Congo

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Día 5. Moruti » 1. Zaire

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1Zaire

A cinco horas de Rawamagena, el paisaje cambió. Una vez que pasaron Goma, cerca de la frontera con Zaire, se encontraron volando sobre las salientes orientales de la selva ecuatorial del Congo. Elliot miraba por la ventanilla, fascinado.

Aquí y allá, en la pálida luz de la mañana, se veían unos frágiles jirones de niebla adheridos como algodón al dosel de los árboles. Ocasionalmente pasaban la curva oscura y serpenteante de un río fangoso, o un camino abierto y recto como una roja herida. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era la selva densa e ininterrumpida que se perdía en la lejanía.

Era un paisaje aburrido, pero atemorizante al mismo tiempo, pues era aterrador enfrentarse a lo que Stanley había llamado «la indiferente inmensidad del mundo natural». Sentado en la cabina climatizada del avión, era posible olvidar que esa vasta y monótona selva era una creación gigantesca de la naturaleza a cuyo lado quedaban pequeñas las grandes ciudades o cualquier otra creación de la Humanidad. Cada mota verde era un árbol que tenía un tronco de más de un metro de diámetro, y se elevaba hasta una altura de sesenta metros. Debajo del ondulante follaje se ocultaba un espacio del tamaño de una catedral gótica. Y Elliot sabía que la selva se extendía más de tres mil kilómetros al oeste, hasta detenerse finalmente ante el océano Atlántico, en la costa occidental de Zaire.

Elliot esperaba con ansias ver cuál sería la reacción de Amy al ver por primera vez la jungla, su ambiente natural. Miraba fijamente por la ventanilla. Indicó por señas «Aquí jungla» con la misma neutralidad emocional con que nombraba las tarjetas en colores o los objetos desparramados sobre el suelo de la caravana en San Francisco. Estaba identificando la jungla, dando un nombre a lo que veía, pero sin experimentar un reconocimiento profundo.

Elliot le dijo:

—¿A Amy le gusta la jungla?

«Aquí jungla», expresó ella. «Está jungla».

Él insistió, sondeando para alcanzar el contexto emocional que seguramente existía.

—¿A Amy le gusta la jungla?

«Jungla aquí. Está jungla. Jungla lugar aquí. Amy ver jungla aquí».

Intentó otro enfoque.

—¿Amy vivir jungla aquí?

«No». Inexpresiva.

—¿Dónde vivir Amy?

«Amy vivir casa de Amy». Se refería a su caravana de San Francisco.

Elliot la observó mientras se aflojaba el cinturón de seguridad y apoyaba la barbilla en la mano para mirar indolentemente por la ventanilla.

«Amy querer cigarrillo», expresó.

Había visto fumar a Munro.

—Más tarde, Amy —dijo Elliot.

A las siete de la mañana volaron sobre los relucientes techos de metal del complejo minero de estaño y tantalio de Masisi. Munro, Kahega y los demás porteadores fueron a la parte posterior del avión, donde se ocuparon de la carga, hablando excitadamente en swahili.

Amy, al ver que se marchaban, expresó:

«Preocupados».

—¿Preocupados por qué, Amy?

«Hombres preocupados preocupación preocupados problemas».

Al cabo de un rato, Elliot se dirigió a la parte posterior del avión donde vio que los hombres de Munro estaban medio enterrados bajo grandes pilas de paja. Guardaban las piezas del equipo con forma de torpedo hechas de muselina.

—¿Qué son? —preguntó Elliot señalando las cajas.

—Se llaman recipientes Crosslin —dijo Munro—. Muy seguros.

—Nunca había visto acondicionar nada de esta manera —dijo Elliot, observando trabajar a los hombres—. Al parecer, nuestras provisiones irán muy bien protegidas.

—De eso se trata —dijo Munro. Y se dirigió a la cabina, para hablar con el piloto.

Amy dijo por señas: «Hombre con pelo nariz mentir Peter». Con «hombre con pelo nariz» Amy se refería a Munro. Elliot la ignoró. Se volvió a Kahega.

—¿Cuánto falta para que lleguemos al aeropuerto?

Kahega levantó la vista.

—¿Aeropuerto?

—Mukenko.

Kahega hizo una pausa para pensar.

—Dos horas —dijo. Y luego rio. Dijo algo en swahili y todos sus hermanos también rieron.

—¿Qué encuentran de gracioso? —preguntó Elliot.

—Oh, doctor —dijo Kahega, palmeándolo en la espalda—. Usted es gracioso por naturaleza.

