Control

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Por mucho que Delores insista en que no quiere tener nada serio conmigo, es evidente que mi afirmación la enfurece. Sus elegantes hombros se ponen tensos, levanta la barbilla y los ojos se le oscurecen y se le entornan. Sin embargo, se esfuerza todo lo que puede por adoptar un tono despreocupado.

Lo intenta, pero fracasa.

—¿Una cita? Qué bien. Me alegro por ti.

La agarro de las caderas y tiro de ella hacia mí para que no pueda ver otra cosa que no sea mi sonrisa.

—¿Te apuntas?

Delores trata de apartarse.

—Es un poco pronto para tríos, ¿no crees?

Mis oídos reaccionan a sus palabras.

—¿Has hecho algún trío?

Pero, pensándolo mejor, no quiero saberlo.

—No importa. No me contestes. Aunque me gusta tu forma de pensar. No te estoy pidiendo que hagamos un trío. Te estoy pidiendo que vengas al zoo...

—Eso suena perverso.

Le estrecho las caderas.

— ...con Mackenzie y conmigo.

Dee analiza mis palabras. Y entonces sonríe y esboza una aliviada y agradecida sonrisa. Lo piensa un poco más.

—¿No crees que la señora «la tintorería no quitará estas manchas» se enfadará si voy yo?

Hay muchas familias que se meten demasiado en los asuntos de los demás. Ya sabéis a qué clase de gente me refiero. Hermanas que se retiran la palabra porque una de ellas se casó con un tipo que la otra no aprobaba, hermanos que acaban pegándose por culpa de una novia con malas intenciones, y amigos que pierden el contacto porque uno de los dos se negó a escuchar un consejo que tampoco pidió nunca.

Aunque Alexandra odiara a Drew, jamás lo demostraría por respeto hacia mí. Y Drew pasó meses intentando hacerme ver que Rosaline no era como yo creía que era, y aunque yo nunca lo creí, y a pesar de que al final resultó que él tenía razón, jamás me lo ha restregado por la cara.

Los mejores familiares intentan evitar el choque pero, si no lo consiguen, siguen siendo los primeros en aparecer con el maletín de primeros auxilios.

—Estarás conmigo. Y le parecerá bien.

El apartamento que Alexandra y Steven tienen en la parte este de la ciudad es alucinante, creo que salió en una revista y todo. A pesar de su grandilocuencia, Lexi ha conseguido darle un aire muy hogareño en vez de convertirlo en un museo. Nos abre la puerta a Dee y a mí y entramos al brillante recibidor con suelo de mármol.

Dee trata de mostrar su mejor cara y dice:

—Hola, Alexandra. Me alegro mucho de volver a verte.

—Delores, qué sorpresa. ¿Vas a ir con Matthew y Mackenzie al zoo?

—Sí.

Lexi sonríe, pero en sus ojos se adivina un brillo burlón.

—Qué bien. Pero, por favor, estoy intentando que Mackenzie deje de tirar la comida al suelo, así que trata de dar buen ejemplo.

Yo rodeo a Dee con el brazo.

—Intentaremos controlarnos, pero no te prometo nada.

Justo en ese momento, Mackenzie aparece en el vestíbulo. Toca el timbre de su triciclo rojo y lo conduce alrededor de la mesa de caoba que hay en medio de la sala haciendo temblar el arreglo floral de orquídeas y lirios del jarrón. Me recuerda a Danny Torrance, de

El resplandor, pero sin la sensación espeluznante que ponía los pelos de punta.

Mackenzie aparca el triciclo y se baja vestida con un peto vaquero.

—¡Hola, tío Matthew!

Me da un abrazo.

—Hola, princesa. —Ladeo la cabeza en dirección a Delores—. Ésta es mi amiga Dee. Va a venir con nosotros al zoo, ¿vale?

Mackenzie nunca ha sido una niña tímida, es segura y sincera sin importar dónde esté o con quién esté. Son rasgos de personalidad que le vienen de familia.

—Hola, señorita Dee.

Lo de «señorita» es cosa de Alexandra. Desde que la niña aprendió a hablar no ha parado de meterle ideas sobre el respeto en la cabeza.

Delores la saluda con la mano. Mackenzie se fija en el chaleco de piel negra que lleva. Alarga la mano y lo acaricia como si fuera un conejo. Y entonces pregunta:

—¿Éste es tu disfraz de Halloween?

