Control

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crack: una vez que lo pruebas, ya no vuelves a comer cerdo nunca más.

Mientras desayunamos, aprovecho la oportunidad para observar su piso. Antes estaba demasiado ocupado haciéndola gemir. Está más ordenado de lo que esperaba y también me doy cuente de que es más ecléctico. Un sillón reclinable rojo cuyo tapizado ha visto días mejores descansa junto a una mesa redonda con superficie de mosaico que está pegada a un sofá beige con pinta de ser muy cómodo; está parcialmente cubierto por una suave manta marrón que cuelga del respaldo. Hay algunas fotografías enmarcadas en la pared. En una sale Delores junto a una mujer delgada con un color de pelo semejante al suyo y enseguida doy por hecho que es su madre. Otra es de Dee cuando debía de tener unos trece años; con un brazo rodea el cuello de una Kate Brooks con aparato dental y con el otro rodea a un chico moreno que imagino que será su primo. Los tres llevan patines.

Me trago un suculento bocado cargado de huevo y le pregunto:

—¿Qué vas a hacer hoy?

—Quería ir al mercado de agricultores de Brooklyn, pero aparte de eso nada.

—¿Quieres que pasemos el día juntos?

—Vale.

—Pasaremos por mi casa para que pueda ducharme y luego tengo que hacer una parada rápida, pero después de eso había pensado que podríamos ir a Central Park.

Lo bueno de vivir en la ciudad es que siempre hay algo que hacer. Incluso aunque tengas el culo pegado a un banco del parque y estés dando de comer a las palomas, sigues teniendo la sensación de que estás haciendo algo.

—Suena bien. Voy a vestirme.

Treinta minutos después, Dee sale de su casa recién duchada, con el pelo recogido en un moño y vistiendo una camiseta plateada sin tirantes, pantalones de piel negra y unos zapatos de tacón con un estampado de piel de tigre. Por suerte, la grúa no se ha llevado mi moto, que está mal aparcada, y tampoco me han multado. Dee observa la moto con admiración. Pasa la mano por encima del asiento y el gesto me recuerda cómo deslizó la mano por mi pecho y fue bajando cada vez más. Se la cojo y le beso la palma.

—No la acaricies así si no vas en serio —le digo.

Ella se pone de puntillas y me susurra al oído:

—Yo siempre voy en serio.

Saco un casco del baúl y se lo pongo a Dee en la cabeza. Luego se lo abrocho por debajo de la barbilla. Es la combinación perfecta: sensual y adorable, sexi y mona, podría comérmela en la misma calle.

Se sube a mi moto y me guiña el ojo.

—Dame un buen viaje, Matthew.

Yo pongo el motor en marcha.

—Sujétate.

No todas las chicas están preparadas para ir en moto. Una o dos me han agarrado con tanta fuerza que me han dejado las marcas de las uñas y las extremidades entumecidas. En otra ocasión, una chica no se agarró lo bastante fuerte, estaba demasiado ocupada aullando y agitando las manos en el aire, y casi me mata de un ataque al corazón cuando salió despedida hacia atrás. Por suerte, no se hizo daño. Dee se agarra a mí con la fuerza justa, me rodea la cintura con un brazo y apoya la otra mano sobre mi muslo, y yo me regodeo en la espléndida sensación de sus pechos pegados a mi espalda y su barbilla contra mi omóplato.

Estaría encantado de darle un largo viaje tras otro. En ambos sentidos.

Cuando llegamos a mi edificio, estacionamos en el parking privado y nos encaminamos al vestíbulo. Delores admira la impresionante arquitectura mientras yo recojo el correo del buzón. Cuando entramos al apartamento, le digo que se ponga cómoda y me meto en la ducha. Una vez seco, me pongo un par de vaqueros y una camisa de franela. Sin abrochármela por el momento, vuelvo al salón en busca de Delores. Está mirando las vistas.

—Creo que a partir de ahora te llamaré

Chico de la Zona Alta —me dice con una sonrisa en los labios.

—Pero

Dios es mucho más exacto.

Dee se acerca a la biblioteca.

—Estas fotografías son buenísimas.

Está mirando una que le hice a Mackenzie el año pasado mientras le lanzaba un beso a la cámara. La luz realza el brillo de sus ojos azules.