El avión se ladeó, trazando un lento y amplio círculo en el aire. Kahega y sus hermanos miraron por las ventanillas; Elliot se unió a ellos. Sólo vio la jungla ininterrumpida, y luego una columna de jeeps verdes desplazándose por un sendero lodoso. Parecía una formación militar. Oyó la palabra «Muguru» repetida varias veces.

—¿Qué ocurre? —preguntó Elliot—. ¿Estamos en Muguru?

Kahega sacudió la cabeza vigorosamente.

—Diablos, no. Este maldito piloto. Le advertí al capitán Munro. El maldito piloto se perdió.

—¿Está perdido? —preguntó Elliot. La palabra misma era escalofriante.

Kahega soltó una carcajada.

—El capitán Munro le dijo que cambiase de rumbo.

Ahora el avión volaba hacia el este, alejándose de la jungla en dirección a un área de colinas boscosas y ondulantes, cubiertas por árboles. Los hermanos de Kahega charlaban con excitación, reían y se palmeaban, al parecer muy divertidos.

En ese momento volvió Ross, caminando rápidamente por el pasillo, con el rostro tenso. Abrió unas cajas de cartón y sacó varias esferas de papel de aluminio prensado del tamaño de una pelota de baloncesto.

El papel plateado hizo que Elliot pensara en los adornos de los árboles de Navidad.

—¿Para qué son? —preguntó Elliot.

Fue entonces cuando oyó la primera explosión, y el Fokker se estremeció en el aire.

Corrió a la ventanilla y a la derecha vio un rastro de vapor blanco, recto y delgado, que terminaba en una nube de humo negro. El Fokker estaba volando de lado, inclinándose en dirección a la jungla. Mientras miraba, vio un segundo rastro que se elevaba hacia ellos desde el bosque verde.

Era un proyectil. Un proyectil teledirigido.

—¡Ross! —gritó Munro.

—¡Listo! —dijo Ross, también gritando.

Se oyó una explosión, y la vista por la ventanilla quedó oscurecida por un denso humo. El avión se estremeció, pero prosiguió con su trayectoria. Elliot no podía creerlo. Alguien les estaba disparando.

—¡Radar! —gritó Munro—. ¡Óptico no! ¡Radar!

Ross juntó las bolas de metal plateado en los brazos y corrió por el pasillo hacia la parte posterior. Kahega estaba abriendo la portezuela trasera. El viento entraba como un latigazo por el compartimento.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó Elliot.

—No se preocupe —le dijo Ross por encima del hombro—. Recuperaremos el tiempo.

Se oyó un fuerte silbido, seguido de una tercera explosión. El avión continuaba muy inclinado. Ross desgarró la envoltura de una de las bolas y la arrojó fuera.

Con los motores zumbando, el Fokker avanzó doce kilómetros hacia el sur y trepó a doce mil pies, para luego trazar círculos sobre la selva. Con cada revolución, Elliot podía ver las tiras de papel de aluminio que flotaban en el aire como una relumbrante nube metálica. Dos misiles más estallaron dentro de la nube. Aun desde lejos, el ruido y las ondas de choque perturbaban a Amy. Se mecía en su asiento, gruñendo.

—Eso es para confundir los sistemas de los misiles teledirigidos —explicó Ross, sentada frente a su ordenador portátil y pulsando teclas.

Elliot oyó sus palabras como en un sueño. No tenían sentido para él.

—Pero ¿quién nos está disparando?

—Probablemente el ejército de Zaire —respondió Munro.

—¿El ejército de Zaire? ¿Por qué?

—¿Un error? —dijo Ross, siempre apretando teclas, y sin levantar la vista.

—¿Un error? ¡Nos están disparando misiles! ¿No le parece que debe llamarlos y decirles que se han equivocado?

—No puedo —dijo Ross.

—¿Por qué no?

—Porque en Rawamagena no quisimos declarar el plan de vuelo —dijo Munro—. Eso significa que técnicamente estamos violando el espacio aéreo de Zaire.

—¡Dios mío! —exclamó Elliot.

Ross no dijo nada. Continuó trabajando en su ordenador, tratando de eliminar la estática de la pantalla, mientras presionaba una tecla tras otra.

—Cuando acepté unirme a esta expedición —dijo Elliot, casi fuera de sí—, no esperaba meterme en una guerra.

—Yo tampoco —dijo Ross—. Parece que ambos nos encontramos con más de lo que esperábamos.