Dee lleva unos pantalones blancos ajustados, una camiseta blanca y unas deportivas negras a las que alguien ha pasado una vida entera cosiendo lentejuelas. Combinado con el chaleco, no me extraña que Mackenzie piense que es un disfraz, de dálmata o de cebra.

—Mackenzie, eso es una grosería —la regaña Lexi.

Pero Dee hace un gesto con la mano para quitarle importancia.

—No pasa nada. —Se agacha hasta ponerse al nivel de la niña—. A mí me gusta vestirme como si todos los días fueran Halloween.

A Mackenzie se le ilumina la cara.

—Eso es muy guay. ¿Puedo hacerlo yo también, mamá?

Alexandra niega con la cabeza.

—No, tú sólo puedes ser Frankenberry una vez al año.

Y, dicho eso, me da una bolsa beige con todos los accesorios que se necesitan cada vez que un niño de la edad de Mackenzie sale a la calle y nos vamos al zoo.

Cuando era niño creía que los zoológicos eran terribles. Cogen un oso o un león —el rey de la selva—, lo encierran en una jaula de tres por tres, le ponen una pequeña zona verde ¿y esperan que sea feliz? Los animales salvajes deberían ser salvajes. Pero cuando crecí me di cuenta de que la mayor parte de los animales del zoo fueron rescatados porque estaban enfermos o heridos y ya no sobrevivirían en la naturaleza. Y, aunque quizá deberíamos dejar que ésta siguiera su curso, ahora veo los zoológicos como retiros en forma de reserva natural donde leones, tigres y osos pueden pasar sus últimos años bien cuidados y atendidos.

Tal vez no sea tan emocionante como vivir en libertad, pero seguro que es mejor que estar muerto.

Dee, Mackenzie y yo pasamos la tarde visitando todas las exposiciones del parque central del zoo: los leones, la casa de los reptiles... Al contrario que cualquiera de las mujeres que conozco, a Dee le gustan las serpientes. Cuando era una niña quería una boa constrictor para su cumpleaños, pero su madre le dijo que no. Su primo le compró una de plástico para compensarla.

Tomamos pizza para comer y ni siquiera se me ocurre mirar el carrito de los perritos calientes. Mis días de perritos calientes han acabado.

Dee le compra a Mackenzie un globo en forma de oso polar y mantienen una larga discusión sobre la cantidad de globos que se necesitarían para poder volar como en la película

Up. Como Dee sabe mucho sobre gases como el helio, es capaz de averiguar el número con la ayuda de su calculadora. Mackenzie se queda muy impresionada.

Sólo espero que no se le ocurra ninguna idea loca.

En este momento estamos comiendo palomitas y viendo a los pingüinos. Y la niña comenta a nadie en particular:

—¿Sabéis que las chicas pingüino tienen a los chicos pingüino cogidos de los huevos?

Dee se atraganta.

Mackenzie no se da cuenta.

—El tío Drew dice que la chica puede elegir al chico pingüino que más le guste, que ellos tienen que bailar para ellas y que luego el chico pingüino tiene que llevar el huevo sobre los pies durante mucho tiempo.

—Las chicas pingüino son muy listas —comenta Delores, y Mackenzie asiente con energía.

Luego seguimos con los monos. No estoy seguro de qué raza son, pero parecen pequeñas bolas de pelo blanco que sólo son capaces de estar sentadas cuando intentan aparearse. Dee resopla y Mackenzie dice:

—No dejan de pelearse.

Yo me río. Y le digo a Delores al oído:

—Estos pequeños cachondos me están dando ideas. Deberíamos irnos antes de que monte un espectáculo.

Mackenzie, que tiene un oído más fino que los perros, pregunta:

—Tío Matthew, ¿qué significa

cachondo?

Se me ocurre una respuesta rápida:

—Emocionado.

La niña asiente y archiva el dato en su adorable e impredecible mente.

Salimos del taxi en la puerta de la casa de Alexandra y Steven. Llevo a Mackenzie en brazos, está medio dormida. Dee lleva su globo, la bolsa y una docena de cosas de la tienda de regalos que he sido incapaz de no comprarle. Alexandra nos hace pasar y Mackenzie se espabila intentando frotarse el cansancio de los ojos. La dejo en el suelo y la niña nos abraza y nos da las gracias sin que nadie le diga que lo haga.