—Es Mackenzie —le explico—. La sobrina de la que te hablé el miércoles por la noche, aunque técnicamente no es mi sobrina. —Señalo la fotografía que hay junto a ésa—. Y éstos son mis padres. —Es una imagen en blanco y negro. Mi madre tiene una expresión de feliz despreocupación y mi padre de mal humor distraído, que son exactamente sus expresiones más habituales.

Cojo la bolsa de mi cámara, me aseguro de que llevo un carrete de repuesto y compruebo los objetivos.

—¿Tienes cuarto oscuro? —me pregunta.

—Pues sí.

A su mirada asoma una expresión con la que empiezo a estar familiarizado: la prueba inequívoca de que está excitada.

—¿Me lo enseñas?

Dejo la cámara y levanto la mano.

—Por aquí.

El propósito original de ese espacio era el de convertirse en un vestidor, pero no tiene ventanas y es lo bastante grande como para instalar un estante con los productos químicos y una hilera de bandejas para el revelado. La iluminación es muy tenue, clara, y le da a toda la estancia un tono sepia. Cierro la puerta mientras Delores mira a su alrededor. Y automáticamente vuelvo a sentir las emociones que me embargaban cuando jugaba al cuarto oscuro de niño. Aunque nunca me tocó una compañera de juegos tan guapa como ella.

Los ojos de Dee me recorren de pies a cabeza.

—¿Tienes idea de lo erótico que es esto, Matthew?

—Un poco —admito.

Se pega a mí y mi espalda choca contra la puerta cerrada. Dee me besa la barbilla y luego la roza con los dientes.

—¿Me harás alguna foto algún día?

Flexiona las rodillas y se desliza por mi torso dejando un camino de calor al paso de sus cálidas manos, que resbalan por mi pecho y mi estómago.

Yo trago saliva con fuerza.

—Claro que sí.

Me riega el estómago de besos.

—Seremos como una versión moderna de Jack y Rose en

Titanic.

Con la respiración acelerada, le digo:

—Jack era un marica. Si yo hubiera estado en su lugar, habría atado y amordazado a Rose y habría metido su culo en un bote salvavidas. Y luego me habría subido con ella.

Me habría gustado señalar que, si Rose hubiera hecho lo que Jack le dijo que hiciera, se habrían salvado los dos.

Dee se humedece los labios con la lengua y empieza a bajarme los vaqueros para liberar mi dolorida polla. Rodea la base con su pequeña mano y empieza a moverla lentamente.

—Hasta que me hagas esas fotos y las reveles aquí, quiero que pienses en esto la próxima vez que estés en esta habitación.

Sin dejar de acariciar la base, rodea la punta con los labios y empieza a chupar con suavidad y a darle golpecitos con la lengua. Cuando advierto que se me están empezando a aflojar las rodillas, apoyo gran parte de mi peso sobre la puerta. Entonces Dee se para, echa todo el prepucio hacia atrás y vuelve a succionarme entero.

Y no puedo evitar gemir:

—Jodeeeeeer.

Su boca está tan caliente, húmeda y firme que empiezo a ver puntitos blancos detrás de los párpados cerrados. Dee aumenta la succión y la velocidad de la mano. Yo entierro la mano en su pelo y la agarro con fuerza.

Ella gime a mi alrededor y yo suplico:

—Más rápido.

Dee me concede el deseo y su cabeza empieza a balancearse más deprisa. Jadeo.

—Dee..., sí..., me voy a correr.

Entonces me chupa con más fuerza y yo me corro, dejando escapar un rugido entrecortado y agarrándola del pelo con fuerza pero intentando no estirar. En cuanto me suelta, resbalo por la pared hasta sentarme en el suelo con la respiración tan agitada como si acabara de correr la maratón de Nueva York.

Alargo el brazo en busca de Delores y tiro de ella hasta pegarla a mi pecho. Le beso la nariz, ambas mejillas y finalmente los labios, intensamente.

—Recordaré esto durante mucho mucho tiempo.

—Misión cumplida.

Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

Me quito el casco y lo ato a la moto.

—No, lo digo en serio.

Dee aún no se ha bajado.

—Si no te importa, yo te esperaré aquí.

—Venga, sólo tengo que dejar un sobre.

—¿Alguna vez has oído el dicho «tan nerviosa como una puta en una iglesia»?

