mirado el vestido, ¿verdad?

Yo sigo distraído por el pelo despeinado de Kate. Me imagino deslizando las manos por sus suaves ondas para luego enredarlo entre mis dedos y tirar de él mientras estoy enterrado profundamente en ella.

Por eso mi voz suena muy poco convincente cuando le digo:

—No, no lo he mirado.

Kate me señala con el dedo como si fuera una profesora regañando a un alumno.

—Dime la verdad, Drew.

—¿Por quién me tomas?, ¿por un niño de diez años?

—¿Emocionalmente? A veces, sí. Pero no estamos hablando de eso. ¿Has espiado mi vestido?

La rodeo por la cintura y pego las mitades inferiores de nuestros cuerpos.

—No, nena, no he mirado tu vestido.

Kate se acomoda en mi abrazo y juguetea con el cuello de mi camiseta mientras me explica:

—Me alegro de que no hayas mirado porque quiero que te sorprendas. Vas a alucinar cuando me veas con él. Se va a convertir en tu nuevo vestido preferido.

Le doy un beso en la frente y me deslizo por su sien hasta llegar a la mejilla.

—Mi vestido preferido siempre será el que esté en el suelo.

Le muerdo el labio inferior mientras acaricio la seda que le cubre los hombros con las manos.

—Es como esta bata. —Kate baja los brazos y me deja quitársela del todo. La prenda resbala hasta sus pies—. Es mi preferida.

Luego la cojo de la barbilla y la beso con apetito. Intensamente. No me entretengo y enseguida deslizo la lengua contra la suya, que se une a la mía gustosa en el sensual intercambio.

Entre beso y beso, le susurro:

—Sabes a champán.

Ella se ríe mientras yo me desplazo hasta su hombro, arrastro los dientes sobre su piel y luego alivio el mordisco con los labios.

—Es mimosa. Me he tomado algunas con el desayuno y luego he bebido un poco más mientras me bañaba.

Le separo las rodillas con la pierna y acaricio la firme piel de su trasero antes de tirar de ella hacia arriba y arrastrarla por mi muslo. La fricción le arranca un gemido. Ella tira de mi cabeza hacia abajo para darme otro beso con sabor a mimosa.

La sujeto con fuerza y camino hacia la cama. La bajo de mi pierna y la dejo sobre las sábanas revueltas. Luego me quito la camiseta y me bajo los pantalones de deporte.

Mi entusiasta polla se erige dura y gruesa. Kate se apoya sobre los codos y me devora con la mirada. El deseo le ha sonrosado las mejillas, tiene los labios entreabiertos y se frota los muslos entre sí ante la expectativa. Es una visión impactante. Se humedece los labios con necesidad y su mirada se posa sobre mi polla mientras espera a que yo mueva ficha.

Y pienso en lo excitante que sería ver a Kate tocándose. Quizá necesite que ponga en práctica la teoría del «yo te enseño lo mío y tú me enseñas lo tuyo». Me cojo la polla con la mano y empiezo a acariciármela de arriba abajo. Kate no me quita los ojos de encima, está fascinada. Después de tocarme un poco más, le digo:

—¿Sabes? Nunca me ha gustado el champán, pero quizá lo haya estado bebiendo en la copa equivocada. Deberíamos comprobar la solidez de esa teoría.

Cojo la copa de Kate de la mesilla de noche y me siento en la cama a su lado. Ella alarga el brazo, su mano ocupa el lugar de la mía y empieza a tocarme con habilidad y a acariciarme la punta con el pulgar.

Y yo no puedo evitar rugir.

Levanto la copa por encima de ella, la inclino un poco y vierto el frío líquido entre sus pechos. Jadea y su mano se ciñe a mi alrededor de un modo fantástico.

Entonces me inclino hacia adelante para lamer el jugo con sabor a champán. Voy recogiendo hasta la última gota con la lengua mientras saboreo la bebida y a ella. Paso por encima de su esternón y alrededor de la flexible base de sus perfectos pechos. Es una combinación embriagadora.

