Congo

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Día 4. Nairobi » 1. Línea de tiempo

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1Línea de tiempo

Es mayor la distancia entre Tánger y Nairobi que entre Nueva York y Londres: tres mil seiscientas millas, un vuelo de ocho horas. Ross pasó el tiempo ante la pantalla del ordenador, calculando lo que ella llamaba «líneas de probabilidad del hiperespacio».

La pantalla mostraba un mapa de África, generado por la computadora, atravesado por líneas multicolores.

—Son líneas de tiempo —dijo Ross—. Podemos asignarles valores como factores de duración y demora.

Debajo de la pantalla había un reloj con el total de tiempo transcurrido; los números no cesaban de cambiar.

—¿Qué significa? —preguntó Elliot.

—La computadora está seleccionando la ruta más rápida. Fíjese que acaba de identificar una línea de tiempo que nos llevará a destino en seis días, dieciocho horas y cincuenta y un minutos. Ahora está tratando de mejorar ese tiempo.

Elliot no pudo evitar sonreír. La idea de que una computadora pudiera predecir con precisión de un minuto cuándo llegarían a su destino en el Congo le parecía absurda. Ross, sin embargo, estaba muy seria.

Mientras miraban, el reloj del ordenador marcó cinco días, veintidós horas y veinticuatro minutos.

—Mejor —dijo Ross, asintiendo—. Pero todavía no es muy bueno. —Apretó otra tecla y las líneas cambiaron, extendiéndose por el continente africano—. Ésta es la ruta del consorcio —dijo—, basada en nuestras suposiciones acerca de la expedición. Es una empresa en gran escala, con treinta o más en el equipo. Y desconocen la ubicación exacta de la ciudad; nosotros, al menos, así lo creemos. Pero nos llevan una ventaja sustancial, de por lo menos doce horas, pues sus aviones ya están en Nairobi.

El reloj marcó el total del tiempo transcurrido: cinco días nueve horas y diecinueve minutos. Ella presionó la tecla que decía FECHA y cambió a 21 06 79 0814.

—Según esto, el consorcio llegará al lugar del Congo un poco después de las ocho de la mañana del 21 de junio.

La computadora hacía un tenue tictac. Las líneas seguían extendiéndose y moviéndose. El reloj indicó una nueva fecha: 21 06 79 1224.

—Bueno —dijo ella—, así estamos. Si se dan los movimientos más favorables para ellos y nosotros, el consorcio llegará primero al lugar por algo menos de cuatro horas, dentro de cinco días.

Munro pasó a su lado, comiendo un bocadillo.

Elliot los oyó discutir cómo llegar antes por una diferencia de horas. Le pareció irreal.

—Seguramente —dijo—, con todos los arreglos que tendremos que hacer en Nairobi y el tiempo que nos llevará adentrarnos en la jungla, no es posible confiar demasiado en esas cifras.

—Ahora no es como antes —dijo Ross—, cuando las expediciones desaparecían durante meses en la jungla. El margen de error de la computadora es muy escaso, digamos media hora en la proyección total de cinco días. —Sacudió la cabeza—. No, aquí tenemos un problema, y debemos hacer algo al respecto. Hay demasiado en juego.

—¿Se refiere a los diamantes?

Ella asintió, e indicó la parte inferior de la pantalla, donde habían aparecido las palabras CONTRATO AZUL. Él le preguntó qué quería decir.

—Muchísimo dinero —contestó Ross. Luego agregó—: O al menos eso creo.

En STRT, cada contrato recibía un número de código. Sólo Travis y la computadora conocían el nombre de la compañía contratante. El resto del personal, incluyendo los programadores y los que iban al terreno, conocían los proyectos sólo por su nombre, que era un color codificado: Contrato Rojo, Contrato Amarillo, Contrato Blanco. Era una protección comercial para las firmas involucradas. Sin embargo, los matemáticos de STRT no podían evitar un juego de adivinanza sobre las fuentes de los contratos, que eran el centro de la conversación diaria en la cantina de la empresa.

El Contrato Azul había llegado en diciembre de 1978.

Requería de STRT que localizara una fuente natural de diamantes de grado industrial en un país amistoso o neutral. Los diamantes debían ser del tipo IIb, cristales «pobres en nitrógeno». No se especificaban dimensiones, de modo que el tamaño del cristal no importaba; tampoco se especificaban las cantidades recuperables: el contratante aceptaría lo que le dieran. Pero lo más extraño era que no había límite de costo de extracción por unidad.

Casi todos los contratos llegaban con un límite de costo de extracción por unidad. No bastaba hallar una fuente de minerales. Éstos debían ser extraíbles a un costo específico por unidad. El costo unitario, a su vez, reflejaba la riqueza del depósito, su ubicación, la posibilidad de conseguir mano de obra local, las condiciones políticas, la posible necesidad de construir aeropuertos, caminos, hospitales, escuelas, minas o refinerías.

