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Día 2. San Francisco » 3. Cuestiones legales

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3Cuestiones legales

Peter Elliot recordaba el 14 de junio de 1979 como un día de cambios repentinos. Comenzó a las ocho de la mañana en el bufete de Sutherland, Morton & O’Connell, de San Francisco, debido a la amenaza de juicio de custodia de la APP, problema que cobraba importancia desde el momento que planeaba sacar a Amy del país.

Se reunió con John Morton en la biblioteca de paredes recubiertas de madera del bufete, que daba a la calle Grant. Morton tomó nota en una libreta de hojas amarillas.

—Me parece que usted tiene razón —empezó diciendo Morton—, pero primero deme unos datos. ¿Amy es una gorila?

—Sí, una gorila de montaña.

—¿Edad?

—Siete años.

—¿Todavía es cachorro?

Elliot le explicó que los gorilas maduraban entre los seis y los ocho años, de modo que Amy era una adolescente y equivalía a una mujer de unos dieciséis años.

Morton tomó apuntes en su libreta.

—¿Podría decirse que todavía es menor de edad?

—¿Es necesario decirlo?

—Me parece que sí.

—Sí, todavía es menor —dijo Elliot.

—¿De dónde vino? Originariamente, quiero decir.

—Una turista de apellido Swenson la encontró en África, en una aldea llamada Bagimindi. La madre de Amy fue sacrificada por los nativos, por la carne. La señora Swenson compró a la hija.

—De modo que no se crió en cautiverio —dijo Morton, escribiendo en la libreta.

—No. La señora Swenson la trajo de viaje de regreso a los Estados Unidos y la donó al zoológico de Minneapolis.

—¿Cedió sus derechos de propiedad?

—Supongo que sí —dijo Elliot—. Hemos tratado de comunicarnos con ella para preguntarle acerca de los primeros meses de vida de Amy, pero no está en el país. Al parecer viaja constantemente. Está en Borneo. De todos modos, cuando enviaron a Amy a San Francisco, llamé al zoológico de Minneapolis para preguntar si podía conservarla para estudiarla. El zoológico dijo que sí, durante tres años.

—¿Pagó dinero?

—No.

—¿Se hizo un contrato por escrito?

—No. Simplemente llamé al director del zoológico…

Morton asintió.

—Acuerdo oral… —dijo, escribiendo—. ¿Y cuándo se cumplieron los tres años?

—Fue en la primavera de 1976. Pedí una extensión al zoológico por seis años, y me la dieron.

—¿Otra vez en forma oral?

—Sí. Llamé por teléfono.

—¿No hubo correspondencia?

—No. No parecían muy interesados cuando llamé. A decir verdad, me parece que se habían olvidado de Amy. El zoológico tiene cuatro gorilas, de todas maneras.

Morton frunció el entrecejo.

—Un gorila, ¿no es un animal bastante caro? Suponga que quisiera comprar uno para tenerlo en casa, o para un circo.

—Los gorilas están incluidos entre las especies en peligro de extinción; no se los puede comprar para tenerlos en casa. Pero sí, son bastante caros.

—¿Cuánto cuestan?

—Bueno, no existe un precio establecido de mercado, pero puede costar unos veinte o treinta mil dólares.

—¿Y todos estos años usted le ha estado enseñando a comunicarse?

—Sí —dijo Peter—. Mediante el lenguaje estadounidense de signos. Ya tiene un vocabulario de seiscientas palabras.

—¿Es mucho eso?

—Más que cualquier otro primate conocido.

Morton asintió, tomando nota.

—¿Trabaja con ella todos los días, en una investigación permanente?

—Sí.

—Bien —dijo Morton—. Eso ha sido muy importante en los juicios de custodia hasta el presente.

Desde hacía más de cien años había movimientos organizados en los países occidentales para terminar con los experimentos con animales. Comenzaron con los antivivisectores, que formaron organizaciones cuyos miembros eran fanáticos amantes de los animales, decididos a prohibir toda clase de experimentos con éstos.