Antes de que Elliot pudiera replicar, Munro le pasó un brazo por el hombro y lo llevó aparte.

—Todo saldrá bien —lo tranquilizó—. Son misiles anticuados, de hace al menos veinte años. En su mayor parte estallan porque, de tan vieja, la carga de proyección sólida está agrietada. No corremos peligro. Ocúpese de Amy, que necesita su ayuda en este momento. Yo trabajaré con Ross.

Ross estaba bajo una presión intensa. Mientras el avión trazaba círculos a doce kilómetros sobre la nube protectora, debía tomar rápidamente una decisión. Pero acababan de asestarle un golpe devastador, y totalmente inesperado.

Desde el comienzo el consorcio eurojaponés contaba con una ventaja de dieciocho horas y veinte minutos. Mientras estaba en Nairobi, Munro había hecho un plan con Ross que borraría esa diferencia y que pondría la expedición de STRT en su destino cuarenta horas antes que el grupo del consorcio. Este plan —que por razones obvias no había comunicado a Elliot— exigía que se arrojaran en paracaídas sobre las áridas laderas meridionales del monte Mukenko.

Desde Mukenko, Munro estimaba que habría unas treinta y seis horas hasta la ciudad en ruinas. Ross esperaba saltar a las dos de esa misma tarde. Con algunas variaciones según las nubes que hubiera sobre Mukenko y la zona específica donde cayeran, podrían llegar a la ciudad al mediodía del 19 de junio.

El plan era extremadamente arriesgado. Harían saltar a personal sin adiestramiento en una zona desértica, a más de tres días de marcha de la ciudad más próxima. Si alguien resultaba seriamente lastimado, las probabilidades de sobrevivir serían mínimas. También había dudas acerca del equipo: a altitudes de 2600 a 3600 metros sobre las colinas volcánicas, la resistencia del aire se reducía, y las cajas Crosslin tal vez no ofrecieran protección suficiente.

Al principio Ross había rechazado el plan, pero él la convenció de que era factible. Le hizo notar que los paracaídas estaban equipados con dispositivos automáticos que hacían funcionar el altímetro; que las laderas volcánicas cubiertas de guijarros eran tan blandas como una playa de arena; que las cajas Crosslin podían ser cargadas en exceso; y que él podía tirarse junto con Amy.

Ross constató dos veces todas las probabilidades de éxito en la computadora, y los resultados eran inequívocos.

Había una probabilidad entre cinco de que alguien resultara malherido. No obstante, si el salto tenía éxito, las probabilidades de que la expedición llegara a final feliz eran muy altas, lo que hacía prácticamente seguro que le ganarían de mano al consorcio.

Ningún otro plan factible alcanzaba tantos puntos. Después de mirar los datos de la computadora, dijo:

—Supongo que saltaremos.

—Yo también lo creo —dijo Munro.

Saltar resolvía muchos inconvenientes, pues había muchos problemas geopolíticos que cada vez se tornaban más desfavorables. Los Kiganis estaban en franca rebelión; los pigmeos eran inestables; el ejército de Zaire había enviado unidades blindadas a la zona fronteriza oriental para sofocar la rebelión Kigani. Había que recordar que los ejércitos africanos en campaña eran propensos a disparar indiscriminadamente. Al saltar en Mukenko, esperaban evitar todos estos riesgos.

Pero eso era así antes de que los proyectiles del ejército de Zaire empezaran a estallar a su alrededor. Todavía estaban doce kilómetros al sur de la zona sobre la que intentaban saltar, sobrevolando el territorio Kigani, desperdiciando tiempo y combustible. De repente parecía que su osado plan, tan cuidadosamente pensado y confirmado por la computadora, se había vuelto impracticable.

Y, para colmo de males, no podía consultar con Houston: la computadora se negaba a hacer el enlace por satélite. Pasó quince minutos con el aparato portátil, elevando la potencia y cambiando los códigos del demodulador, hasta que por fin se dio cuenta de que su transmisión estaba obstruida electrónicamente.

Por primera vez desde que tenía memoria, Karen Ross tenía ganas de llorar.

—Tranquila —le dijo Munro con dulzura, sacándole las manos del teclado—. Una cosa por vez. No se gana nada poniéndose nervioso. —Ross había estado aporreando las teclas una y otra vez, sin darse cuenta de lo que hacía.

