Control

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La noche del sábado fluye como de costumbre. Salgo con Jack y Drew y vamos a la inauguración del local de moda del momento. Es un club muy grande, un almacén reformado en el corazón del barrio de la industria cárnica. Está lleno de gente, apenas hay espacio para moverse. Nosotros compartimos un reservado con cinco preciosas pasajeras que han llegado a la ciudad en un crucero holandés. Ámsterdam es una ciudad salvaje, la nueva Sodoma y Gomorra. No es fácil seguir el ritmo de unas mujeres holandesas que llevan tres semanas en el mar, ni siquiera para nosotros.

Me abro camino entre la multitud para llegar hasta la barra. Me inclino hacia adelante y trato de llamar la atención del camarero. Un minuto después, alguien tira de mí hacia atrás. Miro por encima del hombro y veo a una pelirroja bajita con una delantera imponente y los párpados entornados subida a unas botas marrones de tacón alto. Me señala con el dedo y masculla sonoramente:

—Yo te conozco. Tú eres el tío con el que me acosté hace dos semanas, el de la moto.

Ya decía yo que me sonaba. Y tiene un nombre moderno, un poco andrógino..., Ricki o Remy.

Su amiga, una mujer igual de menuda pero evidentemente más sobria que ella, la rodea con el brazo.

—Vamos, Riley, pasa de él.

Riley. Casi acierto.

Riley hace un puchero empalagoso.

—No me llamaste. Cerdo.

Voy a dejar clara una cosa: estoy completamente a favor de la igualdad de oportunidades en el campo del ligue. Nadie debería opinar menos de una mujer porque quiera pasar un buen rato con la misma frecuencia que un hombre, nada de calificativos despectivos ni vergüenza. Por otra parte, las chicas deberían dejar de utilizar el papel de víctima. Si te digo que sólo estoy buscando un rollo de una noche, ¿por qué de repente me convierto en un capullo cuando eso es todo lo que hay entre nosotros? Escuchad a los hombres. No asumáis que hay algún sentido escondido tras sus acciones. La vida real no es una novelucha ligera para chicas ni una comedia romántica; no deberíais esperar que lo fuera.

Sin embargo, me sigue quedando un regusto amargo en la boca cuando una chica se siente utilizada.

—No te pongas así, nena. Lo pasamos bien, ninguno de los dos quería más. Nunca te dije que fuera a llamarte.

La pelirroja hace oídos sordos a mis palabras. Los ojos de Riley se dirigen a mi derecha y advierte:

—Cuidado con éste, hermana, es un mujeriego.

—Gracias por el consejo.

Y, a pesar del altísimo volumen de la música, reconozco esa voz. Cierro los ojos, vuelvo la cabeza y, cuando los abro, me encuentro frente a frente con Delores Warren.

No os sorprende, ¿verdad?

Riley desaparece de mi vista y de mis pensamientos mientras yo observo la ropa que lleva Dee. Se ha puesto extensiones violetas y azules por entre la melena rubia, lleva un top azul eléctrico que a duras penas le cubre los pechos, su falda no es más que una tira de tela azul y violeta y lleva unas botas hasta las rodillas que le adornan los pies. Hasta el último centímetro de su piel, que está fabulosamente expuesta y cubierta de purpurina, brilla como un diamante.

Esboza una sonrisa juguetona.

—Hola, Dios. Soy yo, Dee.

No me esfuerzo por ocultar que me alegro de verla.

—Eh. ¿Qué tal? Te he dejado un mensaje esta tarde.

Hoy era el día tres, aunque Dee parece ser una de esas extrañas mujeres que son inmunes a la norma. Se vuelve en dirección a la barra, pero me contesta lo bastante alto como para que la oiga:

—Ya lo sé.

—¿Por qué no me has devuelto la llamada?

Ella mueve la cabeza al ritmo de la música y se encoge de hombros.

—He imaginado que sólo llamabas para quedar bien.

—Yo no hago nada sólo para quedar bien. —Señalo el espacio que ocupaba Riley hace sólo un momento—. Como es evidente.

Yo no le beso el culo a nadie, a menos que alguna chica me lo pida.

Unos metros más allá, un tío moreno con el pelo engominado que viste una camiseta blanca y unos vaqueros ajustados grita en dirección a Delores.

