Control

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All I Want Is You de U2. Ésta es para Dee, de parte de Matthew.

Se le abren mucho los ojos y se muerde el labio inferior con los dientes con excitación y asombro; está claro que no se lo esperaba.

Me levanto y le tiendo la mano.

Delores niega un poco con la cabeza y luego me sonríe.

—Acabas de hacer realidad los sueños de la niña de trece años que hay en mí.

Se levanta y me besa con dulzura. Luego me coge de la mano y salimos a la pista. Y, gracias a Dios, por suerte no me caigo. Bajan las luces y la pista sólo queda iluminada por circulitos de colores que giran en el suelo. La voz de Bono suena por los altavoces y Dee y yo nos sonreímos el uno al otro mientras patinamos. Es ridículo e inmaduro, tonto y estúpido.

Y más perfecto de lo que jamás creí posible.

Cuando volvemos a la ciudad nos detenemos en un semáforo en rojo. Sé que Delores se lo ha pasado bien hoy, y estoy casi seguro de que no tendrá ningún problema en pasar el resto de la noche en mi casa.

Pero quiero oír cómo lo dice.

A las mujeres les gusta que las persigan, quieren que les demuestren que son deseadas, necesitadas, valoradas. Y los tíos como yo disfrutamos con la persecución, pero sólo cuando la captura es posible. Quiero que Delores lo admita, que reconozca que la he cazado. Que está en esto conmigo. Que lo desea tanto como yo.

Me vuelvo para poder verle la cara.

—¿Quieres dejarlo ya o te vas a quedar conmigo?

Mis palabras rebosan doble sentido. Y, cuando frunce el ceño al pensar en ello, sé que entiende lo que le estoy preguntando.

—Dime que éste eres tú —me pide con suavidad—. Dime que esto es real.

—No puede ser más real, Dee.

Entonces murmura para sí:

—Qué narices... —Y se agarra a mí con más fuerza—. Quiero quedarme contigo.

Yo sonrío aliviado y encantado. Luego doy gas y pongo la directa a mi casa.

12

El viernes por la noche hay una exposición en una de mis galerías preferidas del centro, el Agora. Para la alta sociedad neoyorquina, apreciar el arte es como el motivo que tiene una chica que se une al equipo de animadoras del instituto. A menudo tiene muy poco que ver con el «deporte» y mucho que ver con el estatus.

Pero a mí me gusta el arte de verdad, disfruto admirando bonitas pinturas o esculturas interesantes. Aunque podría pasar perfectamente de según qué actuaciones y ciertas piezas modernas: mear en un tarro y llamarlo

arte no es la idea que yo tengo del talento.

Paso a recoger a Dee a las siete, pero dejo la moto en casa. Delores me ha dicho que se va a poner un vestido, así que prefiero ir en taxi a la galería.

Y menudo vestido. Cuando abre la puerta del apartamento, soy incapaz de quitarle los ojos de encima. Me quedo boquiabierto y es muy posible que esté incluso babeando.

No tiene mangas y es corto, cosa que acentúa sus largas y torneadas piernas. La tela con topos de color azul brillante y verde envuelve sus generosos pechos y la mitad inferior del vestido. Pero la zona del estómago y el pecho sólo están cubiertas por una capa de fina tela negra. Nunca había visto un vestido igual, es la definición perfecta de la palabra

sexi.

Cuando por fin consigo cerrar la boca, le ofrezco un enorme ramo de rosas rojas que le he comprado.

Porque sí, soy así de guay.

Dee se muestra extremadamente agradecida. Coge el ramo de rosas con una mano y pasea la otra por la solapa de mi traje gris carbón y la deja resbalar por mi estómago hasta agarrarme el paquete.

Su gesto es inesperado, pero siempre es una sorpresa agradable.

—Son muy bonitas. Gracias —susurra mientras me acaricia la polla antes de posar sus labios con sabor a fresa sobre los míos.

Cuando se separa de mí, murmuro:

—De repente el arte ya no me parece tan interesante. Quizá deberíamos quedarnos en casa.

—Oh, no, este vestido necesita público. Y tú estás demasiado guapo con ese traje como para quedarte en casa.

No voy a discutirle eso.