Entonces Alexandra le dice:

—Hay un paquete en tu cama, ha llegado mientras estabas fuera. Creo que es la muñeca que la abuela te compró por tu cumpleaños, la que pedimos por correo.

La boca de Mackenzie forma una preciosa «O» y casi vibra de la excitación.

—¡Estaba esperando que llegara! ¡Qué cachonda estoy!

Acto seguido, sale corriendo en dirección a su habitación.

Alexandra posa sus feroces ojos sobre mí y sobre Dee.

—¿Os importa explicarme eso?

Yo me froto la nuca y pongo a Steven en la picota.

—Creo que tendrías que hablar con tu marido. Debería vigilar su lenguaje cuando está con Mackenzie.

Ya se lo compensaré, lo juro.

Dee también aporta su granito de arena:

—Sí. Los niños son como esponjas. Absorben todo lo que ocurre a su alrededor.

Por la expresión de Lexi, está claro que no se lo traga.

—Deberíamos irnos —me dice Delores.

—Sí. —Bostezo—. Los anfibios me han dejado agotado. Adiós, Lexi.

—Adiós, Alexandra —dice Dee.

Y nos marchamos corriendo.

11

Hoy paso de salir de fiesta con los chicos. Dee y yo pedimos comida china y pasamos una noche fantástica follando en todas las habitaciones de mi apartamento.

Ya nunca volveré a ver mi mesa de billar con los mismos ojos.

Nos quedamos traspuestos en mi cama y yo duermo el sueño del guerrero hasta que el ruido de ropa y pasos me despierta en plena noche. Abro los ojos y veo a Delores, que ya no está conmigo en la cama, sino trajinando por la habitación, buscando su ropa y tirando de ella con agitación cuando la encuentra.

—¿Dee? ¿Estás bien?

Su voz suena muy despierta y tensa cuando responde:

—Sí, estoy bien. Vuelve a dormir, Matthew.

Miro el reloj con ojos soñolientos: las tres de la mañana.

—¿Qué estás haciendo?

—Me voy a casa.

Me esfuerzo por sentarme mientras me sacudo la pereza.

—¿Por qué?

—Porque ahí es donde vivo, ¿te acuerdas?

No sé qué mosca le habrá picado mientras yo dormía, pero estoy demasiado cansado como para ponerme a discutir con ella. Aparto las mantas.

—Está bien. Dame un minuto y te llevaré.

Sus ojos escanean el suelo hasta encontrar su bolso en una esquina.

—No te molestes. Cogeré un taxi.

Con la sensación de que no tengo mucho tiempo, me pongo unos pantalones de chándal y cojo una camiseta que aterrizó sobre la mesilla de noche cuando me la arrancó hace unas horas.

—Entonces iré en el taxi contigo.

Delores se detiene y me mira fijamente con el ceño fruncido.

—Quizá te sorprenda, pero soy perfectamente capaz de volver a mi casa yo solita. Muchas gracias.

—Son las tres de la puta madrugada, Delores.

Ella se encoge de hombros.

—No vives precisamente en un mal barrio.

—Esto es Manhattan: cualquier barrio puede ser malo.

No me contesta. Y tampoco me espera. Cojo las deportivas con la mano y apenas recuerdo pescar las llaves cuando corro para alcanzarla. Cuando subimos al ascensor, ya estoy completamente despierto y me pongo las zapatillas.

—Dime, ¿estás enfadada conmigo por algo en concreto o es más bien un rollo que engloba a todos los hombres?

Se cruza de brazos.

—No estoy enfadada.

¿Os lo traduzco? «Eres un capullo, pero tienes que averiguar tú solito el motivo porque yo no voy a decírtelo.»

Cruzamos el vestíbulo. Le hago un gesto al portero para que no se moleste y paro yo mismo el taxi. El trayecto hasta el apartamento de Delores es tenso y silencioso. Yo voy mirándola de reojo sin que se dé cuenta porque ya sé que la forma más rápida de acabar con el cuello abierto es mirar a un perro rabioso a los ojos.