—Eh, Dee, ¡date prisa con las copas!

Hay dos clases de hombres en Brooklyn: los liberales y ricos inmigrantes que pretenden inmiscuirse en la vida urbana mientras restauran las fachadas históricas de sus casitas para devolverles su antiguo esplendor, y los autóctonos listillos de acento marcado que han visto demasiadas veces

Uno de los nuestros. Y no hay duda de que este imbécil pertenece a la segunda categoría. Lo señalo haciendo un gesto con la barbilla.

—¿Quién es?

—Ése es Mickey.

—¿Has venido con él?

—No, he venido con unas compañeras de trabajo. Deben de andar por aquí.

Entonces le hago una pregunta más importante:

—Y ¿te vas a marchar con él?

—Probablemente.

La mera palabra me golpea como un gancho directo a la barbilla.

Dee se inclina sobre la barra para pedir sus copas. Cuando vuelve a ponerse de pie, me acerco más a ella para no tener que empezar a gritar.

—Tienes mejores opciones.

Ella me mira a los ojos. En ellos descubro la misma expresión que tenía cuando me fui de su apartamento el miércoles por la noche: anhelo mezclado con tristeza. Resignación.

—Puede que no quiera algo mejor.

—Pues deberías. Si pides la luna, quizá logres acabar entre las estrellas.

Es algo que solía decir mi madre.

Dee encoge un hombro.

—El espacio exterior no es para todos los públicos. A mí me va más lo que sucede a ras de suelo.

La visión que una mujer tiene de sí misma es como las imágenes de las casas de los espejos que hay en las ferias: deformada, a veces incluso retorcida. Siempre es mucho más exacta la visión que tienen los demás.

—Te equivocas —replico.

—Mickey es un tío poco complicado. Fácil.

Sonrío.

—Si buscas algo fácil, yo soy tu hombre. No los hacen más fáciles que yo.

Dee se ríe. Y yo me acerco a ella y le tapo la visión de la maravilla de cartón piedra. Si no puedes verlo, ya no piensas en ello, ¿no? Luego le pregunto con delicadeza:

—¿Cuándo volveré a verte?

Ella esboza media sonrisa.

—Ya me estás viendo ahora.

—Quiero verte en un lugar en concreto y a poder ser con menos ropa.

Dee mira su atuendo.

—¿Menos de la que llevo? Eso empezaría a ser exhibicionismo.

Yo sonrío.

—Eso siempre es señal de diversión.

Le traen sus copas. Dee coge la bandeja y me dice:

—Creo que volver a vernos sería una mala idea para los dos.

—Te equivocas de nuevo.

Me sonríe con delicadeza.

—Adiós, Matthew.

Y empieza a alejarse.

Yo le grito:

—Eh, Dee. —Se da media vuelta—. La próxima vez dile que vaya él a por las putas copas, ¿vale?

Me sostiene la mirada un momento, luego asiente y desaparece entre la multitud.

Un rato después, Drew me dice que él y Jack se van de la fiesta con las viajeras holandesas.

—¿Te apuntas? —me pregunta—. Vamos a soltar el ancla y a bucear un poco.

Yo escaneo la pista de baile intentando ver algún reflejo azul eléctrico.

—No, ya tengo un proyecto aquí. —Veo que Jack está en la puerta entreteniendo a las cinco chicas y le pregunto a Drew—: ¿Con cuál te vas a quedar?

—La del medio parece muy entusiasta.

Se ríe de su propio chiste.

Lo sabía. Me río y Drew me pregunta por qué.

—¿No te parece un poco extraño que, de entre cinco mujeres escandinavas, elijas a la única morena del grupo?

Drew capta mi indirecta, pero me ignora.

—Gracias, Sigmund. Cuando quiera que me psicoanalicen, ya tiraré el dinero en la consulta de un médico de verdad.

—Lo que tú digas, tío —replico dándole una palmada en la espalda.

Cuando Drew y Jack se marchan, me doy una vuelta por el club y veo a Dee en la pista de baile con Tony Soprano júnior; se me revuelve el estómago. Sus espasmódicos y ásperos pasos de baile contrastan bruscamente con los movimientos espontáneos y naturales de Dee, y vuelvo a preguntarme qué narices está haciendo con ese tío.