—Deja ya los comentarios autodestructivos. Si eso fuera cierto, yo debería estar hecho un flan. Vamos.

—¿Tendré que beber sangre?

—Sólo si te bautizan.

Por si aún no os lo habéis imaginado, estamos en la iglesia de St. Mary. Es domingo, y los domingos voy a la iglesia, aunque sólo sea a escuchar el final de la misa. Tengo la profunda convicción de que, si no lo hago, pasará algo terrible.

Eso es lo que le hacen a cualquiera doce años de escuela católica.

Arrastro a Dee hasta la puerta. Ella entra con cuidado, como si estuviera entrando en una casa encantada.

Un caballero trajeado de pelo gris entra por las puertas dobles con una cesta de recolecta llena hasta los topes. Hemos llegado en el momento perfecto. Meto mi sobre dentro del cesto y agacho la cabeza mientras las palabras del sacerdote, que ya está llegando a las últimas bendiciones, resuenan a través de los altavoces desde la nave principal. Dee me observa e imita mis movimientos de pie junto a mí. Antes de que el cura acabe, me llama la atención el ruido de unas pisadas que suben la escalera procedente del sótano. Por la puerta lateral que accede a la antecámara aparece la hermana Beatrice Dugan, seguida de una docena de estudiantes organizados en dos filas.

La hermana B fue mi primera experiencia sexual. Bueno, la primera experiencia sexual que tuve conmigo mismo. Fue la primera para todos nosotros; esa mujer es lo más cerca que hemos estado Drew y yo de hacer un trío juntos.

Esperad, eso ha sido una grosería, olvidad que lo he dicho.

En fin, la pubertad es una época confusa para un chico. Y tener una profesora que, además de estar buenísima, es monja lo hizo todo aún más confuso. Cuando descubrí por primera vez los placeres de la masturbación, perdí la cabeza. Por desgracia, no me limité a meneármela, sino que la estrangulé, literalmente. Así fue cómo, a los trece años, acabaron diagnosticándome balanitis. No necesito explicarme más, ¿verdad?

Mi madre quizá se tragara la explicación del doctor cuando dijo que la balanitis era una consecuencia de haber llevado el bañador húmedo demasiado tiempo, pero puedo aseguraros que mi padre no se lo creyó. En una de nuestras conversaciones íntimas me dijo que no debía avergonzarme de masturbarme, que era como la electricidad: Dios no nos habría concedido ese placer si no quisiera que lo experimentáramos. Aunque, como en todo, la clave estaba en la moderación. Después de esa charla, me tranquilicé un poco y empecé a ser capaz de darme placer sin hacerme daño.

La hermana B acalla las risas de los niños con una mirada. Y entonces, con un acento irlandés que el tiempo no ha conseguido mermar, me dice:

—Matthew, ¿cómo estás, chico?

—Fresco como una lechuga, hermana B.

—¿Fresco como una lechuga y llegando tarde a misa? Ay, ay, ay.

Me encojo de hombros.

—Mejor tarde que nunca.

Ella sonríe.

—Supongo que tienes razón, aunque no te irá mal rezar algunos padrenuestros para recordar que debes ser más puntual. He visto a tus padres en la primera misa, están tan estupendos como siempre.

Asiento. Luego me vuelvo hacia Dee y digo:

—Delores, ésta es la hermana Beatrice, mi profesora de primaria. Hermana B, esta es Delores Warren.

La hermana B la saluda.

—Encantada de conocerte.

Dee la saluda con la mano.

—Hola.

La hermana Beatrice frunce el ceño.

—Pareces algo incómoda, querida. ¿Qué te ocurre?

Dee se mueve con nerviosismo.

—Sólo es que... no soy católica. Ni siquiera un poco.

La hermana B le da unas palmaditas en el hombro y le dice en un susurro:

—No pasa nada. Jesús tampoco lo era.

Cuando llegamos a Central Park, cojo la cámara y hago unas cuantas fotos de Dee junto a la fuente. Luego saco algunas de temática natural de las hojas cayendo de los árboles. Al rato, Delores y yo nos tumbamos uno junto al otro en una manta que hemos extendido sobre el césped caliente de esa tarde de otoño. Y nos hacemos preguntas, la clase de preguntas despreocupadas e inapropiadas que siempre suponen una forma divertida y genial de conocer a otra persona.

