Control

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Tiro suavemente del anillo tocándolo y manipulándolo como si fuera un niño con un juguete nuevo la mañana de Navidad.

—Es muy sexi. Pero tengo curiosidad, ¿por qué no te tatuaste?

Dee tira la ceniza en el cenicero.

—Los tatuajes implican demasiado compromiso. No me gusta tener nada en mi cuerpo de lo que no pueda deshacerme.

Apago el cigarrillo y dejo el cenicero sobre la mesilla de noche. Luego me tumbo de lado para estar frente a Dee.

Ella desliza la mano por mi estómago, me coge la polla y roza el prepucio con el dedo.

—Y ¿cuál es la historia de esto? Pensaba que todos los chicos católicos estaban circuncidados.

—Creo que son los judíos. —Luego me explico—:Yo fui un niño enfermizo. Nada grave, pero lo bastante para que mi madre evitara cualquier cosa que pudiera acarrear complicaciones.

No sé por qué motivo, mis padres supusieron que me haría circuncidar cuando fuera un hombre fuerte y sano. Como si se me fuera a ocurrir dejar que un bisturí se acercara a mi polla a menos que mi vida dependiera de ello.

Y quizá ni siquiera lo hiciera en esas circunstancias.

Sí, por si acaso os lo estáis preguntando, hubo algunas chicas en el instituto que se mostraron un poco inseguras sobre la mejor forma de proceder con una polla sin circuncidar. Pero cuando la probaron y se dieron cuenta de que funcionaba igual que las demás, estuvo muy solicitada.

Dee sigue acariciándome hasta que consigue que se me ponga dura. Luego baja la mirada y dice:

—Me gusta. Es muy bonita.

La agarro de la cadera, me pongo boca arriba y la coloco sobre mí para que se siente a horcajadas sobre mi cintura.

—Vale, es oficial: adjetivar no es lo tuyo. Las vaginas son bonitas, las pollas no.

Se le abre la bata del todo y yo me chupo el pulgar para presionarlo sobre su clítoris y demostrarle lo bonito que creo que es su sexo. Es jodidamente precioso.

Al principio Dee se ríe, pero acaba gimiendo.

—Ilumíname. ¿Qué adjetivo es lo suficientemente masculino para describir una poderosa polla?

Sus caderas empiezan a moverse al ritmo que marca mi pulgar y rotan en pequeños círculos.

—Tildarla de

poderosa es un buen comienzo.

Estremecedora no está mal.

Potente e

impresionante son un triunfo seguro.

Aplico un poco más de presión a mis caricias. Ella jadea.

—Lo tendré en cuenta para la próxima vez. —Luego se muerde el labio y me mira a los ojos—. Me encanta follar cuando estoy colocada.

Se incorpora sobre las rodillas y se alinea con mi cuerpo.

—Me parece que a mí también me va a encantar.

—Joder, ha sido alucinante —exclama Dee contra la almohada en la que acaba de enterrar la cara.

Yo sigo de rodillas detrás de ella y me quito el segundo preservativo de la noche utilizando un pañuelo de papel. Luego me dejo caer a su lado.

—Ya lo creo.

El estilo perrito nunca falla.

Dee levanta la cabeza y mira el reloj que tiene sobre la mesilla de noche.

—Mierda. Tengo que irme a trabajar dentro de solamente cuatro horas.

Para que quede claro: ésa es la señal para marcharme. Es la forma agradable de decir: «Gracias por el sexo. Adiós». La mayoría de mis rollos de una noche no han acabado en desayuno. A menos que esté destrozado, prefiero dormir en mi cama.

Me levanto y comienzo a vestirme. Me abrocho los pantalones y, antes de ponerme la camisa, le digo:

—Me lo he pasado muy bien esta noche.

Ella se da la vuelta hasta ponerse boca arriba sin molestarse en esconder su exquisita desnudez.

—Yo también.

Mis ojos resbalan por el brillo postsexo que le cubre la piel y se posan sobre el piercing de su pezón, que suplica un poco más de juego.

—Quiero volver a verte.

Dee sonríe.

—Querrás decir que quieres volver a acostarte conmigo.

Me pongo la camisa y admito:

—Nena, eso no hay ni que decirlo. —Recojo el paquete de cigarrillos del suelo y me lo meto en el bolsillo—. Te llamaré.