—Mmm, qué rico.

Y, por mucho que me guste sentir la mano de Kate en mi cuerpo, la agarro de las muñecas y le levanto los dos brazos por encima de la cabeza hasta tumbarla boca arriba. Me arrodillo en la cama, me inclino sobre ella y vierto más mimosa sobre sus pechos. Luego succiono con fuerza lamiendo el pezón con la lengua, primero uno y luego el otro.

Ella se retuerce en la cama y gime, es un sonido necesitado y desesperado que me incita a seguir.

Vierto unas gotas más sobre el estómago de Kate. Ella se tensa al contacto con el líquido frío, pero vuelve a relajarse cuando mi cálida boca resbala por su piel siguiendo el camino del dulce líquido.

Sus gemidos se convierten en jadeos cuando comienzo a lamer y a chupar su adorable ombligo y sigo por entre sus muslos. Y entonces sus jadeos se convierten en agudos quejidos cuando mordisqueo la carne de sus piernas al tiempo que voy ascendiendo lentamente por ellas.

Kate es muy creativa con la depilación púbica. Hoy sólo hay una delgada línea en la que me muero por enterrar la cara.

No me hago esperar mucho.

Levanto la copa por encima de ella y vierto el resto del líquido por entre sus muslos separados. Luego cubro su sexo con la boca y succiono, chupo y lamo hasta la última gota como un alcohólico consumiendo su última pizca de indulgencia antes de volver a rehabilitación.

Me mareo. Me embriaga su sabor, su fragancia, la suave y resbaladiza sensación de su sexo en la lengua. Gimo contra su carne y Kate grita presa de la euforia carnal.

Poso dos dedos sobre su clítoris y lo acaricio dibujando firmes y rápidos círculos. Ella levanta las caderas y las contonea instintivamente. A medida que se acerca al clímax, va adoptando el ritmo de mi lengua, que se mueve dentro y fuera de su cuerpo.

Me atrapa la cabeza con los muslos y yo la agarro de la cadera con fuerza para levantarla hacia mi boca. Se tensa al mismo tiempo que un último, largo y serrado gemido escapa entre sus labios.

Luego se queda flácida entre mis manos, agotada y satisfecha.

Y yo sigo sintiendo lo mismo: pura satisfacción de darle placer oral, de llevarla hasta el éxtasis.

Pero, por muy contento que esté de haberla llevado al orgasmo, mis necesidades hedonistas tiran de mí y me guían como el rugido de una multitud en un partido de fútbol americano universitario: «¡Drew, Drew, Drew!».

Me pongo de rodillas y paso los brazos por debajo de las pantorrillas de Kate para separarle las piernas. Luego me entierro completamente en ella de una sola embestida.

No hay nada mejor que esto, no hay nada en la Tierra que me haga sentir mejor. Esa primera estocada, cuando mi polla queda enterrada en la firme y húmeda calidez de Kate..., es un éxtasis tan intenso que bordea el dolor.

Dejo caer la cabeza hacia atrás mientras paladeo la sensación. Luego retiro la cadera y me libero de su opresión para penetrarla de nuevo.

Utilizo sus piernas para hacer palanca y la embisto con fuerza pero muy despacio. Cuando estoy enterrado hasta el fondo, balanceo las caderas de un lado al otro y froto la pelvis contra el clítoris de Kate hasta que se recupera del primer orgasmo y empieza a acercarse al segundo.

Jadea con aspereza tras cada movimiento de mis caderas.

—¡Sí!

—¡Drew!

—¡Más!

Yo siento hormiguear el placer y noto cómo se acumula en mi estómago. Y, cuando Kate arquea la espalda y se tensa a mi alrededor, la embisto una última vez y palpito en su interior mientras rujo y maldigo.

Me dejo caer sobre ella sin aliento y ella presiona los labios contra los míos para darme un beso con la boca abierta y sin respiración. Luego vuelvo la cabeza y jadeo contra su cuello.