Ella está sentada muy rígida, no parece exactamente enfadada, pero sí nerviosa, como un animal acorralado esperando que se le presente la oportunidad de huir. Cuando llegamos a su casa, Dee baja del taxi antes de que el conductor detenga el coche del todo. Yo le pido que me espere y salgo tras ella.

Cuando mete la llave en la cerradura de la puerta del edificio, poso la mano sobre la suya.

—¿Podrías, por favor, darme una pista de lo que está pasando por tu cabeza en este momento? Porque estoy bastante perdido, Dee.

Ella se queda mirando nuestras manos y luego me mira suspirando.

—Es sólo que... vas demasiado rápido para mí.

Apoyo el hombro en la pared del edificio.

—Si querías que fuera más despacio sólo tenías que decirlo. Más fuerte, suave, rápido, lento... Me encanta complacer.

—No te hagas el gracioso, Matthew.

No puedo evitarlo.

Ella mueve las manos y se abanica como si estuviera a punto de sufrir un ataque de pánico.

—Me he despertado en tu cama y... es demasiado. Me siento asfixiada. Necesito espacio.

Espacio.

Vale.

Ése es un concepto exclusivamente femenino. Para un hombre, la distancia no intensifica los sentimientos, sólo es algo que proporciona más oportunidades de encontrar otro agujero donde meter la polla. Cuando un hombre está enamorado de una mujer, siente lo mismo por ella que por los partidos del domingo: más es siempre mejor.

Aun así, comprendo lo que intenta decirme Delores.

Hace sólo una semana le ofrecí algo relajado, pero los días que hemos compartido han sido de todo menos eso. Han sido intensos. Frecuentes. Y está claro que se está asustando.

Cuando quedar con la misma persona cada día se convierte en una rutina, es difícil recordar cómo era tu vida antes o predecir cómo será después.

Y, aunque estoy encantado con el tiempo que Dee y yo hemos pasado juntos, no quiero parecer necesitado. La desesperación es un hedor del que es imposible desprenderse una vez detectado.

—Necesitas espacio. Vale, lo entiendo.

Abre la puerta y entra. Luego se vuelve hacia mí y esboza una sonrisa falsa.

—Te llamaré.

Yo asiento.

Luego me cierra la puerta en las narices.

Pero no llama.

Ni al día siguiente. Ni el lunes. Ni siquiera el sagradísimo tercer día. No es que haya estado mirando el teléfono cada cinco minutos ni nada de eso, pero admito que lo tengo bien cargado.

Delores ha pasado de mí. Estoy alucinando.

Sí, yo he dejado a muchas chicas, chicas majas que no despertaron mi interés. Y, sí, ésta es la primera vez que estoy al otro lado.

Y, no, no sienta nada bien.

Debería olvidarme de ella. Hay miles de alternativas esperando para salir a batear. Debería seguir adelante, moverme hacia arriba. Hacia abajo también es divertido.

Debería, pero no quiero hacerlo. Y no es sólo porque Dee sea guapa, salvaje y sus tetas sean material onírico de primera. Es mucho más que eso. Dee es interesante. Fascinante. Distinta de todas las chicas con las que he salido. El funcionamiento de su cabeza, su forma de bromear, de desafiarme: podría pasar un día tras otro hablando con Delores y no aburrirme nunca.

Ella me hace pensar, me hace reír, me la pone dura.

Y de la misma forma que un ojeador es capaz de observar a un niño jugando al béisbol y ver a un futuro profesional en potencia, yo también sé que Dee y yo podemos estar muy bien juntos. Fantásticos. Siento el potencial que tenemos como pareja cada vez que estoy cerca de ella. Y eso es lo que hace que mis pensamientos y mis fantasías no dejen de volver a ella cada dos por tres. Porque sé que, con un poco de tiempo y algo de esfuerzo, ambos recogeremos dulces recompensas.

El martes por la noche decido coger el toro por los cuernos...

Paso de ir al gimnasio y me planto delante del edificio de apartamentos de Delores decidido a sorprenderla cuando vuelva del trabajo.

Ya la veo acercarse. Camina con energía y viste unas brillantes sandalias de tacón, una vaporosa blusa blanca que flota cada vez que mueve los brazos y una falda verde de piel de serpiente. Me acerco corriendo a ella. Cuando me ve, alza la barbilla con determinación sin dejar de caminar.

—Hola, desconocida.