En todos esos años, los científicos habían desarrollado una defensa aceptable en los tribunales. Los investigadores argumentaban que sus experimentos tenían como objeto mejorar la salud y el bienestar de la Humanidad, prioridad superior al bienestar de los animales. Alegaban que nadie se oponía a que se usara a los animales como bestias de carga o para trabajos agrícolas, labores monótonas y fatigosas a las que se había sometido a los animales desde hacía miles de años. El utilizar animales en experimentos científicos no hacía más que extender la idea de que los animales eran sirvientes de las empresas humanas.

Además, los animales eran, literalmente, bestias. No tenían conciencia del yo, ni reconocimiento de su existencia en la naturaleza. Esto significaba, según el filósofo George H. Mead, que «los animales no tienen derechos. Podemos privarlos de la vida; no se comete crimen alguno al así hacerlo. El animal no pierde nada».

Muchas personas se preocuparon ante estas opiniones, pero todo intento por establecer pautas encontró problemas lógicos. Los más obvios se referían a los animales que están más abajo en la escala filogenética. Algunos investigadores realizaban operaciones a perros, gatos y otros mamíferos sin anestesia, pero ¿qué pasaba con los gusanos anélidos, cangrejos, sanguijuelas y calamares? Ignorar a estas criaturas era una forma de «discriminación taxonómica». Pero si estos animales merecían consideración, ¿no era igualmente incorrecto arrojar una langosta viva a una olla de agua hirviendo?

La cuestión de lo que constituía crueldad hacia los animales se vio confundida por las mismas sociedades protectoras de animales. En algunos países, se opusieron a la exterminación de las ratas, y en 1968 hubo un absurdo caso farmacéutico en Australia.[2]

Debido a estas ironías, los tribunales vacilaban en interferir en los experimentos con animales. En la práctica, los investigadores hacían lo que querían. El volumen de la experimentación con animales era extraordinario: durante la década de 1970, sesenta y cuatro millones de animales fueron sacrificados anualmente en experimentos llevados a cabo en los Estados Unidos.

Pero las actitudes habían cambiado gradualmente. Los estudios lingüísticos con delfines y simios revelaron que estos animales no sólo eran inteligentes sino conscientes de sí mismos. Se reconocían en el espejo y en fotos. En 1974, los mismos científicos formaron la Liga Internacional de Protección a los Primates para dirigir las investigaciones con simios. En marzo de 1978, el gobierno de la India prohibió la exportación de monos Rhesus a los laboratorios del mundo. Y hubo ciertos casos legales en los que se llegó a la conclusión de que, después de todo, los animales tienen derechos.

El punto de vista antiguo era análogo al de la esclavitud: el animal era propiedad de su dueño, que podía hacer con él lo que se le antojara. Pero luego, la propiedad pasó a ser secundaria. En febrero de 1977 hubo un caso que involucraba a un delfín llamado Mary, soltado en el océano por un técnico de laboratorio. La Universidad de Hawai denunció al técnico, acusándolo de la pérdida de un valioso animal dedicado a la investigación. Hubo dos juicios, que terminaron con jurados que se abstuvieron de llegar a una decisión. El caso fue archivado.

En noviembre de 1978 hubo un caso de custodia por un chimpancé llamado Arthur, que estaba muy aventajado en el uso del lenguaje de signos. Era propiedad de la Universidad de John Hopkins, que decidió venderlo y dar por concluido el programa. Su adiestrador, William Levine, entabló un juicio y ganó la custodia sobre la base de que Arthur sabía comunicarse, por lo que había dejado de ser un chimpancé.

—Uno de los hechos pertinentes —dijo Morton— fue que, al ser confrontado con otros chimpancés, Arthur lo hizo correctamente, excepto que en ambas oportunidades puso su propia fotografía en la pila de las personas. Era obvio que no se consideraba a sí mismo un chimpancé, y el tribunal decidió que debería permanecer con su adiestrador, pues una separación le ocasionaría una severa angustia psíquica.