—¿Te han detenido alguna vez? —me pregunta Dee mientras juguetea con los botones de mi camisa de franela.

—Aún no. ¿Y a ti?

Ella sonríe.

—Me han detenido, pero nunca me han condenado por nada.

Y entonces me explica que en una ocasión ella, su primo y Kate fueron arrestados por colarse en la pista de patinaje de su pueblo cuando estaba cerrada y que el sheriff local acabó llevándolos a sus casas. A su madre no le hizo ninguna gracia.

—¿Alguna vez has practicado sexo en un lugar público? —pregunto, en parte por curiosidad y en parte para valorar futuras opciones.

—Mmm, sí, era un lugar público, pero no creo que nos viera nadie.

Le paso los dedos por el pelo. Los rayos del sol acentúan los reflejos pelirrojos de su melena, dándole un aire más feroz que dorado.

—¿Alguna vez has practicado sexo en tu moto? —me pregunta. Y espero que también lo haga pensando en el futuro.

—Sí. No es tan fácil como parece. Pero es algo que todo el mundo debería probar por lo menos una vez. —Entonces pregunto—: ¿Cuál es tu color preferido y cómo te gusta el café?

—No tengo ningún color preferido, varía en función de mi estado de ánimo. Y no bebo café. Intento no tomar cafeína: es malo para la piel.

Dee es una sibarita. Ha dicho que después quiere ir al mercadillo de agricultores de Brooklyn para comprar hinojo, citronela y otras rarezas de las que sólo he oído hablar en restaurantes de lujo en los que la presentación es más importante que el sabor de los platos. Y ésa no es la idea que yo tengo de una buena comida. Pero ella asegura que el muesli casero que prepara no sabe a comida para conejos.

—¿Hay católicos piadosos en tu familia?

Me río.

Piadoso es una palabra muy fuerte, pero todos vamos a la iglesia. —Lo pienso un poco más y añado—: Bueno, todos menos Drew. Aparte de las bodas y los bautizos, no ha vuelto a pisar una iglesia por voluntad propia desde que éramos niños.

Dee se pone boca abajo y me apoya la barbilla en el pecho.

—Y ¿qué lo convirtió en la oveja negra? ¿Acaso se encontró tres seises tatuados en el cuero cabelludo o algo así?

Sonrío porque estoy convencido de que muchos de nuestros profesores opinaban lo mismo de él.

—No. Drew y Dios partieron peras cuando teníamos unos diez años. Fue cuando le diagnosticaron cáncer de pecho a Janey, la madre de Steven. Nuestros padres nos sentaron a todos, nos explicaron que estaba enferma, que estaba en tratamiento y que debíamos rezar todo lo que pudiéramos para que el tratamiento funcionara.

»Drew no se tomó muy bien la noticia. No comprendía por qué, con todos los imbéciles que había en el mundo, Dios había decidido provocarle a alguien tan bueno como Janey una enfermedad terminal. En fin, ella se sometió a quimioterapia y la enfermedad remitió. Pero cuando estábamos en el instituto, el cáncer volvió con fuerza y ella murió al cabo de pocos meses. Fue la primera muerte en mi círculo de allegados. Cuando nací, ya hacía muchos años que mis abuelos habían muerto. Mis tíos y mis tías aún están vivos, pero Janey murió con treinta y nueve años, edad que, incluso siendo un niño, me parecía muy joven.

Delores esboza una mueca de tristeza con empatía.

—Pero lo más gordo ocurrió en el funeral —prosigo—. George, el padre de Steven, estaba destrozado. Y, por desgracia, no tenía fuerzas para hacer nada. Steven tuvo que hacerlo todo. Fue él quien tomó las decisiones y quien hizo de anfitrión del velatorio que duró tres días. Tenía dieciséis años. Alexandra y él habían empezado a salir pocos meses antes de que Janey muriera.

Observo una bandada de tres gorriones volando en perfecta sincronía mientras prosigo con el viaje por mi memoria.

—Así que el día del funeral y el entierro hubo una visita anticipada sólo para la familia directa. Steven quería llegar el primero para pasar algún tiempo a solas con su madre. Drew y yo lo acompañamos para darle apoyo moral. Por aquel entonces, el sacerdote de la iglesia de St. Mary era el padre Gerald; era un cura asqueroso, de los de la vieja escuela y muy arrogante. No se le ocurrió nada mejor que entrar donde estábamos sentados y decirle a Steven que su madre había muerto porque no era pura, que si hubiera sido más devota, Dios la habría salvado. También dijo que su muerte era una señal de nuestra falta de fe. Que si hubiéramos creído más, Dios habría atendido nuestras plegarias.

