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Día 13. Mukenko » 2. Guerra a la velocidad de la luz

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2Guerra a la velocidad de la luz

En enero de 1979, atestiguando ante el subcomité de las Fuerzas Armadas del Senado, el general Franklin F. Martin, del Proyecto de Investigaciones Avanzadas del Pentágono, dijo: «En 1939, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el país más importante del mundo para la producción militar estadounidense era el Congo Belga». Martin explicó que como una especie de «accidente geográfico», el Congo, hoy Zaire, había sido de vital importancia para los intereses estadounidenses, y en el futuro tendría una importancia aún mayor. (Martin dijo bruscamente que «este país entrará en una guerra por Zaire antes que por cualquier país petrolero árabe»).

Durante la Segunda Guerra Mundial, en tres envíos secretos, el Congo proveyó de uranio a los Estados Unidos para la construcción de las bombas atómicas arrojadas sobre el Japón. En 1960, los Estados Unidos ya no necesitaba uranio, pero el cobre y el cobalto eran estratégicamente importantes. En la década de 1960 el acento recayó en las reservas de tantalio, wolframita y germanio, sustancias vitales para la electrónica semiconductora. Y en la década de 1980, «los llamados diamantes azules del tipo IIb constituirán el recurso militar más importante del mundo». Se creía que Zaire poseía esos diamantes. Según la opinión del general Martin, los diamantes azules eran esenciales porque «estamos entrando en una era en la que el poder destructivo bruto de un arma será menos importante que su velocidad e inteligencia».

Durante treinta años, los pensadores militares habían visto con temerosa admiración los misiles balísticos intercontinentales. Pero Martin dijo que «los misiles balísticos intercontinentales son armas toscas. No se aproximan siquiera a los límites teóricos impuestos por las leyes físicas. Según la física einsteniana, nada puede ser más veloz que la luz, que viaja a trescientos mil kilómetros por segundo. Estamos desarrollando ahora rayos láser impulsados por alta energía y sistemas de armas de rayos que funcionan a la velocidad de la luz. Ante tales armas, los misiles balísticos, que viajan a veintisiete mil kilómetros por hora, son como pesados dinosaurios, tan poco apropiados como la caballería en la Primera Guerra Mundial, y eliminables con igual facilidad que ésta».

Las armas que podían alcanzar la velocidad de la luz estaban mejor adecuadas para el espacio, y aparecerían primero en satélites. Martin apuntaba que ya en 1973 los rusos habían superado el satélite espía estadounidense VV/02; en 1975, la fábrica de vehículos aéreos Hughes desarrolló un sistema veloz de dirección y disparo de armas sobre blancos múltiples que disparaban ocho pulsaciones de alta energía en menos de un segundo. Para 1978, el equipo de Hughes había reducido la reacción a cincuenta mil millonésimas de segundo, e incrementando la precisión de los rayos a quinientos blancos en menos de un minuto. Tales adelantos presagiaban el fin de los misiles balísticos intercontinentales como armas.

«Sin los gigantescos misiles —continuaba Martin—, las computadoras de alta velocidad serán mucho más importantes en futuros conflictos que las bombas nucleares, y su velocidad de computación será el único factor que determine el resultado de la Tercera Guerra Mundial». La velocidad de computación actualmente ocupa un lugar central en la carrera armamentista, igual que la potencia de megatones hace veinte años.

«Pasaremos de las computadoras de circuito electrónico a las computadoras de circuito de luz simplemente debido a la velocidad: el interferómetro Fabry-Perot, equivalente óptico de un transistor, es capaz de reaccionar un picosegundo (10−12 segundos), a una velocidad mil veces mayor que el más veloz de los empalmes Josephson». La nueva generación de computadoras ópticas, dijo Martin, dependería de la disponibilidad de diamantes cubiertos de boro del tipo IIb.