—Amy llora cuando la dejo —dijo Elliot.

—Cuando hace un experimento, ¿consigue que le dé permiso?

—Siempre —respondió Elliot, sonriendo. Era evidente que Morton no tenía ni idea de lo que significaba tratar todos los días con Amy. Era esencial conseguir su permiso para cualquier acto, incluso para viajar en coche. Se trataba de un animal fuerte y podía ser muy testaruda.

—¿Mantiene un registro de su aquiescencia?

—Vídeos.

—¿Entiende ella el experimento que le propone?

Él se encogió de hombros.

—Ella dice que sí.

—¿Sigue un sistema de recompensas y castigos?

—Todos los conductistas animales lo hacen.

Morton frunció el entrecejo.

—¿Cómo son los castigos?

—Bueno, cuando se porta mal hago que se ponga en un rincón, de cara a la pared. O si no la mando temprano a la cama sin darle su bocadillo de mantequilla de cacahuete.

—¿La somete a tortura o a electrochoques?

—Eso es ridículo.

—¿Nunca castiga físicamente al animal?

—Es un animal enorme. Por lo general trato de que no se enfade y termine por castigarme a mí.

Morton sonrió y se puso de pie.

—Todo irá perfectamente —dijo—. Cualquier tribunal decidirá que Amy es su pupila y que usted es quien debe decidir su caso. —Vaciló—. Sé que le parecerá extraño, pero ¿podría poner a Amy en el estrado?

—Supongo que sí —respondió Elliot—. ¿Cree que puede llegar a eso?

—No en este caso —dijo Morton—, pero tarde o temprano, sucederá. Esté atento: dentro de diez años habrá un caso de custodia de un primate que sepa el lenguaje de signos, y pondrán al simio en el banquillo de los testigos.

Elliot le estrechó la mano, y le dijo que se marchaba.

—Por cierto, ¿tendré problema en sacarla del país?

Si existe una reclamación por custodia, tal vez le cueste un poco sacarla del Estado —dijo Morton—. ¿Piensa sacarla del país?

—Sí.

—En ese caso, mi consejo es que se dé prisa y no diga nada a nadie.

Elliot llegó a su oficina del tercer piso del Departamento de Zoología poco después de las nueve. Su secretaria, Carolyn, le dijo:

—Ha llamado una tal doctora Ross del Fondo para la Vida Salvaje de Houston; está camino a San Francisco. Llamó un tal señor Hakamichi trece veces; dice que es importante. La reunión de personal del Proyecto Amy es a las diez. Y Windy está en su oficina.

—¿En serio?

James Weldon era un profesor antiguo en el departamento, un hombre débil y jactancioso. En las caricaturas del departamento dibujaban por lo general a Windy Weldon con un dedo en el aire: era muy habilidoso a la hora de saber en qué dirección soplaba el viento. Hacía varios días que evitaba a Peter Elliot y a su personal.

Elliot entró en su despacho.

—Bueno, Peter, muchacho —dijo Weldon, extendiendo la mano para dar su versión de un caluroso apretón—. Llegas temprano.

Elliot se tornó cauteloso de inmediato.

—Se me ocurrió adelantarme a las multitudes —dijo.

Los miembros del piquete no llegaban hasta las diez, a veces más tarde, dependiendo de la hora en que habían quedado en ver a los de la televisión. Así funcionaban las cosas: protesta mediante cita.

—Ya no vienen más —dijo Weldon con una sonrisa.

Entregó a Elliot la última edición de Chronicle, donde había una historia, en primera página, alrededor de la cual alguien había trazado un círculo con tinta negra. Eleanor Vries había renunciado a su cargo como directora regional de la APP, alegando exceso de trabajo y presiones personales. Una declaración de la APP de Nueva York indicaba que habían interpretado erróneamente la naturaleza y contenido de la investigación de Elliot.