Munro era perfectamente consciente del estado en que se encontraban Elliot y Ross. Había visto lo mismo en otras expediciones, particularmente cuando en ellas participaban científicos y técnicos. Los científicos trabajaban todo el día en laboratorios en que era posible regular las condiciones, y verificarlas. Tarde o temprano, terminaban creyendo que el mundo exterior era tan controlable como sus laboratorios. Aunque lo sabían, el hecho de descubrir que el mundo natural tiene sus propias reglas y es indiferente a sus necesidades representaba un duro golpe psíquico. Munro sabía reconocer los síntomas.

—Pero éste —dijo Ross— es obviamente un avión civil. ¿Cómo hacen esto?

Munro la miró fijamente. Durante la guerra civil congoleña, los bandos en conflicto habían derribado aviones civiles como si fuese algo rutinario.

—Estas cosas suceden —dijo.

—¿Y la obstrucción? Esos hijos de puta no tienen ni siquiera la capacidad para obstruirnos. Pero estamos interceptados, entre nuestro transmisor y el satélite de retransmisión. Para hacer eso es necesario otro satélite en alguna parte, y… —Se interrumpió, frunciendo el entrecejo.

—Supongo que no esperaría que el consorcio se cruzara de brazos. La cuestión es, ¿puede hacerse algo para remediarlo? —preguntó Munro.

—Seguro que sí. Pero necesito más tiempo e información. De lo contrario el plan está arruinado —dijo Ross.

—Una cosa por vez —repitió Munro lentamente. Vio la tensión en el rostro de Karen, y se dio cuenta de que no estaba pensando claramente. Sabía también que él no podía pensar por ella: tenía que tranquilizarla.

Para Munro, la expedición de STRT estaba terminada: no había manera de llegar a ese lugar del Congo antes que el consorcio. Pero no tenía intención de darse por vencido. Hacía mucho tiempo que guiaba expediciones y sabía que podía ocurrir cualquier cosa.

—Aún podemos recuperar el tiempo perdido —dijo.

—¿Recuperarlo? ¿Cómo?

Munro contestó lo primero que se le ocurrió.

—Tomaremos el Ragora, al norte. Es un río muy rápido.

—Y demasiado peligroso.

—Eso lo veremos —decidió Munro, aunque sabía que ella tenía razón. El Ragora era demasiado peligroso, especialmente en junio. No obstante, mantuvo un tono de voz calmo, sedante, tranquilizador—. ¿Se lo digo a los demás? —preguntó finalmente.

—contestó Ross. A lo lejos se oyó la explosión de otro proyectil—. Vámonos de aquí.

Munro se dirigió rápidamente a la parte de atrás del Fokker.

—Prepare a los hombres —le ordenó a Kahega.

—Sí, jefe —dijo Kahega. Una botella de whisky pasó de mano en mano, y cada uno de los hombres tomó un largo trago.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó Elliot.

—Los hombres se están preparando —explicó Munro.

—¿Preparándose para qué?

En ese momento entró Ross, con el semblante sombrío.

—De aquí en adelante, seguiremos a pie —anunció.

Elliot miró por la ventanilla.

—¿Dónde está el aeropuerto?

—No hay aeropuerto —dijo Ross.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que no hay aeropuerto.

—¿Significa eso que el avión aterrizará en el campo?

—No. El avión no va a aterrizar.

—¿Cómo bajaremos, entonces? —preguntó Elliot, pero mientras hacía la pregunta sintió algo raro en el estómago, porque conocía la respuesta.

—Amy no tendrá problemas —prometió Munro alegremente mientras ajustaba las correas a Elliot alrededor del pecho—. Le he administrado una dosis de Thoralen, y estará muy tranquila. No habrá problemas. La sujetaré fuerte.

—¿La sujetará fuerte? —preguntó Elliot.

—No podrá saltar sola —dijo Munro—. Tendré que saltar con ella.

Amy roncaba babeando el hombro de Munro. La dejó en el suelo, y quedó acostada de espaldas, sin dejar de roncar.

—Ahora —dijo Munro—. Su paracaídas se abre automáticamente. Verá que tiene cuerdas en ambas manos. Tire de la izquierda para ir hacia la izquierda, de la derecha para ir a la derecha, y…

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Elliot, señalando a Amy.

—La llevaré yo. Ahora preste atención. Si algo saliera mal, tiene un paracaídas auxiliar, sobre el pecho. —Tocó un bulto de tela con una cajita negra con los números 4757—. Ése es su altímetro, que mide la velocidad de la caída. Si llega a los mil metros y sigue cayendo a una velocidad mayor de medio metro por segundo, el segundo paracaídas se abrirá automáticamente. No hay por qué preocuparse: todo es automático.