Elliot reconoció de inmediato la consecuencia más seria de las armas tan veloces como la luz: la mente humana no podía llegar a comprenderlas. Los hombres estaban acostumbrados a la fuerza mecánica, pero en el futuro la guerra utilizaría maquinaria en un sentido sorprendentemente nuevo: las máquinas llegarían a dominar el curso de conflictos que sólo durarían minutos.

En 1956, en los años declinantes del bombardeo estratégico, los pensadores militares imaginaron una guerra nuclear total que duraría doce horas. Para 1962, los misiles balísticos intercontinentales habían reducido el tiempo a tres horas. Para 1974, los teóricos militares predecían una guerra que sólo duraría treinta minutos, pero esta «guerra de media hora» era enormemente más compleja que cualquier guerra anterior en la historia de la Humanidad.

En la década de 1950, si los estadounidenses y los rusos hubieran lanzado todos sus bombarderos y cohetes al mismo tiempo, no habría habido más que diez mil armas en el aire, atacando y contraatacando. La interacción total de armas habría llegado a quince mil en la segunda hora. Esto representaba la impresionante cifra de cuatro armas interactuando por segundo alrededor del mundo.

Pero dada la diversificación de la guerra táctica, el número de armas y de «elementos de sistemas» aumentó muchísimo. Los cálculos modernos imaginaban cuatrocientos millones de computadoras en existencia, con interacciones de armas por un total de quince mil millones en la primera media hora de guerra. Esto significaba que habría ocho millones por segundo, en un conflicto ultrarrápido de tropas aéreas, terrestres, misiles y carros blindados.

Una guerra así sólo podía ser manejada por máquinas; la reacción humana es demasiado lenta en el tiempo. La Tercera Guerra Mundial no sería una guerra de «apretar el botón» porque, como dijo el general Martin: «Un hombre tarda demasiado tiempo en apretar un botón, por lo menos 1,8 segundos, lo que en la guerra moderna es una eternidad».

Este hecho creaba lo que Martin denominaba el «problema de las piedras». Comparadas con una computadora de alta velocidad, las reacciones humanas eran geológicamente lentas. «Una computadora moderna realiza dos mil cálculos en el tiempo que necesita un hombre para parpadear. Por lo tanto, desde el punto de vista de las computadoras que librarán la próxima contienda, los seres humanos serán elementos esencialmente fijos e inmutables, como las piedras. Las guerras humanas nunca han durado lo suficiente para tomar en consideración la velocidad del cambio geológico. En el futuro, las guerras por computación no durarán lo suficiente para tomar en consideración la velocidad del cambio humano».

Como los seres humanos reaccionaban tan despacio, tuvieron que dejar el control de la toma de decisiones de la guerra a la inteligencia más rápida de las computadoras. «En la guerra que viene, debemos abandonar la esperanza de regular el curso del conflicto. Si decidimos “administrar” la guerra a la velocidad humana, seguramente perderemos. Nuestra única esperanza es depositar toda la confianza en las máquinas. Esto hace que el juicio humano, los valores humanos, el pensamiento humano, sean totalmente superfluos. La Tercera Guerra Mundial será una guerra por poder: una guerra de máquinas sobre la cual no nos atreveremos a ejercer ninguna influencia por temor a demorar el mecanismo de toma de decisión y de esa manera ocasionar nuestra derrota». Y la transición crucial de computadoras que funcionaban a millonésimas de segundo a computadoras que lo hacían a mil millonésimas de segundo, dependía de los diamantes del tipo IIb.

Elliot quedó pensando ante la perspectiva de ceder el control a cosas creadas por el hombre.

—Es inevitable —dijo Ross, encogiéndose de hombros—. En la garganta Olduvai, en Tanzania, hay rastros de una casa con una antigüedad de dos millones de años. La criatura homínida no se satisfizo con cavernas y otros refugios naturales: creó su propia vivienda. Los hombres siempre han alterado el mundo natural para acomodarlo a sus propósitos.

—Pero no se puede ceder el control —dijo Elliot.

