Congo

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Día 7. Mukenko » 2. Mukenko

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2Mukenko

Elliot estaba temblando de frío. Se subió la cremallera de la cazadora y se dispuso a esperar que cesara de granizar. Estaban agazapados debajo de un grupo de árboles a dos mil quinientos metros de altura en las laderas del monte Mukenko. Eran las diez de la mañana, y la temperatura era de tres grados. Cinco horas antes habían dejado atrás el río iniciando el ascenso en medio de una jungla hirviente a una temperatura de cuarenta grados.

A su lado, Amy observaba las piedras blancas, del tamaño de una pelota de golf, que rebotaban sobre la hierba y castigaban las ramas de los árboles sobre sus cabezas. Nunca había visto granizo.

«¿Qué nombre?», preguntó por señas.

—Granizo.

«Peter hacer parar».

—Ojalá pudiera, Amy.

Ella contempló las piedras un momento más, luego indicó:

«Amy querer irse a casa».

Había empezado a hablar de volver a casa desde la noche anterior. Aunque los efectos del Thoralen ya habían pasado, seguía deprimida y callada. Para alegrarla, Elliot le había ofrecido comida. Ella dio a entender que quería leche. Cuando Elliot le dijo que no tenían (algo que Amy sabía perfectamente bien), ella expresó que quería un plátano. Kahega había traído de la jungla plátanos pequeños y algo ácidos. Amy los había comido sin objeciones, pero ahora los arrojó al agua desdeñosamente, expresando que quería «plátanos de verdad».

Cuando Elliot le dijo que no tenían plátanos de verdad, ella insistió:

«Amy querer irse a casa».

—No podemos ir a casa ahora, Amy.

«Amy buen gorila Peter llevar Amy a casa».

Ella lo conocía como al que controlaba todo, el árbitro definitivo de su vida diaria en el ambiente experimental del Proyecto Amy. A Elliot no se le ocurría cómo explicarle que él ya no controlaba nada, y que tampoco la castigaba al retenerla allí.

En realidad, todos estaban desalentados. Cada uno de los integrantes de la expedición había esperado con ansia el momento de escapar del calor opresivo de la jungla, y ahora que estaban escalando el Mukenko, su entusiasmo iba desapareciendo rápidamente.

—Por Dios —suspiró Ross—. De los hipopótamos al granizo.

Como si hubiera oído, el granizo cesó.

—Muy bien —dijo Munro—. Sigamos.

El monte Mukenko no fue escalado hasta 1933. En 1908, un grupo alemán bajo la dirección de Von Ranke se encontró con tormentas y se vio obligado a descender. Un equipo belga llegó a los tres mil metros en 1913 pero no pudo encontrar una ruta hasta la cima. Otro equipo alemán se vio obligado a abandonar en 1919, cuando dos de sus integrantes murieron como resultado de sendas caídas. Lograron llegar a los tres mil quinientos metros. Sin embargo, el Mukenko estaba considerado bastante fácil de escalar; la mayoría de los alpinistas no lo consideraban un ascenso técnico, y lo realizaban en apenas un día. Después de 1943 se encontró una nueva ruta por el sureste, frustrante por lo lenta, pero carente de peligros, y ésa era la ruta que por lo general se seguía.

Más allá de los dos mil setecientos metros, el bosque de pinos desapareció y cruzaron extensiones de hierba rala envueltas en una bruma helada; el aire era más ligero, y con frecuencia debían detenerse a descansar. Munro no tenía paciencia con las quejas de las personas a su cargo.

—¿Qué esperaban? —decía—. Es una montaña. Las montañas son altas.

Se mostraba especialmente despiadado con Ross, que al parecer era quien se fatigaba con mayor facilidad.

—¿Y su línea de tiempo? —le preguntaba—. Ni siquiera hemos llegado a la parte difícil. No es interesante hasta superar los tres mil metros. Si descansamos ahora no llegaremos a la cima antes de la caída del sol, y eso quiere decir que perderemos un día entero.

—No me importa —dijo Ross finalmente, cayéndose al suelo y respirando con dificultad.

—Típico de una mujer —dijo desdeñosamente Munro, y sonrió cuando Ross lo fulminó con la mirada. Munro los humillaba, los regañaba, los alentaba y de alguna manera, lograba que siguieran adelante.