—¿Qué significa esto? —preguntó Elliot.

—La oficina de Belli revisó tu trabajo y las declaraciones públicas de la Vries acerca de torturas, y llegó a la conclusión de que la APP se exponía a una acusación por difamación —dijo Weldon—. La oficina de Nueva York está aterrorizada. Hoy mismo se comunicarán contigo para hacerte alguna proposición.

—¿Qué hay de la reunión de profesores de la semana que viene?

—Oh, es esencial —dijo Weldon—. No hay duda de que los profesores queremos discutir la conducta poco ética de parte de los medios de comunicación, y presentar una declaración firme en tu defensa. Yo estoy redactando la que presentará mi cátedra.

Elliot no dejó de advertir lo irónico que resultaba todo aquello.

—¿Estás seguro de que quieres manifestarte abiertamente? —preguntó.

—Cuentas con todo mi apoyo. Espero que lo sepas —dijo Weldon. Estaba inquieto, caminaba por el despacho mirando las paredes cubiertas con los dibujos de Amy. Windy tenía algún otro propósito.

—¿Sigue haciendo los mismos dibujos? —preguntó, por fin.

—Sí —dijo Elliot.

—¿Y siguen sin tener idea de lo que pueden significar?

Elliot hizo una pausa. En el mejor de los casos, era prematuro decir a Weldon lo que ellos pensaban acerca del significado de los dibujos.

—Lo ignoramos por completo —dijo.

—¿Estás seguro? —preguntó Weldon, ceñudo—. A mí me parece que alguien sabe lo que significan.

—¿Por qué lo dices?

—Algo muy extraño ha sucedido —dijo Weldon—. Alguien ha hecho una oferta para comprar a Amy.

—¿Para comprarla? ¿De qué hablas?

—Un abogado de Los Ángeles llamó ayer a mi oficina y ofreció comprarla por ciento cincuenta mil dólares.

—Debe de ser algún rico benefactor —dijo Elliot— que trata de impedir que Amy siga siendo torturada.

—Creo que no —dijo Weldon—. Para empezar, la oferta viene de Japón, de parte de un magnate de la electrónica llamado Hakamichi. Me enteré de eso cuando el abogado volvió a llamar esta mañana, para aumentar la oferta a doscientos cincuenta mil dólares.

—¿Doscientos cincuenta mil dólares? —dijo Elliot—. ¿Por Amy? —Por supuesto, era imposible. Nunca la vendería. Pero ¿por qué ofrecía alguien tanto dinero?

Weldon tenía una respuesta.

—Tanto dinero, un cuarto de millón de dólares, sólo puede provenir de fuentes privadas. De la industria. Evidentemente, Hakamichi ha leído acerca de tu trabajo y ha descubierto una manera de usar en un contexto industrial a los primates que hablan. —Weldon miró el techo, señal segura de que hablaría con elocuencia—. Creo que puede abrirse un nuevo campo en el adiestramiento de primates para la aplicación industrial.

Peter Elliot lanzó una maldición. No estaba enseñando un lenguaje a Amy con el fin de ponerle un casco en la cabeza y un martillo en la mano, y lo dijo.

—Considera el problema en su totalidad —dijo Weldon—. ¿Y si estamos al borde de un nuevo campo de comportamiento aplicado para los grandes simios? Piensa en lo que puede llegar a significar. No sólo fondos para el departamento y oportunidades para la investigación, sino que existiría una razón para mantener vivos a esos animales. Sabes que los grandes simios se están extinguiendo. En África, las colonias de chimpancés han mermado. Los orangutanes de Borneo están perdiendo su hábitat natural, desplazados por la tala de árboles, y se extinguirán en diez años. Quedan menos de tres mil gorilas en los bosques de África Central. Todos estos animales desaparecerán a menos que haya una razón para mantenerlos vivos como especie. Tú puedes dar esa razón, Peter, muchacho. Piénsalo.