—Hola, Matthew.

Me pongo a caminar junto a ella.

—¿Cómo te ha ido estos días?

—He estado liada.

—Demasiado liada como para coger el teléfono, ¿no?

—Que alguien llame a un exorcista: te ha poseído el espíritu de mi madre.

La cojo del codo y la obligo a detenerse. Al principio se molesta, pero cuando sus ojos se posan sobre los míos, lo siento. Electricidad. Excitación. Sus ojos bailan sobre mi cara y absorben hasta el último detalle. Y en su mirada veo reflejado el alivio que siento al volver a verla después de todos esos días conformándome con los míseros recuerdos.

—Yo no soy como él, Dee.

—¿Como quién?

—Quien fuera el gilipollas que te ha convertido en alguien con prisa por huir y en una persona con tanto miedo de las relaciones, de darte permiso para sentir algo, de desear a alguien como sé que me deseas a mí.

Se cruza de brazos y apoya el peso del cuerpo sobre una pierna.

—Tú no debes de volar muy a menudo. El límite de equipaje de las compañías aéreas es de veinte kilos. Y tu enorme cabeza debe de pesar por lo menos cincuenta.

Depende de a qué cabeza se esté refiriendo.

Sonrío.

—Muy graciosa.

Se gira y se queda mirando los coches que pasan. Cuando por fin habla, su tono es sombrío. Una mezcla de tristeza y de miedo.

—No fue un «quien», Matthew, sino un «quienes». Ya he pasado otras veces por esto. Y no tiene sentido sentarse a ver todo el drama cuando ya sabes el final.

La cojo de la barbilla y acaricio la cálida suavidad de su mejilla con el pulgar.

—Pero yo no soy como ellos.

—Eso es lo que dicen todos, y yo los creí. Pero al final la verdad sale a flote y el chico que tanto me gustaba, ese chico al que creía conocer, resulta ser un perdedor, o un adicto al juego, o está casado o sencillamente es un hijo de puta rematado.

Cuando veo la herida expresión que se ha adueñado de su rostro, un pinchazo me atraviesa el pecho al percibir su dolor. Y una parte de mí quiere ir a buscar a cada uno de los idiotas a los que se refiere y partirles la cara por haber sido tan estúpidos.

Me acerco a ella y le rozo el cuello con los labios porque quiero que olvide todas sus dudas, sus miedos y a todos los capullos que ha conocido en su vida. Quiero ser el único al que sienta, al único que recuerde.

—Sal conmigo esta noche, Delores. Una vez más. Aunque sea la última.

Quiere decir que sí. Está ahí, en sus ojos, en la forma en que vuelve el cuerpo hacia mí y acerca la mano hacia mi brazo de forma natural. Pero lo que sale de su boca es:

—No sé...

Poso los labios sobre su oreja y susurro:

—Dame una noche más y después, si es lo que quieres, no volveré a molestarte.

Ella echa la cabeza hacia atrás y desliza los dedos por mi mandíbula.

—Cuesta mucho decirte que no.

—Es un don.

Suspira.

—Está bien, una noche más. Pero las discotecas estarán vacías.

Yo sonrío y la cojo de la mano mientras volvemos a caminar en dirección a su apartamento.

—No vamos a ir a ninguna disco. —Mis ojos recorren sus suaves piernas desnudas—. Y probablemente deberías ponerte pantalones.

La curiosidad se refleja en su rostro.

—¿Adónde vamos?

Le guiño el ojo.

—Es una sorpresa.

Si alguno de vosotros ya estaba deseando que me casara con su hija, os vais a volver locos con lo que viene ahora.

Dejo la moto en un parking prácticamente vacío. Bajo el caballete con el pie y me incorporo. Delores se quita el casco para poder ver mejor el cartel iluminado: «PISTA DE PATINAJE».

Estamos en Newark, en la zona alta. Como ya ha ocurrido con los autocines, las pistas de patinaje se están extinguiendo a toda velocidad. Ya no queda ninguna en Manhattan y apenas queda alguna en Jersey. Investigué un poco en Google porque me imaginé, después de haber visto las fotografías que tiene en su apartamento, que ésta sería la clase de cita que haría feliz a Dee.

Y, después de ponerla caliente y cachonda, es el siguiente estado que más me gusta provocarle.