Ella responde con una corta carcajada y pone los ojos en blanco. Coge la bata de seda y se pone de pie junto a mí.

—¿Qué? —le pregunto un poco confundido.

Niega con la cabeza con aire condescendiente.

—No tienes por qué hacer eso. No soy la clase de mujer a la que debas hacer promesas que no tienes ninguna intención de cumplir. Ha sido divertido, dejémoslo así. Y, si alguna vez vuelvo a saber de ti, también me parecerá bien.

Ésa no es la reacción que espero de una chica a la que he estado provocando múltiples orgasmos durante las últimas horas. La mayoría de las veces lo que quieren es registrarme el teléfono para asegurarse de que tengo su número en la lista de contactos. Me piden detalles específicos, fechas y horas en las que deben esperar que suene su teléfono.

La actitud de Dee es original. E intrigante. Y definitivamente desafiante.

Mientras caminamos por el pasillo, insisto:

—Eso está muy bien, pero volverás a saber de mí.

Ella me da una palmada en el hombro.

—Claro que sí. Pero si no te importa, no te estaré esperando sentada.

Le cojo la mano que me ha apoyado en el hombro y le beso los nudillos. Ella me observa. Y la sonrisa de sus labios desaparece y en su lugar veo una expresión de sorpresa, de anhelo.

—No hace falta que esperes sentada.—Le guiño el ojo—. Pero asegúrate de que no te alejas mucho del teléfono.

Delores vuelve a sonreírme. Me abre la puerta y, antes de cruzar el umbral, me acerco a ella y le doy un beso en la mejilla.

—Buenas noches, Dee.

Ella se lleva la mano al lugar donde la he besado. Sus ojos color miel se posan sobre los míos. Y con cierta tristeza en la voz me dice:

—Adiós, Matthew.

Cuando cierra la puerta me quedo allí un momento hasta que la oigo echar los cerrojos. Luego me voy a casa para disfrutar de un merecido descanso.

5

El jueves por la noche se celebra en el hotel Waldorf Astoria una cena organizada por la Universidad de Columbia para recoger fondos. Normalmente me limitaría a mandarles un cheque y pasar de la cena. Pero Alexandra es una de las organizadoras, así que la asistencia es obligatoria. A pesar de que criar a Mackenzie ya es un trabajo a tiempo completo, Alexandra siempre ha sido una alumna aventajada y está plenamente capacitada para hacer varias cosas al mismo tiempo. Como muchas de las mujeres que están en su misma situación —mamás y amas de casa de Manhattan a las que les sobra el dinero—, ella también quiere hacer algo por su comunidad. Además, creo que las actividades filantrópicas la ayudan a sentirse conectada con el mundo exterior cuando su día a día se convierte en un agujero negro de dibujos animados, collares de macarrones y salidas al parque que podrían acabar destruyendo su brillante cerebro. Steven dice que se la ve mucho más contenta cuando está planificando un evento, pero cuando llega el día D tiene tendencia a ponerse nerviosa. En plan Perra, si lo preferís.

Ya os he avisado.

Estoy con Drew y Lexi observando la elegante decoración de un salón lleno de alumnos de Columbia vestidos de esmoquin y trajes de fiesta. Tal como yo lo veo, la fiesta es todo un éxito: los invitados comen aperitivos, beben sin parar y todo el mundo charla y ríe animadamente. A pesar de que su expresión es serena, los ojos de Alexandra recorren la sala con la precisión de un francotirador en busca de posibles objetivos.

—¿Puedo marcharme ya? —le pregunta Drew a su hermana.

—No —le espeta Alexandra con un tono que me da a entender que ésa no es la primera vez que Drew le hace esa pregunta—. Esto es una fiesta: come, bebe, alterna.

Drew frunce el ceño.

—Es evidente que hace mucho tiempo que no vas a una fiesta. Esto no es una fiesta. Esto es una excusa para que antiguas rivales puedan exhibir sus vestidos de lentejuelas y comparar los quilates de sus anillos de diamantes. —Le da un trago a su copa—. Aunque tengo que admitir que el vino es excelente. Buena elección.

Lexi bebe también un sorbo.

—El vino suelta los labios y abre carteras.