Encuentro una mesa vacía, pero me acorrala una agresiva rubia parlanchina con un suéter de cachemira de manga corta y una falda de piel. Se sienta a mi lado y parece ignorar el hecho de que yo no presto ninguna atención a nada de lo que dice.

—...y yo le dije: «¿Ah, sí, papá?». O sea, ¿cómo se supone que iba a centrarme en el postgrado con esa mísera asignación?... —El zumbido continúa hasta que aparece una chica morena junto a la mesa. La rubita la coge de la mano—. ¡Tracy! Oh, Dios mío, hace una vida que no nos vemos. Vamos a hacernos una foto. —Apoya la cabeza sobre la de Tracy y hace una fotografía con su iPhone—. ¡La voy a colgar en Instagram!

Pero en cuanto Tracy desaparece de su vista, la rubita se vuelve hacia mí con el ceño fruncido.

—Odio a esa tía.

Si hay algo que no soporto es la falsedad, el afecto fingido. Es una estupidez y una pérdida de tiempo. El único artificio que valoro es un buen par de tetas quirúrgicamente modificadas.

Cuando ya no puedo soportar más la compañía de esa tía, veo a Delores saliendo por la puerta del club detrás del perdedor italiano. Y, decidido a salvar la noche, le pregunto a la rubia:

—¿Nos vamos?

A ella se le ilumina la cara.

—Pensaba que no lo preguntarías nunca.

7

La rubia no quiere subirse a la Ducati para ir a su casa, así que me da la dirección y la meto en un taxi antes de subir a la moto para reunirme allí con ella. Normalmente me es indiferente donde vaya a meterla si hay perspectivas de sexo. Esta chica es como una ensalada que viene incluida en el menú: te la comerás, pero sólo porque ya te la han puesto en la mesa. No dejo de acordarme de cómo Dee se ha marchado del club con ese gilipollas.

Recuerdo cómo se movía el miércoles por la noche y los agradecidos y eróticos sonidos que conseguí provocarle cada vez que me adentraba en ella lenta y profundamente. Me pregunto si ese tío estará oyendo los mismos sonidos seductores y me pongo como una moto. No porque Dee se esté acostando con otro tío, sino porque ese tío es completamente indigno de ella.

O, por lo menos, ése es el motivo por el que me digo que estoy cabreado.

Ignoro mis emociones mientras encuentro un hueco para aparcar en la esquina del apartamento de la rubia, en la que ahora pienso como «la chica ensalada». Me está esperando en el patio interior de su edificio y me abre la puerta del apartamento que tiene en el primer piso.

—Vaya, qué frío —me dice con un tono agudo muy estridente—. Es increíble lo rápido que han bajado las temperaturas. Me pregunto si este año nevará más pronto. Odio la nieve. Incluso en Navidad, preferiría una playa antes que...

La beso con impaciencia sólo para que deje de hablar.

Ella forcejea contra mi boca antes de recuperarse y centrarse en devolverme el beso. Su lengua se mueve con rapidez, con demasiada rapidez. No tiene ningún sentido del ritmo ni delicadeza. Tengo la sensación de tener un abejorro metido en la boca que me está sacudiendo la lengua con las alas. Me empuja contra el sofá y se quita el suéter para dejar al descubierto un sujetador de encaje color carne que encierra un par de melones gigantescos.

Como ya he confesado, soy un firme amante de los pechos, así que intento concentrarme en ese atributo positivo de su anatomía, pero su idea de las guarradas me distrae demasiado.

—Oh, sí —gime juntándose las tetas—. Soy una chica mala. ¿Vas a ser mi papá? ¿Papá va a castigar a esta perra traviesa?

Hay tantos errores en esa frase que ni siquiera sé por dónde empezar.

En primer lugar, lo de llamar

papá a un tío es un cortarrollos. Es tan efectivo como que te sumerjan en una bañera de agua helada. Oírlo me hace pensar en mi padre, en hijos y en mil cosas en las que no quiero pensar durante los preliminares. Lo de

perra traviesa ha sido un buen intento; a mí también me gustan los calificativos, las palmadas en el trasero y el rollo dominante que tanto parece gustarles a las mujeres hoy en día. Pero su susurro infantil ha arruinado el efecto.