Elliot estaba helado, bañado en sudor.

—¿Qué hay del aterrizaje?

—Nada —dijo Munro, sonriendo—. También aterrizará de forma automática. Manténgase relajado y reciba el impacto en las piernas. Equivale a saltar desde una altura de tres metros.

A sus espaldas, Elliot vio la puerta abierta. La luz brillante del sol entraba en el avión. El viento golpeaba y aullaba. Los hombres de Kahega saltaron en rápida sucesión, uno detrás del otro. Elliot miró a Ross, que estaba color ceniza, tomada de la portezuela, con el labio inferior tembloroso.

—Karen, usted no va a aceptar…

Ella saltó, desapareciendo en la luz del sol.

—Ahora es su turno —dijo Munro.

—Nunca en mi vida he saltado —dijo Elliot.

—Así es mejor. No estará asustado.

—Pero estoy asustado.

—Entonces, puedo ayudarlo —dijo Munro, y le dio un empujón.

Munro observó cómo caía. Entonces su sonrisa se desvaneció. «Si un hombre debe hacer algo peligroso», pensó, «es mejor que esté enfadado, por su propia protección. Es mejor que odie a alguien, a que se desmorone. Yo quería que Elliot me aborreciera mientras caía».

Munro tenía conciencia de los riesgos. En el momento en que dejaba el avión, dejaba la civilización, y todas las hipótesis que ésta jamás cuestionaba. Saltaban, no sólo a través del aire, sino también a través del tiempo, hacia atrás, hacia una forma de vida más primitiva y peligrosa; iban a las eternas realidades del Congo, que existían desde hacía siglos. «Ésa era la situación real», se dijo Munro, «pero no había razón para preocupar a los demás antes de que saltaran. Mi misión era llevar a esa gente al Congo, no asustarlos. Para eso había mucho tiempo».

Elliot cayó, espantado.

Tenía el corazón en la boca, y un gusto amargo. El viento aullaba en sus oídos y le tiraba del pelo; y hacía frío: temblaba. Debajo de él se extendía la selva de Barawana, sobre ondulantes colinas. No podía apreciar la belleza natural. En realidad cerró los ojos, porque caía a plomo a una velocidad horrenda, hacia la tierra. Pero al cerrar los ojos tomó mayor conciencia del aullido del viento.

Había transcurrido demasiado tiempo. Era obvio que el paracaídas no se abriría. Su vida dependía del paracaídas auxiliar, sobre su pecho. Lo tocó: era un bultito ajustado junto a su tembloroso estómago. Luego quitó las manos, pues no quería interferir con el mecanismo. Recordaba, vagamente, que algunas personas habían muerto por eso, por interferir con la apertura del paracaídas.

El viento continuaba aullando, y su cuerpo se precipitaba desastrosamente hacia abajo. No sucedía nada. Sintió el feroz viento tironeándole los pies, batiendo sus pantalones, haciendo flamear su camisa contra sus brazos. No sucedía nada. Hacía al menos tres minutos que había saltado. No se atrevía a abrir los ojos por temor a ver los árboles demasiado cerca mientras su cuerpo se precipitaba hacia ellos en los segundos finales de su vida consciente…

Estaba a punto de vomitar.

Le chorreaba bilis por la boca abierta, y como estaba cayendo con la cabeza hacia abajo, el líquido le corría por la barbilla y se le metía por la camisa. Hacía un frío terrible. Ya no podía controlar el temblor de su cuerpo. Se sentía congelado.

Logró darse vuelta con una sacudida que le retorció los huesos.

Por un instante pensó que había pegado contra el suelo, y entonces se dio cuenta de que aún seguía descendiendo por el aire, pero más lentamente. Abrió los ojos y miró fijamente el cielo azul claro.

Miró hacia abajo, y se estremeció al ver que todavía estaba a miles de metros del suelo. Obviamente hacía sólo unos segundos que había saltado…

Levantó los ojos, pero no vio el avión.

Encima de él había una gigantesca forma rectangular, con brillantes rayas rojas, blancas y azules: el paracaídas. Como encontró más fácil mirar hacia arriba que hacia abajo, se puso a estudiarlo detenidamente. El borde delantero era curvo y abultado; el trasero, flotaba tenuemente en la brisa. El paracaídas parecía el ala de un avión, con cuerdas que descendían hasta su cuerpo.

Inhaló y miró hacia abajo. Todavía estaba a gran altura. Había cierto consuelo en la lentitud con que bajaba. Era realmente tranquilizador.