Al contrario de las grandes exhibiciones en museos como el Metropolitan, las exposiciones en galerías privadas son eventos pequeños y más íntimos. Aunque está abierta al público, lo normal es que sólo acudan personas que de verdad están interesadas en comprar, y el vino y los aperitivos que sirven los camareros con guantes blancos están específicamente elegidos para satisfacer los carísimos gustos de esos clientes.

Dee y yo disfrutamos de una copa mientras contemplamos las fotografías y los cuadros de las paredes. Los suelos de la galería son de madera natural, y las paredes completamente blancas están coronadas por dramáticas luces que acentúan cada obra. Los invitados pasean repartidos por las laberínticas salas comentando sus opiniones en silenciosos tonos fatuos. Delores y yo nos quedamos solos en una de las salas cuyas paredes están salpicadas por cuadros de colores vivos de distintos tamaños que representan una amplia selección de temas.

—¿Cuál te gusta más? —le pregunto.

—¿Por qué? ¿Vas a comprar uno?

No han puesto los precios, pero por experiencia sé que cualquiera de esos cuadros debe de costar decenas de miles de dólares.

—Lo estoy pensando.

Sin embargo, ése no es el motivo de que se lo haya preguntado.

El gusto artístico es muy personal, casi subconsciente. Es igual que averiguar si un tío prefiere calzoncillo largo, corto o si le gusta más ir a pelo. El arte dice mucho sobre la clase de persona que es cada cual.

Dee recorre el perímetro de la sala y se detiene delante de una pintura en la que se ve una granja en lo alto de una colina con un feroz cielo rojo y naranja en el horizonte.

—A Katie le gustaría éste.

—¿Y eso?

Ladea la cabeza.

—Es muy pulcro, acogedor y seguro. Pero el cielo... desprende cierto aire salvaje.

Yo señalo un cuadro colgado en la pared opuesta.

—Drew elegiría ése.

Delores lo mira.

—¿Porque es una pintura de una mujer desnuda?

Me río.

—Sí. Y porque no pretende ser algo que no es. No es una pintura de una flor que en realidad es una vagina. O te gusta o no, pero es lo que es. Drew es un gran admirador de la sinceridad.

—¿A ti cuál te gusta más? —pregunta.

Señalo inmediatamente un Jackson Pollock que no está en venta. Está lleno de salpicaduras y tirabuzones de colorines sobre un fondo negro. Dee se acerca para observarlo de cerca mientras le explico:

—Es imposible cansarse de mirar este cuadro. Cada vez que lo observo veo algo nuevo en él. —Vuelvo a mirar a Dee—. Cosa que me devuelve a mi pregunta original: ¿cuál te gusta más?

Ella abre su minúsculo bolso verde, saca el móvil y busca entre las fotografías antes de pasármelo.

—Éste.

Miro la pantalla.

—Es la tabla periódica.

Se encoge de hombros.

—Para mí es una obra de arte. Harmoniosa. Perfectamente organizada. Fiable.

—¿No hay algunos elementos inestables?

Sonríe.

—Claro, pero la tabla te dice cuáles son. No hay sorpresas. No hay decepciones.

Y éste es el ejemplo perfecto de quién es Delores. Una química que lleva gafas de seguridad durante el día y una chica de discoteca cubierta de purpurina por las noches. Busca excitación y espontaneidad, pero una parte de ella, la parte que ha tropezado con demasiados capullos en la vida, se muere por un poco de fiabilidad. Sinceridad. Verdad.

Yo quiero darle las dos cosas. Quiero ser su montaña rusa y su tiovivo, su aventurero y su protector. Su impresionista y su tabla periódica.

Cuando la exposición empieza a perder intensidad, la mayoría de los invitados se reúnen en la sala principal de la galería. Mientras Dee va al servicio, yo me quedo observando una enorme escultura que hay en una esquina e intento averiguar lo que es: una cueva infinita o un monstruo de cenagal.

No me doy cuenta de que alguien se me acerca hasta que habla:

—Estoy pensando en comprar esta pieza para mi sala de música. Desprende una energía muy inspiradora, ¿no te parece?

Es Rosaline. Está perfecta de pies a cabeza. Lleva un vestido beige sin tirantes y el pelo recogido en lo alto: no tiene ni un mechón fuera de sitio.

Y me está sonriendo como la araña a la mosca.