—Hace siglos que venimos haciéndolo —replicó Ross—. ¿Qué es un animal domesticado, o una calculadora de bolsillo, sino un intento de ceder control? Nosotros no queremos arar los campos o sacar raíces cuadradas, de modo que damos el trabajo a otra inteligencia, que hemos adiestrado o creado.

—Pero no es posible permitir que nuestras creaciones tomen el poder.

—Eso también lo hemos hecho durante siglos —repitió Ross—. Aunque nos negáramos a crear computadoras más rápidas, las harían los rusos. Estarían en Zinj en este momento, buscando diamantes, si los chinos no se lo impidieran. No se puede detener el avance tecnológico. Apenas sabemos que algo es posible, debemos ponerlo en práctica.

—No —replicó Elliot—. Podemos tomar nuestras propias decisiones. Yo no formaré parte de esto.

—Váyase, entonces —dijo ella—. El Congo no es un buen lugar para académicos.

Ella abrió su mochila y sacó una serie de conos blancos de cerámica y una cantidad de cajitas con antenas.

Unió una caja a cada cono de cerámica, luego entró en el primer túnel, colocó los conos contra la pared y se adentró en la oscuridad.

«Peter no feliz Peter».

—No —dijo Elliot.

«¿Por qué Peter no feliz?».

—Es difícil de explicar, Amy.

«Peter decir Amy buena gorila».

—Lo sé, Amy.

Karen Ross emergió de un túnel, y desapareció en el segundo. Elliot pudo ver el brillo de su linterna cuando colocaba los conos, y luego la perdió de la vista.

Munro salió a la luz del sol, con los bolsillos repletos de diamantes.

—¿Dónde está Ross?

—En los túneles.

—¿Haciendo qué?

—Al parecer está haciendo unas pruebas. —Elliot señaló los tres conos de cerámica que quedaban en el suelo, cerca de su mochila.

Munro cogió uno de los conos y lo examinó.

—¿Sabe qué es esto? —preguntó.

Elliot negó con la cabeza.

—Son RC —dijo Munro—, y está loca si los pone aquí. Hará volar todo.

Los RC, resonantes convencionales, eran explosivos regulados, una potente combinación de microelectrónica y tecnología explosiva.

—Usamos RC hace dos años en los puentes de Angola —explicó Munro—. Con una secuencia adecuada, ciento ochenta gramos de explosivo son capaces de derrumbar cincuenta toneladas de estructuras de acero. Basta uno de estos sensores —indicó una caja de control cerca de la mochila—, que detecta las ondas de choque de las primeras cargas y hace detonar las cargas posteriores en la secuencia regulada, para ocasionar ondas resonantes que literalmente sacuden la estructura, rompiéndola en pedazos. Es impresionante verlos funcionar. —Munro levantó la vista y la fijó en el Mukenko, que humeaba encima de ellos.

En ese momento, Ross salió del túnel, muy sonriente.

—Pronto tendremos nuestra respuesta —dijo.

—¿Respuesta?

—Acerca de la extensión de los depósitos. He puesto seis cargas sísmicas, lo que basta para obtener resultados.

—Usted ha puesto cargas resonantes —dijo Munro.

—Bueno, no tengo otra cosa. Tendrán que servir.

—Servirán —dijo Munro—. Tal vez demasiado bien. El volcán —señaló hacia arriba— está a punto de entrar en erupción.

—He puesto un total de ochocientos gramos de explosivos —dijo Ross—. Eso es menos de tres cuartos de kilo. No puede hacer nada.

—Es mejor que no intentemos descubrirlo.

Elliot escuchaba los argumentos de Ross con sentimientos contradictorios. A simple vista, las objeciones de Munro parecían absurdas: unas pocas cargas explosivas, no importaba cómo estuvieran reguladas, no podían causar una erupción volcánica. Era ridículo. A Elliot le parecía extraño que Munro destacara tan obstinadamente los peligros. Era como si éste supiera algo que ni Elliot ni Ross conocían, y ni siquiera podían imaginar.

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