Y entonces notó que no descendía sino que se desplazaba hacia el costado. Alcanzaba a ver a los demás, abajo: a Kahega y sus hombres, y a Ross. Trató de contarlos; pensó que eran seis, pero tuvo dificultad en concentrarse. Le parecía que se desplazaba lateralmente, alejándose de ellos.

Tiró de las cuerdas de la izquierda y sintió que se le torcía el cuerpo, llevándolo hacia la izquierda.

No está mal, pensó.

Volvió a tirar con más fuerza de la cuerda izquierda, ignorando el hecho de que esto parecía hacer que se moviera más rápidamente. Trató de mantenerse cerca de los rectángulos que descendían debajo de él. Oía el aullido del viento en los oídos. Levantó la vista, esperando ver a Munro, pero todo lo que podía ver eran las franjas de su propio paracaídas.

Volvió a mirar hacia abajo, y quedó alelado al ver que la tierra estaba mucho más próxima. En realidad, parecía correr hacia él a una velocidad brutal. Se preguntó de dónde habría sacado la idea de que flotaba dulcemente. No había nada de dulce en su descenso. Vio que el primero de los paracaídas se arrugaba: Kahega había tocado tierra. Luego un segundo, y un tercero.

No faltaba mucho para que llegara al suelo. Se estaba acercando al nivel de los árboles, pero su desplazamiento lateral era muy veloz. Se dio cuenta de que su mano izquierda tiraba rígidamente de las cuerdas. Aflojó la presión, y el movimiento lateral cesó. Flotaba hacia abajo.

Otros dos paracaídas se arrugaron por el impacto. Miró hacia atrás y vio a Kahega y sus hombres, ya en tierra, juntando la tela. Estaban bien. Eso era alentador.

Él se deslizaba directamente hacia un denso bosquecillo. Tiró de las cuerdas y cambió la dirección a la derecha. Tenía el cuerpo entero ladeado. Estaba cayendo con mucha rapidez. No podía evitar los árboles. Se iba a estrellar contra ellos. Las ramas parecían extenderse hacia arriba como dedos, listas para asirlo.

Cerró los ojos y sintió que las ramas le arañaban la cara y el cuerpo mientras seguía cayendo, y sabía que en cualquier momento se estrellaría contra el suelo y empezaría a rodar…

Nunca llegó al suelo.

Sintió que se balanceaba hacia arriba y hacia abajo. Abrió los ojos y vio que estaba suspendido a algo más de un metro de la tierra. El paracaídas se le había enredado en los árboles.

Manipuló torpemente las hebillas, y cayó a tierra. Mientras se levantaba, vio que Kahega y Ross corrían hacia él. Le preguntaron si estaba bien.

—Muy bien —dijo Elliot, y en realidad se sentía extraordinariamente bien, más lleno de vida que nunca. Al instante siguiente sintió las piernas de goma, y vomitó.

Kahega se echó a reír.

—Bienvenido al Congo —dijo.

Elliot se limpió la barbilla y preguntó:

—¿Dónde está Amy?

Munro aterrizó un momento después. Le sangraba una oreja, ya que Amy, aterrorizada, se la había mordido. Pero la gorila había aceptado la experiencia y fue corriendo sobre los nudillos a ver cómo estaba Elliot. Después de asegurarse de que se encontraba bien, expresó:

«Amy volar no gustar».

—¡Cuidado!

La primera de las cajas Crosslin tocó tierra y estalló como una bomba desparramando equipo y paja en todas direcciones.

—¡Ahí viene la segunda!

Elliot se tiró para que no lo golpeara. La segunda caja dio a unos pocos metros, y recibió latas de comida y cajas de arroz. En el aire se oía el zumbido del Fokker, que seguía dando vueltas. Elliot se puso de pie a tiempo para ver cómo caían las dos últimas cajas Crosslin, mientras los hombres de Kahega corrían a buen resguardo y Ross gritaba:

—¡Cuidado, que ésas tienen los láser!

Era como estar en medio de un bombardeo, pero terminó enseguida. El Fokker se elevó, y el cielo se tornó silencioso. Los hombres empezaron a guardar el contenido de las cajas y a enterrar los paracaídas, mientras Munro impartía instrucciones en swahili.

Veinte minutos después avanzaban en fila india a través de la selva. Iniciaban una marcha de trescientos veinte kilómetros, adentrándose en las inexplorables regiones del Congo, hacia el este, donde los aguardaba una recompensa fabulosa.

Si llegaban a tiempo.

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