Kate se ríe y dice:

—Vaya. Pues sí que me echaste de menos anoche, ¿no?

Sonrío.

—¿Qué me ha delatado?

Me pongo de costado y Kate se acurruca contra mí. Cuando los latidos de su corazón recuperan la normalidad, se queja:

—Ahora tendré que volver a bañarme. Me has hecho sudar.

Le paso los dedos por el pelo.

—Me gustas cuando estás sudada. Deberías quedarte como estás.

Ella arruga la nariz.

—Huelo mal.

Pego la cara a su cuello e inspiro exageradamente.

—Hueles a sudor, a sexo y a mí. Es muy excitante. El Eau de Semen es mucho mejor que el Chanel N.° Cinco.

Para un hombre hay algo instintivo en una mujer que huele a él, es la forma más primitiva de marcarla como propiedad, de demostrarle a cualquier otro pelele que una mujer está comprometida. Ya sé que es primitivo, pero eso no significa que sea menos excitante.

—Eso es asqueroso. Voy a darme otro baño.

Me río.

—Lo que tú quieras.

Además, eso me dará un motivo para volver a hacerla sudar. Otro motivo.

Después de los cinco minutos de habituales abrazos, Kate levanta la cabeza de la almohada en la que ha convertido mi pecho y me ordena:

—Tienes que irte de aquí.

Yo frunzo el ceño.

—¿Ya me estás echando? Me siento utilizado.

Se ríe.

Y le digo:

—Ya veo de qué va esto: sólo me quieres por mi cuerpo.

Kate me contesta imitando el tono de voz que utilicé antes y me dice:

—Bueno..., sí. Aunque tu mente también es bastante entretenida.

Le doy una palmada en el culo con la mano abierta.

Plas.

Ella se retuerce y se levanta de la cama de un salto poniéndose fuera de mi alcance.

—Vístete.

Me tira la ropa a la cabeza y luego se pone la bata y va de puntillas hasta la puerta para comprobar si hay moros en la costa.

Cuando vuelve, ya estoy vestido.

Me tiende la mano.

—Vamos. Dee está en su habitación. Ya puedes irte.

Tiro de su mano hasta que choca contra mí.

—No quiero irme. Quiero deshonrar el prestigioso hotel Plaza haciendo que me montes en la bañera como una sirena guarrilla.

Kate niega con la cabeza.

—Hoy no. Te veré dentro de unas horas.

Suspiro.

—Vale. —Rozo mis labios con los suyos—. Estaré contando los minutos.

Kate me pellizca porque sabe que estoy siendo sarcástico.

—Nos vemos abajo.

—Habrá mucha gente allí abajo. ¿Cómo voy a encontrarte?

Ella sonríe.

—Te resultará imposible no verme. Seré la que camine por el pasillo hacia ti vistiendo... de plata.

2

Matrimonio.

La última frontera.

Steven fue el primero. Fue como nuestro experimento. Como esos monos que la NASA mandaba al espacio en los años cincuenta sabiendo que jamás volverían con vida.

Y ahora Matthew está siguiendo sus pasos.

¿Qué? Pensabais que era yo quien se casaba hoy, ¿no?

Ni de coña. Apenas tengo controlado eso de ser el novio de alguien. No estoy preparado para asumir el título de marido. No quiero vivir por encima de mis posibilidades. En cambio, Matthew está lo bastante loco como para intentarlo.

Y la declaración... Ésa es una buena anécdota. Matthew tenía todo un tinglado romántico preparado. Había alquilado un restaurante entero para Delores y él, los dos solos. Incluso había contratado un cuarteto de cuerda que tocaría música de fondo. Pero cuando llegó el gran momento, se puso tan nervioso que empezó a hiperventilar.

Y entonces se desmayó.

Y se golpeó la cabeza con la mesa.