—Y el tequila hace que la ropa acabe en el suelo —intervengo haciendo ondear las cejas.

Justo en ese momento, una enorme mujer morena con un peinado que parece una colmena, mucho maquillaje y un vestido color tapete de mesa de billar se acerca a nosotros.

Drew susurra entre dientes:

—Esperemos que el tequila esté bien guardadito.

—Alexandra, querida —dice la mujer riendo a carcajadas—. ¡Esta vez te has superado! Esta velada estará en boca de toda la ciudad durante días.

Lexi se lleva la mano al pecho de su vestido blanco con humildad.

—Es usted muy amable, señora Sinclair.

Sinclair. Ese nombre me suena. Es una ricachona de toda la vida, su abuelo hizo una fortuna con el acero gracias al boom de la construcción de principios de siglo. Y su sobrino, el principal heredero, es un pésimo gerente con una legendaria adicción a la cocaína. Os daré un consejo: tened cuidado con el dinero, no puede comprar la clase, pero sí puede comprar un buen montón de problemas.

Alexandra me presenta a la señora Sinclair.

—¿Conoce usted a nuestro buen amigo Matthew Fisher?

La sociedad neoyorquina es como la mafia: si no eres un amigo o formas parte de sus asuntos, no quieren tener nada que ver contigo.

—Ah, sí —dice—. Eres el chico de Estelle.

Asiento con respeto.

—Me alegro de verla, señora Sinclair.

Alexandra sigue con las presentaciones:

—Y ¿conoce a mi hermano Andrew?

Drew, que siempre se comporta como un caballero, la saluda con una sonrisa.

—Es un placer.

A la señora Sinclair le brillan los ojos cuando se vuelve para observarlo y se abanica la cara con una de sus rollizas manos.

—No, no lo conocía, pero he oído hablar mucho de ti.

—Rumores malintencionados. —Drew le guiña el ojo—. Que casualmente son ciertos.

A juzgar por su acelerada respiración y el rubor de sus mejillas, diría que hay muchas posibilidades de que la señora Sinclair acabe desmayándose. La verdad es que eso le daría un poco de gracia a la noche. Pero no se desmaya. Una vieja amiga que lleva muchos años sin verla se acerca a nosotros y se la lleva.

Una vez solos, Drew vuelve a intentarlo.

—¿Y ahora? ¿Puedo irme?

—Deja de preguntarme eso. Ni siquiera nos hemos sentado a cenar —sisea Alexandra.

Drew no gimotea, pero le falta poco. Y entonces habla por boca de los dos cuando dice:

—Es que yo no quiero estar aquí. He venido, he sonreído, te he extendido un cheque. A diferencia de otras personas, yo sí tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo.

Antes de que la diferencia de opinión entre ellos suba demasiado de tono, a Alexandra le llama la atención alguien que está al otro lado del salón. Se le abren mucho los ojos, pero su expresión se tiñe de decepción. Ignora a su hermano y se queda boquiabierta. Drew y yo volvemos la cabeza hacia donde está mirando.

Y entonces la veo.

Casi todos los hombres tienen a una mujer como ella en su pasado. Para algunos tristes diablos hay más de una. La chica que lo destrozó, la que le rompió el corazón, la que destruyó su autoestima. Dicen que el primer corte es el más profundo, y la incisión que me hizo ella me llegó hasta los huesos.

Shakespeare escribió «Oh, corazón de serpiente oculto bajo un semblante de flores». Y, si no supiera nada sobre él, juraría que compuso esos versos pensando en Rosaline Nicolette du Bois Carrington.

Nos conocimos el segundo año que pasamos en Columbia y estuvimos saliendo formalmente durante dos. Rosaline es inteligente, encantadora y una experta amazona. No le interesaban las fiestas de la fraternidad ni salir de bares, ella prefería pasar el tiempo enzarzada en discusiones intelectuales sobre arte y viajes. Para mí era perfecta, la mujer con la que quería casarme y con la que tendría hijos, la chica a la que amaría cuando se arrugara y le salieran canas y la que debía amarme a mí.

Sally Jansen fue mi primer amor y Rosaline tenía que ser la última.