La voz de Delores es grave, seductora y claramente femenina. Cuando me suplicó que me la follara, o expresó las muchas ganas que tenía de que me la follara, no sonaba forzado ni falso. Era espontáneo y real, porque estaba tan excitada, tan perdida en el éxtasis del momento, que quedarse en silencio le resultaba simplemente imposible.

La chica ensalada salta sobre mi regazo y me arranca un rugido. Tira de mi camisa, pero sólo consigue hacerme una quemadura en el cuello con la tela. Luego, con una potencia sorprendente, me mete la cabeza entre los pechos y me agarra con tanta fuerza que ni siquiera me deja respirar. Los vikingos creían que morir en el campo de batalla era una buena forma de dejar este mundo, y normalmente yo pensaría lo mismo de acabar asfixiado entre un buen par de tetas, pero éstas no son las tetas entre las que quiero morir. Forcejeo para volver la cabeza y lo consigo cuando la agarro del bíceps y tiro de ella hacia atrás. Aprovecho para echar la cabeza hacia arriba y volver a llenarme los pulmones de oxígeno.

Y entonces, sin soltarle los brazos, miro a la chica ensalada a la cara. Tiene una nariz bonita, unos húmedos labios rosas y unos redondos ojos azules que me devuelven la mirada. Está buena. Le daría un ocho. Cualquier otra noche estaría encantado de hacérmelo con ella, pero esta noche... no me apetece.

Porque los ojos que quiero que me miren son de un marrón claro con destellos dorados. Los labios que quiero morder son rojos, carnosos, y de ellos salen las respuestas más inesperadas. Me siento más excitado al pensar en Dee de lo que me he sentido durante los cinco últimos minutos con esta chica en

topless contoneándose sobre mi regazo.

—Espera, para un segundo. Esto no va bien —le digo.

—¿Qué pasa?

Las mujeres siempre dicen que quieren que los hombres sean sinceros con ellas. Veamos cómo sale.

—Eres guapa y pareces una chica divertida, pero acabo de darme cuenta de que estoy pensando en otra.

Ella ladea la cabeza al tiempo que pregunta:

—¿Disculpa?

—No te ofendas. —Se tapa sus enormes pechos con las manos y me mira furiosa—. Por si te hace sentir mejor, si te hubiera conocido a ti primero, te aseguro que en este momento me lo estaría montando contigo.

Se baja corriendo de mi regazo.

—¡Eres un gilipollas!

La entiendo perfectamente.

—¡Sal ahora mismo de mi casa, capullo!

Coge un posavasos de la mesa, uno de cerámica, y me lo lanza a la cabeza. Falla con el primero, pero el segundo me alcanza en el omóplato justo cuando estoy a punto de llegar a la puerta.

—¡Ay! Dios, ¡ya me voy!

—¡Imbécil!

Esto lo demuestra, quienquiera que dijera que la sinceridad es la mejor política es evidente que mentía.

Aparco la moto en la acera y corro hasta la puerta principal del edificio de Dee. Llamo a su timbre una, dos, tres veces. Espero cinco segundos, pero no hay respuesta.

Entonces hago lo que haría cualquier ser humano normal.

Presiono el timbre hasta que la yema del dedo se me pone blanca.

Rrrrrrrrrrrrrrrrriiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnngggggggggggg...

Cuando tampoco así consigo una respuesta, debo admitir que empiezo a sentir pánico. Vuelvo a la acera, me sitúo justo debajo de la ventana de Delores y me rodeo la boca con las manos.

—¡Delores! Eh, Dee, ¿estás despierta?

Como esto es Nueva York, un vecino me grita enseguida:

—¡Estamos todos despiertos, gilipollas!

Distintas voces me gritan que me calle desde diferentes direcciones, y creo que una mujer me lanza una maceta.

Sin embargo, prefiero pensar que ha sido un accidente.

Cuando ya no me queda otro recurso, echo la cabeza hacia atrás y recurro a mi mejor imitación de Marlon Brando:

—¡Stella! ¡Steeellaaaaaaa!

La ventana de Delores se abre. Por fin.

—¿Matthew? —grita hacia abajo sorprendida.

Me meto los dedos en las presillas del cinturón en un intento de adoptar una pose despreocupada.

—Eh —le contesto—. ¿Qué tal?

—¿Qué narices estás haciendo? —me pregunta.