—Yo diría que es más confusa que inspiradora —replico—. Ni siquiera la escultura parece saber lo que es.

—Quizá sea porque esté deseando ser lo que tú quieres que sea.

El tono de su voz, ese deje juguetón... Estoy bastante seguro de que me está tirando los tejos.

—¿Aún haces pinitos con la fotografía, Matthew?

—Sí.

Se ríe con suavidad.

—¿Recuerdas aquella vez que fuimos a Breezy Point y bebimos demasiado de aquel terrible Chablis? Tu cámara estuvo muy ocupada ese día.

Sé de qué día habla. Éramos jóvenes y despreocupados; bebimos vino barato y nos comimos el uno al otro. Pero yo ya no recuerdo con cariño ninguno de los momentos que pasé con Rosaline. Si tienes una lata de pintura blanca y le viertes una gota de pintura negra, acaba quedando toda gris.

Los recuerdos que más deberían significar, los idealistas, los del primer amor, me dan náuseas. Porque cada caricia, cada palabra y cada beso..., nada fue real.

Antes de que pueda responder, Delores aparece a mi lado y me coge del brazo con comodidad.

—¡Hay cuadros en los servicios de señoras! ¿Cómo crees que les sentará a los artistas? Su trabajo está en una respetada galería de renombre, pero están en el lavabo.

Por un momento, la expresión de Rosaline se torna amarga. Pero entonces, como la buena actriz que es, la oculta tras una buena dosis de cortesía.

—Vaya, hola. Yo soy Rosaline du Bois Carrington Wolfe. ¿Y tú?

—Yo soy Dee.

—¿Dee qué?

Dee se aparta el pelo de la cara como lo haría un bombón rubio de los años cuarenta y dice:

—Sólo Dee.

—¿Matthew y tú trabajáis juntos?

Ella se ríe.

—¿Tengo pinta de agente financiero?

—No, la verdad es que no. —Los ojos de Rosaline se posan sobre el vestido de Dee y su voz adquiere ese malicioso tono pasivoagresivo que no soporto en las mujeres—. Tu vestido es demasiado atrevido para un agente financiero. No todas las mujeres osarían llevar algo tan... poco corriente.

Delores sonríe con dulzura, pero tras su gesto se oculta un aguijón.

—Eres muy amable. Y tu vestido es muy... beige.

Rosaline acaricia la tela con modestia.

—Bueno, ya sabes lo que dicen: menos es más.

Dee la mira directamente a los ojos.

—Y a veces menos es sencillamente menos.

Deja el golpe en suspensión por un momento y luego se vuelve hacia mí.

—Me encanta esta canción. ¿Quieres bailar?

En la galería ha estado sonando música instrumental toda la noche. La canción que le gusta a Dee es una versión instrumental con cierto aire jazz del

Unforgettable de Nat King Cole.

Rosaline se ríe.

—Querida, es música de fondo. Nadie baila con esta música.

Delores se encoge de hombros.

—La vida es corta. Yo nunca dejo pasar la oportunidad de bailar una buena canción. Matthew, ¿qué me dices?

Cojo la mano de Dee y la beso con suavidad. En este momento me siento muy orgulloso de ella.

—Pues te digo que bailaría contigo en cualquier parte.

Luego me la llevo al centro de la sala. Cuando pasamos junto a Rosaline, Dee susurra:

—Encantada de conocerte, querida.

La estrecho entre mis brazos y empiezo a moverme al ritmo de un sencillo foxtrot. Dee me sigue sin esfuerzo.

—Vaya, mírate, estás hecho todo un Fred Astaire. No sabía que supieras bailar así.

—Tengo muchos talentos.

Ella sonríe.

—Créeme, lo sé. —Desliza la vista en dirección a Rosaline—. Y, dime, ¿todas las mujeres que me presentes van a ser así de desagradables?

—No, ésta era la última.

—¿Es una exnovia o algo así?

Ningún hombre quiere contar la historia de cómo jugaron con él, de su humillación. Es embarazoso e incómodo. Normalmente preferimos bloquear esa historia y reemplazarla por anécdotas sobre maniobras ganadoras y noches de folleteo.

—Algo así. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque tengo la sensación de que quiere degollarme con la mirada.

Doy media vuelta con habilidad para que mi cuerpo le bloquee la vista.