Delores se dio un susto de muerte. Kate dice que nunca ha llevado bien lo de la sangre. Llamó a emergencias. Y, aunque él le aseguró mil veces que estaba bien, ella lo obligó a ir al hospital en ambulancia.

Y ahí es cuando las cosas se pusieron interesantes, porque los hospitales tienen ciertos protocolos que hay que seguir, y uno de ellos va sobre las batas de hospital. Así que, cuando entraron a Matthew en silla de ruedas con un vendaje lleno de sangre en la cabeza, empezaron a cortarle la ropa. Luego metieron todas sus pertenencias en una bolsa de plástico, incluido el anillo de dos mil dólares que había comprado para la ocasión.

La idea de perder ese anillo hizo que Matthew se recuperara muy rápido. Así que saltó de la camilla, cogió el anillo, salió corriendo hasta la sala de espera de urgencias e hincó la rodilla delante de Delores. Y así fue cómo se lo pidió.

En medio de la sala de espera de urgencias, con el culo asomando por la espalda abierta de una bata de hospital, tan desnudo como el día en que vino al mundo.

Delores aceptó, claro. Y dos días después nos fuimos los cuatro a Las Vegas para disfrutar de la ceremonia especial de la capilla Elvis.

¿Os parece una locura? Pues sí. Pero en cierto modo tiene sentido, ¿no creéis?

En fin, cuando volvimos a la ciudad, Matthew les contó a sus padres que era un hombre casado. No había visto a Estelle Fisher tan alterada en toda mi vida. Se puso a llorar como una magdalena y a lamentarse de haberse perdido la boda de su único hijo.

Si yo me sentí mal, no quiero ni imaginar lo fatal que debió de sentirse Matthew. Hacer llorar a una madre es una culpa comparable a los pecados del sexto círculo del infierno.

Frank, que es un hombre de pocas palabras, se limitó a mirar a su hijo y a decirle:

—Arregla esto.

Pero sus ojos decían mucho más. Decían: «Es posible que tengas treinta y un años, pero aún puedo ir dándote collejas por todo Park Avenue si no arreglas esto a toda leche».

Y aquí estamos.

En la gran boda de Nueva York de Matthew y Delores, por cortesía de Frank y Estelle. No han reparado en gastos, es todo muy típico de la alta sociedad neoyorquina. Se supone que debe ser elegante. Con clase. Y así es.

A excepción del vestido de Delores, claro. ¿Habéis visto el vídeo de la canción

Lique a Virgen de Madonna?

Perfecto, pues ya sabéis la pinta que tiene Delores.

Es la hora del cóctel, sin lugar a dudas el mejor momento de cualquier boda. Sólo puede superarlo esa cosa que las novias hacen con la liga. Siempre he sido un excelente cazador de ligas, y no hay mejor forma de conocer a una chica que meterle las manos por debajo del vestido y llegar lo más arriba que puedas.

Pero eso era antes. Mi presente es mucho mejor.

Porque ahora la chica más guapa de toda la fiesta está sentada a mi lado y puedo meterle las manos por debajo del vestido siempre que quiera.

Ahora que Kate lleva su vestido ya entiendo por qué dijo que los ligueros no tenían sentido. Es plateado y corto. Y estoy hablando de micro-mini. Y sin tirantes. Cada vez que la miro, no puedo evitar pensar en lo fácil que me resultará quitárselo. ¿Y los zapatos? ¿Os acordáis de mi obsesión por los zapatos? Pues son altos, llenos de tiras, abiertos y...

Amelia Warren, la madre de Delores, se levanta de la mesa. Es una mujer delgada con una melena rubia cobriza que le llega por los hombros peinada al estilo de los años ochenta. Y, tal como le pasa a su hija, está loca. Y, cuando digo loca, lo digo de la forma más literal posible.

Cuando fue el cumpleaños de Kate, Amelia le mandó un enorme y pesado collar de cristales naturales extraídos de las cuevas de Périgord porque cree que protegerá los pulmones de Kate de la polución de la ciudad.