En este momento es cuando me doy cuenta de que mi gran plan para evitar que ella y Tony se enrollen sólo llegaba hasta este momento. Mierda. De aquí en adelante tendré que improvisar.

—Quería... ¿Podrías bajar, por favor?

Milagrosamente, no me manda a la mierda.

Y dos minutos después la veo aparecer por la acera..., seguida de Goomba Johnny. Por suerte, todavía lleva la misma ropa que se puso para salir. Tampoco es que eso signifique mucho, especialmente teniendo en cuenta que el conjunto tapa poco más de lo que lo haría un sujetador, pero en este instante me conformaré con lo que sea.

El aspirante a mafioso se pone delante de Dee y me da un empujón.

—¿Qué coño te pasa? ¿Eres un psicópata o qué?

Levanto los puños por instinto y adopto una postura defensiva.

—No he venido a pelearme contigo, pero si quieres hacerlo no tengo ningún problema.

Entonces veo el tatuaje que tiene en el bíceps, una imagen de la Virgen María con las palabras «AVE MARíA» escritas debajo. Y decido emplear una técnica diferente.

—Sólo intento salvar mi matrimonio.

Sí, mentir es un golpe bajo, pero cuando uno está desesperado...

Él vuelve la cabeza hacia Dee.

—¿Estás casada?

Ella se muestra horrorizada.

—No, no estoy casada. ¡Está loco!

Abro la cartera para enseñarle la fotografía que llevo de Mackenzie y me esfuerzo por parecer sincero.

—Mi familia lo es todo para mí. Ya sé que no me conoces, pero ¿crees que podrías echarme una mano y marcharte?

Dee está muy cabreada. Me da un empujón en el hombro y se vuelve hacia el marginado de «Jersey Shore».

—Mickey, ésa no es mi hija, ¡y él no es mi marido!

Él contesta:

—Me llamo Mikey.

Es un alivio saber que no soy el único que tiene problemas con los nombres esta noche.

Dee le pregunta exasperada:

—¿Acaso importa?

Para la mayoría de los tíos no importaría, nos da igual si gritáis el nombre del papa de Roma mientras os estamos follando. Pero, por lo visto, «Mikey» no es como la mayoría de los tíos porque él levanta la mano con gesto de rendición.

—Esto es demasiado para mí. Me largo.

Entonces se da media vuelta y se va.

Yo observo cómo se aleja con regocijo. Luego me vuelvo hacia Dee y lo señalo con el pulgar.

—Algunas personas son demasiado crédulas.

Y entonces ella me da un puñetazo, en toda la boca.

Me tambaleo hacia atrás y noto el sabor de la sangre. Es posible que Delores sea menuda, pero tiene un increíble gancho de derecha. Me señala y menea el dedo mientras me espeta:

—No sé a qué coño viene esto, ¡pero no me gusta!

Bajo la mano que me había llevado a la maltrecha boca y la dejo colgando a un lado. Y me quedo en blanco. No se me ocurre ni una delicada ni ingeniosa respuesta que darle. Así que lo único que puedo hacer es preguntarle:

—¿Por qué no te gusto?

—¿Qué?

—Nos lo pasamos muy bien, el sexo fue increíble, nos reímos, pero ahora ya no quieres tener nada que ver conmigo.

—¿Acaso esto es nuevo para ti?

Resoplo.

—Joder, pues sí. Yo le gusto a todo el mundo. Soy un tío estupendo.

Dee se masajea la cabeza de la misma forma que solía hacerlo mi madre cuando empezaba a dolerle. Luego suspira y admite:

—Vale, la verdad es que no se trata de ti, soy yo. Yo soy el problema.

Se me arrugan los ojos con repugnancia.

—Dios santo, ¿lo dices en serio? ¿Estoy al borde de abrirte mi corazón y tú no te vas a molestar ni en darme una respuesta decente?

Dee estira los brazos.

—Te estoy diciendo la verdad. Sí que me gustas. Eres muy mono, eres gracioso y muy bueno en la cama. Pero yo... yo soy más feliz cuando no mantengo ninguna relación. Cuando empiezo a ir en serio con alguien, me vuelvo un poco loca.

—¿Quién ha dicho nada de relaciones? Podemos seguir pasándolo bien y ver qué pasa. No es que vayamos a fugarnos a Las Vegas para casarnos.