Elliot lo pensó, y a las diez lo discutió en la reunión con el personal del Proyecto Amy. Consideraron cuál sería la posible aplicación industrial de los simios, y las posibles ventajas para los empleadores, como la falta de sindicatos y de beneficios suplementarios. A fines del siglo XX, éstas eran consideraciones importantes. (En 1978, por cada nuevo automóvil que salía de las líneas de montaje de Detroit, el costo de los beneficios sociales de un trabajador excedía de todo el acero usado para construir el coche).

Pero llegaron a la conclusión de que una visión de «monos industrializados» era un disparate. Un gorila como Amy no era una versión barata y estúpida de un trabajador humano. Exactamente lo opuesto: Amy era una criatura muy inteligente y compleja, y en el moderno mundo industrial estaría fuera de su elemento. Exigía una gran cantidad de supervisión; era caprichosa e inestable, y su salud siempre constituía un riesgo. Sencillamente no tenía sentido utilizarla en la industria. Si Hakamichi tenía visiones de monos esgrimiendo soldadores en una línea de montaje microelectrónica, haciendo televisores y equipos de audio, estaba tristemente mal informado. La única nota de cautela provino de Bergman, el psicólogo infantil.

—Un cuarto de millón es mucho dinero —dijo—, y el señor Hakamichi no debe de ser tonto. Debe de haberse enterado de Amy por sus dibujos, que dejan ver que es neurótica y difícil. Si está interesado en ella, apuesto a que es debido a esos dibujos. Pero no puedo imaginar por qué pueden valer un cuarto de millón de dólares.

Tampoco podía imaginárselo ninguno de los otros, y la discusión pasó a los dibujos mismos, y a los textos recientemente traducidos. Sarah Johnson, a cargo de las investigaciones, empezó con un comentario liso y llano:

—Tengo malas noticias acerca del Congo.[3]

Explicó que en los anales de la historia no se conocía nada acerca del Congo. Los antiguos egipcios, en el Nilo superior, sólo sabían que su río nacía al sur, lejos, en una región que llamaban la Tierra de los Árboles. Era un lugar misterioso con bosques tan densos que en pleno día eran oscuros como la noche. Extrañas criaturas habitaban esa oscuridad perpetua, entre ellas hombrecitos con cola y animales que eran mitad negros y mitad blancos.

En los cuatro mil años siguientes, poco más se supo acerca del interior de África. Los árabes llegaron a África Oriental en el siglo VII, en busca de oro, marfil, especias y esclavos. Pero los árabes eran mercaderes marinos, y no se aventuraron tierra adentro. Llamaron al interior Zinj —la Tierra de los Negros—, «región de fábula y fantasía». Había historias de vastos bosques y hombres diminutos con cola; historias de montañas que vomitaban fuego y ponían negro el cielo; historias de aldeas de nativos agobiadas por los monos, que tenían comercio carnal con las mujeres; historias de inmensos gigantes de cuerpos velludos y narices planas; historias de criaturas mitad leopardo, mitad hombre; historias de mercados nativos donde se vendían reses humanas, engordadas, como si fueran un manjar exquisito.

Estas historias eran lo bastante espeluznantes para que los árabes no se alejaran de la costa, aun cuando había otras ciertamente atrayentes: montañas de brillante oro, lechos de ríos llenos de diamante, animales que hablaban el idioma de los hombres, grandes civilizaciones de la jungla de inimaginable esplendor. Existía una historia en particular que se repetía una y otra vez en las primeras crónicas: la historia de la Ciudad Perdida de Zinj.

Según la leyenda, había una ciudad, conocida por los hebreos durante los tiempos de Salomón, que era inconcebiblemente rica en diamantes. La ruta de caravanas para llegar a la ciudad era celosamente guardada, generación tras generación, y transmitida de padres a hijos como una sagrada responsabilidad. Aun así, las minas de diamantes se habían agotado, y ahora la ciudad permanecía en ruinas, en algún lugar del corazón de África. Las arduas rutas que recorrían las caravanas habían sido devoradas por la jungla hacía muchísimo tiempo, y el último traficante que recordaba el camino se había llevado el secreto a la tumba hacía cientos de años.