Es una lástima lo estrictos que se han vuelto los protocolos para el ingreso psiquiátrico involuntario de este país.

Ah, y a Amelia no le gusto nada. No sé por qué. Sólo la he visto una vez antes de este feliz acontecimiento y en aquella ocasión no cruzamos más de cinco palabras. Me pregunto si las miradas fulminantes que me lanza tendrán algo que ver con su sobrino.

—¡Oh, mirad! ¡Billy está aquí! ¡Lo ha conseguido!

Hablando del rey de Roma...Miro en dirección a la puerta por la que acaba de entrar ese lameculos.

Sí, sigo odiándolo. Es como un herpes genital, no hay forma de librarse de él.

Lleva ocho meses viviendo en Los Ángeles, y para mi desagrado, él y Kate siguen hablando. Ella dice que sólo son —repetid conmigo— amigos. Pero yo no me lo creo. Ya sé que para ella sólo son amigos. Eso sí me lo creo. Pero ¿para un tío? De eso nada.

La carta del amigo es uno de los trucos más viejos del mundo para ligar, en realidad está al mismo nivel que eso de «Creo que soy gay». Sólo está aguardando el momento oportuno, esperando a que yo la cague para poder convertirse en el hombro sobre el que vaya a llorar Kate. Y entonces, cuando ella esté débil y vulnerable, le meterá la lengua hasta la campanilla.

Pero eso no va a ocurrir. Ni de coña.

Viene directamente hacia nuestra mesa y Kate se levanta para saludarlo. Se abrazan y yo aprieto los dientes.

—Hola, Katie.

—Hola, Billy.

Disculpadme mientras me trago el vómito que tengo en la boca.

—Dee-Dee se va a alegrar mucho de verte. Pensaba que tenías un concierto.

Su sonrisa es engreída, petulante. Parece un vendedor de coches usados.

—Le pedí a mi agente que reordenara un poco las cosas.

Luego mira a Kate de pies a cabeza.

Y yo siento ganas de taparla a ella con el mantel de la mesa y sacarle los globos oculares con una cucharita de café a él.

—Estás increíble —dice.

Ella ladea la cabeza y sonríe.

—Oohh, qué dulce eres. Tú también estás muy guapo.

¿De verdad se está tragando esa mierda? ¿Me lo tengo que creer?

Carraspeo y me pongo de pie detrás de Kate.

—Warren.

—Evans.

Nuestros ojos se encuentran, como si uno de nosotros fuera un león mirando fijamente una hiena y Kate fuera la presa que ambos queremos engullir.

Y entonces aparece mi madre.

—Kate, ¿serías tan amable de ayudarme a buscar a tu madre? El fotógrafo quiere sacar algunas instantáneas de la familia antes de que se ponga el sol.

La preocupación nubla la vista de Kate, que nos mira a los dos con nerviosismo.

—Ah..., claro, Anne. Enseguida.

—Gracias, querida.

Luego Kate nos mira a ambos con atención.

—Enseguida vuelvo. —Cuando se gira para irse, se detiene junto a mi hombro y susurra—: Sé bueno, Drew.

Sonrío.

—Eso no es lo que querías esta mañana.

Su sonrisa es tensa y la advertencia brilla en sus ojos.

—Pero ahora, sí.

Le coloco un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Yo siempre soy bueno, nena.

Se marcha y me deja a solas con mi archienemigo. Esto va a ser interesante.

Billy se lanza de cabeza.

—¿Sabes? La semana pasada le dejé un par de mensajes de voz a Kate. Por lo visto, no los ha recibido.

Su tono es acusador. Y con razón.

—Quizá no tuviera ganas de hablar contigo —replico.

Resopla, todos los cerdos lo hacen.

—O quizá tú los borraras.

Doy un paso adelante y él retrocede.

—Quizá no deberías llamar a mi apartamento.

—Llamé para hablar con Kate.

—Claro, Kate, que vive en

mi apartamento.

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