Que un contrato llegara sin límite de costo de extracción por unidad podía significar una sola cosa: alguien tenía tanta necesidad de diamantes azules que no le importaba el costo.

A las cuarenta y ocho horas, la cantina de STRT tenía todas las explicaciones del Contrato Azul. Resultaba que los diamantes del tipo IIb eran azules por poseer rastros de boro, que no les confería ningún valor como piedras preciosas pero que alteraba sus propiedades electrónicas, haciéndolos semiconductores con una resistividad del orden de los cien centímetros ohms. Además, tenían propiedades transmisoras de luz.

Alguien encontró luego un artículo breve en el Electronic News del 17 de noviembre de 1978: «Revestimientos McPhee Interrumpidos». Explicaba que la firma Silec, Inc., de Waltham, Massachusetts, había puesto punto final al uso de la técnica experimental McPhee de revestimiento artificial de diamantes mediante una capa única de boro. El proceso McPhee había sido abandonado por ser demasiado costoso y poco confiable, ya que no producía «las necesarias propiedades de semiconductividad». El artículo terminaba diciendo que «otras firmas han subestimado los problemas de los revestimientos de una capa de boro; Hakamichi (Tokio) abandonó el proceso de Nagaura en septiembre de este año». Trabajando retrospectivamente, la cantina de STRT logró juntar las piezas del rompecabezas.

Ya en 1971, Intec, la firma de microelectrónica de Santa Clara, había sido la primera en predecir que en la década de 1980 los diamantes semiconductores serían importantes para una generación futura de computadoras «superconductoras».

La primera generación de computadoras electrónicas, ENIAC y UNIVAC, construidas en medio de los secretos de la guerra de la década de 1940, empleaba tubos al vacío. Los tubos al vacío tenían un promedio de vida de veinte horas, pero con miles de tubos calientes en una sola máquina, algunas computadoras duraban entre siete y doce minutos. La tecnología de los tubos al vacío impuso una limitación en el tamaño y potencia de las computadoras planeadas para una segunda generación.

Pero esta segunda generación nunca utilizó tubos al vacío. En 1947, la invención del transistor —una especie de bocadillo de material sólido del tamaño de la uña del pulgar, que realizaba todas las funciones de un tubo de vacío— dio comienzo a una era de aparatos electrónicos de «estado sólido» que utilizaban poca potencia, generaban poco calor y eran más pequeños y seguros que los tubos que remplazaban. Durante los siguientes veinte años la tecnología del silicio sirvió de base a tres generaciones de computadoras cada vez más compactas, seguras y económicas.

Pero en la década de 1970, los diseñadores de computadoras empezaron a darse cuenta de las limitaciones inherentes a la tecnología del silicio. Si bien los circuitos habían disminuido a dimensiones microscópicas, la rapidez de la computación dependía aún del largo del circuito. Pero miniaturizar todavía más los circuitos, en los que las distancias eran ya del orden de millonésimas de pulgada, actualizó un viejo problema: el calor. Los circuitos más pequeños literalmente se fundían por el calor producido. Se necesitaba algún método para eliminar el calor y al mismo tiempo reducir la resistencia.

Desde 1950 se sabía que muchos metales, al enfriarse a temperaturas extremadamente bajas, se volvían «superconductores», permitiendo la fluidez libre de electrones a través de ellos. En 1977, IBM anunció que estaba diseñando una computadora de velocidad ultrarrápida del tamaño de un pomelo, enfriada por nitrógeno líquido. La computadora superconductora requería una tecnología nueva, y una nueva gama de materiales de construcción de baja temperatura.

Así es como se extendería el uso de diamantes revestidos. Varios días después, la cantina de STRT produjo una explicación alternativa. Según la nueva teoría, la década de 1970 había conocido un desarrollo sin precedentes de las computadoras. Si bien los primeros fabricantes de computadoras de la década de 1940 habían predicho que cuatro computadoras harían todo el trabajo computable del mundo entero en un futuro previsible, los expertos preveían que para 1990 habría mil millones de computadoras, en su mayor parte conectadas a otras computadoras mediante redes de comunicación. Tales redes no existían, pero eran consideradas teóricamente posibles. (Un estudio de 1975 realizado por el Instituto Hannover llegó a la conclusión de que no había suficiente metal en la corteza terrestre para construir las líneas de transmisión electrónica necesarias).

Según Harvey Rumbaugh, la década de 1980 se caracterizaría por una escasez crítica de sistemas transmisores de datos de computadoras: «Así como la escasez de combustible fósil tomó por sorpresa al mundo en la década de 1970, la escasez de datos de transmisión tomará por sorpresa al mundo en los próximos diez años. En los años setenta las personas se vieron privadas de movimiento, pero en la de 1980 se verán privadas de información, y el futuro dirá cuál escasez resultará más frustrante».