No había vuelto a verla desde que nos graduamos. Hace seis años. Está exactamente igual: esa cara en forma de corazón, unos pómulos clásicos pero acentuados que le dan una apariencia sofisticada e inocente a un mismo tiempo, unos ojos de azul cristalino con un exótico sesgo, labios carnosos y siempre sonrientes, gruesos mechones de color castaño oscuro y un largo y esbelto cuerpo que haría suplicar a cualquier hombre. La observo pasear por el salón y veo cómo se mece su vestido de algodón rosa pálido a cada paso que da.

—¿Por qué coño la has invitado? —pregunta Drew.

—Yo no la he invitado. Julian está en la junta. Pensaba que no vendrían.

Julian es el marido de Rosaline. Es diez años mayor y unas diez veces más rico que cualquiera de nosotros.

—Pensaba que estaban en Europa.

—Volvieron a la ciudad la semana pasada.

Cuando Rosaline se acerca a nosotros, Drew y Alexandra se colocan delante de mí, como si fueran mis guardaespaldas. Rosaline esboza una de esas sonrisas cautivadoras que tan bien solía conocer yo.

—Alexandra, Drew, qué alegría veros. ¿Cuánto tiempo hace que no coincidíamos?

—No el suficiente —responde Alexandra esbozando una sonrisa falsa.

He ahí la Perra en todo su esplendor. Para el resto del mundo, Alexandra es una dama refinada, pero justo debajo de esa apariencia se agazapa una feroz y protectora mujer capaz de recogerse el pelo, quitarse los pendientes y darle una buena paliza a cualquiera que perciba como una amenaza para su gente. Y siente un odio especial por mi exnovia.

No supe que Rosaline me estaba engañando hasta que me dejó. El abandono fue duro, pero descubrir que había estado acostándose con otro todo ese tiempo me destrozó. Los días posteriores a eso, Drew fue quien me sacó por ahí, hizo que me emborrachara, se aseguró de que echaba un polvo. Pero Lexi..., ella fue quien me prestó un hombro sobre el que llorar. No me avergüenza admitir que lloré, derramar unas cuantas lágrimas es algo completamente aceptable cuando te abren el pecho y te despellejan el corazón como si fuera una patata.

Drew sigue la línea de su hermana y dice:

—Leí que hubo un brote de listeria en Europa. Parece que has salido ilesa. Es una lástima.

A Rosaline no le tiembla la sonrisa mientras ignora los insultos directos de mis amigos.

—Sí, hemos disfrutado mucho de nuestros viajes por Europa, la cultura, la historia... Sin embargo, Julian añoraba Nueva York. Nos quedaremos aquí hasta la primavera.

Por separado, los hermanos Evans son capaces de lanzar puñales verbales mortales, ya los habéis visto en acción. Pero juntos forman un equipo tan letal que haría palidecer a cualquier soldado profesional.

Entonces, Alexandra baja la voz y susurra:

—Siento ser yo quien te diga esto, Rosaline, bueno..., en realidad, no me importa en absoluto: he oído decir que Julian tiene una tórrida aventura con su secretaria. —Se lleva un pensativo dedo a los labios—. ¿O era con la niñera?

Drew añade:

—Yo tengo entendido que se las tira a las dos.

La compostura de Rosaline permanece inalterable. Siempre pensé que su aplomo era una ventaja, una señal de sofisticación y madurez. Pero al verla ahora sólo me parece insensible. Distante. Irritantemente pasiva.

Suspira con dulzura.

—A los hombres les encanta la variedad.

—No lo sabía —replica Alexandra.

—Yo sí —admite Drew—. Pero también es cierto que yo no he prometido renunciar a ello.

Ella se cruza de brazos con recato.

—Yo ya me he resignado a las indiscreciones de Julian. Mientras yo sea la mujer a la que vuelve cada noche, no supone ningún problema para mí.

A Drew siempre le cabreó no poder sacarle una reacción a Rosaline por grosero que se pusiera. Siente un placer enfermizo consiguiendo llevar a la gente hasta el límite de su paciencia, así que sigue profundizando y dice:

—Hasta que se dé cuenta de que el congelador que tú llamas

vagina no vale el precio que tiene que pagar por entrar. Eso podría suponer un problema.

Rosaline se ríe con suavidad.

—Siempre has tenido una colorida forma de expresarte, Drew.

Y la Mujer Perfecta se anota otro asalto.