Como de costumbre, no me equivocaba. Cuando se baja de la moto, tiene una sonrisa cegadora en los labios. Da palmas con las manos y no deja de saltar.

—Oh, Dios mío, ¡esto va a ser alucinante! Hace tanto que no patino... ¡Ni siquiera me acuerdo del tiempo que ha pasado!

Quizá suene cursi, pero ver sonreír a Delores se está convirtiendo en una de mis actividades preferidas. Encontrar formas de hacerla reír podría convertirse en mi nuevo pasatiempo.

—¿Sabes patinar? —me pregunta mientras entramos en el edificio.

Patinar no era algo que mis amigos y yo soliéramos hacer de niños, pero estoy bastante seguro de que podré aguantarme de pie.

—Patiné una vez cuando tenía unos nueve años.

Ella me agarra del brazo.

—Es como montar en bicicleta: nunca se olvida. —Ondea las cejas—. Y a mí se me da de muerte.

Me río.

—Estoy seguro de que sí.

Una vez dentro nos atrapa el olor del local, una mezcla de goma, pulidor de suelos y alfombras ligeramente mohosas. Después de alquilar los patines y atarnos los cordones, entramos en la pista.

Donde yo me caigo de culo. Con fuerza.

Pero con estilo, claro.

Dee está de pie junto a mí riendo y me ofrece la mano. Yo la agarro y tiro de ella hacia abajo. La hago caer encima de mí. Cubro su sonriente boca con la mía y le muerdo el labio como castigo. Pero justo cuando las cosas se empiezan a poner interesantes, un chico con la cara llena de granos que lleva un uniforme blanco y negro derrapa a escasos centímetros de nosotros.

—Mmm, no pueden... Éste es un lugar familiar. No pueden hacer eso aquí.

Sonrío.

—Lo siento.

Delores se tapa la sonrisa con la mano.

Me arrastro hasta la valla y vuelvo a empezar. Al dar la segunda vuelta ya me siento más seguro y patinamos uno junto al otro. Sólo hay unos cuantos patinadores más en la pista, la mayoría no parece tener más de diez años.

—Creo que somos los más viejos —le digo a Dee.

—No. Mira ésos. —Señala una pareja de hispanos que no parecen tener menos de ochenta años. Van cogidos de la mano y patinan en perfecta sincronía—. ¿No te parece bonito? Así es como quiero ser cuando sea mayor.

Parecen felices. Cansados, un poco castigados, pero totalmente cómodos el uno con el otro. Debe de ser gratificante estar con alguien que te conoce tan bien como te conoces a ti mismo y que, al final del día, aún tenga ganas de ir a patinar contigo.

—Sería bonito envejecer así. Pero ser Hugh Hefner sería mejor.

Dee echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Y cuando se le pasa el ataque de risa me da la razón.

Un rato después, dejo a Delores descansando en un banco mientras voy a buscar bebidas al bar. Cuando vuelvo veo cómo un chico con una sonrisa de sobrado y una gorra de béisbol del revés se acerca patinando hasta Dee. Físicamente no parece tener más de doce años, pero por su actitud da la impresión de ser mucho mayor.

Y habla como Joey Tribbiani.

—Hola, nena, ¿cómo va eso?

Dee sonríe.

—Genial, gracias.

—¿Qué te parece si patinas conmigo cuando suene la próxima canción para parejas?

Antes de que pueda contestar, llego con las bebidas y respondo por ella.

—Patinará conmigo, chico. Ya se lo he pedido.

Sus pequeños ojos de listillo me observan de arriba abajo. Y entonces le dice a Dee:

—Cuando te canses de este solomillo viejo y quieras probar algo más tierno, estaré allí. —Señala hacia atrás con el dedo, hacia la zona de videojuegos que hay alineados en la pared.

Luego se marcha patinando.

—¿Qué narices era eso?

Delores se ríe.

—Así es exactamente como te imagino de niño.

Me encojo de hombros.

—Hay cierto parecido. Yo no era tan repelente; mi estilo era mucho más encantador.

—O quizá sólo creías que lo era —dice, y luego le da un trago a su bebida.

Entonces oímos la voz del DJ por los altavoces:

—La próxima canción es sólo para parejas. Y tenemos una dedicatoria.

Observo su reacción. Espero.

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