Pero Dee sigue hablando.

—Es muy guapa. Parece una modelo de Victoria’s Secret.

—Nena, no te llega ni a la suela de los zapatos.

Dee deja de bailar. Del todo. De inmediato. Y su cara, su precioso rostro es una mezcla de dolor, duda y resentimiento.

—No hagas eso.

—¿Que no haga el qué?

—No me sueltes una frase hecha como si fuera una chica que acabas de conocer en un bar. Dime que la odias o dime que te encantaría follártela hasta dejarla sin sentido, y lo entenderé. Digas lo que digas, que sea sincero. Quiero que estés aquí conmigo, que seas honesto.

Tiene razón. Toda. Los reflejos son reacciones del cuerpo sin que el cerebro medie para nada. Ocurren de forma independiente, sin pensar, sin consideración. No estoy acostumbrado a oír inseguridades de la boca de Dee. Y lo que tengo clarísimo es que no quiero seguir hablando de Rosaline, así que he dicho lo primero que me ha venido a la cabeza. Sin pensar.

No hablaba en serio.

Y se merece mucho más que eso.

—Lo siento.

La estrecho de nuevo contra mí y volvemos a bailar un poco más despacio que antes.

Dee apoya la mejilla sobre la mía y yo le doy un beso en la base de la oreja antes de decirle:

—Lo que quería decir es que sí que es guapa, pero sólo por fuera. Pero tú..., tú eres como un diamante. Nítida y perfecta en todos los sentidos.

Ella echa la cabeza hacia atrás para mirarme. Y vuelve a sonreír. Y yo me siento como el dueño del universo.

—Eso me gusta mucho más.

Dejo resbalar la mano por su brazo, sigo por su hombro, por debajo de su pelo y por su nuca. Luego la beso con suavidad. Con ternura. Me apropio de sus labios con adoración y venero su lengua. Es húmedo y maravilloso, la clase de beso que te hace olvidar que estás en un lugar público o, si lo recuerdas, te importa un pimiento.

Cuando la música termina y dejamos de besarnos, Delores se pasa la lengua por los labios.

—Vámonos de aquí.

—Buena idea.

Cuando llegamos a mi apartamento, se quita los tacones y los deja caer sonoramente al suelo mientras camina directamente hacia el equipo de música.

—¿Quieres un poco de vino? —le pregunto.

Sus ojos recorren mi cuerpo con gula.

—La sed que tengo no se apaga con vino.

Mientras se encarga de programar el estéreo, yo me pego a su espalda y deslizo los labios por su cuello y los dedos por los costados de su figura. Por los altavoces empieza a sonar

Demons, de Imagine Dragons. Dee presiona el botón de repetición y balancea el trasero contra mí.

—Me encanta esta canción —dice.

—A mí me encanta este vestido.

Se da la vuelta para mirarme y su aliento me hace cosquillas en la oreja cuando me susurra:

—Te va a gustar mucho más lo que hay debajo.

Me desliza la chaqueta por los brazos y la deja caer al suelo. Yo me apodero de su boca y ella se deshace enseguida de mi camisa. Sus manos se pasean por mi pecho mientras tira de mí, llevándome, sin decir una palabra, en dirección al sofá. Me siento y espero a que se venga conmigo.

Pero no lo hace. Dee se levanta.

Y el calor de sus ojos, el apetito, me acelera el corazón. Coge mi cámara de la mesita, se arrodilla entre mis piernas abiertas y me la tiende como si fuera una ofrenda.

—Hazme fotos, Matthew.

Yo respiro con fuerza, es casi un rugido. Y la polla me duele de las ganas que tengo de observarla, de tocarla y, sí, de fotografiarla.

En cierto sentido, todos los tíos quieren ser una estrella del porno. En serio, ¿se os ocurre una forma mejor de ganarse la vida? Es posible que Disneylandia sea el sitio más feliz de la Tierra, pero Silicone Valley es el sueño de cualquier hombre. El porno casero y las fotografías dan la oportunidad a hombres —y mujeres—, de juguetear con esa fantasía. De rememorar y revivir las experiencias más eróticas de sus vidas.