—Ha sido un placer volver a veros a los dos. Si me disculpáis...

Y se deshace de ellos; así de fácil. Rosaline rodea a Alexandra y a Drew y se acerca a mí.

Yo me paso una mano por el pelo para enfrentarme a la mujer que me rompió el corazón. Me mira con simpatía y compasión, tal como una enfermera miraría a un paciente que se está recuperando de una dolencia que amenaza su vida.

—Hola, Matthew.

Estoy decidido a demostrarle que lo he superado por completo.

—Rosaline.

—Estás fantástico.

—Gracias —le contesto con frialdad—. Y tú no has cambiado nada.

Me siento raro volviendo a hablar con ella después de todos los años que han pasado, en especial después de todos estos años. No siento ninguna atracción ni odio, ni tampoco ninguna emoción intensa. Lo que sí hay es cierto arrepentimiento. Una parte de mí desearía poder dar marcha atrás y patearle el culo a mi antiguo yo por ser tan tonto y estar tan ciego. Pero eso sólo tiene que ver conmigo. En cuanto a Rosaline... Sólo es alguien con quien coincidí y a quien jamás llegué a conocer en absoluto. Incluso a pesar de conocer íntimamente hasta la última curva y rincón de su cuerpo, sigue siendo una completa desconocida para mí.

Carraspeo.

—Así que tienes un hijo —digo.

¿Me había olvidado de mencionarlo? Sí, no sólo me engañó, sino que también se quedó embarazada. Estoy bastante convencido de que ése era su plan. Es como lo de la familia real, el heredero y el recambio. Yo era el recambio, sólo por si acaso las cosas con Julian no le salían bien. Por suerte para mí, él fue el primero en dar en el blanco.

Rosaline sonríe.

—Sí, Conrad. —«Pobre niño»—. Está en un internado de Suiza.

Hago un poco de cálculo mental.

—¿En un internado? ¿No tiene unos seis años?

—Los cumplirá el mes que viene. —Debo de parecer sorprendido, porque Rosaline añade—: Es muy importante que empiece con buen pie en la vida. Y esa escuela se encargará de ello.

Asiento. No pienso gastar saliva en explicarle lo equivocada que es su filosofía de vida.

—Claro. Seguro que sí.

Y justo cuando estoy a punto de ponerle punto final a la conversación, se acerca Julian Wolfe. Es un hombre con una imagen decente: alto y delgado, pelo rubio casi albino y la tez pálida. Me recuerda un poco a un oficial nazi.

—Rosaline, quiero presentarte a unas personas muy importantes —dice, y entonces me ve—. Hola, Fisher.

No me tiende la mano y, por supuesto, yo tampoco le ofrezco la mía.

Me limito a asentir con la cabeza.

—Julian.

Rosaline y él son los ejemplos perfectos para comprender por qué las personas necesitan tener algún pasatiempo. Si el dinero es tu única pasión, serás una persona desgraciada. Y al final tu pasatiempo será extender esa desgracia y que todo el mundo te acabe considerando un ser humano despreciable.

—Siento robártela. Otra vez —dice Julian.

Se ríe porque ésa es su idea del humor.

Y, a pesar de que esto es más bien cosa de mujeres, si quiere jugar con las palabras estoy más que dispuesto a seguirle el juego:

—No, llévatela, por favor. Me estás haciendo un favor.

Él se pone serio y Rosaline me toca el brazo.

—Me alegro de verte, Matthew.

—Cuidaos —les digo a ambos.

Cuando se marchan, Drew se acerca a mí.

—Estoy seguro de que te alegras de haber esquivado esa bala.

—No te haces una idea.

Me da un codazo.

—¿Estás bien?

Mirad con atención, esto es lo más cerca que estaremos Drew y yo de compartir un momento íntimo. Podríamos pasar todo el día juntos y no mencionar una sola palabra sobre nada importante que esté ocurriendo en nuestras vidas. Las palabras no son necesarias, porque ambos sabemos que, cuando las cosas se pongan feas, nos tendremos el uno al otro.

Entonces le aseguro:

—Claro, tío, estoy de muerte. Ya lo has dicho tú: esquivé esa bala.