Los árabes llamaban a este misterioso y fascinante lugar la Ciudad Perdida de Zinj.[4]

Sin embargo, a pesar de su fama perdurable, la señorita Johnson encontró pocas descripciones detalladas de la ciudad. En 1187 Ibn Baratu, un árabe de Mombasa, apuntó que «los nativos de la región hablan… de una ciudad perdida, tierra adentro, lejos, llamada Zinj. Allí los habitantes, que son negros, vivieron una vez en la riqueza y el lujo; hasta los esclavos se adornaban con joyas y especialmente con diamantes azules, pues hay allí un gran depósito de ellos».

En 1292, un persa llamado Mohammed Zaid declaró que «un gran diamante (del tamaño) del puño cerrado de un hombre… fue exhibido en las calles de Zanzíbar, y todos decían que provenía del interior donde se encuentran las ruinas de una ciudad llamada Zinj, y es aquí donde pueden hallarse diamantes en profusión desparramados en el suelo y también en los ríos…».

En 1334, otro árabe, Ibn Mohammed, escribió que «nuestro representante hizo arreglos para buscar la ciudad de Zinj, pero desistió al enterarse de que la ciudad había sido abandonada hace mucho, y no es más que ruinas. Se dice que el aspecto de la ciudad es muy extraño, pues las puertas y ventanas están hechas con la curva de la media luna, y que las residencias están en poder de una raza violenta de hombres velludos que hablan en susurros un idioma desconocido…».

Luego llegaron los portugueses, infatigables viajeros. Hacia 1544 se aventuraban tierra adentro desde la costa occidental remontando el río Congo, pero pronto encontraron obstáculos que les impidieron explorar África Central durante cientos de años. El Congo no era navegable más allá del primer grupo de rápidos, a poco más de trescientos kilómetros de la costa (en lo que una vez fuera Leopoldville, y hoy es Kinshasa). Los nativos eran hostiles y caníbales. Y la jungla hirviente era fuente de enfermedades —malaria, enfermedad del sueño, esquitosomiasis, paludismo— que diezmaban a los intrusos extranjeros.

Los portugueses nunca lograron penetrar en el Congo central. Tampoco pudieron hacerlo los ingleses, al mando del capitán Brenner, en 1644; toda su expedición se perdió. El Congo seguiría siendo, durante doscientos años, un lugar en blanco en los mapas civilizados del mundo.

Pero los primeros exploradores repitieron las leyendas del interior, incluyendo la historia de Zinj. Un artista portugués, Juan Diego de Valdez, hizo un dibujo muy aclamado de la Ciudad Perdida de Zinj, en 1642.

—Pero —dijo Sarah Johnson— también dibujó a hombres con cola y monos manteniendo comercio carnal con mujeres nativas.

Aparentemente, Valdez era lisiado —prosiguió—. Pasó toda la vida en la ciudad de Setúbal, bebiendo con los marineros y basándose para hacer sus dibujos en las conversaciones que sostenía con ellos.

África no fue totalmente explorada hasta mediados del siglo XIX, por Burton y Speke, Baker y Livingstone, y en especial por Stanley. Ninguno de ellos encontró ni rastros de la Ciudad Perdida de Zinj. En los últimos cien años tampoco se habían encontrado señas de ella.

Una profunda tristeza se apoderó de los integrantes del Proyecto Amy.

—Os advertí que traía malas noticias —dijo Sarah Johnson.

—¿Quieres decir —dijo Peter Elliot—, que esta lámina se basa en una descripción, y que en realidad no sabemos si la ciudad existe o no?

—Me temo que así es —respondió Sarah Johnson—. No existen pruebas de que la ciudad de la lámina exista. No es más que una historia.

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