La luz láser representaba la única esperanza para solucionar estos requerimientos masivos de datos, pues los canales láser llevaban veinte mil veces más información que una vulgar línea principal coaxial de metal. La transmisión láser exigía tecnologías totalmente nuevas, incluyendo fibra óptica delgadísima y diamantes revestidos semiconductores, que, según predecía Rumbaugh, en los años futuros serían «más valiosos que el petróleo».

Más aún: Rumbaugh aseguraba que en diez años «la electricidad misma sería obsoleta». Los ordenadores del futuro sólo utilizarían circuitos de luz, y se relacionarían interfacialmente con sistemas de datos transmitidos por luz. La causa era la rapidez. «La luz —afirmaba Rumbaugh—, se mueve a la velocidad de la luz. La electricidad no. Estamos viviendo en los últimos años de la tecnología microelectrónica».

Pero la microelectrónica no tenía el aspecto de una tecnología moribunda. En 1979, la microelectrónica era una industria importantísima en todo el mundo; en Estados Unidos solamente alcanzaba ochenta mil millones de dólares al año. Seis de las veinte sociedades principales en la Fortune 500 estaban básicamente relacionadas con la microelectrónica. Estas compañías tenían un pasado de competencia y progreso extraordinarios, en un período de menos de treinta años.

En 1958, un fabricante era capaz de poner diez componentes electrónicos en un solo trocito de silicio. Para 1970, era posible poner cien unidades en un trozo del mismo tamaño, lo que representaba un aumento diez veces mayor en poco más de una década.

Pero para 1972, la proporción había ascendido a mil unidades, y para 1974, a diez mil. Se esperaba que para 1980 hubiese un millón de unidades en un pedacito del tamaño de una uña de pulgar pero, usando la fotoproyección electrónica de 1979, el nuevo objetivo era diez millones de unidades o, mejor aún, mil millones de unidades, en una sola partida de silicio, para 1980. Pero nadie quería aguardar más allá de junio o julio de 1979 para conseguirlo.

Nunca en la historia una tecnología ha progresado tanto en tan poco tiempo. Para comprobarlo, basta comparar con tecnologías más antiguas. Detroit se conformaba con hacer triviales alteraciones de diseño a intervalos de tres años en la industria automovilística, pero la industria electrónica esperaba progresos diez veces mayores como si de algo rutinario se tratara.

En tal mercado competitivo, todos se preocupaban por las potencias extranjeras, principalmente Japón, que desde 1973 mantenía un programa de intercambio cultural con sede en Santa Clara, que en realidad era una institución que cubría un flagrante espionaje industrial, muy financiado.

El Contrato Azul sólo podía comprenderse dentro del contexto de una industria que realizaba progresos importantes cada pocos meses. Travis había dicho que el Contrato Azul era «la cosa más grande que veremos en los próximos diez años. El que encuentre esos diamantes dará un salto en la tecnología de por lo menos cinco años. Cinco años. ¿Saben lo que eso significa?».

Ross lo sabía. En una industria en la que los estímulos competitivos se medían en meses, las compañías habían hecho fortunas derrotando a competidores por cuestión de semanas con alguna nueva técnica o nuevo aparato; Syntel, de California, fue la primera en hacer una placa de memoria de 256K cuando todos los demás seguían haciendo placas de 16K y soñando con las de 64K. Syntel conservó su ventaja durante sólo dieciséis semanas, pero tuvo una ganancia de más de ciento treinta millones de dólares.

—Y estamos hablando de cinco años —había dicho Travis—. Ésa es una ventaja que se mide en miles de millones de dólares, quizá en decenas de miles de millones. Si conseguimos los diamantes.

Éstas eran las razones de la enorme presión que sentía Karen Ross mientras seguía trabajando con la computadora. A los veinticuatro años, era jefa de equipo en una carrera de alta tecnología que involucraba a media docena de países que secretamente competían entre sí con todos sus recursos industriales.

Los intereses hacían que cualquier carrera convencional pareciera absurda. Antes de que Ross partiera, Travis le había dicho: «No tema si la presión parece enloquecerla. Tiene miles de millones de dólares sobre sus espaldas. Haga lo mejor que pueda».

Haciendo lo mejor que podía, había logrado disminuir la línea de tiempo de la expedición en tres horas y treinta y siete minutos más, pero aún estaba algo retrasada respecto de la proyección del consorcio. Pero no tanto como para no poder recuperar el tiempo, especialmente con los atajos despiadados de Munro. Sin embargo, el mínimo retraso podía significar un desastre en una carrera donde el ganador se llevaba todo.

Luego, recibió malas noticias.

La pantalla transmitió: TRANSMISOR ILÍCITO.

—Diablos —dijo Ross.

De pronto, se sintió cansada. Porque si era verdad que un transmisor había recibido su información, entonces las probabilidades que tenían de ganar la carrera se esfumaban, antes siquiera de que hubiesen pisado las junglas africanas.

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