Cuando volvemos con Alexandra, veo en su expresión que le va a pedir que lo deje marchar otra vez. Pero entonces Drew parece optar por una estrategia distinta y sonríe con astucia.

—Mira, acaba de llegar

la Grititos.

—¿Quién? —pregunta Alexandra.

Drew señala con su copa de vino.

—La morena del pelo rizado con el vestido azul que está junto a la barra.

Lexi ladea la cabeza hasta que encuentra a la dama en cuestión.

—Ésa es... Alyson Bradford.

Drew se encoge de hombros.

—Para mí siempre será

la Grititos.

—¿Por qué la llamas así?

Yo niego con la cabeza mentalmente. Alexandra debería haber sido más rápida con ésta.

—Porque grita cuando se corre.

—¿Qué?

Drew se explica con indiferencia:

—Es como uno de esos mordedores para perros. —Levanta la mano y empieza a abrirla y a cerrarla—.Chirrido, chirrido, chirrido, chirriiiiiido. Por lo menos lo hacía cuando tenía diecisiete años, aunque no creo que sea algo que haya perdido con el paso de los años.

—Y ¿tú cómo sabes eso? —pregunta Alexandra comprensiblemente ofendida—. ¿Cuándo te acostaste tú con Alyson Bradford?

Drew mira al techo tratando de recordar el episodio.

—Mmm, el penúltimo año de instituto. Fue durante esos días oscuros cuando perdimos los

playoffs contra St. Bartholomew. No diría que ella fue mi premio de consolación, pero estuvo cerca.

Lexi vuelve la cabeza.

—Qué asco. Olvídalo, no quiero saberlo.

Si hay algo que la Perra no puede soportar son los detalles de las aventuras sexuales de su hermano. Motivo por el cual Drew dice:

—También hace una cosa asquerosa con la lengua...

Alexandra cierra los ojos.

—¡Ya basta! ¿Sabes qué? Vale, si tantas ganas tienes de irte, vete. Si quieres abandonarme cuando más te necesito por...

Jamás debería haberle ofrecido una salida.

Drew esboza una brillante sonrisa, deja la copa sobre la bandeja del camarero que acaba de pasar por delante y le da un beso en la mejilla.

—Eres la mejor hermana del mundo. Adiós. —Entonces me pregunta—: ¿Vienes o qué?

Nunca he sido de los que rechazan un caballo regalado ni, como en este caso, una salida fácil.

—Una fiesta estupenda, Lexi. Nos vemos.

Luego sigo a Drew hasta la puerta. Y, si miráis al otro extremo del salón, veréis cómo Rosaline me sigue con la mirada.

6

En cuanto salimos de la fiesta benéfica, Drew y yo nos vamos directos a un bar. Él acaba yéndose a casa con una abogada morena de piernas largas que busca un poco de consuelo sexual para compensar el dolor que le ha provocado una derrota en los tribunales. Yo me tomo una cerveza y valoro algunas opciones, pero ninguna me motiva lo suficiente como para esforzarme. De camino a casa, me siento tentado de romper la regla de los tres días y llamar a Delores.

¿Qué decís? ¿Que no sabéis lo que es la regla de los tres días? Escuchad y aprended. Tres días es la cantidad de tiempo perfecta que uno debe esperar para llamar a una mujer después de haber quedado con ella. Me da igual en qué categoría la hayáis clasificado. Tanto si os habéis acostado con ella como si no, nunca se debe volver a marcar su número de teléfono hasta el tercer día. Esto no tiene nada que ver con las estrategias ni con jugar con ventaja, se trata de mantener vivo su interés. De conseguir que piense en ti. El primer día probablemente se esté acordando de la última vez que te vio. El segundo día está esperando que llames y se estará preguntando si te lo habrás pasado tan bien como ella. Y el tercer día —el día mágico—, habrá abandonado la esperanza de que le suene el teléfono. Se estará preguntando qué fue mal, si habrá malinterpretado tus señales, y entonces, ¡pam!, suena tu llamada y le alegras el día.

Yo he pensado varias veces en Dee durante el día de hoy y siempre lo he hecho con una sonrisa en los labios. Su sentido del humor directo e inteligente, su forma de bailar, el piercing de su pezón... Pero mi teléfono sigue a buen recaudo en mi bolsillo, porque la regla del tercer día no debe quebrantarse nunca.

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