Dee sonríe cuando le cojo la cámara de las manos. Compruebo que hay carrete y el nivel de batería mientras ella se levanta y empieza a mecer las caderas al ritmo de la música. Cierra los ojos, balancea la cabeza de un lado a otro y sus brillantes tirabuzones rubios cobrizos se mecen mientras ella gira.

Y parece tan libre. Tan preciosamente descontrolada...

Me deja sin respiración.

Yo capturo el momento con entusiasmo. La cámara empieza a hacer clic, clic, clic.

Dee se lleva la mano a la espalda y se baja la cremallera del vestido. Luego empieza a quitárselo muy despacio para dejar al descubierto un fantástico sujetador negro con puntillas de un azul muy brillante a juego con un tanga. Sus pechos están firmes y erectos y son completamente visibles a través de la tela opaca, incluyendo mi juguete preferido: el brillante piercing de diamante que tiene en el pezón.

Dee olvida su vestido en el suelo mientras gira y da vueltas. Yo me humedezco los labios repentinamente secos, reajusto el foco de la cámara y disparo.

Clic, clic.

Delores desliza las manos por los muslos y luego las sube por su estómago para agarrarse los pechos como estoy deseando que haga. Se me agarrotan los dedos y sujeto la cámara con más fuerza.

Clic, clic.

Mi voz suena áspera cuando le digo:

—Ven aquí, Dee.

Y milagrosamente me obedece. En cuanto la tengo lo bastante cerca, tiro de ella para ponerla encima de mí y la agarro del pelo con una mano mientras estrecho su suave y firme culo con la otra.

Ella gime contra mis labios. Luego posa las manos sobre mi cinturón para después bajarme los pantalones y los calzoncillos de un único movimiento. Entonces la cojo, a ella y a la cámara, y bajo del sofá en dirección al suelo. Noto la suavidad de la tela de la lencería de Dee contra mi dura polla, pero no está tan suave como su piel.

La tumbo y me retiro. Primero le quito sus casi inexistentes bragas, sin romper el contacto visual. Cuando tiro del sujetador, éste se desgarra por ambos lados, pero no dejo que eso me detenga.

—Te compraré uno nuevo —le prometo con brusquedad.

Dee asiente de un modo casi imperceptible.

Cuando está preciosamente desnuda, preparada y retorciéndose, vuelvo a coger la cámara.

Clic, clic, clic, clic.

La dejo en el suelo, aunque cerca, y me tumbo encima de Dee para prestar toda mi atención a sus alucinantes pechos. Le aprieto uno con la mano mientras demuestro mi adoración por el otro con la boca. Dibujo círculos sobre su pezón con la lengua y luego lo tomo entre los labios para rozarlo con los dientes, darle lametazos y succionarlo con fuerza hasta que Delores grita empujada por una sorprendente sinfonía de euforia y dolor.

Entonces vuelvo a repetir el mismo proceso con su exquisito gemelo.

—¿Te gustan mis tetas, Matthew? —gime Dee.

Acaricio su rosada cresta con mi lengua firme y le contesto:

—Me encantan. Son perfectas. Podría seguir haciendo esto toda la puta noche.

—¿Te gusta lamerlas? —gimotea.

—Sí.

—¿Pellizcarlas? —suspira.

—Sí.

—¿Chuparlas?

—Joder, ya lo creo.

—¿Quieres follártelas, Matthew?

Una ráfaga de blanca y cálida necesidad viaja directamente hasta mi polla y me arranca un gemido, porque follarme sus tetas es algo con lo que he fantaseado desde que las vi por primera vez.

—Sí —suplico—. Joder, sí, sí que quiero.

Ella esboza una sonrisa provocadora. Es la seductora perfecta: la cara y el cuerpo de un ángel con el deseo de un diablo. Es todo disposición y deseo.

—Yo también quiero que lo hagas.

Se desliza por debajo de mí y va repartiendo besos a medida que avanza. Se detiene cuando su cara está justo bajo mi furiosa erección. Mientras yo estoy suspendido sobre ella, me toma en la suprema humedad de su boca hasta el fondo hasta que noto la tirantez de su garganta. Al poco, se retira y al separar la boca deja una espesa capa de humedad a su paso.