Después de los tres mil metros la hierba desapareció y el suelo sólo estaba cubierto de musgo. Encontraron las solitarias y peculiares lobelias, de hojas gordas, que emergían de repente de la fría bruma gris. No había vegetación entre los tres mil metros y la cima, y era por eso que Munro los acuciaba. No quería correr el riesgo de que los sorprendiera una tormenta en las estériles laderas superiores.

El sol apareció a los tres mil trescientos metros, y se detuvieron para situar en posición el segundo de los láseres direccionables para el sistema de STRT. Ross ya había situado el primero esa misma mañana, varios kilómetros al sur, y hacerlo le había llevado treinta minutos.

El segundo láser era más crítico, pues había que combinarlo con el primero. A pesar de la obstrucción electrónica, el equipo transmisor debía ser conectado con Houston para que el pequeño láser —del tamaño de la goma de un lápiz, montado en un diminuto trípode de acero— pudiera ser apuntado con exactitud. Los dos láseres sobre el volcán fueron dirigidos de manera tal que sus rayos se cruzaran a muchos kilómetros de distancia, sobre la jungla. Y si los cálculos de Ross eran correctos, el punto de intersección estaba directamente encima de la ciudad de Zinj.

Elliot preguntó si involuntariamente no estarían ayudando al consorcio, pero Ross dijo que no.

—Sólo de noche —dijo ella— cuando no se mueven. Durante el día no podrán utilizar nuestras coordenadas. Ésa es la maravilla de nuestro sistema.

Pronto percibieron emanaciones sulfúricas volcánicas que bajaban de la cima, ahora a unos cuatrocientos cincuenta metros arriba de ellos. No había ningún tipo de vegetación; nada, excepto roca desnuda y zonas cubiertas de nieve teñida de amarillo por el azufre. El cielo era de un límpido azul oscuro, y podrían apreciar una vista espectacular de la cadena sur del Virunga: el gran cono de Nyiragongo, elevándose abruptamente del verde oscuro de las selvas congoleñas, y, más allá, el Mukenko, envuelto en la bruma.

Los últimos trescientos metros fueron los más difíciles, especialmente para Amy, que debía avanzar descalza sobre las afiladas piedras pómez formadas por la lava sedimentaria. Llegaron a la cima a las cinco de la tarde, y desde allí contemplaron el lago de lava de diez kilómetros de ancho y el humeante cráter del volcán. Elliot se sintió decepcionado por el paisaje de rocas desnudas y grises nubes de vapor.

—Aguarde a que llegue la noche —le dijo Munro.

Esa noche, la lava brillaba formando una red intensamente roja a través de la oscura corteza quebrada, y un siseante vapor rojizo iba perdiendo gradualmente el color a medida que se elevaba en el cielo. En el borde del cráter, sus tiendas de campaña reflejaban el brillo de la lava. Al oeste había nubes aisladas que se veían plateadas por la luz de la luna, y, debajo de ellos, la jungla del Congo, extendiéndose por kilómetros y kilómetros. Podían ver los rayos láser, de color verde, intersectándose sobre la negra selva. Con un poco de suerte, llegarían a esa intersección al día siguiente.

Ross conectó su equipo transmisor para hacer el informe nocturno a Houston. Después de la demora regular de seis minutos, la señal los conectó directamente sin que ninguna técnica evasiva dificultara la operación.

—¡Diablos! —estalló Ross.

—¿Qué significa? —preguntó Elliot.

—Significa —dijo Munro con tristeza— que el consorcio ha dejado de obstruirnos.

—¿Y eso acaso no es bueno?

—No —respondió Ross—, es malo. Deben de haber llegado, y con seguridad habrán encontrado los diamantes. Sacudió la cabeza y conectó la pantalla de vídeo:

HOUSTON CONFIRMA CONSORCIO EN TERRENO ZINJ / PROBABLEMENTE 1000 / NO CORRAN MÁS RIESGOS / SITUACIÓN IRREMEDIABLE

—No puedo creerlo —dijo Ross—. Todo ha terminado por fin.

—Me duelen los pies —suspiró Elliot.

—Estoy cansado —confesó Munro.

—Al diablo con todo —dijo Ross.

Totalmente exhaustos, se fueron a dormir.

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