Dee abre la boca de par en par.

—Qué horror. Y ¿qué dijo Steven?

—Nada. Estaba demasiado aturdido y apenado como para decir nada. Pero Drew..., a él nunca le han faltado las respuestas. Así que se levantó, se puso justo delante de la fea cara del padre George y le dijo: «Vete a la mierda, padre, tú y el burro al que te tiras cada noche. ¿No hay por ahí ningún monaguillo al que deberías estar emborrachando con vino para poder echar un polvo?».

Dee esboza una sonrisa.

—Cuanto más oigo hablar de Drew, más me gusta.

Asiento.

—El padre Gerald se puso casi violeta y estaba a punto de darle una buena bofetada a Drew cuando entraron John, Anne, George y mis padres. Así que Gerald se contuvo, pero sólo para intentar que expulsaran a Drew de la escuela al día siguiente. Dijo que, si no se disculpaba, haría que lo expulsaran. A pesar de que a John no le gustó lo que había dicho el sacerdote, le dijo a Drew que debía disculparse por haber sido tan irrespetuoso. Pero él no cedió, se negó a pedirle disculpas a ese «mierda asqueroso».

»Y entonces Anne empezó a llorar. No dejaba de gimotear preguntándose qué pasaría si expulsaban a Drew y qué era lo que había hecho mal. Y ahí fue cuando Drew acabó por transigir, porque no podía soportar hacer llorar a su madre.

»Le escribió una carta de disculpa al padre Gerald y pasó por todas las penitencias que le impuso aquel viejo bastardo. Ése es el motivo de que Drew sea capaz de citar la Biblia palabra por palabra, porque Gerald lo obligó a copiarla hasta la última coma cada día después de clase. Para cuando le levantaron el castigo, Drew estaba convencido de que el catolicismo era un fraude y que a Dios no le importábamos una mierda ninguno de nosotros.

Dee ladea la cabeza y me observa con atención. Y entonces me pregunta:

—Pero tú no piensas lo mismo...

—No. Yo fui a preguntarle a la hermana Beatrice si lo que había dicho el padre Gerald era cierto. Quería saber si Dios habría atendido a nuestras plegarias si hubiéramos tenido más fe.

—Y ¿qué te dijo? —pregunta Dee.

Y yo pongo mi mejor acento irlandés y contesto:

—Me dijo: «Matthew, chico, Dios contesta todas nuestras plegarias, pero a veces la respuesta es no».

Dee reflexiona un momento y entonces dice:

—Pues vaya mierda.

Sonrío.

—Es lo mismo que dije yo.

Entonces me pregunto en voz alta:

—Y ¿qué hay de ti? ¿Tuviste una educación religiosa?

—Sí, supongo que sí. Mi madre siempre ha sido muy espiritual. Lo probó todo. Un poco de mormonismo, un tiempo de protestante, pero no se casaba con nadie. Se interesó por la cábala antes de que Madonna la pusiera de moda. Hoy en día le va el budismo, a Tina Turner le fue muy bien.

Cuando volvemos a la moto ya está anocheciendo. Meto la manta doblada y la cámara en el baúl y el olor a perritos calientes recién hechos procedente de la acera se interna en mi nariz y hace rugir a mi estómago. Saco la cartera y le pregunto a Dee:

—¿Quieres uno?

Ella mira el carrito con horror y dice:

—Ah..., no. Prefiero cumplir los cincuenta, gracias.

Pido el mío con extra de picante y le contesto:

—Los perritos calientes de la calle son lo más neoyorquino que hay.

Aunque también se podría decir lo mismo de una porción de pizza.

—Los perritos calientes de la calle son infartos envueltos para llevar. ¿Sabes cuántos nitratos tiene eso?

—Ése es el motivo de que estén tan buenos. ¿Sabes?..., para ser una firme defensora del

carpe diem, tienes un montón de prejuicios.

Entonces accede.

—Está bien, vale. —Se dirige al vendedor—:Póngame uno, por favor.