Eso sería ridículo.

Dee niega con la cabeza.

—No lo entiendes. Nunca termina bien. Y esta vez no será distinto, Matthew. Antes pensaba que el problema eran los hombres que elegía, pero he acabado aceptando que soy yo. Yo hago que los chicos buenos se vuelvan malos. Soy como un bombeador de penes, convierto a los hombres en capullos gigantescos. Yo soy la chica sobre la que te advirtió tu madre, lo siento.

Y está tan seria que soy incapaz de aguantarme la risa.

—No es verdad.

—No me conoces.

—Lo que conozco de ti es bastante alucinante.

Ella empieza a negar lo que he dicho, pero yo insisto.

—Le estás dando demasiada importancia. Si lo prefieres, podemos ser follamigos. Amigos con derecho a roce. Yo seré el alivio de tus picores, la respuesta a tus llamadas de las dos de la mañana. Sólo tienes que limitarte a no acostarte con otros tíos. No lo necesitarás.

Dee empieza a negar con la cabeza. Hasta que digo:

—Y el mundo podría acabar mañana, ¿recuerdas? Los extraterrestres podrían invadirnos, el calentamiento global, tenemos que vivir el momento porque uno nunca sabe cuándo se acabará.

Le tiendo la mano.

—Arriésgate conmigo, Dee. No te decepcionaré.

Sus ojos color miel miran mi mano con melancolía.

—Dios, eres bueno.

Yo sonrío. Y no puedo evitar contestar:

—Dijo ella llamándolo por el que ya se había convertido en su nuevo nombre.

Y Dee se deshace en carcajadas.

Entonces me coge de la mano. Encajamos a la perfección.

Parecemos dos escolares experimentando su primer amor. Nos quedamos así durante un rato, sonriéndonos el uno al otro. Luego comenzamos a caminar en dirección a su apartamento en silencio.

Al poco, Dee pregunta con demasiada seriedad.

—¿Matthew?

Yo alzo las cejas.

—Cuando te canses, intenta recordar que te lo advertí, ¿vale?

No sé con qué clase de capullos habrá estado saliendo Dee, pero esa forma de hablar me cabrea. Estoy decidido a demostrarle que se equivoca y a levantarle el ánimo. Así que me acerco a ella y le susurro:

—Eres demasiado guapa como para cansarme.

Delores pone los ojos en blanco. Y tengo la

impresión de que cree que le estoy tomando el

pelo. Supongo que tendré que seguir

repitiéndoselo hasta que se lo crea.

8

Despertarse en una casa que no es la tuya siempre resulta un poco confuso. Mis ojos se abren al percibir los rayos de luz que brillan a través de unas cortinas violetas en una habitación llena de ropa. La noche anterior, Dee y yo estuvimos charlando cuando llegamos a su apartamento. Resulta que no se acostó con el pandillero. Me dijo que él pasó la mayor parte del tiempo que estuvieron en su apartamento hablando por teléfono con un amigo. Idiota. Me preguntó si me habría importado y yo le contesté que sí. Aunque lo habría superado.

Me pongo un par de calzoncillos y sigo el olor de beicon y el sonido de la música hasta la cocina. Dee está delante de la encimera de espaldas a mí cantando la letra de

Beneath your Beautiful que suena en el estéreo que hay justo debajo de la vitrina.

Su voz es adorablemente horrible —chirría y desafina—, parece un gato en proceso de apareamiento. Se ha recogido la melena rubia cobriza con un par de palillos chinos y aún se le ven las extensiones de colores que se puso anoche. La única prenda de ropa que lleva es mi camisa azul. Cuando termina la canción, le aplaudo.

Ella se da media vuelta con la espumadera en la mano.

—Buenos días.

—Bonita camisa.

Ella se encoge de hombros.

—Como te estaba preparando el desayuno, he decidido hacer honor al cliché y ponérmela.

Me acerco a ella y le doy un beso en los labios. Dee sonríe con timidez.

—¿Tienes hambre?

—Mucha.

Me pasa dos vasos de zumo de naranja y coge un plato con beicon y huevos revueltos de la encimera. Nos sentamos en las dos únicas sillas que hay junto a su minúscula mesa y empezamos a comer.

—Está muy bueno —comento.

—Es beicon de pavo orgánico. Es como el

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