Congo

Congo


Día 8. Kanyamagufa » 2. Los hombres velludos

Página 47 de 78

2Los hombres velludos

Dos horas después de recibir esta inesperada noticia, la expedición tuvo su primer contacto con gorilas.

Se hallaban otra vez en medio de la oscuridad de la selva ecuatorial. Avanzaban directamente hacia el punto prefijado, siguiendo los rayos láser. No podían verlos directamente, pero Ross había traído una guía de trayectoria óptica, una fotocélula de cadmio con filtro que registraba la emisión de largo de onda específico del láser. Periódicamente durante el día, inflaba un pequeño globo de helio, anexaba la guía de trayectoria con un cable, y lo soltaba. Elevada por el gas, la guía subía al cielo, entre los árboles. Allí rotaba, avistaba una de las líneas láser y transmitía coordenadas por el cable a la computadora. Ellos seguían la trayectoria de intensidad decreciente de un solo rayo, y esperaban la indicación, un valor de intensidad duplicada que señalaría la intersección de los dos haces sobre sus cabezas.

Era un trabajo lento y ya se les estaba terminando la paciencia cuando, hacia el mediodía, toparon con las heces características, de tres lóbulos, del gorila, y vieron varios nidos hechos de hojas de eucaliptos en el suelo y en los árboles.

Quince minutos después, el aire se estremeció por un rugido ensordecedor.

—Gorila —anunció Munro—. Ése fue un macho retando a alguien.

«Gorila decir marcharse» —dijo Amy por señas.

—Debemos continuar, Amy —replicó.

«Gorila no querer personas humanas entrar».

—Las personas humanas no harán daño a los gorilas —le aseguró Elliot. Amy lo miró sin expresión y sacudió la cabeza, como si Elliot no comprendiera.

Días después se dieron cuenta de que en realidad él no había comprendido. Amy no le estaba diciendo que los gorilas temían que la gente les hiciera daño, sino exactamente lo contrario: eran ellos los que temían hacer daño a la gente.

Habían avanzado hasta la mitad de un pequeño claro en la jungla cuando un macho grande, de lomo plateado, surgió de entre el follaje, bramando.

Elliot iba guiando al grupo porque Munro estaba ayudando nuevamente a uno de los porteadores con su carga. Vio seis animales en el borde del claro, sombras oscuras contra el verde, que observaban a los intrusos humanos. Varias de las hembras ladearon la cabeza y apretaron los labios en señal de desaprobación. El macho jefe volvió a rugir.

Era grande. Tenía una cabeza enorme, medía dos metros de estatura y su pecho redondo indicaba que pesaba más de doscientos kilos. Al verlo, Elliot comprendió por qué los primeros exploradores del Congo habían creído que los gorilas eran «hombres velludos», pues esta magnífica criatura tenía el aspecto de un hombre gigantesco, tanto en tamaño como en forma.

Detrás de Elliot, Ross susurró:

—¿Qué haremos?

—Permanezca donde está —dijo Elliot—, y no se mueva.

El macho de lomo plateado se puso en cuatro patas por un momento, y empezó a hacer un sonido suave, jo-jo-jo, que fue cobrando intensidad cuando volvió a tomar la postura erecta, mientras arrancaba manojos de hierba con las manos. Arrojó la hierba al aire y luego se golpeó el pecho con las palmas, haciendo un sonido sordo y hueco.

—Oh, no —dijo Ross.

Los golpes en el pecho duraron cinco segundos. Luego el gorila volvió a ponerse en cuatro patas. Corrió de costado golpeando contra el follaje y haciendo todo el ruido posible, para atemorizar a los intrusos. Finalmente volvió a hacer jo-jo-jo.

El gorila miró fijamente a Elliot, esperando que esta exhibición lo hiciera huir. Al advertir que nada de eso ocurría, se irguió, se golpeó el pecho y se puso a rugir con más furia.

Y luego cargó, lanzando un terrible alarido, directamente contra Elliot. Éste oyó jadear a Ross. Quería dar media vuelta y escapar. Todos sus instintos le ordenaban huir, pero se obligó a permanecer absolutamente inmóvil, y bajar la vista, clavando los ojos en el suelo.

Mientras miraba hacia abajo y oía que el gorila cruzaba por la alta hierba en dirección a él, tuvo la sensación repentina de que todos los conocimientos abstractos aprendidos en los libros estaban equivocados, que todo lo que pensaban los científicos de todo el mundo acerca de los gorilas estaba equivocado. Tuvo la imagen mental de una cabeza enorme y un pecho inmenso, brazos largos que se mecían y el animal poderoso avanzando hacia una presa fácil, un blanco estático, lo suficientemente estúpido para creer todos los errores académicos santificados por la letra impresa…

Se hizo un silencio.

El gorila (que debía de estar muy cerca) resopló por la nariz, y Elliot pudo ver su pesada sombra sobre la hierba, cerca de sus pies. Sin embargo, no levantó la vista hasta que la sombra hubo desaparecido.

Cuando Elliot levantó la cabeza, vio que el gorila macho retrocedía hacia el borde del claro. Allí se volvió y se rascó la cabeza, como intrigado, como preguntándose por qué su terrorífica actuación no había ahuyentado a los intrusos. Pegó sobre la tierra por última vez, y luego él y su grupo se confundieron con la maleza. Todo era silencio en el claro hasta que Ross se desplomó en los brazos de Elliot.

—Bueno —dijo Munro al acercarse—. Debo admitir que sabe un par de cosas acerca de los gorilas. —Lo palmeó en el brazo.

—Está bien. No hacen nada hasta que uno huye. Entonces le muerden el culo. Ésa es la marca local de la cobardía en esta parte del mundo, porque significa que uno salió por pies.

Ross sollozaba, y Elliot descubrió que le temblaban las rodillas. Se sentó. Todo había sucedido tan rápidamente que pasó un rato antes de que se diese cuenta de que esos gorilas se habían comportado exactamente como decían los textos, lo que significaba también que no habían hecho ninguna verbalización ni siquiera remotamente parecida a un lenguaje.

Ir a la siguiente página

Report Page