—¿Lo quieres con salsa picante? —le pregunto.

—Claro. Si vas, vas a por todas, ¿no?

Sonrío.

—Me gusta tu forma de pensar.

Nos quedamos junto a la moto comiéndonos los perritos. Cuando Dee acaba con el suyo, me doy cuenta de que tiene una gota de salsa en la barbilla. En lugar de decírselo, se la limpio con la lengua.

—Mmm... —Chasqueo los labios—. Está más buena sobre tu piel.

Ella se ríe. Es un sonido genial.

Nuestra última parada del día es el mercado de agricultores de Brooklyn. Dee no ha podido comprar todo lo que le habría gustado porque no habría cabido en el baúl de la Ducati, pero ha dicho que merecía la pena tener que volver esa misma semana si la causa era que había pasado el rato conmigo. La ayudo a llevar la compra hasta su casa y, cuando estoy a punto de pedirle que cene conmigo, me rodea el cuello con los brazos y me besa en la boca.

La cena puede esperar.

Dejo las bolsas en el suelo y busco su culo rápidamente. Agarro y masajeo sus pantalones negros, que, a pesar de ser finos, son una barrera molesta. Ella entierra las manos en mi pelo mientras la levanto y me rodea la cintura con las piernas para dar a mi durísima polla el contacto que tanto ansía. Le chupo el labio inferior mientras ella me masajea los hombros y noto la relajante calidez que emana de las yemas de sus dedos. Paseo los dientes por su mandíbula y me doy media vuelta agarrándola para empotrarla contra la nevera. Ella gime mientras nuestras caderas se frotan y se contonean.

Ambos jadeamos con fuerza y yo le mordisqueo el cuello. Entonces ella gime:

—Matthew... Matthew, necesito...

Mis labios se pasean por su piel caliente.

—Dios, yo también...

—Yo me...

Y entonces Dee se deshace de mi abrazo y me tira al suelo al pasar corriendo a toda prisa por mi lado en dirección al pasillo. Me quedo tumbado en el suelo respirando con dificultad e intentando comprender lo que acaba de ocurrir cuando el inconfundible sonido de un vómito llega a mis oídos procedente del baño.

Supongo que no os lo esperabais, ¿eh? Yo tampoco.

Mientras avanzo por el pasillo, se me revuelve el estómago, los sonidos del malestar de Dee me están poniendo malo. Me agarro al marco de la puerta.

—¿Estás bien?

Ella se sienta delante del lavabo tapándose la boca con un pañuelo de papel y cierra los ojos.

—¿A ti qué te parece, genio?

—Que no.

Gime de un modo nada atractivo.

—Tú y tus estúpidos perritos calientes con salsa picante. Creo que estaban en mal estado.

Yo contraataco como haría cualquier hombre acusado:

—No estaban malos, si hubieran estado malos, yo...

Pero ni siquiera puedo acabar la frase. Porque de repente me sube el calor a la cara, se me revuelve el estómago y me lanzo hacia la papelera que hay en la esquina del baño.

Cosa que hace vomitar más a Dee.

Entonces me acuerdo de la historia de CuloGrasa que cuenta el niño de la película

Cuenta conmigo. Y probablemente me habría reído de toda la situación si no me hubiera encontrado tan mal.

Al final conseguimos meternos en la cama y nos tumbamos uno al lado del otro, yo completamente estirado y Dee en posición fetal.

—Esto es culpa tuya —gimotea.

—Tienes razón. Tienes mucha razón.

—Te odio. No, no es verdad; me gustas mucho. Creo que me estoy muriendo, Matthew.

—No te estás muriendo. Pero es posible que yo sí.

A pesar de que somos más fuertes que las mujeres, todo el mundo sabe que a los hombres las enfermedades nos afectan diez veces más que a ellas. Si no os lo creéis, preguntad a vuestros maridos o novios.

Dee abre el cajón de su mesilla de noche y la cama se mueve cuando saca algo de su interior.

—¿Qué haces? —rujo—. Deja de moverte.

Es la primera vez en mi vida que le digo eso a una chica.

—Le estoy escribiendo una nota a Katie para que haga que te detengan por homicidio imprudente si muero, a ti y al vendedor de perritos calientes, por cómplice.

—Eres una mujer muy fría, Delores.

—Es mejor que lo sepas ahora —dice ella acercándose a mí.

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