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Día 4. Nairobi » 7. Micrófonos ocultos

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7Micrófonos ocultos

—Bueno, maldita sea —empezó a decir Elliot—, quiere decir que…

—Eso es —afirmó fríamente Ross—. Usted es sacrificable. —Mientras hablaba, lo tomó firmemente del brazo y lo sacó del avión, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios indicándole que hiciese silencio.

Elliot se dio cuenta de que tenía la intención de tranquilizarlo en privado, pero estaba decidido a no volverse atrás. Amy era responsabilidad suya. Al diablo con los diamantes y la intriga internacional. Fuera, en la pista de cemento, repitió, obstinado:

—No me iré sin Amy.

—Yo tampoco —dijo Ross, cruzando rápidamente la pista de aterrizaje y dirigiéndose a un helicóptero de la policía.

Elliot se dio prisa para seguirle los pasos.

—¿Qué?

—¿Acaso no lo entiende? —preguntó Ross—. Ese avión no está limpio. Está lleno de micrófonos ocultos, contaminado, y el consorcio escucha lo que decimos. Hice ese discurso en su beneficio.

—Pero ¿quién la siguió hasta San Francisco?

—Nadie. Se pasarán horas tratando de imaginar quién fue.

—¿Amy y yo no éramos más que una distracción?

—En absoluto —contestó ella—. Mire: no sabemos lo que le sucedió al último equipo de STRT en el Congo, pero diga lo que diga usted, Travis, o cualquiera, creo que en este asunto hay gorilas implicados. Y creo que cuando lleguemos allí Amy nos ayudará.

—¿Como embajadora?

—Necesitamos información —dijo Ross—. Y ella sabe más de gorilas que nosotros.

—Pero ¿podrá encontrarla en una hora y diez minutos?

—Diablos, no —dijo Ross, mirando el reloj—. Esto no nos llevará más de veinte minutos.

—¡Más bajo! ¡Más bajo!

Karen Ross gritaba, sentada al lado del piloto del helicóptero de la Policía. El helicóptero voló alrededor de la torre de la casa de gobierno, luego giró y se dirigió hacia el norte, en dirección al hotel «Hilton».

—Esto no está permitido, señora —dijo el piloto, lo más cortésmente que pudo—. Estamos volando debajo de los límites aeroespaciales.

—¡Va demasiado alto, maldición! —aulló Ross al tiempo que miraba la pantalla de una especie de caja que llevaba sobre las rodillas, y en la cual aparecían los cuatro puntos cardinales. Movía los conmutadores rápidamente, mientras la radio ardía con airadas quejas provenientes de la torre de Nairobi.

—Al este ahora, directo al este —ordenó, y el helicóptero se inclinó y avanzó hacia el este, donde se hallaban los vecindarios más humildes de la ciudad.

Elliot sentía que el estómago le daba vueltas con cada giro del helicóptero. Le dolía terriblemente la cabeza y se sentía muy mal, pero había insistido en venir. Era el único que sabía cómo ocuparse de Amy si ésta se hallaba en dificultades.

—Tengo una indicación —dijo Ross, y señaló al noreste. El helicóptero volaba con estruendo sobre chozas paupérrimas, solares llenos de chatarra, senderos de tierra.

—Despacio ahora, despacio…

Los indicadores brillaron, mientras los números cambiaban. Elliot vio cómo todos se convertían simultáneamente en cero.

—¡Abajo! —gritó Ross, y el helicóptero descendió en medio de una enorme pila de basura.

El piloto se quedó en el helicóptero. Sus últimas palabras fueron alarmantes.

—Donde hay basura, hay ratas —informó.

—Las ratas no me preocupan —dijo Ross, saliendo del helicóptero con la caja en la mano.

—Donde hay ratas, hay cobras —agregó el piloto.

—Oh —dijo Ross.

Cruzó el basurero con Elliot. Soplaba una fuerte brisa. Los papeles y desperdicios se movían a sus pies. Los olores que se levantaban del basural hicieron que Elliot sintiera náuseas.

—No estamos lejos —dijo Ross, observando la pantalla. Estaba excitada, y a cada rato consultaba el reloj.

—¡Aquí!

Se inclinó y metió la mano en la montaña de basura, trazando círculos con la mano, revolviendo hasta meter el brazo hasta el codo.

Finalmente sacó un collar que le había dado a Amy cuando subieron al avión en San Francisco. Examinó la tarjeta plástica de identificación, extrañamente gruesa según advirtió Elliot. La habían abierto por la parte de atrás.

—¡Demonios! ¡Diecisiete minutos! —exclamó Ross, y corrió hacia el helicóptero que aguardaba.

Elliot también corrió para ponerse a su lado.

—¿Cómo vamos a encontrarla si se han deshecho del micrófono del collar?

—Nadie pondría un solo micrófono —dijo Ross—. Éste era un señuelo, para que lo encontraran. —Indicó la parte rota—. Pero si son inteligentes, cambiarán las frecuencias.

—A lo mejor también se han deshecho del segundo micrófono —dijo Elliot.

—No lo hicieron —dijo Ross.

El helicóptero se elevó con gran ruido. Vieron dar vueltas al montón de basuras a sus pies. Karen se puso el micrófono cerca de los labios y dijo al piloto:

—Lléveme al lugar de Nairobi donde haya más chatarra.

A los nueve minutos recibieron otra señal muy débil, proveniente de un cementerio de automóviles. El helicóptero aterrizó en la calle, atrayendo a decenas de chiquillos vocingleros. Ross fue con Elliot al cementerio, donde avanzaron entre los esqueletos herrumbrosos de camiones y coches.

—¿Está segura de que se encuentra aquí? —preguntó Elliot.

—Sin duda. Tienen que rodearla de metal, es lo único que pueden hacer.

—¿Por qué?

—Para protegerla. —Avanzó cuidadosamente en medio de los coches rotos, haciendo frecuentes pausas para consultar su caja electrónica.

En ese momento, Elliot oyó un gruñido.

Provenía del interior de un antiguo autobús «Mercedes» de color rojo herrumbre. Elliot subió y entró por una de las puertas destrozadas. Amy yacía de espaldas, atada. Estaba bastante atontada, pero se quejó débilmente cuando la libró de las ataduras.

Elliot encontró la aguja rota en el pecho, a la derecha, y se la sacó con una pinza. Amy dejó escapar un chillido, y luego lo abrazó. Se oía, a lo lejos, la sirena de un coche patrulla.

—Todo está bien, Amy —dijo. La examinó cuidadosamente. Parecía encontrarse bien—. ¿Dónde está el segundo micrófono? —preguntó.

—Se lo ha tragado —dijo Ross, con una sonrisa.

Ahora que Amy estaba a salvo, Elliot sintió ira.

—¿Hizo que Amy tragara un micrófono electrónico? ¿No se da cuenta de que es un animal muy delicado y que su salud es en extremo precaria…?

—No se enfade —dijo Ross—. ¿Recuerda las vitaminas que le di? Usted también se tragó uno.

Consultó el reloj.

—Treinta y dos minutos —dijo—. No está mal. Nos quedan cuarenta minutos para salir de Nairobi.

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