Entonces me pongo de rodillas. Dee está tumbada entre mis piernas y sus pechos flotan entre sus manos perfectamente alineados con mi polla. Me siento sobre ella con suavidad y apoyo la mayor parte del peso sobre mis pantorrillas. Dee se presiona un poco más los pechos para encerrar mi rígida polla entre su perfecta y resbaladiza suavidad.

Saboreo la sensación con los ojos cerrados.

—Joder.

Puedo apreciar la sonrisa que tiñe la voz de Dee cuando me dice:

—Opino lo mismo.

Quiero moverme, quiero embestirla con frenesí hasta encontrar ese paraíso que espera ser conquistado.

Pero me contengo y me obligo a ir despacio. Dejo que ella tome el mando. Abro los ojos y los poso sobre la feroz mirada de Dee. Empieza a mover las tetas de arriba abajo y me masturba con ellas una y otra vez.

La sensación..., Dios, la sensación es mucho más increíble de lo que había imaginado.

Dee deja de mover las manos pero sigue apretándose los pechos entre sí para dejar que yo balancee las caderas adelante y atrás. Lo hago muy despacio con la intención de prolongar el placer. Entonces me arqueo y acelero; empiezo a respirar más deprisa y mi corazón intenta escapar de mi pecho.

Dee jadea debajo de mí.

—Coge la cámara, Matthew. Quiero ver las fotos. Después.

Yo siseo y rujo. Luego hago lo que me ha pedido. Cojo la cámara del suelo y hago fotos.

Clic, clic.

Pero lo que retrato no es la imagen de mi polla deslizándose por entre sus exquisitas tetas, esa imagen ya está grabada en mi cerebro hasta el fin de los días.

Clic, clic.

Son sus labios, abiertos por el placer. Clic.

Su húmeda lengua aventurera. Clic.

El color ámbar de sus ojos ardiendo con intensidad... y confianza. Clic, clic, clic.

Ésas son las imágenes que inmortalizo. Imágenes a las que necesito aferrarme.

Porque cuando pase este momento, más allá de nuestra ardiente atracción y nuestros juegos eróticos, Delores seguirá sin confiar en mí. Aún no del todo. Aún no.

Ella quiere hacerlo. Tiene la esperanza de que yo lo merezca. Pero la duda sigue ahí, protegiendo su corazón, evitando que deposite en mí toda su fe.

Y no pasa nada. No sé qué clase de cicatrices tiene. No conozco las experiencias que la han enseñado a ser tan reservada. Esperaré hasta que esté preparada para contármelo. Me esforzaré para convencerla de que yo soy uno de los pocos elegidos en los que puede confiar.

Porque Delores es una chica por la que vale la pena esperar y esforzarse.

Pero aquí, ahora, el cuerpo de Dee ya cree en eso de lo que su mente sigue recelando. Que nunca le haré daño. Que la quiero, que la deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer.

Que adoraré cada parte de ella: su cuerpo, su mente, su corazón, todo el tiempo que ella me deje.

La música retumba en el estéreo y la voz del cantante resuena en el salón. Mi polla se desliza con suavidad entre sus pechos a un sensacional ritmo constante. Entonces Dee levanta la cabeza. Se inclina hacia adelante y me rodea con los labios para meterme todo lo que puede en su boca y succionar con fuerza.

Y la sensación es tan alucinante que juro que podría echarme a llorar.

Una ráfaga de éxtasis puro y concentrado me recorre de pies a cabeza. Gimo su nombre mientras me corro con fuerza y profundamente desde el tuétano de mis putos huesos.

Después de tragarse hasta la última gota, Dee me libera de su boca. Luego sonríe con picardía.

—De esto era de lo que estaba sedienta.

Yo me arrodillo a su lado; mis piernas ya no tienen fuerza suficiente para sostenerme. Y me esfuerzo todo lo que puedo por recuperar el aliento.

Después de unos minutos de silencio, Delores pregunta:

—¿Te he matado?

Me río.

—Ha faltado poco. Esto ha superado con creces la idea que tengo del cielo.

Tiro de ella hacia mí y la estrecho contra mi pecho. Tenemos la piel pegajosa y cubierta de toda clase de sustancias sudorosamente maravillosas.

—Ha sido alucinante.

—Ya lo sé. —Se ríe.

—Pero está a punto de ponerse aún mejor.

Me mira a los ojos.

—¿Ah, sí?

Sonrío y asiento.

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